Presentación
Resulta difícil articular una opinión definitiva sobre la obra de Blanchot: para algunos autores de primer orden (Bataille, Foucault, Klossowski) su genialidad está fuera de toda duda. Otros de no menor importancia, como Cioran, lo consideran “un escritor verboso y oscuro, carente de brillo e ironía” (y de hecho esa es una de sus opiniones más caritativas sobre el enigmático ensayista). Supongo que la mayoría de los críticos literarios, ante la innegable, pertinaz inaccesibilidad de sus textos, oscilan entre cierta fascinación por el estilo –sin duda original, acaso inimitable– y una persistente perplejidad: ¿De qué habla en realidad este tipo? ¿Qué significa todo esto?
Precisamente por eso es tan interesante el texto de 1982 que el gran ensayista británico Gabriel Josipovici le dedica a Blanchot, del que he traducido un fragmento. Josipovici, con su prosa diáfana y supremamente lúcida, esboza –en la medida que algo así es posible, tampoco exageremos– los elementos esenciales de la poética de Blanchot y la fundamental coherencia de su obra crítica: no se trata, ni mucho menos, de que tras leerlo “entendamos” a Blanchot, pero al menos Josipovici ha conseguido atenuar el hermetismo casi egipcio de su prosa: no es un logro menor.
Maurice Blanchot
“Nacido en 1907, ha dedicado su vida a la literatura y la escritura”. En una época ávida de publicidad, cuando incluso el arte mismo a menudo es contemplado como un peldaño más en el camino hacia la fama y el dinero, la austeridad de esta información –la única que Maurice Blanchot ha ofrecido sobre sí mismo– es verdaderamente asombrosa. La reputación de Blanchot ha crecido lentamente en los círculos intelectuales franceses desde el inicio de la década del cuarenta –cuando comenzó a publicar narrativa y crítica literaria– pero, a diferencia sus contemporáneos algo más jóvenes (Barthes y Foucault), ha seguido siendo casi un desconocido para el público general en Francia y completamente desconocido en el extranjero con la excepción de un minúsculo grupo de académicos especializados en literatura francesa. A decir verdad, esto no es sorprendente: no existe ninguna gran teoría que pueda asociarse con su nombre, ningún ismo o causa con la que pueda ser identificado. Para el lector de lengua inglesa, cuya visión de la cultura francesa consiste en una línea directa de Baudelaire y los simbolistas a través de Proust hasta llegar al existencialismo, el Nouveau Roman, el estructuralismo y la deconstrucción (con Gide, Mauriac y Maurois situados incómodamente en los bordes del canon), los nombres que a menudo aparecen en la obra de Blanchot resultan desconcertantes y extraños: Lautréamont, Paulhan, Bataille, Char. Y cuando descubrimos que sus libros consisten sobre todo en recopilaciones de lo que alguna vez fueron efímeros ensayos y reseñas, tenemos derecho a preguntar por qué se traduce todo esto. Con tanto por leer, ¿por qué deberíamos molestarnos en leer precisamente esto?
La respuesta es que Blanchot es, junto a Walter Benjamin, el mejor crítico literario del siglo XX: no leerlo es privarnos del conocimiento de una obra de asombrosa originalidad y agudeza. Habiendo dicho eso, sin embargo, resulta difícil encontrar la manera de fundamentar semejante afirmación sin poner ante el lector sus ensayos escogidos, indicarle que los lea y dejar que el libro hable por sí mismo. Porque el problema radica en que, a diferencia de Benjamin, no hay en este caso fascinantes detalles biográficos que puedan despertar nuestro interés o nuestra simpatía; tampoco encontramos aquí el apoyo a ninguna teoría o práctica popular (psicoanálisis o misticismo). A diferencia de Barthes o Derrida, no es posible asociar a Blanchot con ninguna teoría de la literatura… o al menos con ninguna que pueda ser esbozada con media docena de frases ingeniosas. Por otra parte, la historia literaria no parece interesarle y todos sus ensayos giran como obsesivas polillas en torno a ciertas preguntas –¿Por qué escribir?; ¿Para qué la literatura?– que la suspicaz mente anglosajona inmediatamente asocia con la abstracción continental e incluso tal vez con esa aterradora palabra “hegelianismo”.
La clave para entender a Blanchot es, sospecho, que se trata de un novelista que también es un crítico. Y él es un crítico precisamente porque es un novelista y para él la crítica es simplemente la continuación de la exploración imaginativa que es la ficción por otros medios. Por lo tanto, su crítica está más cerca de los ensayos de Proust, Eliot o Randall Jarrell que de los textos de Leavis, Northrop Frye o Barthes. Y, como todos los grandes escritores-críticos, posee la habilidad de formular preguntas tan inesperadas que su mera postulación nos obliga a reconsiderar no solo la obra o el escritor sobre el habla sino la naturaleza de la escritura misma. ¿Por qué Henry James se interesa tanto por las tramas en sus Cuadernos? ¿Por qué Proust abandonó la novela que casi había terminado —Jean Santeuil— si estaba dispuesto a publicar un texto menor como Los placeres y los días? ¿Por qué Rimbaud necesitaba dormir tanto? ¿Por qué Virginia Woolf llevaba un diario? ¿De dónde viene la luz que inunda un relato como Le voyeur, de Robbe-Grillet? Estas no son preguntas que perturbarán a quienes asumen que la literatura es algo “normal”, a quienes dan su existencia por sentado, a quienes aceptan las obras de arte como algo que simplemente existe y piensan que la tarea de la crítica es dilucidar o emitir juicios sobre esas obras. Tampoco incomodarán a quienes solo se interesan por la estética y desean responder preguntas como: ¿cuál es la función del Arte?
Parecería, también, que si Blanchot hace semejantes preguntas debería estar preparado para responderlas con alguna teoría psicoanalítica, pero ese no es el caso. Una teoría psicoanalítica, como cualquier otra, sugiere que las respuestas serán aburridamente uniformes. Pero lo que resulta asombroso en Blanchot es que cada uno de sus ensayos es único. La razón para esto es simple: él escribe sobre obras literarias cuya música verbal está dispuesto a escuchar. Cada obra es diferente, y son esas las únicas dignas de atención precisamente porque son fascinantemente únicas. La tarea del crítico es mostrar esa singularidad.
De lo anterior se deduce que para dar una idea de la tesitura de la crítica de Blanchot carece de sentido hablar en términos generales. Lo que debemos hacer es seguirlo en sus exploraciones.
El ejemplo que he escogido no se encuentra entre los mejores ensayos de Blanchot y probablemente fue escrito solo como reseña de un libro que acababa de ser publicado. Pero precisamente por eso despliega su método característico y lo muestra con absoluta claridad. Es un ensayo sobre la trilogía novelística de Beckett y comienza así: “¿Quién habla en los libros de Beckett? ¿Quién es el incansable «Yo» que siempre parece decir lo mismo? ¿Cuáles son las expectativas del autor (y cuáles las del lector), considerando que, después de todo, debe existir un autor? ¿O acaso está atrapado en un circuito interminable donde transita a ciegas, arrastrado por el flujo de palabras con las que incesantemente tropieza? Palabras que no carecen de significado sino de centro;[1] que no comienzan ni terminan y son, sin embargo, ansiosas, exigentes: nunca cesarán. Tampoco podríamos soportar que cesasen porque entonces deberíamos afrontar el aterrador descubrimiento de que cuando callan continúan hablando,[2] de que cuando se detienen continúan moviéndose: nunca son silenciosas porque en ellas el silencio habla sin cesar”.
Lo primero que notamos es lo rápido que avanza el párrafo. Hemos recorrido una enorme distancia cuando llegamos al final. Lo segundo es que Blanchot siempre comienza con nuestra experiencia de la lectura; nos ayuda a articular esa experiencia evitando que encontremos con demasiada rapidez una respuesta, explicación o solución. Noten cuán minuciosamente describe lo que sucede cuando leemos a Beckett, cómo se preocupa por encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que nos sucede durante la lectura: “palabras que no carecen de significado sino de centro; que no comienzan ni terminan y son, sin embargo, ansiosas, exigentes”. Y además esta profunda comprensión de nuestras expectativas: no podríamos soportar que las palabras se detuviesen. ¿Y por qué? Porque entonces comprenderíamos que de hecho continúan, incluso cuando se han detenido. Así, paradójicamente, el autor y el lector parecen encontrarse entrelazados en el mismo empeño: intentar detener el flujo de palabras descentradas, pero también, al mismo tiempo, secretamente, esforzarse porque continúen fluyendo porque, mientras continúen, perdura la ilusión de que podrían ser detenidas.
Tras habernos sumergido con tanta rapidez en la experiencia de leer a Beckett, Blanchot se detiene y retrocede: “Lo primero que notamos aquí es que no se trata de alguien escribiendo con el noble propósito de producir un buen libro. Tampoco de alguien que escriba como respuesta a esa noble necesidad que nos gusta llamar inspiración, ni porque trate de expresar las ideas significativas que se le han ocurrido, o porque sea su trabajo, o porque espera que la escritura le permita penetrar en lo desconocido”.
La paradoja de los textos de Blanchot, como ya he sugerido, es que cada ensayo, por breve o incidental que sea, regresa siempre a sus preocupaciones esenciales, pero al mismo tiempo no hay, sin embargo, nadie más escrupuloso que él en su atención a los matices de cada obra y autor particular. Aquí, por ejemplo, nos ayuda a sumergirnos a mayor profundidad en la obra de Beckett al descartar cuidadosamente (al tiempo que los enfatiza para que podamos inspeccionarlos) todos los objetivos que no forman parte de la poética de Beckett. Ante todo, a Beckett no le interesa producir un objeto verbal bien hecho, con valor comercial. A Blanchot le interesan más escritores como Artaud y Joubert que aquellos como Balzac o Hugo. Y es así porque ha comenzado a preguntarse: “¿Qué significa terminar un libro?”; “¿Qué significa escribir un libro?” Balzac, por otra parte, se contentaba con seguir escribiendo. Y lo que Blanchot sugiere, siguiendo en esto a Mallarmé, Kafka y Thomas Mann, es que no existe justificación externa para producir una novela “lograda” o una obra de teatro “exitosa” excepto para satisfacer a un público filisteo que necesita su cuota de entretenimiento e incluso de “arte”.
Pero si no existe ninguna razón externa genuina para escribir un libro, ¿existen acaso, razones internas? ¿Qué pasa entonces con la “noble” necesidad que llamamos inspiración? Algunos de los mejores ensayos de Blanchot se dedican a dilucidar la escritura de Kafka, y su interés en este escritor se deriva del hecho de que para Kafka la sencilla oposición entre el arte y la sociedad –que subyace a tanta escritura romántica– ya no se sostiene. Al principio Kafka, a juzgar por sus cartas y diarios, creía en la oposición romántica pero la vida misma desmentiría semejantes presupuestos. Los años decisivos son 1915-1917, con el inicio de la Primera Guerra Mundial, su relación con Felice Bauer, su incapacidad (al menos en su opinión) de escribir obras satisfactorias y el descubrimiento de su letal enfermedad. Aunque cuando no estaba escribiendo Kafka sentía que la única salvación para él radicaba en la escritura, una vez que comenzaba a escribir sentía que lo que estaba haciendo carecía de sentido, que no tenía ninguna relación con el mundo o la verdad, que, de hecho, la cuestión iba incluso más allá de la falta de sentido, que sus textos eran la perpetuación de una mentira en estado puro. Su obra escrita es la descripción del fracaso de la escritura. Si su escritura hubiese triunfado, él habría fracasado; al fracasar, acaso, triunfó.
El de Kafka no es un caso aislado, aunque quizá sea el más significativo porque el propio Kafka era tan honesto y lúcido. La misma negación de las fáciles alternativas románticas (que son aún en gran medida los términos en los que el público en general concibe las relaciones entre el arte y la vida) se puede encontrar en Baudelaire. En principio Blanchot está de acuerdo con la famosa observación de Sartre: Baudelaire tuvo la vida que merecía: sórdida, mezquina, llena de mentiras y evasiones. Pero, dice Blanchot, si aceptamos esa perspectiva, también debemos aceptar la opuesta: la vida de Baudelaire fue un éxito rotundo, porque logró sin duda alguna lo que se había propuesto, ser un gran poeta. Y evidentemente la escritura de Las flores del mal no fue el resultado de un golpe de suerte. Si hablamos de la vida de Baudelaire como un triunfo debemos añadir: “Y no se trata de un éxito fortuito sino de algo completamente deliberado; no es algo que se haya aplicado como una pátina superficial sobre el fracaso sino de algo que encuentra su justificación en el fracaso, que lo glorifica, convierte la impotencia en una increíble exuberancia creativa y extrae del engaño más básico la más resplandeciente verdad”.
Blanchot percibe con claridad que la vida de Baudelaire no despliega el choque entre la actitud de los fariseos que lo rodeaban y su propia inquebrantable vocación poética. Su patetismo proviene del hecho de que Baudelaire también se pone de parte de los fariseos y se condena a sí mismo. Pero también esto es, en cierto sentido, solo uno de los subterfugios que utiliza la poesía. Porque si su fracaso es el fracaso de la poesía, es solo a través de ese fracaso que la poesía descubre lo que realmente es y, por tanto, triunfa: “Todo sucede como si… esta revelación dependiera del fracaso”. Pero incluso esto se puede revertir, según el punto de vista de cada uno y podría decirse que “la poesía ni siquiera es capaz de alcanzar ese fracaso total, el único capaz de establecer su autenticidad”.
Ahora podemos regresar a Beckett con una idea más clara de lo que Blanchot sugiere que Beckett no está haciendo: él no escribe para producir una novela que pueda venderse (una más entre tantas); tampoco escribe bajo la intolerable presión de la inspiración, para transmitir alguna imagen o idea que pugna por salir a la superficie. Pero entonces, ¿qué está haciendo? Como es su costumbre, Blanchot comienza postulando una nueva pregunta: “¿Lo hace entonces sencillamente por hacerlo y salir de eso?” Esto resulta asombroso, pero encuentra claros paralelos en los textos de Beckett y Blanchot lo define con mayor precisión: “¿Porque está intentando escapar de la necesidad que lo hace avanzar convenciéndose a sí mismo de que lo tiene todo bajo control y que como mismo habla también podría dejar de hablar?” Por supuesto, Blanchot ya ha respondido parcialmente esa pregunta, sencillamente ahora afirma explícitamente lo que antes había insinuado. Así que ahora, de nuevo, da un paso atrás y cambia de dirección: “Forcejea, se debate, lucha con algo, eso es obvio”. Tan obvio, de hecho, que el lector de Beckett podría vacilar antes de admitir –incluso ante sí mismo– que esto resulta esencial. Y esto es porque entonces él –el lector– sentiría que es él mismo quien forcejea y se debate por comprender, y nuestra cultura ha dejado claro que es mejor tener una opinión definitiva sobre las cosas antes de aventurarse a emitir un comentario. Blanchot es lo suficientemente sensible y audaz como para enfatizar este rasgo esencial de la obra de Beckett y para insistir en que no se trata de un obstáculo a superar antes de que podamos ver las cosas con nitidez sino de la cosa misma que debemos ver.
Una vez más se dedica a matizar y enriquecer esta percepción: “A veces forcejea en secreto, como si lo impulsara un secreto que oculta de nosotros e incluso de sí mismo. Hay cierta astucia en esta lucha, incluyendo esa astucia más sutil que consiste en revelar la estrategia que emplea. Su primer ardid es erigir máscaras y figuras entre él y su discurso”.
De esta manera, Blanchot consigue pasar de las observaciones generales sobre la ficción de Beckett a la exploración de los tres volúmenes de la trilogía: Molloy, donde lo expresado todavía se ajusta en alguna medida a lo que consideramos un relato; Malone Muere, donde el espacio explorado carece de los recursos disponibles en la primera novela (se reduce a una sola habitación); por último, El Innombrable, donde las historias ni siquiera intentan ser autárquicas sino que “giran mecánicamente en torno a un centro vacío ocupado por el anónimo Yo”.
¿Quién, entonces, habla en El Innombrable? ¿El autor?
¿Pero a quién puede referirse ese término, considerando que quien escribe ya no es Beckett sino la necesidad que lo arrastra más allá de sí mismo y lo convierte en un ser sin nombre, en el Innombrable, un ser carente de ser que no puede vivir ni morir, detenerse ni comenzar, que está en el sitio vacío donde profiere sus redundantes, ociosas palabras bajo el incómodo manto de un Yo poroso, agonizante?
Esta es la pregunta que Blanchot siempre postula: ¿Cuál es la relación entre el yo que uno es y el yo que escribe? La pregunta es tanto el origen como la sustancia de la mayor parte de la literatura de primer orden desde los Románticos hasta el presente y cada vez que pensamos haberla respondido vuelve a surgir. Blanchot no trata de responderla directamente, sino que se le aproxima a través de Kafka, Baudelaire o Beckett o mediante algún antiguo mito o relato. Y también nosotros deberíamos aproximarnos de manera vacilante, mediante negaciones.
Recientemente,[3] como reacción a los ingenuos enfoques biográficos tan populares en el siglo XIX, ha adquirido respetabilidad la idea de que no existe ninguna relación entre el autor y su obra. La obra es un “texto”, con sus propias leyes y reglas: son estas las que deben ser descifradas en lugar de los hechos de la vida de un autor. Una importante verdad a medias se ha convertido en un dogma y como consecuencia se ha perpetuado una nueva falacia, tan engañosa a su manera como la falacia biográfica que pretendía desplazar. Porque, como hemos visto en los casos de Kafka y Baudelaire, no habría existido problema alguno, no habría existido siquiera la obra que ahora leemos si todo se hubiese reducido a la cuestión de “trabajar en el texto”. El arte de Kafka y Baudelaire –y el de todo gran escritor de los últimos 150 años– es precisamente una exploración de los límites del arte y de la compleja interacción entre el arte y la vida. Cualquier doctrina critica que ignora esto e intenta tratar el arte meramente como arte es, sencillamente, mala crítica literaria.
A menudo se considera a Mallarmé como el primer escritor que se atrevió a pensar lo impensable, la absoluta falta de relación entre un autor y su obra. Para Blanchot, sin embargo, no es tanto Mallarmé como la versión que Valéry elaboró a partir de las ideas de Mallarmé: “Valéry nunca dejó de exaltar a Mallarmé y de estudiar su postura poética. Le fue leal hasta el fin, como Platón a Sócrates. Pero, como Platón, iluminó y oscureció a la vez la imagen de su maestro a través de su propio éxito, mediante el vasto alcance de sus indagaciones y a través de la manera de ver, admirar y entender intrínseca a estas indagaciones”.
La comparación es apropiada y se vuelve más significativa cuando recordamos que la revista que por primera vez preconizó la separación del texto y el autor en Francia (mucho después de que se publicara el ensayo de Blanchot) tomó su nombre, Tel Quel, de una de las colecciones de meditaciones y aforismos de Valéry.
En un interesante ensayo sobre Gide, Blanchot vuelve al ataque. Deja claro que, aunque Gide parece propugnar ideas muy tradicionales y convencionales sobre el arte (la primacía de la obra bien hecha, por ejemplo), a Blanchot le parece una figura más interesante que Valéry: “A menudo más audaz, pero siempre menos escéptico que Valéry, Gide lo es infinitamente menos en todo lo que concierne a la verdad del arte y la retórica. Para Valéry los medios y efectos del arte son arbitrarios, mera convención. Y es solo porque niega el auténtico valor de la forma que acepta y respeta sus exigencias: él alcanza la perfección como escritor solo porque, para él, la perfección no contiene ninguna verdad. Pero Gide no es tan impío. El Arte, para él, tiene un significado; escribir una obra no es un mero ejercicio; escribir bien implica además el incesante esfuerzo de continuar siendo auténtico sin abandonar la audacia formal”.
Gide es menos radical pero precisamente por eso es más profundo. El “radicalismo” de Valéry es a decir verdad superficial porque él no tiene plena conciencia de las implicaciones de su postura estética. Blanchot nunca ha sido un crítico polémico. Ha escrito sobre las obras que venera, sobre los libros en los que cree. Sin embargo, debe haberle entristecido contemplar en los últimos años cómo el superficial radicalismo de Valéry[4] triunfaba sobre sus esfuerzos –sin duda más profundos– por dilucidar la relación precisa entre la vida del autor y la obra escrita.
Después de todo, ese es el tema principal de la escritura del propio Beckett y es hacia eso que Blanchot nos ha conducido desde el inicio de su ensayo. Pero una vez más, tras haber postulado la pregunta sobre la naturaleza del Innombrable, retrocede para recordarnos lo que está en juego en una escritura como esta: “Las consideraciones estéticas están fuera de lugar aquí. Quizá lo que tenemos ante nosotros no es un libro porque es más que un libro. Es una confrontación directa con el proceso del que todos los libros derivan, con el punto original en el que la obra inevitablemente desaparece, que siempre destruye la obra, que recrea una ilimitada inactividad en la obra pero con el que también, si es que algo ha de lograrse, debe establecerse una relación primordial”.
Dos historias –que Blanchot considera esenciales en sus exploraciones– iluminan este pasaje: la historia de Odiseo y las sirenas; la historia de Orfeo y Eurídice. Son, para Blanchot, complementarias pero distintas. Una de ellas forma el centro secreto de El espacio literario (según él mismo dice en el prefacio a ese volumen); la otra se sitúa al inicio de El libro que vendrá. En manos de Blanchot las historias griegas no se convierten en alegorías, sino que recobran sus dimensiones míticas.
Odiseo, como todos saben, deseaba escuchar la canción de las sirenas así que ordena a sus marineros que rellenen con cera sus oídos y que lo aten al mástil. Así el barco logra navegar cerca de las sirenas sin destruirse, mientras que Odiseo escucha sus voces y no se ahoga. En esto difiere de un personaje como Ahab, que también escuchó las sirenas –bajo la forma de Moby Dick– pero fue atraído por ellas hacia su muerte; también se diferencia de una persona real como Virginia Woolf. Odiseo era astuto e ingenioso, pero ¿acaso triunfó realmente sobre las sirenas? ¿Escuchó él, desde la seguridad de su barco, la auténtica canción? ¿O acaso eso está reservado para quienes se aproximan abiertamente a las sirenas? Uno también podría decir, desde otra perspectiva, que en realidad Odiseo no consiguió escapar porque tras oír la canción de las sirenas se vio obligado a repetirla para siempre en las palabras de la Odisea. Y el caso de Orfeo también resulta ambiguo: descendió al Hades para rescatar a Eurídice, para traerla de regreso a la luz, pero miró hacia atrás cuando ella todavía estaba entre las sombras y la perdió. Sin embargo, fue precisamente porque la perdió que pudo cantar y tal vez no la perdió después de todo: quizá lo que quería era precisamente eso: ver a Eurídice pero verla entre las sombras porque se hubiera esperado hasta alcanzar la luz entonces habría visto otra Eurídice.
Tanto Orfeo como Odiseo se encuentran inmersos en una situación en la que, hagan lo que hagan, perderán. Pero al mismo tiempo es una situación en la que, hagan lo que hagan, ganarán. Es bajo la luz de estos dos mitos que podemos entender las observaciones finales de Blanchot en su ensayo sobre Beckett. El Arte, dice, no es para quienes lo ven como una torre de marfil, un reducto tras el que pueden retirarse hacia sí mismos: “Lo que el Arte requiere de quien lo practica… no es que se convierta en otro, no es que se transforme en un artista con deberes, satisfacciones e intereses artísticos sino que se convierta en nadie, en el espacio vacío y activo donde se escucha la llamada del Arte”.
Esto no tiene nada que ver con la conquista de nuevos territorios por la imaginación: lo descubierto no se parece a nuestro mundo ni a ningún otro que podamos imaginar o inventar: “Lo representado en El Innombrable es la aflicción de alguien que se ha situado fuera de la realidad y vaga eternamente en el espacio entre la existencia y la nada, incapaz de morir e incapaz de nacer, atormentado por el espectro que ha creado, en el que no cree y que se niega a comunicarse con él”.
Pero esto no es todo, hay mucho más en El Innombrable que su “tema” aparente: “La respuesta completa debe encontrarse más bien en el proceso mediante el cual la obra de arte, al mismo tiempo que busca con ahínco erigirse, regresa incesantemente al punto donde enfrenta el fracaso. El punto donde el lenguaje deja de hablar pero es, donde nada comienza y nada se dice, pero también el punto donde el lenguaje siempre renace y comienza de nuevo, desde el principio’’.
Leer a Blanchot no significa adquirir más conocimientos o una nueva percepción sobre un escritor determinado sino experimentar un cambio en la manera que leemos, de tal forma que cuando uno ha terminado le resulta difícil explicárselo a quien no comparte semejante experiencia. Pero, por supuesto, eso es lo que sucede con todos los grandes autores.
Notas:
[1] ¿Quizá como la notoria ‘’Esfera de Pascal’’ que Borges menciona en su famoso ensayo?
[2] El oxímoron y la paradoja son, según creo, los procedimientos esenciales de la retórica de Blanchot.
[3] El ensayo se publicó por primera vez en 1982.
[4] Aquí Josipovici se refiere, supongo, al estructuralismo y posestructuralismo que dominaron la escena intelectual francesa en los años sesenta y setenta del siglo XX.
Bravo Ubaldo. Toda esta circumnavegación literaria es impresionante. Todavía te falta aprender que una frase como la que cito abajo, es ridícula. Tú no «crees» nada. No se habla de «procedimientos esenciales» (mucho menos del oxímoron y la paradoja) cuando se trata de Blanchot. Te callas y expones. Esa costumbre se adquiere con el tiempo, o naces con la facultad interpretativa (you didn’t!). >>El oxímoron y la paradoja son, según creo, los procedimientos esenciales de la retórica de Blanchot. (!!!!)
Coincido con Ubaldo, tras felicitarlo por esta traducción. Quizás no respecto del oxímoron. Pero sí sobre la paradoja, que en Blanchot es autobiográfica y perceptible en sus principales textos. Le entusiasma descubrirlas, enunciarlas, argumentarlas… En «La escritura del desastre», por ej..
Si Ubaldo no existiera habría que inventarlo. La revista debería cambiar su nombre a «UBALDO MAG», o tal vez «BARRETO».