Sobrevivir sea quizás la fantasía más extraña de todas.
Eudora Welty
Como mismo, durante las transiciones de sus vidas incompletas, estos personajes y aquellos paisajes –personajes también– envuelven la realidad en una niebla donde las fronteras se quiebran, para que no sepamos si es fantasía, ciencia ficción, o si se trata de esos oráculos mediante los cuales develamos –durante el camino, al atravesarlos– qué pasará; así entré al mundo medieval de El gigante enterrado (2015) y, casi sin darme cuenta, estaba luchando contra dragones que me salían al paso, porque la verdad y la mentira, los fantasmas y los clones, la realidad y la imaginación de esos mundos, a la vez ligeros y densos, se entrelazan en las novelas del escritor británico-japonés Kazuo Ishiguro, sacándonos de la realidad para llevarnos a una enrarecida y aterradora donde el bien y el mal se acomodan entre claroscuros.
Una de las novelas que más me impresionó de Ishiguro fue Nunca me abandones (2005). No querríamos imaginar lo que ocurre en ese mundo de Hailsham –un colegio de estilo victoriano para adolescentes, estériles y sin padres, recluidos allí–, donde historias de amor y terror nos conmocionan a través de los recuerdos de Kathy –una cuidadora y exalumna que los narra–, junto a Ruth y Tommy, sus amigos más cercanos, con los que vive un triángulo amoroso. Hay innumerables historias sobre el amor romántico, pero las de Nunca me abandones exceden a casi todas las que conozco.
Individuos que fueron excluidos y separados del resto, con un misterio que vamos descubriendo como si sacáramos capas y capas de muselina de la tela del texto. Casi hasta la mitad de la novela, permanecemos todavía intrigados sobre qué tipo de personas son sus protagonistas. Pero, además, la historia de Tommy, Ruth y Kathy trata sobre lo creativo: si es necesario, o no, poseerlo. Y también acerca del valor que puede tener una obra artística para reafirmarnos como individuos. Recordé las lecturas de Gurdjieff, cuando puso a Katherine Mansfield junto al establo de las vacas en Fontainebleau para saber si ella tenía alma o no.
Así se suceden conversaciones entre Kathy y Tommy que, después de tener muchas disputas con el resto de los condiscípulos, van comprendiendo para qué estaban en Hailsham, donde existe una galería para las obras que realizan los pupilos, recogidas por una Madame –así la llaman–, que pasa por el internado dos veces por año. Ruth habla del miedo que esta señora les tiene: “Señorita, ¿por qué Madame se lleva nuestras cosas?”, pregunta sin obtener respuesta. “La primera vez que te encuentras con los ojos de alguien así, sientes mucho frío”, dice, refiriéndose al miedo que, a su vez, les provoca la Madame.
El horror aparece poco a poco, dejándonos petrificados ante la extrañeza y el dolor de estos personajes tan poco conscientes de sí mismos, a pesar de una descripción llena de pormenores sobre sus vidas, que transcurren como si estuvieran en un colegio cualquiera, en una normalidad afectada por cosas de las que no se habla, o se habla a medias. No es cualquier lugar Hailsham, no son ellos como las demás personas: son donantes de órganos que reciben “vales” a cambio de sus pinturas y “saldos” a través de los cuales consiguen: ropa, zapatos, comida.
Kazuo Ishiguro es un autor-detective que sitúa a sus asesinos en medio de una aparente normalidad, envuelta en las sutilezas de un lenguaje tan apacible como tenso, para reinterpretar lo siniestro que sucede aquí-ahora, aunque para ello se remonte al medioevo como en El gigante enterrado o a este colegio entre bosques espesos y campos de ruibarbo en días de niebla que nunca aclaran, mientras que los personajes escuchan una cinta con el nombre Songs after the Dark de la cantante fictiva Judy Buidgewater, dejándonos creer que ese lugar tenebroso, e inquietante, existe solo a través de una melodía y que podrán salir alguna vez de él. Una cinta especial por su tercer tema: “Nunca me abandones” (“Never Let Me Go”) que da título a la novela y que Kathy escucha, abrazando mientras baila a un bebé imaginario, cuando la Madame, al verla, llora. Luego le cuenta a Tommy lo sucedido y él cree que, a pesar de ser tan extraña, a lo mejor la Madame no es una mala persona, pero después de esta escena la cinta desaparece.
Ishiguro nos alerta sobre el peligro que habita dentro de estas historias en busca de la condición humana y hasta dónde podrían llevarnos al medirlas con una vara larga de percepción psicológica como la suya, cuando descubrimos algo mucho más aterrador en el fondo de las mismas: parcelas ocultas que la sociedad ha creado para dominar con un tipo de esclavitud moderna como, por ejemplo, esta de los donantes de órganos, personajes-clones que nacieron para dar lo más preciado que tienen en nombre de un supuesto progreso. Seres que sienten un amor del que nadie quiere estar ausente, pero que vivirán apartados padeciendo horribles males a partir de las donaciones que harán hasta “completar”. Seres de una categoría diferente con la que el autor se adelanta y juzga lo que la sociedad implementará cada vez más, cambiando las reglas éticas por los usos y abusos que probablemente habrá entre los humanos y sus copias, hasta lograr la sobrevivencia de algunos en detrimento de los otros.
En la novela, poco a poco, saldrán a relucir temas específicos a esa condición de réplicas, como el cuidado que deberán tener en sus relaciones sexuales y el concepto que nacerá a partir de estas explicaciones: “cosas que se abren como una cremallera” –que alude a una herida en el codo de Tommy–, pero que se traslada al símil espeluznante de cómo todos ellos serán abiertos también en repetidas ocasiones como una cremallera: “ninguno de vosotros irá a Estados Unidos, ninguno de vosotros será estrella de cine. Y ninguno de vosotros trabajará en un supermercado […] se os trajo a este mundo con una finalidad […] empezaréis a donar vuestros órganos vitales.”, les dice Lucy, una profesora de lenguas que quiso darles más información sobre lo que ocurrirá con ellos y, por eso, la echan del colegio.
Durante la segunda parte del libro, los donantes pasan dos años en el cobertizo de las calderas, un granero negro donde el frío los entumece. Allí se establecen relaciones entre los llamados “veteranos”, quienes van a los entrenamientos para más tarde convertirse en cuidadores. En el Cottage –como le llaman– hay pilas de revistas pornográficas. Kathy las revisa a cada rato hasta que un día Tommy la sorprende y trata de comprender qué buscaba en aquellas láminas que miraba de pasada, no con un interés puramente sexual. La razón tiene que ver con que entre los discípulos surgió el rumor de que cada uno habría sido copiado de una persona normal y creían que, si veían a la persona de la que eran la copia, alcanzarían cierto conocimiento de quiénes eran en lo hondo de su ser. También creen que aquellos que estudiaron en Hailsham pueden pedir un “aplazamiento”: enamorarse y vivir años juntos sin someterse a las intervenciones. Por eso, van de excursión para ver qué de cierto habría en aquellos rumores, cuando hallan a una mujer de pelo plateado, la siguen hasta una galería de arte, pero no era la “posible” de Ruth –como llamaban a los modelos de los que, supuestamente, estaban hechos–, por lo que llegan a la conclusión de que: “se nos modela a partir de gentuza. Drogadictos, prostitutas, borrachos, vagabundos […] de ahí es de donde venimos. Lo sabemos todos”. Seguramente por eso Kathy buscaba su origen entre aquellas fotos de las revistas pornográficas.
También entre los pupilos crece la sospecha de que las pinturas, los poemas y todo el material que producen –y es incautado– revelará cómo era uno por dentro: “cómo era su alma”. Los personajes reflexionan sobre sí el arte es un lugar desde el que ser juzgados, que es el tema principal de la novela, así como de tantas obras literarias y filosóficas (como en las conferencias de J. M. Coetzee en la Universidad de Princeton que forman parte de La vida de los animales, 1999, cuando a través del personaje Elizabeth Costello medita la posibilidad de la existencia del alma en los animales). Así, Tommy pintaba aquellos animales increíblemente pequeños, pensando que tal vez un día serían una prueba de su conciencia y le podrían dar un “aplazamiento”, suponiendo, ingenuamente, que el arte estaba relacionado con la supervivencia. Mientras que Ruth le dice que: “esos animales no sirven para nada”, provocando una ruptura en la relación de los tres. Kathy se queda callada ante esta observación diferente a la suya y decide irse como cuidadora.
Aquí comienza la tercera parte de Nunca me abandones, en la que Kathy ya es cuidadora y tiene sus donantes. “Mis donantes”, los llama con admiración. Se entera del cierre de Haislham y de que Ruth había tenido una donación terrible. Va al centro de recuperación a verla e irán juntas después a Kingsfield donde está Tommy. Los tres se acercan a un barco que encalló y durante esta mirada al barco encallado, Ishiguro describe la sensibilidad de estos seres que son clones, pero que tienen recuerdos y sentimientos tanto, o más, que los humanos.
Sucede igual cuando Tommy quiere regalarle a Kathy la canción perdida que da título a la novela, y ese momento cuando van a buscarla es: “como si todas las nubes se hubieran despejado y no hubiera más que risa y diversión entre nosotros […] Sí, es esta […] ¿no es increíble? ¡La hemos encontrado!”, iluminando el sentimiento que tienen por el otro a sabiendas de que la verdadera vida comienza con el amor. Y, al acercarse a una valla publicitaria, recuerdan con ironía el sueño lejano de Ruth trabajando en una oficina. Es cuando ella los anima a que logren una prórroga y les da la dirección de la Madame, rogándoles que vayan a verla. Además, le pide a Kathy que sea la cuidadora de Tommy, que ya había pasado por su tercera donación. Es entonces cuando Kathy y Tommy comienzan a tener relaciones sexuales: “yo era capaz de hacerlo dos veces seguidas sin esforzarme, pero ya no puedo”, le dice Tommy.
Durante los últimos capítulos, visitan una mansión neblinosa donde aparece Emily, una antigua custodia de Haislham sentada en una silla de ruedas, que les explica cómo trataron de darles una vida más armoniosa y culta, pero que aquel “aplazamiento” sobre el que siempre murmuraban no existía. Eran solo clones: necesarios para salvar vidas humanas, nada más. Y, ante la pregunta de Tommy sobre la realidad de su teoría acerca de si los hacían artistas para saber si tenían alma, Emily responde que los seres humanos están interesados en ellos solo por la función que tienen, luego de resistir sucesivas donaciones hasta “completar”. Y que cada día era más difícil hallar alguna compasión para ellos, que el resto eran especulaciones de una utopía que ella y la Madame idearon solo para hacerles la vida más fácil: solo una utopía.
Durante esta visita, Kathy le pregunta a la Madame por qué lloró cuando la vio bailar con una especie de niño meciéndose entre sus brazos, pero ella no la veía bailar con un niño –le responde–, sino con la idea de mundo a la que querían llegar, abrazándolo al compás de la música. Una idea de aquel mundo que desconocían y abrazaban y del que jamás formarían parte: “Vi un mundo nuevo que se avecinaba velozmente. Más científico, más eficiente. Sí. Con más curas paras las antiguas enfermedades. Muy bien. Pero más duro. Más cruel. Y veía a una niña con los ojos muy cerrados, que apretaba contra su pecho el viejo mundo amable […] un mundo que no podía durar”. En la despedida saben que no habrá ninguna salida para ellos, ninguna prórroga. Por eso, Tommy le pide a Kathy que deje de ser su cuidadora, porque no quiere que lo vea ante la próxima donación, que ya sería la última.
El párrafo final: dos personas en medio de la corriente de un río: “tienen que soltarse, y se separan, y se los lleva el agua. Pienso que eso es lo que pasa con nosotros, le dice Tommy”. Y, cuando él “completa”, Kathy se va a un estercolero donde le parece verlo llegar desde lejos, creciendo a la distancia su imagen entre tanta mugre –era su fantasía–: “y me alejé hacia donde quiera que me estuviera dirigiendo”.
Con esta imagen de la imposibilidad de un amor y de una vida como cualquier otra termina Nunca me abandones, donde Kazuo Ishiguro nos demuestra que los donantes tienen alma a pesar de ser réplicas, sacándolos de su indefensión y humanizándolos bajo la protección única que tiene el lenguaje: esa niebla para crear certezas a pesar de la incertidumbre. Y, me pregunto si ¿no ocurre lo mismo con nosotros que no somos clones? ¿Nos creamos una fantasía, un rumor, la falsa idea de que podemos luchar contra la mortalidad y pedir prórrogas?, pero no hay tal cosa. Son garras con las que nos aferramos desesperadamente para una supervivencia que buscamos sin saber cómo subvertir los límites de la existencia, porque, tal vez, solo esa fantasía hace posible resistirla.
Pero mientras más nos acercamos a la ribera del río, nos percatamos de que solo tenemos que seguir hacia la falta de un rumbo, de un después: “hacia donde quiera me estuviera dirigiendo” — como dijera Kathy–, sin saber hacia dónde, aunque tuviéramos intereses elevados alrededor del arte y del amor para intentar probar que tenemos alma. Esperando la idea de un regalo: destino, porvenir, esperanza de inmortalidad. Pero, sobre todo, esperando una respuesta –como los clones de Nunca me abandones esperaron la suya entre la niebla perversa que trataron de disipar contra los que detentan el poder en cualquier tiempo y lugar.
Miami 9 de agosto 2025