Uno. A finales de febrero de 2020, se inauguró en Madrid la 39 edición de la feria de Arco. Por primera vez, el evento no tuvo país invitado y se concibió como un homenaje a Félix González-Torres, artista cubano-puertorriqueño-estadounidense que, entre otros asuntos, había abordado el sida, enfermedad de la cual murió en 1996 con 39 años.
Unos días después de aquel estreno, el covid19 ya asolaba el mundo, se decretó el confinamiento y los hospitales quedaron desbordados a la misma velocidad que se vaciaron los museos. De hecho, el pabellón que había acogido la feria quedó convertido en un improvisado hospital emergente. El recinto por el que, unos días antes, habían faroleado los jerarcas del Arte Contemporáneo, se abarrotó de camas para las víctimas de la pandemia. Una imagen tan sobrecogedora que no demandaba interpretación o metáfora.
Pero el mundo de la cultura, enseguida, trenzó la enfermedad, la metáfora y la interpretación, encontrando un filón teórico para explicar lo que estaba pasando. Rápidamente, explotó el cómputo de cuanta obra hubiera recreado la peste-cólera-fiebre amarilla-sífilis-melancolía-cáncer-locura-sida-epidemia desconocida. Compitiendo sin cuartel por avasallar las redes y medios de todo tipo que nos permitieran reflejar el terror de un virus mortífero al que las autoridades habían despachado, en sus inicios, como un catarro pasajero.
Muchos artistas, obstinados en una superproducción agónica, decidieron lanzar mensajes para el mañana, mientras contemplaban, espantados, la cantidad de cines, museos, compañías y teatros que también “morían” a su lado durante esos días.
Es cierto que el confinamiento permitió la posibilidad de descartar mediaciones –de directores, coleccionistas, curadores, galeristas–, hasta conectar directamente con los receptores de las obras. Solo que la combinación de miedo y reclusión superó con creces ese tenue consuelo; y pudo más la pulsión por legar algo de trascendencia ante una muerte inminente de la que nadie parecía exento.
Durante los días y las noches que secuencian una cuarentena, a Geandy Pavón le dio por convertir su reclusión en un set tan inverosímil y, a la vez tan verdadero, como las tribulaciones que estábamos viviendo. Para él, y para Imara López, el espacio del encierro se transformó en un teatro de operaciones. Un Decamerón privado, reducido a dos personas, aunque multiplicado por cuatro con respecto a los diez días que cubrió, en el siglo XIV, la obra de Boccaccio.
Esos cuarenta días y cuarenta noches se trocaron en el tempo de un mundo al margen del mundo. Un búnker desde el que, no obstante, sus protagonistas se propusieron llegar bien lejos de manera imaginaria. Acompañados de Freud y Baltasar Gracián, Ramón Gómez de la Serna y Roland Barthes, una disposición de la OEA y la detención en Cuba de la periodista Mónica Baró, Murillo y Caspar Fiedrich, Dalí y Narciso, Umberto Eco y Arcimboldo, Adán y Eva, el pop y Hans Castorp, René Peña y Platón, Émile Durkheim y Pasqual Quignard, Perseo y Blanchot, Velázquez y Aeropagita, Lydia Cabrera y las sirenas…
El libro resultante de todo esto, narra tres cuarentenas: la de Geandy Pavón, la de Imara López y la de Jorge Brioso, que un tiempo después se encerró otros cuarenta días para escribir sobre las imágenes de este encierro. Es decir, estiró la cuarentena en el tiempo, así como los artistas habían imaginado su ampliación en el espacio. Aunque esto trajera consigo la angustia de que recordar es, también, volver a morir.
Enclaustrándose para escribir sobre las imágenes del encierro, Brioso liberó a los protagonistas de su reclusión. El problema es que, volviendo a ese lugar, ha colgado ahora sobre nosotros el ritornelo de aquella cárcel, del luto por tanta gente que sucumbió sin la menor dignidad fúnebre.
Si Pavón “fotografía un tiempo que no fluye”, Brioso reconstruye las esquirlas de ese tiempo una vez que este se ha puesto en marcha. Sin dejar de reconocer, en ningún momento, el reto del fotógrafo: un tiempo que no fluye ya es, por así decirlo, fotográfico: pura pose ante la cámara. Sobre todo durante ese mes y diez días vividos con “el mundo al revés y el canon de cabeza”.
Dos. ¿Qué vemos en un libro como Cuarentena 40 días & 40 noches (Rialta Ediciones, colección Fluxus, 2024)? Vemos a Pavón leyendo un libro sobre fotografía, en la enésima tautología sobre la quietud de esos momentos; y a las piernas de la modelo violentando la foto, a la manera de Antonioni en Blow Up.
Vemos la venganza de un espejo sobre el fotógrafo que se dispone a captar la imagen. A Donald Trump en medio de nuestros encerrados amantes. A algunos retratos místicos realizados en pleno siglo XXI. Reflejos –en este caso no de un ojo dorado– en los restos de comida. A lo cotidiano como pose y a la pose como acto cotidiano.
Vemos teatro, puro teatro. Y a la vida dentro de una cámara oscura. A lo inmóvil convertido en cine mudo. Vemos la muerte, la histeria de ser parte de la historia del arte. Vemos el azar, la premonición, lo macabro.
Vemos a Charlotte Corday y a Marat, ese amigo del pueblo que no podía salir ni a la esquina, y al regreso del imperio romano, el renacimiento de la clínica, lo siniestro que pernocta en la belleza.
Vemos vírgenes, lo esperanzador y lo forense, las marcas de los clavos de Cristo y a Buñuel, la lluvia dorada y el dólar. Vemos a Oshún y a Yemayá. A una flor que brota, a nuestros protagonistas mirándose a sí mismos por la ventana. Vemos basura y libros de arte, muchos colores y el blanco y negro sin matices, condenas y promesas, la desnudez y el disfraz.
Vemos la numerología de un tiempo que no pasa y algún atisbo de supervivencia.
Tres. ¿Qué leemos en un libro como Cuarentena? Leemos las claves para entender la extrañeza de las imágenes, que es posible acercarse a un libro construido como una sucesión de remakes, el pugilato irresuelto entre el cuándo y el por qué.
Leemos que es posible, en medio de esta catarata de imágenes, morir sin dejar rastro, que la imagen silenciada es una forma casi perfecta del lenguaje; y que a veces, en casos extremos, quien mira es la muerte.
Leemos que un gran retrato solo puede venir de un cultivador de inmundicias, que hay ocasiones en las que la cámara es más certera que la mirada.
Leemos que hay un ojo cubano.
Leemos que el artificio fotográfico está muy próximo al crimen, que esta serie de Geandy Pavón es un elogio de la sombra, que cada artista inventa su propia moral, que hay cuerpos con la forma del tiempo.
Leemos sobre la controvertida relación de los iconos con su penumbra, que un lente siempre capta la realidad que anida dentro de todo simulacro, que es posible un Ulises fotógrafo o que la fotografía es capaz de funcionar como desmontaje del álbum familiar.
Leemos que el mejor Photoshop es el que imita al Photoshop, pero sin Photoshop; que la dignificación de las películas de serie B y shows televisivos alientan obras como la de Pavón, que un fotógrafo puede ser el elefante en la habitación, o que un set no es otra cosa que un oasis.
Leemos que la fotografía está obligada a crear una realidad para después “captarla”. Leemos que en la pandemia todo se paró, excepto la política (y la represión).
Leemos que todo espejo es un estorbo a la transparencia.
Cuatro. Cuarentena concluye con unas entelequias que son, al mismo tiempo, la recuperación del Geandy Pavón que pinta o dibuja y el Geandy Pavón que habla sobre su obra, más allá y más acá de estas cuarenta jornadas. (No sé si este epílogo es necesario, aunque si sé que es necesaria la respiración y estas entelequias nos la conceden).
Y es que Cuarentena trasciende ese momento aciago de la historia reciente de la humanidad –esa pandemia– y coloca ante nosotros una pregunta fundamental sobre cómo puede ser la escritura en la era de la imagen. Una época en la que, al contrario de lo que lamentan tantos cada día, leemos y escribimos más que nunca. Un libro que se une a otros volúmenes, también recientes, como Anti-Oculus: A Philosohy of Escape, (del colectivo Acid Horizon), Operational Images: From the Visual to the Invisual (Jussi Parikka), Plasticity: The Promise Explosion (Catherine Malabou y otros autores), La imagen que no acaba nunca (Roger Canals), La imagen incesante (Jordi Balló y Mercè Oliva), Desbordar el espejo: la fotografía, de la alquimia al algoritmo (Joan Fontcuberta), o La performatividad de las imágenes (Andrea Soto Calderón).
En unos y otros, se echa por tierra la idea de que una imagen vale mas que mil palabras. Entre otras cosas porque, como nos muestra Cuarentena, una palabra y una imagen, sencillamente, valen lo que valen. Todo depende de su lugar en el ruedo y el ruido de esta época que ya ha consumido un cuarto del siglo XXI sin resolver –acaso porque esa imposibilidad nos gobierna– la tensión entre la imagen visual y la escritura.







