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Las interjecciones de Keith Jarrett en Colonia

De cómo Keith Jarrett llegó a dar hace cincuenta años el concierto de su vida.

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Entre Zürich y Colonia hay 560 kilómetros. Hoy, esa distancia puede recorrerse en la friolera de unas seis horas, con la mano izquierda en el manubrio y la derecha moviendo el dial de la radio o sosteniendo un tarro de café tibio. Pero esta historia se remonta cincuenta años en el espaciotiempo. Además, llueve. Y las carreteras de entonces, por muy suizas y alemanas que sean, se presentan más oscuras, más impredecibles, y los policías fronterizos aún más inclementes con las personas de color.

Es 24 de enero y un Renault 4 deja Zúrich cuando ya todos los colores del crepúsculo se han borroneado. Lo conduce Manfred Eicher, un productor musical exquisito y, hasta cierto punto, buena gente. Sin embargo, en la parte de atrás del coche, un hombre con el rostro constreñido por el dolor le da la razón a Platón y a San Agustín y a tantos idealistóides metafísicos, experimentando lo que todo gran artista ha comprobado en carne propia: que la energía creativa podría fluir mejor si el cuerpo no empezara a joder. Dos años antes, en 1973, ese mismo hombre ha dicho que él no ejecuta música. Que él es, en realidad, un canal para que se manifieste la creatividad de Dios. Y a Dios, como lo sabía Cortázar y Satchmo, le gusta el jazz. Bajo esa consigna, ha grabado para la EMC alemana una serie de recitales de piano, los Solo Concerts: Bremen/Lausanne. No había partituras de por medio; no había ayudamemorias, ni apuntadores, ni programa para el orden de las piezas: solo la presencia presente de ese hombre-médium que posibilitó el descenso energético jazzístico del Creador hasta las teclas de un piano (y un ingeniero de grabación que hizo bien su trabajo).

Nada más que, ahora, el hombre que improvisa como los dioses se desvanece de sueño, aquejado como está por una afección crónica en la espalda. Horas antes, para llegar fresco al siguiente compromiso de una gira aún más exigente que la de 1973, ha intentado hacer la siesta en el hotel, pero siente tal punzada, de los omóplatos hasta el sacro, que jura que los suizos lo han embromado con una cama de faquir. Quién sabe si mientras el coche avanza hacia la frontera germana va pensando en Carl Perkins, en Albert Camus, y fantaseando con que el dolor se esfume tras un crash, extraños placeres; que la extenuación y el dolor den paso a un sosiego celestial; que el aparato ortopédico que usa para sostenerse la espalda se convierta en dos alas de ángel que ya tiene, aunque no se le ven. Lo único comprobable es que quiere, pero no puede, faltar a la cita. Ese 24 de enero le ha prometido a Vera Brandes –una mocosa de 17 años por la que siente una devoción más trascedente que cualquier atracción humana– presentarse en el Köln Opera House. Nada menos. Y que hará algo aún mejor a lo registrado en los Solo Concerts: Bremen/Lausanne.

Vera le ha prometido tablero vuelto, éxito rotundo, consagración definitiva en Colonia… con un piano de cola de concierto Bösendorfer 290 Imperial. Pero su inexperiencia como productora provoca una confusión con la gente del teatro: al llegar, sobre el escenario, Brandes, Eicher y nuestro hombre ven un pianito de la misma marca, pero de media cola. Ese Bösendorfer de utilería es el que usan los músicos para ensayar, está mal afinado, con los pedales maltrechos y hasta con algunas cuerdas rotas. El hombre aprieta aún más los ojos y, humillado y ofendido, extenuado y con dolor lumbar, amenaza con retirarse. Vera le promete que, aunque el propio espíritu circunspecto de Brahms sea quien baje a dárselo, le conseguirá el Bösendorfer 290 Imperial solicitado. No obstante, la gente ya está en sus localidades esperando ver expandirse y rebotar y llevarse a casa la energía de Dios. Pasan las horas y los más de 1 400 asistentes susurran “it’s nine o’clock on a Saturday, the regular crowd shuffles in”. Y el piano man na’ más no aparece. Hasta que el hombre mira a la chica, calada hasta los huesos por la lluvia, calada hasta los huesos por la ineptitud de los entusiasmos juveniles, y le susurra: “No lo olvides nunca: solo lo haré por ti”.

El hombre sube al escenario trastabillando. Sabe, como todo artista de verdad en algún momento de su carrera, que tiene literalmente en sus manos la posibilidad de torcer la realidad. Y para hacer reír a Vera, lo primero que toca son cuatro notas, las mismas del aviso sonoro con el que el Teatro de la Ópera de Colonia avisa que el espectáculo va a comenzar.

Es cuando el hombre que no podía dormir por la espalda destrozada aprieta los labios, toma de nuevo esas notas cómicas y empieza, a partir de allí, a conectar frases, texturas, secuencias armónicas; empieza a santiguarse, pero no en la frente y el pecho, si no en las teclas de ese piano asendereado; empieza, desde la nada, a crear algo, a separar la luz de las tinieblas, a ponerle nombre a todas las cosas, a generar belleza y estimulación ahí donde nada había. Eicher, su productor, piensa que hace todo eso para maquillar las deficiencias del piano. Vera, (y tú y yo también, pues podemos oír reiteradas veces The Köln Concert haciendo un clic) sabemos que hace lo que hace porque los milagros existen, sobre todo en la música, y que algo semejante a Hendrix en Monterrey, en junio del 67, o al duelo pianístico entre Liszt y Thalberg, en junio de 1837, sucedió ese 24 de enero de 1975.

Oído hoy, cincuenta años después, lo que también llama la atención del hombre con las alas rotas son sus interjecciones. Empiezan más o menos al minuto 8, con un simple “ey” o “jum”, y se extienden por todo el concierto, como si fueran contrapuntos a las piezas improvisadas que sus manos ejecutan. “Ouuuh”, “yaaah”, “Fick”. Lo más notable: al minuto 22.58, quizás por el dolor, quizás por seguir haciendo reír a Vera, el hombre maúlla.

Tras las notas finales, el público siguió, sigue y seguirá hasta el día de hoy ovacionando de pie, ahí en la Ópera de Colonia.

Una vez finalizado el concierto, Vera Brandes supo que el piano Bösendorfer Imperial que había pedido sí se hallaba en el recinto, solo que detrás de las puertas contra incendios. Por eso el personal del teatro no pudo encontrarlo a tiempo.

Es decir, el piano bueno siempre estuvo ahí, pero permaneció en silencio.

Esa es la clave de toda esta historia.

Y, como dijo Eicher, probablemente ese haya sido el factor por el cual Keith Jarrett pasó de dar un excelente concierto a dar el concierto de su vida.

FELIPE RÍOS BAEZA
FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (2021). Ha publicado, además, La letra ensimismada. Nuevos ensayos de literatura hispanoamericana (2023); El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Es fundador y director de Notas al Margen. Espacio de Cultura, que ofrece talleres culturales cada mes. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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Comentarios

1 comentario

  1. Felipe. Gracias por haberme acercado a este músico. De no ser por ti jamás lo habría escuchado. El Jazz no es lo mío. El concierto de Köln está increíble. Nunca había escuchado nada igual. Extraordinario.

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