sueños y lavabos
Un archivista salvaje me comentó que Tomás Piard, junto a otros amigos aficionados al cine filmaban películas experimentales en la década del setenta. Los rollos los tiraron al inodoro. Lo consideré un gesto kafkiano, a la medida de Calvert Casey y el manuscrito de la novela que escribió para Giovanni Losito, Gianni, Gianni, cuyo destino final fueron las llamas. Cenizas y cañerías.
Amo los testamentos simbólicos.
Me dispuse a encontrar el testimonio de Tomás Piard, pero había muy poca información online. Esa noche soñé con maquillaje, travestismos, desparpajo, bocas, lenguas, orfebrería, lencerías remendadas, telas resplandecientes y abdómenes de jóvenes grecorromanos.
Las pruebas más fehacientes de nuestras fantasías se depositan en los sueños y en los lavabos, no precisamente online.
Hace buen tiempo tenía pendiente volver sobre ese escenario: el baño. Cuando terminé de escribir Puro flash fueron tantísimos los aseos celosos: “Nos dejaste fuera de esa ficción, mami”. No hay ninguna necesidad de drama, es sabido que nada queda fuera, menos aún cuando una pulsión tiene forma de grifo, dentífrico, cuchilla de afeitar y jabonera. Lo cierto es que muchas obras me hicieron “flash” antes, ayer, hace unas semanas. Cuando conversaba con el archivista salvaje sobre el cine amateur cubano, que es el cine más desinteresado y, por tanto, el más sublime, vi los rollos irse por el retrete y lo consideré una señal.
Tres artistas me enseñaron sus baños y con ellos me restregué también en vigilia. José Ángel Nazabal, Laura Sofía Torres y Rocío Aballí. Si yo fuera curadora, juntaría sus obras en una exposición. El espacio ideal sería el baño de Guermantes, allí hundiría en la bañera las fotos de Rocío para que el nudismo y el papel se hicieran espuma. Allí rememoraría las paredes del baño de mi escuela primaria, a la medida de sus peligrosas telarañas de vidrio, como Laura Sofía. Allí podría pensar en la pasión y los deseos táctiles con unas pantallitas sucias pegadas al espejo, a la medida de José Ángel. El baño de la casa, tienda, galería, lugar de antojos a destiempo, que ha concebido Mónica Ge Bravo sería perfecto para este flashazo colectivo.
un (p)aseo con José Ángel, Laura Sofía y Rocío
José Ángel
¿cautivos?





Durante la pandemia, José Ángel dibujó primeros planos en el baño. Los rastros de sangre, la cabeza sumergida, tacones aguja, un animal doméstico, ellos nunca están solos. En la atmósfera de sus ilustraciones todo parece dilatarse, un hábitat ambiguo donde hay tiempo infinito para la espera, tiempo infinito para el hundimiento, cierto desamparo que aguarda una acción, un cambio. Las escenas conforman una película sin relato, sin argumento, una película de tensiones tan leves y tenues como ese tiempo impreciso de confinamiento.
Durante la pandemia, el baño debió convertirse en una salida. La emergencia del tedio se dibujaba así, dejando entrar la luz por la ventana, porque en los dibujos de José Ángel en el baño, siempre es de noche.
A veces me parece que en sus obras los personajes representan maniquíes condenados a la juventud. En ese “capital corporal” el deseo homoerótico es siempre una ficción idealizada donde irrumpe sutilmente la violencia, lo surreal y lo incómodo. Lo que me hace pensar en Piazza Margana, el único capítulo de Gianni, Gianni que hemos leído: “Se me ocurrió mientras te estabas afeitando un día, en una tregua de nuestros momentos de odio mutuo. La hoja te hizo un pequeño pero profundo corte en la barbilla. Mientras presionaba la herida para limpiarla, y tu sangre manaba de las venas cortadas, sentí un tremendo impulso de probarla”.[1]
Sobre una instalación de José Ángel Nazabal: Los teléfonos móviles quieren ser como los baños. Un dispositivo inteligente tiene la misma socarrona espontaneidad que una losa fría. José Ángel no es un dispositivo electrónico que se puede configurar, enchufar o lamer, aunque lamer es un verbo aseado y justipreciado. Las escenas que dibuja tampoco tratan del goteo minúsculo y perseverante de la ducha. Si existe semejanza entre ellos está en el ajuste de cuentas que las formas le hacen a la fabulación. A él le bastarían un teléfono y un baño para representar sus sueños. Es cierto que los sueños han de ser inconclusos y líquidos. Todo erotismo cabe en una pantalla y en una toalla. La erótica es lo que viene al caso. La erótica de tocar y ser tocado.
Su obra en Beyong the Body[2] imita a las ventanas de los edificios de microbrigada, pequeños escenarios donde la noche se repite pasmosamente. Luz fría. Bombillo ahorrador. Gente en sus cosas, sus deberes, sus monotonías. A veces sobresale un televisor destartalado o un cuerpo desnudo vacilando las calles desiertas o al vecindario también desnudo, también caliente. A veces se queda prendida la luz por el insomnio insaciable que tiene extremidades de amante. La pieza copia la simetría de esas imágenes espías, fotos donde la habitación oscura apenas deja ver el aullido de una luz que resalta las comisuras de los labios, el contorno de una nariz y un par de ojos. Así bordeo la instalación, como ese incidente que es una meditación sobre la apariencia azulosa o amarillenta de mirar huecos. Estallidos de umbrales en los que el misterio acredita nuestra fascinación por inspeccionar las infinitas fuerzas de la intimidad ajena. El arte de mirar huecos.
Hay un muchacho y la sombra de otro muchacho. Me detuve en las rodillas enrojecidas más que en las piernas abiertas. La provocación de una desnudez sosegada, como quien tiene tiempo para enternecerse ante el otro que simula: yo no te estoy mirando, yo no te miro, yo no…
A veces, en secreto, he imaginado los diálogos que anteceden a los dibujos de José Ángel. Ese instante en el que bisbisean, ¿te corto?, ¿te gusto?, ¿quieres más?, ¿otro chorro?, ¿una ola?, ¿tú sabes que el placer es enternecerse con el filo de una pestaña?, ¿tú sabes que el placer es la insolación?, no me mires más, no, ya no…
La obra de José Ángel tentó a una muchacha a meter el dedo. La espectadora no se aguantó las ganas y rompió con la cuarta pared: “Esa obra la toqué porque me dio la gana”, supongo que usaría en su defensa si viera mi foto cazándola en el acto. Ya no es solo una intrusa de apreciación insolente, ahora es un dedo, una comprobación, una declaración caprichosa ante un mosaico que le ha hipnotizado.
La astuta mano, más que la mezcla aditiva de colores que varían de un modelo de celular a otro, me encanta. Aunque de lo segundo se pueda ficcionar más. Quince teléfonos viscerales aseguran que vemos las mismas películas pero que el balance y la temperatura de la trama siempre es cautiva de un ojo y del aparato que le encandila. El ojo ve tintura y textura. La escuálida visión de gamas y matices expresa el eco de lo múltiple. El muchacho y la sombra de otro muchacho se reproducen infinitamente como otros. Quince teléfonos bastan para que el misterio que concentra la ilustración de José Ángel no me sea ajeno. Quince teléfonos que se emparentan y se niegan porque ya nada es igual cuando encontramos azulejos, ganas de abrir las piernas, fingido anonimato de un muchacho sombra. La erótica de reconocerse en este espionaje sediento y subversivo está en el dedo, un dedo que se hunde con cierta ternura, en la inflexión de dos cuerpos.
Ningún dedo se parece a otro.
Laura Sofía
¿las sirenas vomitan?


“Recuerdo cosas que me recuerdan a mí” me devuelve lo que dice la niña en un relato de En tierras bajas, de Herta Müller, cuando piensa: “Mi abuelo sabe a veces que no sabe lo que sabe”.[3] El título de la exposición es una frase recursiva que orientaría a quien busca cómo escribir una historia, las ficciones, en definitiva, son formas de hacer memoria. En ONA Galería, Laura Sofía mostraba esa inclinación suya por sumergirse en “recuerdos” como quien sabe a veces.
Cuando visité la galería en La Habana Vieja me contó de una deriva por su escuela primaria. Si las obras me engatusaron fácilmente por su chorreante juventud, en gracia y en asociación figurativa, los cuadros minúsculos de la serie Después de las 4:20 me metieron en una máquina del tiempo. Todas las escuelas primarias son análogas, y no solo por aquello de “convertir cuarteles en escuelas”. Tienen murales, sillitas, pizarras, paredes de dos colores, colores horrendos e incombinables, bustos de Martí, banderas izadas y mobiliario zombi. Las imágenes capturaban aquella impronta perenne del edificio para la enseñanza en Cuba, pero una deriva no es un dictamen, contiene algo de fechoría, ella, Laura Sofía, se permite jugar en ese terreno, se permite no saber lo que sabe.
Sobre las escenas del baño escolar, una estaría tentada a representar puros clichés, asociaciones sobre lo que tal vez acontecía dentro de esas cuatro paredes: si había espejo, maquillaje, si había ventana, cigarrillo, si había jabón, peste a grajo, si había puertas, lágrimas, si había agua, retoque del peinado, si había basurero, desbordado. Quedarse trancada en cualquiera de esos sitios húmedos con olor a raíz muerta, a cazuela con restos de comida de antaño o a sótano de la Revolución cubana, hubiera sido fatal.
Ante sus cuadros revivía todos los marcos comunes y auras fantasiosas del espacio. La artista hacía una transfusión a esa memoria con el uso de lo insólito, no hay por qué recordar con una letanía solemne algo que estaba sucio y feo, tan perturbador y terrible como la vida en el pueblo suabo de En tierras bajas.
Persigo lo imposible, lo kitsch, lo cursi y lo que resuena con mi educación sentimental, una inclinación por el pop y su arqueología de objetos, tótems inclasificables e hiperbólicos de un consumismo que estaba extendido cuando nació la artista, en el 2002. Ella colecciona objetos y los deja flotar, cuerpos flotantes que quieren metáforas y quieren máscaras, cuerpos lapislázuli y azurita, cuerpos excéntricos y que se manifiestan en un lugar embrujado. El juego como acertijo, como revuelta en el museo escolar. Después de las 4:20 se pasean los fantasmas por los pasillos y las aulas, se asoman por las ventanas, se esconden detrás de las puertas, se cuelgan de las lámparas, confunden nombres de patriotas con marcas de tenis y se comen los mocos a falta de algo dulce para masticar. Ella es capaz de viajar a través del tiempo sin asustarse. Lo que guardan los aseos de las escuelas primarias no es tampoco evidencia de nada, si acaso, un tiempo infinito, uróboro, 69, una noria gigantesca.
Me resbalé y no lloré, cual poema de libreta de versos, me hizo entrever inundaciones. Catástrofes desapercibidas, catástrofes de lágrimas, catástrofes que nunca cicatrizan porque su memoria es infantil. La verdadera trampa es la nostalgia, con ella es más difícil jugar. La sirena vomita en la taza del baño, una taza tupida, un cubo de plástico roto con sarro, una pila que gotea y que impacta el borde del cubo, todo lo que no alcanzo a ver en el cuadro, pero soy capaz de oler y escuchar. Las manos de la sirena, la úvula de la sirena, un recuerdo que nos recuerda.
Cuando Laura Sofía pinta a la sirena se interesa por su condición no humana, su dualidad, mujer, pez, se escuchan cantos que desviaron embarcaciones, cantos capaces de hipnotizar y matar, ¿proyectos de futuro?, ¿saludos de pioneros?, ¿mariposa, flor nacional?, ¿escamas o escudos? En su mitología, la escala de la criatura es mundana, empachada, perdida en un acuario inesperado y mortal, ¿podrá escapar por la taza del baño en el cuadro?
Rocío
la higiene de las putas
Rocío ha investigado –autocámara lúcida y empapada– el universo de las putas cubanas. Su sueño es filmar porno en Cuba. En su nuevo perfil de Instagram publica una galería donde pesan tanto las imágenes como el statement (son tantas las denuncias a sus publicaciones que pierde la cuenta, los seguidores y los testimonios confesados al DM –esto es lo único que realmente le duele perder–). En su nuevo perfil de Instagram no entra en asuntos policiales, legales, que llevarían un análisis profundo y detenido sobre vulnerabilidad y despenalización, eso lo vive a diario, en la calle. Rocío tendría muchas respuestas a quien intente estigmatizar el trabajo sexual. Ella no es una voyeur necesariamente, tampoco una investigadora con grabadora de voz y una hipótesis, solo es alguien que acompaña, que se moja las manos y que sueña.
En un estado de WhatsApp vi esta imagen, le escribí un monólogo:
La sensación de que una está donde tiene que estar. Una se quemó lo que se tenía que quemar. Una supo aguantar la tirita de tela entre las nalgas, y ese elástico no supo cómo secarse ahí, en el lugar donde a una se le manifiesta el cansancio o el ardor cuando el cansancio tiene una vida independiente de una. Una no quiere perderse hablando mierda, eso es lo más agotador, pero el elástico disfruta estar así, trincado, atrincherado en el culo, porque el elástico no tiene mucho de qué hablar, aunque sí que tiene poder místico. Una puede saber cómo le irá mañana o la semana que viene si huele el hilo, si lo saborea, si lo enjabona, si le da puño, si lo estira y lo estira, si cambia de color, si se mancha o no, una puede saber si hizo bien o mal solo cuando en el lavamanos le dedica un tiempo al elástico.
Ven, que ahora sí te voy a mojar, te voy a estirar, te voy a ripiar. Ven, me conoces, tú sí que me viste, y no te compadeces. Ven, tal vez nos conocimos, tal vez no, aunque ahora ya nos estamos conociendo. Al menos aquí, en una foto, nos estamos conociendo por detrás.
La sensación de que una está donde tiene que estar. Una no sabe por qué las toallas son mejores si fueron dejadas en remojo por horas y hervidas hasta borbotear en una cazuela vieja. Una cazuela con agua del tanquecito de resguardo, con astillas de jabón de baño y jabón de lavar, trozos conservados en el pote del helado reciclado que está debajo del fregadero. Después de eso las toallas quedan tan suaves que una quisiera abrazarse a ellas para siempre, siempre, siempre. Una no es exigente. Una lo que sabe es un poco de la suavidad.
La sensación de que una nunca está sola. Córreme las cortinas. Descorre. Descarga. Córtame el pelo. Despista. Desista. A esta duchita le falta un buen chorro. Una no necesita un buen chorro de nada, eso depende del orden de las cosas. Una aprende a medir el orden de las cosas y hasta es capaz de transformar esos órdenes si se pone para eso, pero a veces cuesta un poco ponerse para cosas que te desaniman demasiado rápido. Una quisiera pasar un paño por la espalda de una. Una debería tener unas manos larguísimas y sabias que vayan del elástico, del ojo del culo hasta la nuca y que limpien la espalda sin ninguna contemplación. Una quiere limpiarse la espalda para que la espalda sude mejor después.
Ven, que ahora te veo, ahora sí te veo y te siento mía, voy a dejar que te quites el placer con un baño. Sudada te ves más bonita, pero, una también es así, adicta a reiniciar, sino para qué. Ven, tal vez tenemos las mismas mañas, tal vez no, yo quiero enseñarte cómo lavar las orejas sin dañarlas, sin sentir que quedan en ellas dos salivazos y dos lágrimas antiguas. Ven, agarra confianza.
La sensación de que una no está en la foto que tiene que estar, hasta que está. Una es un pellizco verde. Una es un pellizco rosa. Una es un tragante. Una es diez uñas rojísimas. Una es un brillo. Una es una losa. Una es una fantasía.
Ven, que ahora no me veo, alcánzame la toalla, agáchate junto a mí, siéntate en la taza, tírate en el suelo, tal vez no nos conocimos, tienes una cara que no tiene ninguna otra una que yo hubiera conocido, tienes una cara de que sabes cómo lavarte la espalda y las orejas. Jálame este hilo. Jálalo hasta que me conozcas.
Rocío ha pensado en la memoria del chupón, en la coreografía de una comunidad, putas y putas y putas cubanas, sobrevivir a la pandemia, al desastre, sobrevivir y amar. Aunque es verdad que se preguntó en Instagram, “¿Cómo se puede romantizar la palabra sobrevivir?”.
Una tiene que hacer lo que tiene que hacer.







El 27 de febrero de 2025, Rocío publicó una fotonovela: “de mujer bajo el agua, o mojada, una mujer que se seca y se aceita. Se goza y se suda. Una cubana desnuda con una toalla amarilla”. La mujer, la modelo de esta historia, está embarazada, se afeita, todo lo salpica. La intimidad de la historia no tiene nada de pose, el filtro de la cortina transparente, el movimiento de la toalla, el lunar en la espalda, todo en la serie es nervio, por tanto, a veces la imagen es borrosa, como si se negara a la precisión y necesitara del movimiento para narrarse. Me fijo en la taza donde apoya el pie, el lavamanos, las brochas de maquillaje, me fijo en la relación entre ambas, parece que comparten un propósito, una declaración, un juramento que sella el agua. Rocío adora a esta mujer, su gestación, su sensualidad, el short de látex rosa.
liturgia
En las poéticas de José Ángel, Laura Sofía y Rocío el baño es corpóreo. Toda la sensorialidad que retratan acontece en el extrañamiento, las obras se pliegan al decorado o “al infierno son los otros”, pero los cuerpos están ahí. Sus rituales tienen lugar en los aseos, del tipo de ritual sobre los que no abunda información online –aunque se compartan en Instagram–, ritos que podrían desaparecer y reaparecer, que culparíamos de tupiciones y averías, censurables, pornográficos e impuros. Si algo he aprendido es que no existe una taxonomía totalizadora del aseo, más allá de “ciertas funciones” obvias, siento que las piezas de estos tres artistas comparten una liturgia.
Del latín tardío liturgĭa, y este del griego λειτουργία leitourgía; propiamente “servicio público, ministerio”. Concepto que se adoptó con el cristianismo más allá del significado inicial de “obra del pueblo”, por la ceremonia de culto a Dios.
En la desnudez, las fuerzas místicas y el deseo: una liturgia del baño.
El agua sería el símbolo –sacro, que implica un bautismo libérrimo, la soledad o la supervivencia de una vida “aquí y ahora”, erótica, triste, en definitiva, viva–. La transitoriedad del baño, privado y público, la salpicadura, el cuerpo que flota, el lavado, la preparación para lo que vendrá (¿o lo que recordaremos de lo que fue?).
Con el cuerpo presente, los escenarios de las obras compartidas son conscientes de la materialidad del tiempo, ya sea por la repetición/reproductibilidad de una ilustración, por la documentación in situ o por el momento que contiene ese “encuentro” entre el artista y el objeto. Una liturgia del artificio y lo real.
Se me antojan fetichistas las poéticas, en un fetichismo donde lo político es la existencia misma y donde si hay lirismo, también hay protesta. De estética cuir, desacralizada y en “la lucha” presiento que estas imágenes convivirían a gusto en un baño, aquella exposición imaginada. En esta liturgia del baño no se tropezarán con nada divino, habría que meter la cabeza dentro de los conductos hiperoxidados de Centro Habana, a través de esas sombras que deambulan por ahí cuando todo está oscuro, circulando por esos chorros (secreciones, eyaculaciones, inundaciones), habría que asombrarse del jadeo. En las corrientes subterráneas, a donde van a parar las películas amateurs o las exhibiciones que existen como ensayo, hay un cuerpo que serpentea. Es un cuerpo desfasado, soberbio, un cuerpo abyecto, es, sobre todo, un cuerpo que solo se doblegaría ante su hambre o su deseo, ¿será ese estado del cuerpo lo que priorizan estas obras? Con todas sus distancias, ¿será en el baño que se exhibe a plenitud ese otro estado del cuerpo?
Mientras escribía, sentía bien bajito las historias de bañeras con bordes parduzcos y bidets clausurados, los disparos, las puertas forzadas, los barbitúricos y somníferos, galimatías, borracheras y desvanecimientos. Todo lo que a veces tiene de eco trágico el bañito, aunque en el fondo, buscaba lo que tiene de pasión y desborde. Un (p)aseo con José Ángel, Laura Sofía y Rocío por sensaciones inquietantes, ha estado rico.
Notas:
[1] Calvert Casey: Piazza Margana, en Jamila M. Ríos (sel.), Homecoming, Ediciones Matanzas, Matanzas, 2016, p. 128.
[2] Exposición colectiva curada por Gladys Garrote, Beyong the Body. Arte digital en frontera, inaugurada el 10 de marzo de 2023.
[3] Herta Müller: En tierras bajas. Público BancSabadell, Barcelona, 2010, p. 36.