Querían estar en la biblioteca y acabaron en la guerra. Nacieron en un país y murieron en otro. Uno creía ser alemán, el otro ruso, pero en los expedientes de sus respectivas dictaduras figuraban como judíos. Uno se parecía a Heráclito y pensaba que el exilio es el gran drama humano; el otro era como Demócrito, y recorrió media Europa haciendo chistes, a pie y con piojos. Los separan treinta años y uno diría que son el mismo hombre.
La vida de Erich Auerbach se resume en una palabra, mímesis, que no solo es el título de su libro más conocido sino irónicamente el resumen de su destino. Mímesis: ser es parecer, lo mismo en Estambul que en Connecticut. Iuri Lotman también es dueño de una palabra, semiosfera, que todos los filólogos conocen y ninguno sabe explicar y de la que siempre nos quedará la duda de si es o no una broma.
Auerbach nació en Berlín en 1892. Tuvo que escapar del nazismo en 1935 y de la mediocridad en 1947, cuando tomó el avión de Turquía a Estados Unidos. El primer viaje de Lotman fuera del planeta soviético fue en 1987 a un destino inconcebible –La Habana– y solo lo dejaron salir tras “un prolongado y duro forcejeo” con los rusos. Son palabras de Desiderio Navarro sobre el achacoso profesor, que para entonces era el Mick Jagger de la semiótica, o por lo menos el Yuri Kaspárian.
Auerbach no fue una estrella de rock y nadie lo recibió nunca como tal, ni siquiera después de que Mímesis se volviera un libro famoso. Sí fue uno de los pilares de lo que Roberto González Echevarría llamó, en sus memorias, el paleolítico anterior de la teoría literaria de Yale. “Yo necesitaba bibliotecas”, le escribe Auerbach a un amigo en 1949 en una carta que es casi una disculpa por no volver a Europa. Como Nabokov, se enamora de Estados Unidos: “Es casi estremecedor ver cuán fácil y sin obstáculos se vive aquí”.
En el heterogéneo libro de Auerbach (La cicatriz de Ulises) que acaba de publicar Acantilado –heterogéneo porque contiene una biografía, cinco artículos, un ensayo mayor y catorce cartas– hay una economía política del exiliado, y conmueve porque es escueta. Le falta dinero, le falta influencia, no tiene con quién hablar, es un animal con pedigrí que debe hacer malabares para ganarse el pan. Y no quiere quejarse: a diferencia de muchos amigos, no tuvo que matarse ni soportar el campo de concentración.
Hasta cierto punto, su salida al Estambul de Atatürk –obsesionado con germanizar el país– fue elegante. Le ofrecen una linda casita junto al Bósforo y unos cuantos discípulos que no duda en calificar de primitivos, a quienes educa desde cero. “Muy interesante”, opina. Todo es muy interesante, pero atrás quedó lo que parecía el inicio de una radiante carrera en Marburgo, donde había escrito un fatídico libro sobre Dante, otro exiliado.
Mímesis es un libro sin prólogo, le espetó Auerbach a Martin Buber cuando este le pidió unas palabras para introducir la edición hebrea. Sin prólogo, pero inconcebible sin su famosísimo epílogo: “La investigación fue escrita en Estambul antes de la guerra. Ahí no existe ninguna biblioteca bien provista para estudios europeos, y las relaciones internacionales estaban interrumpidas, de modo que hube de renunciar a casi todas las revistas, a la mayor parte de investigaciones recientes e incluso, a veces, a una buena edición crítica de los textos”. Es un libro que se debe “a la falta de una gran biblioteca” y esa es, como el propio Auerbach sería el primero en reconocer, su virtud.
Uno puede leer Mímesis como una libreta de apuntes de 500 páginas. Cuando Auerbach quiso repetir la hazaña con un volumen sobre la Edad Media, ya con todos los libros de Yale a su disposición, no pudo. Con su grandilocuencia habitual ante el fracaso histórico o personal, escribió: “No posee siquiera la laxa, aunque siempre perceptible, unidad de Mímesis”. No llegó a verlo publicado.
“La cicatriz de Ulises” es el ensayo más célebre de Auerbach, aunque su presencia entre los textos de la antología de Acantilado es excesiva. Es como el imán en torno al cual gravitan artículos más relajados y cartas a sus colegas, que son un esbozo de autobiografía. Según Matthias Bormuth, el editor del libro, cuando Auerbach habla de Dante o de Montaigne, habla en parábolas sobre sí mismo. Sobre Stendhal dice que “bastante pobre y con unos primeros éxitos que se remontaban a mucho tiempo atrás, llegó a sentir, con total claridad, que no era de ninguna parte”. Un autorretrato.
El ensayo sobre Montaigne es una profesión de fe intelectual. Montaigne es el hombre que quiere equilibro a toda costa, tranquilidad, poder trabajar pero sin desasosiego. “No fue en absoluto un ermitaño; solo un particular”, lo defiende. Deja también buenas reflexiones sobre Vico, su ídolo, y sobre Virgilio. Desbarata a Proust (“trece densos volúmenes que en muchas páginas desarrollan una conversación carente de un contenido propiamente dicho, que tratan de algunos árboles, de un despertar matutino, del rumbo interior de un ataque de celos”) y traza un contrapunto inolvidable entre Homero y la Biblia, es decir, entre el todo y la nada, o entre el todo y el todo.
Las cartas de Auerbach deberían ser leídas por todo intelectual que sale de su país sin posibilidades ni ganas de volver. Hay pasajes que dan ganas de llorar, como los que le escribe a Fritz Saxl en 1935: “Creo que mi familia y yo no resistiremos mucho tiempo más en Alemania”; “Debo intentar, por difícil que sea, encontrar algo apropiado en el extranjero, y me dispongo a escribir a mis amigos, colegas y espíritus afines para que me comuniquen si saben de algo”. Yo he escrito esa carta. Todos los que nos fuimos hemos escrito esa carta que acaba diciendo “disculpe este atrevimiento”, firmado: “su seguro servidor”.
A Walter Benjamin, que se mató en Portbou en 1940, Auerbach le manda un poco de dinero y evoca la vida en el país natal: “Sí, tendría que contar un sinnúmero de anécdotas, pero no se dejan escribir”. Vossler, Buber, Fuchs, Krauss, Thomas Mann, las mentes más lúcidas de su idioma intercambian con Auerbach unas cartas que, de nuevo, parecen escritas por un solo hombre, el judío errante, el alemán apátrida, el extranjero en todas partes. “Quiero atrincherarme en la Edad Media y no salir de ahí durante el resto de mis días. Con mis mejores deseos, Erich Auerbach”, se despide de un amigo en 1949.
En esa época, el joven Iuri Lotman ya había pasado seis años en las trincheras de la Segunda Guerra Mundial y sufrido un indisimulado exilio en Tartu, la capital de Estonia. Auerbach fue un veterano de la Gran Guerra de 1914 y rara vez mencionó el tema. A Lotman tampoco le gustaba hablar de sus años en el frente y cuando lo hizo fue para dictar sus traviesas No-memorias, que entre otras cosas son un pequeño tratado sobre pediculosis, es decir, la ciencia de los piojos.
No-memorias se publicó en 2014 en Granada y fue enviado rápidamente al sótano de las bibliotecas especializadas. Al parecer, todavía se puede comprar por unos 15 euros o algo así, dependiendo de la librería, pero no deja de ser un libro raro, tan raro que según consta en la página de créditos, Rusia dio dinero para su publicación. Tampoco se encuentran ya los tres tomos de La semiosfera, la antología de Cátedra con las traducciones de Lotman que Desiderio hizo a lo largo de su vida, más algún elogio del profesor.
Dos años después del viaje a Cuba, Lotman sufre un derrame cerebral y cuando se recupera decide dictar sus recuerdos de la guerra. Poco después muere su esposa, Zara Mints, un típico amor proletario –en el caso de ella–, un ligue juvenil –en el caso de él– que definía como “unas relaciones algo indeterminadas con Zara Grigórievna”. Después de la guerra solo quería estudiar “con la pasión de un alcohólico al que le atrae la botella”. A sus maestros los recuerda en el librito Doble retrato. Había perdido seis años de estudios porque, al poco tiempo de matricularse en la facultad de filología, el ministro de Guerra consideró que no mandar a los estudiantes al frente era indigno de un soviético.
Le gustaba la entomología y creía que solo los insectos iban a sobrevivir a una gran catástrofe. Stalin fusiló al padre de su mejor amigo. Estuvo a punto de colarse como polizón en un barco hacia España, para participar en la guerra civil, pero lo descubrieron en la bodega. En su casa se hablaban pestes de Stalin por su alianza con Hitler, y las muchachas que le gustaban, poseídas por una efímera germanofilia, empezaron a usar rolos de valquiria. Cuando lo reclutaron, un mendigo se acercó al tren y gritó solemnemente: “Muchachos, los miro y siento lástima. Pero luego pienso en ustedes y, bueno, váyanse al carajo”.
Sus memorias de la guerra son alegres. No creo haber leído nunca un libro tan optimista escrito por un soldado. No es optimismo patriotero, no es realismo socialista ni así se templó el acero. Lotman escribe que lo fundamental de la guerra es el anhelo de irse de ahí, que todo acabe ya, y eso es lo que da fuerza para acostarse, levantarse y sobrevivir: la posibilidad de un final.
La semiótica del piojo ocupa una porción no despreciable de las No-memorias. Los piojos soviets, colorados y resistentes a todo menos al agua caliente, fueron el peor enemigo de los rubios nazis. ¡No los conocían!, observa entusiasmado el entomólogo Lotman. Se untaban químicos, se rascaban, invocaban al Führer, pero el piojo perseveraba en su guerrilla como si tuviera órdenes de Stalin. No conocían la técnica, el ars pediculicida: meter el uniforme y el cuerpo y cualquier otro objeto colonizado por el piojo en un tanque de gasolina. Luego se echaba un poco de agua, ponían la tapa y prendían candela a unas piedras sobre el tanque. El piojo vivía unos minutos de purgatorio, luego de infierno, y al cabo se hundía.
Así era el día a día en Ucrania, adonde Lotman llegó y se fue a pie. Al regreso, la policía política le hizo un regalo: como era judío, tendría el privilegio de escoger libremente dónde quería trabajar como filólogo. No había que explicarle que, como era judío, nadie lo iba a contratar en Rusia. No fue a Estambul, pero su destino fue culturalmente tan remoto como para Auerbach: Tartu.
No conocía el idioma, no conocía nada. El estonio es una lengua que se parece al húngaro y al finés. Es decir, salvo un húngaro o un finés, nadie está seguro de cómo suenan. Se escribe con alfabeto latino, a diferencia del ruso, que usa el cirílico. Sus palabras se declinan en catorce casos (el latín tiene solo seis). Los numerales uno, dos, tres, cuatro se dicen üks, kaks, kolm, neli, que parecen nombres de enanos inventados por Tolkien. Ochenta se escribe kaheksakümmend, con lo cual se entiende bastante el panorama al que se enfrentó Lotman en Estonia, que por cierto es Estii Vabariik.
Zara Mints se fue con él. “Me casé”, escribe, para poder arrastrar a la novia que se resistía desesperadamente a abandonar Rusia. El traje de él era fúnebre y ella no tenía ni un vestido decente. Se echaron a reír cuando el notario les pidió que se quitaran los abrigos, procedimiento que no podía ser más burgués.
Fundaron un pequeño círculo de amigos en Tartu, donde se respiraba una libertad intelectual muy distinta a la de Moscú o San Petersburgo. Se podía, por ejemplo, estudiar tranquilamente a Bulgákov. Había una verdadera secta de admiradores de El maestro y Margarita, presidida por Zara y apadrinada por la viuda del escritor, Elena Serguéievna, que tenía sus papeles. Había otras cofradías eruditas. Una de ella, dedicada a las novelas medievales y a la devoción por Dumas, se llamaba Sociedad de Destrucción Física de los Príncipes de las Tinieblas y de los Enemigos de la Caballería. Un día se materializó en casa de Lotman y Zara un estudiante tenebroso. Era Solzhenitsin. Quería iniciarse en la secta bulgakoviana.
De más está decir que la KGB intervino varias veces la oficina de Lotman y fue sometido a interrogatorios. Cuando descubrieron que Lotman pertenecía a la Sociedad de Destrucción Física de los Príncipes de las Tinieblas le preguntaron, alarmados, “quién había organizado la Sociedad, quién entraba en ella y qué objetivos perseguía”.
En sus últimas fotos, Lotman luce como el abuelo furioso de Kurt Vonnegut. Auerbach, sin embargo, no parece haber tenido nunca otra edad que cuarenta o cincuenta años. Nunca escuché a ningún profesor mío hablar mal de Auerbach –en defensa de mis profesores, pocos lo habían leído realmente–, pero un escritor cubano me dijo con rencor que Lotman había entrado en mi país bajo los auspicios de la Seguridad del Estado, y que por eso Desiderio Navarro había traducido al semiólogo bigotudo y no a otros (aunque ese escritor no sabía decirme qué otros). Y yo me dije, como Auerbach, “qué interesante”. Ojalá todos los países del mundo tuvieran una policía política como la hubiera querido Umberto Eco: semiológica, curiosa, lunática, mágica y pneumática.
Con Mímesis, Auerbach demostró que filología es igual a nostalgia más lenguaje. Con sus ensayos sobre la semiosfera, dolorosamente olvidados, Lotman introdujo en los 70 los temas que todo el mundo debate hoy: la inteligencia artificial, la robótica, el funcionamiento asimétrico del cerebro, los dibujos animados, el psicoanálisis, la memoria, los palíndromos, los juegos. Los que no tengan una Seguridad del Estado tan eficaz ni un Desiderio Navarro tan diligente –el nuestro murió en 2017 con kaheksakümmend enemigos–, deben buscar esos libros en la biblioteca más cercana e iniciarse en Sociedad de Destrucción Física de los Príncipes de las Tinieblas y de los Enemigos de la Caballería.
Auerbach y Lotman. Los separan treinta años y se diría que son el mismo hombre. Uno se parecía a Demócrito y reía, de pie, acordándose de los piojos; el otro a Heráclito, y pensaba en el exilio, el suyo y el de todos. Nacieron en un país y murieron en otro, pero al menos no en un campo de Hitler ni de Stalin. Uno creía ser alemán, el otro ruso, leyeron libros como los lee un judío. Acabaron en la guerra, pero querían estar en la biblioteca.




Este ensayo de Xavier Carbonell abre, para mí, un baúl donde recuerdo que Mimesis era uno de los libros obligatorios de El Curso Délfico en Trocadero 162. Y desde luego que abre otro baúl, con Pandora y Desiderio Navarro, cuando a veces, no siempre, me sacudía el bochorno de no entender nada de algún texto obtuso, críptico, enrevesado en una sintaxis de drogadicto –pastillero–; y me decía: Pero si yo entiendo a Platón…
Felicitaciones al autor y a la revista.