Damaris Betancourt: «El totalitarismo siempre irradia opacidad porque crea un hombre triste»

    La última vez que vi en persona a Damaris Betancourt fue en el verano de 1988. Como suele ocurrir con el pasado, ahora mismo veo pocas cosas, todas bastante borrosas. Yo vivía en 23 y 16, ella en F y 3ra, encima de la cafetería El Recodo. Recuerdo haber tomado una guagua desde La Pelota hasta el Castillo de Jagua y haber bajado a pie por todo G. Quizás fue un sábado o un domingo, porque mis padres estaban en casa; sí sé que era época de carnavales y que su madre había salido. Lo demás…, todo borroso, como pasa con el pasado: un casete de Fito, otro de Charly García. Eran más o menos las cuatro de la tarde. O las cinco. No hay fotos de aquel día. Yo tenía 17 años, ella uno más.

    Desde entonces no la he vuelto a ver. De hecho, pasaron años sin saber dónde nos habíamos metido, hasta que a finales de 2011 —yo en Quito, ella en Zúrich— Facebook obró el milagro y pude descubrir su trabajo como fotógrafa. 

    Hace unos meses jugamos con la idea de vernos en Roma o en Madrid, pero no fue posible. Tampoco es tan importante; el cariño es el mismo, o quizás mayor. Es el sentimiento de quienes nos vamos poniendo viejos y conservamos algo, incluso nimio, lejano, que nos une. Y tampoco es que sea tan grave: sé que nos volveremos a ver un día de estos, todavía hay tiempo. Lo mejor es que no hemos dejado de dialogar y de hacernos algunas preguntas…

    Damaris Betancourt (autorretrato)
    Damaris Betancourt (autorretrato) / Foto: Cortesía de DB

    Tiene que haber sido impactante para el ciudadano suizo que visitó en 1994 la exposición El Fanguito, en la galería Arlecchino de Lucerna, encontrarse con una visión de Cuba, específicamente de un recodo de La Habana, que se sitúa en las antípodas de lo que el primer mundo gusta abordar cuando se trata de la isla. 

    Fíjate que aquí hablamos de una pobreza sin afeites, de los reales márgenes de una sociedad; ni siquiera, por ejemplo, de una ciudad colonial corroída por el tiempo, pero todavía glamurosa. Lo tuyo aquí es pobreza a secas. 

    Como si esto no bastara, un año antes habías salido de Cuba para instalarte en Zúrich. Tenías 22 años… 

    Llegué a Zúrich un día de primavera con 22 años, mucha ilusión y mis primeras fotos. Había empezado a fotografiar en Cuba porque quería ser libre, y qué mayor libertad podía yo sentir que caminando por La Habana con una cámara en la mano. Yo era una muchacha ingenua hasta que entré al Fanguito. Esa experiencia, y la amoralidad que se hizo mucho más manifiesta con el desplome de la URSS, terminaron con mi inocencia. Cuando pude exponer en aquella pequeña galería de Lucerna estas imágenes de esa Cuba tan poco vista, pensé que muchos se escandalizarían a verlas, pero eso no sucedió. El ciudadano suizo medio cree que a partir de ciertas latitudes hacia abajo la pobreza es algo connatural. Además, cuando se trata de Cuba, como también ocurre con temas como la falta de libertades, aun frente a datos e imágenes, la gente frunce el ceño y te habla del «bloqueo». Por lo general tienden a desautorizar esa verdad, a relativizarla y eximirla de su verdadero significado. 

    La pobreza en Cuba es para muchos un episodio pintoresco que el cubano sortea con argucia y creatividad. Esto no sucede, por ejemplo, con los tantísimos reportajes sobre la sempiterna miseria en África. También hay que admitir que en Cuba la pobreza se manifiesta de manera peculiar, porque es diseñada y se ha generalizado. No existe una clase ostensiblemente pudiente —al margen de la élite política— a la que puedas aspirar a pertenecer algún día. El ciudadano desde que nace no tiene otro horizonte que las orientaciones del Partido Comunista y la libreta de racionamiento. La escasez es el estado natural, con independencia del poder adquisitivo que tenga el individuo, porque donde no hay, no hay. Así que la gente se ha ido adaptando a la escasez, se ha acomodado a sus carencias en vez de tratar de librarse de ellas; excepto cuando deciden abandonar el país. Postergar y renunciar son el típico Cuban way of life.

    Muchos fotógrafos extranjeros van a Cuba a fotografiar esa miseria tan fotogénica, tan dócil y peculiar, igual que los ingleses van de safari a África. Pero en tantos reportajes sobre Cuba que he visto en Europa pocas veces hay un cuestionamiento profundo, y ya ni poner en duda la viabilidad de ese sistema, que es el verdadero responsable de esta pobreza que ya es idiosincrásica.

    Recién llegada a Europa, en 1994, viajas a Rumanía. Allí te internas en Timisoara, donde justamente había empezado el cambio y el fin del totalitarismo cinco años atrás. ¿Cómo se produjo ese viaje? ¿Dónde nació?

    Una amiga suiza con gran vocación religiosa organizaba cada verano caravanas de ayuda médica para Rumanía. Entonces las imágenes que habían llegado de ese país, especialmente las de los niños discapacitados en aquellos orfanatos fríos y mugrientos, habían impactado a la opinión pública. Con cuantiosas donaciones de instituciones y particulares, ella lograba cada año reunir una buena cantidad de medicamentos y equipamiento médico de uso, pero en excelentes condiciones, para entregarlos a un hospital ortopédico que tenía una alta demanda en la población. 

    Rumanía fue azotada severamente por la poliomielitis; hasta 1992 se estuvieron reportando casos aislados, y muchas personas que sufrían esas secuelas de por vida acudían a aquel hospital con regularidad para terapias y tratamientos. Mi amiga me invitó a acompañarla y tomar fotos del viaje, y no tuvo que insistir. Así me enrolé en ese grupo de jóvenes como yo, estudiantes casi todos. Fue, por así decirlo, mi segundo proyecto fotográfico después de la serie en El Fanguito y El Callejón de Andrade; una oportunidad única de visitar uno de aquellos otrora «países hermanos» y vivir la experiencia postcomunista. 

    Por cierto, aún se mantenían ciertos vínculos y consideraciones entre los países excomunistas y Cuba, e, ironías del destino, fui la única del grupo que no requirió una visa para entrar. El viaje demoró días porque salimos en convoy con carros viejos, descalificados por la inspección técnica, y cada cierto tiempo sufríamos averías. Atravesamos Austria hasta pasar a Hungría, y enseguida me golpeó ese vaho tan familiar para quienes de niños veíamos las aventuras de La familia Mézga. Recuerdo que hicimos un gran receso a la orilla del lago Balaton, que una vez fue bautizado como «la Mallorca de los alemanes del Este», a donde iban a hacer vacaciones baratas, y que servía de lugar de encuentro entre alemanes de los dos lados del muro. Mientras nos movíamos hacia el sureste encontramos a muchos húngaros amables y generosos que nos invitaron a merendar en sus casas y a tender nuestras carpas en sus jardines para pasar la noche.

    Cómo digiere una cubana nacida en 1970 lo que ve ante sus ojos cuando cruza la frontera y se adentra en la Rumanía profunda, un país que durante 42 años había intentado construir a fuerza de imposiciones una sociedad supuestamente mejor. ¿Qué te marcó de esos primeros indicios del postcomunismo?

    Llevaba en mi mente las portadas de aquellas revistas de alta manufactura que llegaban a Cuba desde el CAME, y cuyo papel era formidable para forrar libros. Antes de la caída del bloque socialista se apilaban en los quioscos: Unión SoviéticaSputnikLa Mujer SoviéticaURSSNovedades de Moscú…, y estaba también la revista Rumanía. Recuerdo bien una de las tapas con una foto de Nicolae Ceaușescu, imponente con su traje azul de Prusia y el rostro inamovible del poder. Esas revistas llegaban cada mes y mostraban fotografías en perfecto color de países pulcros y avanzados, sociedades superiores y ciudadanos satisfechos. 

    Todos creíamos que nuestra meta era alcanzar el grado de desarrollo de esos países. Pero cuando llegué a Timisoara fue como descorrer el telón y descubrir una ciudad atascada entre la amargura y la melancolía. Calles discontinuas entre parches y adoquines, tranvías medio desvencijados, edificaciones prefabricadas, transeúntes cabizbajos, carcomidos por el rencor hacia un sistema tiránico que los sometió por 42 años. 

    Cuando llegamos, ya caída la noche a Bucarest, mientras avanzábamos, inesperadamente se abrió ante mis ojos una inmensa avenida acicalada con fuentes y alumbrada por hileras interminables de faroles, que luego de varios bloques desembocaba en el entonces Palacio del Pueblo, hoy Palacio del Parlamento. Una edificación neoclásica y faraónica (en su momento el edificio más grande del mundo después del Pentágono) que se erigió el dictador a sí mismo y no llegó a ver culminado. Niños gitanos semidesnudos deambulaban por la ciudad y enseguida nos identificaron como turistas; vinieron a saludarnos y a ver qué conseguían de nosotros. Fue la primera vez en mi vida que vi niños de la calle. Por suerte hacía buen tiempo. 

    Nuestro destino final era la pequeña ciudad de Eforie Sud, donde estaba el hospital ortopédico a orillas del Mar Negro, que más bien parecía el caserón abandonado del asesino de la motosierra. Muchas casas con paredes de adobe y techos de paja me hacían imaginar las aldeas medievales y lo duros que habrían sido los inviernos allí. 

    Una de las maneras en que Ceaușescu aterrorizaba a los rumanos fue con su llamada política de austeridad, bajo el pretexto de pagar la deuda externa del Estado contraída en los años sesenta. Una de las medidas fue prohibir que se subiera la calefacción a más de 14 grados Celsius; además de racionarles los alimentos, por ejemplo, a cinco huevos, medio kilo de carne, otro tanto de azúcar, una botella de aceite al mes y 300 gramos de pan a diario. Eso sí, más de lo que un cubano recibe hoy por la libreta de racionamiento que ya cumplió 62 años. 

    Y esta era la pregunta que no cesaba de zumbar en mi cabeza: ¿qué había entonces construido el comunismo en Rumanía en sus 42 años de existencia? Acampamos en Eforie Sud y esperamos la llegada de la caravana de nuestros camiones con medicamentos, equipos y mobiliario médicos, que habían tomado otra ruta y tenían que pasar por los controles aduanales. El comunismo es como una serpiente que, aún después de ser decapitada, continúa dando sacudidas con la cola. La burocracia corrupta heredada del antiguo orden seguía intacta. A pesar de la ayuda valiosísima que llevábamos para aquel hospital en condiciones tan deplorables, no nos libramos del soborno ni de la verborrea ni de la extorsión ni del manoseo. 

    Allí creo que nos quedamos tres semanas; de esto ya han pasado casi 30 años. Vinieron voluntarios desde varias regiones de Rumanía que acamparon y compartieron la estancia con nosotros. Fue sobrecogedor ver a tantos jóvenes, por demás entusiastas y agradecidos, sufriendo serias secuelas de la poliomielitis, una enfermedad que en Cuba hacía mucho había sido erradicada. Y quiero mencionar este dato interesante y poco difundido: en Cuba empezó la campaña de vacunación contra la polio en 1955, solo pocos meses después de que el virólogo Jonas Salk anunciara en Estados Unidos la primera vacuna. Quien aplicó esa primera dosis a un niño cubano fue el joven médico Orlando Bosch

    Una cosa descubrí en ese viaje. Entre aquellos rumanos, criados en el prolongado y mustio invierno europeo, y yo, nacida en el subtrópico húmedo y exuberante, sobraban las diferencias. Pero nuestra experiencia comunista mutua nos acercaba e identificaba increíblemente. Los rumanos coincidían en muchas cosas más a menudo conmigo que con mis amigos suizos.

    Hay un extraño vínculo entre tu serie en el hospital ortopédico de Eforie Sud, al sudeste de Rumanía (que tanto me recuerda a esa película, que es posterior, La muerte del señor Lazarescu) y la serie que realizaste poco después, en un viaje a La Habana, cuando en 1998 visitaste el Hospital Psiquiátrico, una colección que en 2021 la editorial Rialta publicó con el título Diez días en Mazorra

    Cuando miras las dos series, Un verano en Rumanía y Diez días en Mazorra, descubres muchos rasgos comunes que solo el totalitarismo es capaz de instaurar aun en lugares tan distantes y dispares como pueden ser Cuba y Rumanía. 

    No era mi expresa intención mostrar semejanzas, pero estas existen e inevitablemente saltan a la vista. Cuando fotografié en el Hospital Ortopédico de Eforie Sud, el comunismo había sido derrocado cinco años atrás, pero el tufo a papel carcomido, el compañero asignado y el ejercicio colectivo y constante de la simulación eran parte cabal del acervo común. Lo mismo que en Cuba. La obra de alquimia social que ha llevado a cabo el comunismo no creo que tenga precedentes, sobre todo porque siempre es impuesta, y en todos los lugares y todas las veces ha generado una ruptura abrupta, una desconexión, un descarrío del cauce natural en todas las manifestaciones de la vida. Creo que las dos series muestran esa atmósfera. El alma es visible, se muestra y nos habla a través de rasgos, rostros, objetos, espacios, sombras, gestos… El totalitarismo siempre irradia opacidad porque crea un hombre triste.

    Al comandante Bernabé Ordaz le sobreviven el comentario de que era una buena persona, pero también que bajo su mandato se cometieron torturas contra opositores políticos. ¿Qué tal te fue con él? ¿Cómo fue el trato del resto de los responsables del hospital? 

    El señor Ordaz era a primera vista un tipo pintoresco y bastante presumido. Tenía el pelo y la barba teñidos de un negro azabache que contrastaba con su piel pálida. Además, llevaba un sombrero alón, que nunca se quitaba, y unas botas con tacón para dar la impresión de ser más alto. Yo me di cuenta de estos detalles. Cuando estábamos en la entrevista con mi colega suizo y Ordaz dijo su edad, aproveché para decirle que lucía mucho más joven. Creo que ahí le toqué el corazón. Al terminar le dije que quizás tendría que regresar para hacer algunas fotos más, y poder completar el reportaje para el periódico donde teníamos intención de publicarlo. Entonces él me dio su número de teléfono directo. 

    Cuando llamé unos días después, me dio la autorización para continuar fotografiando y me «asignó» a un profesor veterano, que ejercía como historiador de la institución. Ordaz tenía varias secretarias; creo recordar que una era «cuerda», pero las otras eran internas. Por lo que presencié, los pacientes lo adoraban. Él conseguía darles a diario dos cajetillas de cigarros a cada paciente fumador, lo que en Mazorra significaba casi todos. Se mostraba como alguien muy dado a los enfermos; creo que esa actitud venía de su vocación y educación católicas, porque él no era psiquiatra de formación, sino anestesiólogo. Ese culto a su figura de benefactor de los enfermos también era promovido desde la institución. 

    Imagino que su forma de liderar y administrar era muy personalizada, y los pacientes sentían que era Ordaz, y no la institución, quien les proveía y les protegía. Usualmente cuando van visitantes extranjeros a Mazorra, el hospital te ofrece una visita guiada donde muestra las diversas áreas de tratamiento y atención a los pacientes. Pasas por los recintos donde hacen diversos trabajos manuales, que llaman «Ergoterapia». Te pasean por el césped impecable, por el campo de béisbol, y te llevan a un dormitorio-vidriera donde todo está increíblemente ordenado y el piso de terrazo está tan pulido que encandila los ojos. 

    Al final llegas a la sala de actos, donde se presenta un show que incluye la actuación del coro, el cuerpo de baile, el canto lírico, y que culmina con todos entonando una especie de himno dedicado al comandante Ordaz, que él escucha placenteramente desde la primera fila. 

    La terapia electroconvulsiva divide el mundo de la psiquiatría en adeptos y críticos. Parece ser muy efectiva para tratar la depresión severa o la psicosis allí donde no ha habido respuesta a tratamientos farmacológicos anteriores. Algunos pacientes de Mazorra me contaron sus experiencias después de una sesión de electroshock, y solo con verles el rostro podías imaginar cuán terrible es. Se sabe que hay instituciones psiquiátricas que usan esta terapia como castigo para controlar a pacientes díscolos, así que no me asombran los tantos testimonios que hay de opositores políticos y de intelectuales contestatarios que fueron sometidos a este horror. Desafortunadamente no puedo dar prueba directa, porque, como ya he mencionado, cada día, hora y minuto estuve vigilada. Tampoco creo que la Seguridad del Estado se haya inquietado por mí; sería presuntuoso de mi parte. Teniendo ellos el control de lo que podía o no fotografiar, creo que estaban absolutamente confiados en que esas fotos solo podrían servir para pulir su maquinaria de propaganda. Pero ignoraron una gran verdad: muchas veces es más elocuente lo que no se dice y es más evidente lo que no se ve.

    Por esa misma época trabajas en la producción del documental Ricardo, Miriam y Fidel (1997), de Christian Frei, sobre la emigración y la separación de la familia cubana —según la visión del realizador suizo. También se aborda el visceral conflicto político que muchos hemos vivido con nuestros seres más queridos. ¿Cómo llegas a ese proyecto? ¿Cómo se produjo la filmación?

    Estaba haciendo un curso de fotografía en la UPEC [Unión de Periodistas de Cuba] y alguien que sabía que yo hablaba un poco de alemán me puso en contacto con unos periodistas suizos que querían hacer un gran reportaje sobre Cuba. Una cosa llevó a la otra. Tiempo después tocaron a mi puerta unos cineastas de Zúrich; querían hacer un documental sobre Radio Rebelde y estaban iniciando la etapa de investigación. Me pidieron que les ayudara transcribiendo las entrevistas que irían haciendo. 

    Lo de Radio Rebelde me sonó un poco raro, pero ese mundo era tan interesante para mí que, por supuesto, acepté. Estuve transcribiendo entrevistas para ellos algunas semanas y también ayudándolos de alguna manera a esquivar la sombra omnipresente de aquellos dos «compañeros» asistentes de producción con apetito voraz que el ICAIC [Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos] les había asignado. Esto fue en 1992. Yo ya tenía proyectado viajar a Suiza más adelante por invitación de amigos. Así que el director me dijo que si llegaba a Zúrich lo contactara, que podría tener más entrevistas para transcribir. 

    Una vez en Zúrich me confesaron que en realidad la idea era hacer un documental sobre un padre comunista y su hija disidente, que estaba por abandonar el país. El padre había sido uno de los fundadores de Radio Rebelde, la mítica radio pirata erigida por Ernesto Guevara en la Sierra Maestra y convertida en voz oficialista. En contraste, Miriam, su hija, era una oyente asidua de Radio Martí. Así que querían mostrar este conflicto entre un padre y una hija, acompañarla en su partida a Miami con su familia, y en paralelo contar la historia de estas dos emisoras radiales, ambas con ciertas similitudes en algún momento de nuestra historia. 

    En Suiza seguí transcribiendo y luego haciendo resúmenes en mi precario alemán de aquellas entrevistas con los protagonistas, con personas involucradas en la historia de Radio Rebelde, la Sierra, y del material histórico que habían colectado. Es increíble cuánto material visual de aquellos acontecimientos existe. Después de seis meses en Europa regresé a La Habana, ya como parte del equipo y con pleno conocimiento del propósito del documental. Entonces conocí a Ricardo y a su esposa Ana, a Miriam y su familia. Personas entrañables, desafortunadamente presas de un conflicto ideológico que terminó por separarlos. 

    Anécdotas hay muchas. Desde policías pidiendo el carné a los suizos cuando filmábamos escenas exteriores, hasta nuestras peripecias en las montañas. Amaneciendo en la Sierra nos sorprendió una tormenta ciclónica. Es imponente la fuerza de los vientos allá arriba. Aquel terreno es muy arcilloso, cuando llueve tan abundantemente te hundes en el fango, y donde es pendiente es tan resbaladizo como pisar sobre jabón. Estaba previsto filmar la visita de Ricardo y su amigo Evelio Laferté al Museo de Radio Rebelde, que está en la cima del pico con el mismo nombre. No olvidaré el último tramo, unos 300 metros en extremo pendientes y el camino tan estrecho que no pasábamos con los Jeeps. El material de filmación y el avituallamiento los traía Juan Sierra, un arriero de la región que tenía un perrito juguetón que se llamaba Socio. Pero en esa última recta tan empinada y fangosa, ni los mulos… Así que hubo que subir a pie. Incluso los suizos, acostumbrados a escalar, a duras penas lograban subir. Mientras que los montañeros, algunos casi descalzos, se echaron los equipos a los hombros, incluida una planta eléctrica, y tan frescos hasta la cima. A mí me salvaron las lianas…

    ¿Estuviste durante todo el proceso de filmación en La Habana? Veo que tuvieron acceso a lugares protegidos pertenecientes al Consejo de Estado. ¿Conocieron la reacción de Ricardo Martínez Víctores, fundador de Radio Rebelde y coprotagonista del filme, al ver el trabajo terminado?

    Ricardo Martínez entró en contacto con Pedro Álvarez Tabío, o sea, con el Consejo de Estado y con la Oficina de Asuntos Históricos. Esto no solo facilitó los permisos para filmar en lugares sensibles como la Sierra Maestra o el antiguo Cuartel Moncada, sino que también abrieron los archivos y nos facilitaron todo el material histórico que se utilizó. Creo que la oficialidad vio en este proyecto un oportuno lavadero de imagen de la Revolución para el exterior, justo cuando el bloque comunista había colapsado y en Cuba no sucedían los cambios esperados. Con ello rescatarían aquel relato épico que tanto sedujo a la opinión pública en su momento, pero esta vez de la mano de un director de cine suizo. Casi les funciona… 

    Estuve en casi todas las filmaciones que se hicieron en Cuba. Además de La Habana y la Sierra Maestra, filmamos en Santiago de Cuba y Bayamo. No pude ir en el vuelo de Miriam a Miami, ni visitar el museo de los balseros en Cayo Hueso, ni volar en el Cessna con los Hermanos al Rescate, ni estar en Washington D.C., donde entonces radicaban Radio y TV Martí. Tampoco estuve en Cayo Cudjoe, desde donde cada noche se alzaba Fat Albert, el dirigible usado para la transmisión de TV Martí, porque como ciudadana cubana no era posible viajar a Estados Unidos desde Cuba con un equipo de filmación suizo. 

    Luego, concluida la etapa de filmación, por razones de presupuesto se tuvo que prescindir de un editor para la primera fase del montaje, y por ser la única que podía entender al dedillo los matices de la lengua, el contexto y el trasfondo de la trama, me propusieron participar en la primera edición del material. Otra vez en Zúrich, comencé junto a Christian Frei, el director, a visualizar y a digitalizar el material grabado en decenas de casetes Betacam. Eran los inicios de la digitalización en el cine, aún estaba todo muy rudimentario si lo comparas con la tecnología actual. 

    La escasez de recursos puso a Frei, que tiene un gran dominio de la técnica cinematográfica, frente al desafío de iniciar ese camino híbrido entre lo analógico y lo digital. Yo ya había estado haciendo mis fotos en El Fanguito, y por lo visto tenía una noción de cómo contar una historia desde lo visual. Al menos esa incursión me sirvió para esta primera etapa del montaje, pero era una aprendiz, nunca había estado en una sala de edición. Para mí, participar de aquello fue como abrir una puerta y entrar en otro planeta. En este caso puedo decir que, por suerte, la historia que tenía que contar es parte del trauma colectivo, y todo se fue dando de manera intuitiva. Estar meses viendo aquel material fue como vivirlo todo en primera persona, y me sentí privilegiada de ser parte de ese proceso y de presenciar esas imágenes a las que casi ningún cubano tenía acceso. 

    Hubo tomas que no se utilizaron en el filme y que fueron dolorosas de ver, como la llegada a un centro de acogida de unos balseros localizados previamente por los Hermanos al Rescate, y luego recogidos por los guardacostas estadounidenses. Estaban demacrados, sus rostros quemados por el sol, los labios reventados, sobre todo la única mujer en el grupo, que casi no podía caminar. También las imágenes de Radio Martí me impresionaron. Conocía las voces, pero nunca había visto las caras. Y, por supuesto, la maniobra de subida del dirigible de TV Martí en la oscuridad de la noche en Cayo Cudjoe… ¡De película! Pasado ese largo proceso, y una vez que tuvimos estructurado el relato, nos pusimos en contacto con Jorge Abello, gran editor cubanoamericano, quien viajó a Zúrich y nos ayudó a pulir la historia. Luego hicimos la inscripción para mostrar la película en el Festival de Cine de La Habana. 

    Pero la prohibieron. Para los censores cubanos, la presencia de Radio y TV Martí y la participación de personas como Rafael del Pino en el documental eran una ofensa. No fueron momentos agradables, como puedes imaginar, pero estábamos comprometidos con mostrar las dos caras del drama. Recuerdo que fuimos al Hotel Nacional, donde estaba la sede del MECLA, y dejamos volantes allí anunciando exhibiciones de la película en privado, o sea, en mi casa. Invitamos a los vecinos, amigos, gente desconocida interesada y también a cineastas cubanos… De algunos de ellos escuché los comentarios más cobardes que te puedas imaginar. 

    La película finalmente fue estrenada en el Festival Visions Du Reel, en Fribourg, y fue mostrada en los cines y en varios festivales internacionales, entre ellos San Sebastián, Chicago, San Paulo, Ámsterdam, Ramallah. Cuando Ricardo aceptó participar y contar su parte en la historia, sabía que habría un planteamiento de ambas posiciones en el filme. La firme intención del director era mostrar ambas verdades y dejar al espectador inclinarse por una u otra, o quizás encontrar un balance entre las dos. Hubo pasajes con los que Ricardo no estuvo muy a gusto. Pero ese es el riesgo que corres cuando tomas decisiones valientes.

    En este filme hay un interés por combinar la épica con las historias personales, tanto de un padre «comprometido con el proceso», como se dijo durante mucho tiempo, como de una hija que quiere a toda costa largarse del país. La escena de la despedida es crucial. Han pasado casi 30 años y las despedidas en la puerta del aeropuerto, las colas, los apagones e incluso los puercos criados en las bañaderas siguen siendo parte de nuestra opereta nacional.

    La película es un rosario de despedidas. El último café, como dices, es una escena crucial; para mí la más hermosa, intensa, la más importante, porque condensa en dos personas y en unos pocos minutos el trágico destino que nos ha tocado. Despedidas no solo de personas y de afectos, sino también de lugares, costumbres, sensaciones, referentes… 

    Recuerdo que ese día el equipo «tomó» desde temprano la casa de Ricardo en Nuevo Vedado. Se preparó la habitación donde ocurriría la escena, la disposición de los muebles, instalación del sonido, cada detalle. El camarógrafo y su asistente hicieron un trabajo de luz muy fino para proporcionar esa atmósfera tenue en contraste con la luz chirriante de afuera. Todo eso con pocos recursos. Uno de mis tíos, que es electricista, había preparado especialmente para esa escena un panel con lámparas fluorescentes que resultó muy funcional. Y, de pronto, cuando se comenzó a rodar, se hizo un gran silencio. El espacio se llenó de tensión y de esa luz íntima y azulosa. Entonces Ricardo y Miriam se adueñaron del momento; había una densidad imponente en sus palabras y en sus miradas, un dominio de los gestos, de los silencios, que cualquiera hubiera creído que eran actores. Todos estábamos emocionados, también los suizos, a pesar de que casi ninguno de ellos entendía español. 

    El otro momento conmovedor para mí no es una despedida, sino un reencuentro: la llegada de Miriam al aeropuerto de Miami. Cuando se abre la puerta al vestíbulo, ella adelanta a su marido y a sus hijos. La cámara puesta en su mirada ansiosa que busca entre los presentes y ve a su amiga de la infancia, María Elena, que hacía más de 20 años no veía. De pronto corre hacia ella y la abraza. Se miran, se abrazan, se besan, lloran… Un momento sobrecogedor. 

    Algo que quiero resaltar es la decisión de filmar a Miriam y a su familia seis meses después de la llegada al exilio. Terminar la película con su arribo a Miami hubiera sido un final baladí. Fue una decisión sensible, pero valiente, de Frei. Estamos hablando de un cineasta suizo, no precisamente un furibundo de izquierdas, pero sí alguien que intentaba guardar una distancia equitativa hacia las dos posiciones. Mostrar a una Miriam seis meses después, bastante cambiada físicamente y replanteándose muchas de sus ideas a partir de la nueva experiencia, fue una llamada a la reflexión sobre el drama del exilio, al margen de las predisposiciones ideológicas. En fin, que los conflictos y las dificultades no terminan cuando uno «se va»; al contrario, surgen otros.

    En 1999 tienes dos exposiciones en Suiza. A ambas las une un título central: Cuba under Construction. ¿Qué pretendías con ese concepto? ¿Qué obras expusiste? ¿Qué recuerdas de la recepción?

    En enero de 1999 era el aniversario 40 de la Revolución cubana y quise aprovechar la fecha para exponer varias de mis fotografías de Cuba. La exposición tuvo lugar en la Shedhalle, un lugar de exposiciones con prestigio y espacios espectaculares. Vinieron muchas personas y tuve muchos intercambios. Desafortunadamente la mayoría de las personas asiste a estos eventos motivada por una mezcla de curiosidad y de simpatía, pero no llegan a un cuestionamiento profundo de esa realidad que muestras. Suelo decir que hay gente que se va de vacaciones a un safari y otros que se van a Cuba. Es una combinación de viaje de placer y de exploración antropológica. 

    Hubo publicaciones con motivo del evento en varios medios, como la entonces renombrada revista Facts, hoy desaparecida, y en uno de los más respetados periódicos del país, Neue Zürcher Zeitung (Nuevo Diario de Zúrich). También en la televisión suiza hicieron un pequeño reportaje. Unos meses después expuse la misma serie en la Galerie L’Ancien Manège, una antigua armería convertida en centro cultural en La Chaux-de- Fonds, en la parte francesa de Suiza.

    El título Cuba under Construction sugería que aún después de tantos años de revolución esa sociedad nueva y superior era como una barraca en construcción que todavía cavaba sus cimientos. Mis fotos, casi todas hechas en las calles de Centro Habana, el Fanguito y el Callejón de Andrade, testimoniaban que, 40 años después, aún no se había conseguido erigir ese hábitat extraordinario destinado al hombre nuevo. Que, a pesar y en consecuencia de la falta de libertades, había miseria, desigualdad y vulnerabilidad. Y así continúa hasta hoy.

    ¿Cómo se gesta la serie sobre la comunidad judía en Cuba que realizaste en el año 2000? ¿De dónde viene ese interés? 

    Crecí relativamente cerca de la Beth Shalom, la sinagoga que está en Línea e I, en El Vedado. De niña siempre que pasaba por allí llamaban mi atención el edificio, tan moderno y diáfano, y las figuras en relieve que adornan la puerta del Templo y que simbolizan las doce tribus de Israel. Pero, a pesar de que todo el mundo le decía «la sinagoga», yo no sabía qué significaba. No obstante, la palabra «judío» me era muy familiar, porque a veces mi abuela me decía jocosamente así, ¡judía!, por no haber sido bautizada. Pero, que yo sepa, no tengo vínculo. 

    Lo cierto es que me gustaba pasar por delante de aquella sinagoga y quedarme un rato mirando; era algo que resaltaba en el entorno. Años después, cuando comencé a estudiar Derecho, teníamos unas conferencias interesantísimas con el profesor Delio Carreras, hombre de gran conocimiento, elocuente y apasionado. Con él recorrimos la historia del Derecho, desde el Código de Hammurabi, el Dharma-sastra, las Doce Tablas… Cuando llegamos a los Cinco Libros, al Pentateuco, volví a quedar prendada de los judíos. Así que una tarde, regresando a mi casa, pasé como de costumbre por delante de la sinagoga, pero esta vez la puerta de la biblioteca estaba abierta, y entré. 

    Allí, rodeada de libros y detrás de un escritorio, vi a una señora; parecía la hermana mayor de Barbra Streisand. Era Adela Dworin, la entonces bibliotecaria, hoy presidenta del Patronato de la Comunidad Hebrea de Cuba. Le empecé a preguntar cosas y parece que aquello era como un torbellino, así que ella, tan amable, me invitó a sentar y respondió todas mis preguntas. Hasta ese momento la existencia de judíos cubanos era impensable para mí; aunque siempre escuché hablar del polaco este o aquel, que era como llamaban a los judíos, no podía imaginar a alguien caminando bajo aquel sol vistiendo de negro, con caireles, barba y kipá… 

    Viviendo fuera de Cuba percibí que hay una imagen del cubano en la que casi no me reconozco. Gusta mucho de etiquetarnos. Me puse a hurgar en mis orígenes y a tratar de esclarecerme mi historia. En Cuba destacamos siempre el legado hispano y africano, pero muchas veces ignoramos las tantas otras culturas que urdieron el tejido demográfico y cultural de la nación. Investigué sobre los tantos grupos de inmigrantes que llegaron a Cuba desde el tiempo en que Cuba era una capitanía, y luego durante la República hasta el 1959. Entre todos esos grupos llamaron mi atención, de manera muy especial, los judíos. Creo que no somos del todo conscientes de que ellos están en nuestra historia desde el comienzo. 

    El primer judío que pisó la isla llegó con Colón. Era Luis de Torres, Yosef Ben Ha Levy Haivri, un converso de Huelva que sirvió como intérprete del almirante porque hablaba, además del castellano, portugués, arameo, hebreo, mozárabe y algo de árabe. La expulsión de los judíos coincide con el Descubrimiento; era lógico que muchos judíos se embarcaran en la expedición hacia las Indias. A su llegada, Colón envió a De Torres junto a un marinero a hacer una pequeña excursión por la isla. Cuatro días después regresaron llenos de ofrendas que habían recibido de los aborígenes, entre ellas hojas de tabaco. Luis de Torres fue el primer europeo que fumó tabaco. Nunca regresó a Europa; junto con otros hombres fundó el asentamiento La Navidad en La Española, y allí murió. A él se le atribuye ser el precursor del judaísmo en América. 

    Recordé entonces la sinagoga, la atracción que siempre sentí por ese lugar. ¡Es una historia fantástica, redonda! Así que me dispuse a viajar a La Habana para visitar a mi madre y de paso fotografiar a los judíos cubanos. Como hice otras veces, logré entusiasmar a un amigo periodista para viajar y que contara la historia de manera accesible para los suizos. A última hora mi amigo no pudo, así que me fui sola. Volví a Beth Shalom, habían transcurrido diez, once años, y allí estaba, sentada en la biblioteca, Adela Dworin. Ya no me recordaba, pero igualmente volví a entusiasmarla y habló con el entonces presidente del Patronato, el Dr. José Miller, para que me permitiera acercarme y documentar la vida de la comunidad. Eso fue alrededor de Pésaj, la Pascua judía, en abril del año 2000.

    ¿Por qué tardas más de 20 años en revelar aquellos negativos? ¿Qué «te dijeron» tus personajes tantos años después al ser redescubiertos?

    Cuando regresé a Suiza con la pila de negativos, estuve semanas encerrada en mi laboratorio revelando e imprimiendo fotos. Luego intenté publicar la historia en Das Magazin, una de las pocas revistas que todavía daban espacio para un reportaje. Sucede a menudo en torno a temas sobre Cuba: unas veces es porque la historia es demasiado «lejana», otras porque no hay nadie que pueda escribir sobre el tema. El caso fue que no logré publicarla; la metí en un cajón y la guardé. 

    Pasados 20 años, y con el vacío que produjo la pandemia, comencé a digitalizar negativos viejos para intentar no perder imágenes interesantes que podía haber en ellos. Con el tiempo, la humedad, los malos tratos, los negativos se vuelven muy frágiles. Repasé otra vez esta historia y empecé a encontrar cosas que me parecían interesantes. Estuve semanas digitalizando fotogramas y tratando de «restaurar» lo más posible. Es un trabajo de hormiga; solo la curiosidad te salva del hastío. Así que, cuando tuve escogidas las mejores imágenes, me di cuenta de que había sido una pena no haber insistido más en su momento, no haber confiado más en la fuerza y el valor de esas fotos, haber tenido tantas dudas. Pero, bueno, es así, la duda, y no la certeza, ha sido siempre mi guía. 

    Cuando aparecieron en la pantalla los rostros de Chanivecky, Esquenazi, Mitrani, Gonte, Rosa, Liba, la abuela Raquel…, creo que todos fallecidos; los retratos que adornan las tumbas judías en los cementerios de Guanabacoa… fue como si me hablaran, como si yo estuviera otra vez allí, conversando con ellos, repasando sus historias, sus recuerdos… Hoy me digo: ¡Qué privilegio! De Boris Beresdivin sé que tomé sus últimas imágenes en vida. Agonizando en su cama me dio el consentimiento para fotografiarlo. Eso no se olvida. Fueron encuentros fascinantes y a la vez tristes. Eran ancianos y estaban pasando por muy mala situación. Algunos, al margen del desamparo, solo recibían algo de apoyo del Patronato. Me pedían ayuda, y yo poco pude hacer. Recuerdo que poco después estuve en Jamaica y pude contactar al hijo de Chanivecky y Rosa, que estaba viviendo en Kingston, y darle un mensaje de sus padres. Eso me hizo bien, porque ellos añoraban mucho a ese hijo, creo que el único que tenían. 

    Recuerdo que regresé unos meses después a La Habana y visité a los que pude para llevarles algunas fotos. Era difícil porque la situación había empeorado y ellos habían puesto alguna fe en mí, en que quizás este reportaje pudiera difundir su realidad. Esa fue una de las grandes frustraciones para mí. Aunque nunca más los vi, tengo una relación muy entrañable con esas personas. Me abrieron sus puertas y con ellos viví horas de inconmensurable valor. Conocí más de Cuba y por tanto de mí. 

    Internet es una herramienta portentosa. Hace unos años encontré la noticia de que Salomón Mitrani Barlía, veterano de la Guerra de Independencia de Israel, en el 2007, y con 84 años, se había casado con su mujer, Pilar, por el rito judío, después de 55 años de matrimonio civil, siete hijos y ocho nietos. No hace mucho me contactó por Facebook una de las protagonistas. Cuando la fotografié era estudiante de preuniversitario y tenía 16, 17 años; hoy es madre de dos niños, es una profesional y vive en un Kibutz en Israel. Sería una hermosa historia para contar su vida 20 años después. No pierdo la esperanza.

    En 2000 estás en La Habana en medio de la comunidad judía y seis años después reapareces con una serie fotográfica sobre Senegal que titulas Crisis silenciosa. ¿Qué pasó entretanto? ¿Qué te llevó a África?

    Por ese tiempo comenzaba la debacle de los medios impresos y algunas de las revistas más generosas con la fotografía fueron cerrando. Yo hacía una rúbrica mensual junto a una periodista para una revista culinaria; la disfrutaba, llevaba el título más o menos de «Culinaria del Mundo». Hacíamos retratos de personas con historias interesantes, que a su vez eran reportajes culinarios sobre sus lugares de origen, asumiendo la existencia de una gran cantidad de emigrantes y de personas con trasfondos culturales diversos que viven en Suiza. Esto duró seis meses, porque esa revista también fue cerrada. Así que, con esta periodista, con la que hoy conservo amistad, comencé a buscar una buena historia para hacerla juntas. Soñaba con ir a Senegal, lo había proyectado, y tenía un buen amigo senegalés, entonces estudiante en la Universidad de Zúrich, que me había contado mucho sobre su pequeño pueblo, su padre y sus cuatro mujeres, sobre sus 18 hermanos… Entonces la periodista, cuya especialidad era la música, pudo enrolarnos en un viaje de promoción organizado por la discográfica World Circuit a raíz del lanzamiento del nuevo disco de la Orquesta Baobab después de años de retiro. 

    Era verano de 2002. Con eso ya teníamos financiados los dos vuelos y los primeros cinco días de estancia. Descubrimos además que había un interesante movimiento de hip hop que se estaba gestando en Dakar y la revista Facts nos compró la historia. A eso se sumó que se estaba jugando la Copa Mundial de Futbol y Senegal, que se había clasificado, jugaría contra Francia. Logramos vender ese reportaje a otra revista. Con eso ya podíamos costear una estancia más larga. Conseguimos también organizar un reportaje sobre la lucha senegalesa, el deporte nacional allí. 

    Llegamos a Dakar como parte de este grupo de periodistas organizado por World Circuit y estuvimos en las presentaciones de la Orquesta Baobab en Dakar y Sanit-Louis, la antigua capital. Recuerdo dos episodios especiales para mí. Esta orquesta toca muchos temas cubanos fusionados con ritmos africanos. Es una mezcla musical hermosa, pero los cantantes no siempre se saben bien las letras, meten forros, como hacíamos nosotros con las canciones en inglés. Recuerdo una conferencia que impartió un musicólogo sobre la influencia de la música cubana en la música africana. El hombre se lo sabía todo, desde las primeras grabaciones discográficas cubanas en grafito… Yo, boquiabierta, ¡imagínate! Nosotros en Cuba siempre habíamos oído hablar de lo inverso: de la influencia de África en nuestra música. En algún momento se supo que yo venía de Cuba y fue bonita la reacción. Entonces vino uno de los cantantes a pedirme que le escribiera las letras de las canciones, empezando por «La negra Tomasa», y tuve que meter forros yo también. 

    Pasados esos cinco días, nos despedimos del grupo y nos quedamos en Dakar únicamente al amparo de nuestra suerte y de que los senegaleses en general son muy buena gente. Lo recuerdo como un segundo viaje de iniciación; el primero fue a Zúrich. Mi colega hablaba bien el francés; yo podía balbucear algo en caso de necesidad, pero no era fácil entenderlos. No todos hablan francés, solo los escolarizados, o excepciones como nuestro entrañable amigo, guardián y taxista, Youssou Gueye, ya fallecido, que lo aprendió de oídas. Allí se habla más de 30 lenguas, pero todos usan el wólof como lengua vehicular. Senegal tiene un clima semidesértico. Recuerdo el calor seco y la luz cristalina, y aquel enjambre de taxis y de taxistas interpelándonos constantemente. Pocas veces había un precio escrito; había que negociarlo todo, lo que para mí era muy agobiante. Nunca había visto a tanta gente tan negra y esbelta. Nunca había visto a mujeres en chancletas caminar tan elegantemente por la arena sin ensuciarse el vestido. 

    Había pasado mucho tiempo desde la última vez que escuché unos tambores tan armónicos y poderosos como los de Cuba. Los escuché allí, los tambores sabar, que se tocan antes de los combates de lucha senegalesa; suenan como una orquesta. Fotografié a los luchadores de cerca; parecen estatuas o, más bien, panteras. Senegal es un país fascinante y por eso regresamos; en total hicimos juntas cuatro viajes. Entre otras, hicimos historias sobre las escuelas de fútbol, sobre la gastronomía senegalesa, que es excelente, sobre moda… Nuestro último viaje fue en 2006; ahí ya comenzaba la crisis migratoria, los jóvenes llegando en piraguas a las costas de las islas Canarias. Decidimos hacer un reportaje sobre esta situación por nuestra cuenta. Viajamos desde Dakar a Mbour, al Delta del Salum, a Rufisque, Thiaroye sur Mer, etc. Y logramos publicarlo en una pequeña revista independiente que solo sacaba 500 ejemplares; de ahí su nombre, 500Ex. Su título fue Crisis silenciosa, pero ya hoy silenciosa no es.

    ¿Visitaste otros países del continente? ¿Te sirvió de algo la «experiencia cubana»? ¿Cuál fue tu mayor choque?

    Solo he estado en Senegal y desafortunadamente no he regresado después de 2006. Es obvio que muchas de nuestras raíces más profundas nos llevan a África, justamente a la región occidental del continente, pero está claro que no somos africanos. Tampoco me pareció que sintieran especial interés por mi condición de cubana. Conmigo eran amables, solícitos, hospitalarios, pícaros, simpáticos, igual que con mi acompañante suiza. 

    Te vas a reír… Muchas veces me preguntaban si venía de Israel. Lo que más me impactó fue cuando estuve en La Maison des Esclaves (la Casa de los Esclavos) en la Isla de Gorée, Gorea en español, una pequeña isla ubicada a unos tres kilómetros frente a Dakar y a la que se llega en una media hora en ferry. Es una edificación de unos dos pisos con unas escaleras que dan a un patio interior. Por la parte trasera hay una segunda puerta que da al mar; la llaman «la puerta sin retorno». Hasta su embarque, los negros que eran atrapados, comprados, vendidos, canjeados, cazados… eran trasladados a La Maison des Esclaves y, llegado el momento, embarcaban de allí hacia el Nuevo Mundo. Toda la casa es impresionante; la arquitectura te muestra claramente su finalidad. Nada en ella es superfluo, todo es funcional; sin embargo, pese a su triste historia, es un bello edificio. La puerta sin retorno es algo imponente; por ella entra un destello de mar que te encandila, y aquella brisa… Es muy pequeña, casi como una ranura en la pared. ¿Por qué es tan angosta? Para que solo pudiera pasar una persona a la vez. Así los negreros podían contar exactamente cuántos hombres embarcaban y llevar la cuenta conforme a la capacidad de las bodegas. Estuve un rato allí, parada al borde de la puerta, mirando el mar y preguntándome cuántos de mis antepasados atravesaron esta puerta para llegar a América. 

    Me encantaría regresar y también visitar otros países, sobre todo en el sur… países para mí enigmáticos como Botsuana, Tanzania o Namibia; las dos últimas, excolonias del Imperio Alemán. Si lo hago, como ya hice una vez con Senegal, querría mostrar una realidad diferente de los tópicos recurrentes: el hambre, las guerras y las enfermedades… La constante victimización del otro no ayuda a levantar cabeza. Pero me debato entre dos dilemas. Primero, aunque suene raro, el mundo ya no es tan cándido como era hace 20 años. Es asombrosa la celeridad con que cambian las cosas, sobre todo cuando van para peor. En aquellos años no había que temer a dependencias del Estado Islámico en el Congo y Mozambique, ni a un Boko Haram en Nigeria, ni a las guerrillas tuaregs en Malí. No había Barrio Chino en Dakar ni la influencia rusa se expandía como la pólvora por el continente, como hoy. La constelación actual es más preocupante.

    La otra cuestión tiene que ver con evolucionar como fotógrafa. Creo que lo dijo el gran fotógrafo inglés Don McCullin: «El Tercer Mundo no necesita más fotógrafos». De ser así, me replanteo esa frase: yo ya tengo mi Tercer Mundo, y es Cuba. Ese es el mundo que más me interesa mostrar, contribuir a que finalmente, y entre todos, mostremos su verdad.

    Tu posición política es bastante clara: altamente crítica con el gobierno cubano, con la ausencia de democracia en la isla, con sus violaciones de los derechos humanos… Sin embargo, contrario a algunos, has seguido visitando la isla durante estos 30 años.

    Nací allí, soy de allí. Los antepasados de uno de mis abuelos fueron esclavos y los del otro, campesinos criollos. Soy más cubana que cualquier Castro. Ese es mi derecho y, mientras pueda, lo ejerzo. 

    No me toca a mí juzgar a los que han decidido no regresar a Cuba. De la misma manera, no creo que alguien deba conjeturar sobre mí por esa postura. Pero me parece interesante e incluso necesario que hablemos de esto. Ante todo, quiero decir que mi compasión y mi afecto van con aquellos que han sufrido el terror, la cárcel, la pérdida, que han sido demasiados, y entiendo perfectamente que nunca más quieran regresar. 

    Dicho esto, quiero hablar por mí. Negarme a ir a Cuba es para mí una deserción. Sería rehusar yo misma un derecho que ha nacido conmigo y sobre el que nadie tiene autoridad. No hubiera podido captar estos documentos que testimonian la realidad en los últimos 30 años. Nuestra ausencia de Cuba ha dejado un tremendo vacío en todos los aspectos, ha contribuido a perpetuar y a financiar ese absurdo, y a normalizar el chantaje y la aberración a la que nos someten: la de supeditar nuestra condición de cubanos a una obligada lealtad al régimen. 

    No sé cuántos somos, pero imagínate que un día dos, tres millones de nosotros decidamos plantar cara. Hemos dejado un espacio vastísimo que la élite gobernante ha sabido ocupar, aprovechar, manipular, y nos ha desplazado por mucho tiempo de todos los escenarios. Te haré una anécdota que quizás me explique mejor. Hace un tiempo estuve al teléfono con una galerista suiza que también representa a varios artistas cubanos. Alguien me la había recomendado. Hablamos cordialmente hasta que ella me dijo que no tenía experiencia en trabajar con «excubanos». ¿Entiendes lo que dijo? Hemos sido sacados de la ecuación y convertidos en parias, al punto de que cualquier ignorante puede llamarnos «excubanos» a quienes no vivimos en Cuba. 

    La nación, más que una idea, un territorio, un sentimiento o la conjunción de cualidades y valores de un grupo de personas nacidas y crecidas en el mismo lugar, es soporte y garante de igualdad ante la ley y entre los individuos. Ese es el fundamento. Ni las palmas ni el mar ni el cielo, sino el sendero bregado por la presencia y la contribución de los que nos antecedieron, y al que uno, en su tiempo de vida, también aportará. 

    La nación no es ni pathos ni quimera, sino bienestar en todos los sentidos. Nos han robado muchísimo, mucho más de lo que creemos, y ha sido una estafa que no se limita a lo material, sino que es absolutamente más atroz, porque nos han expropiado de bienes que, a diferencia del dinero, de un inmueble o de un negocio, nunca se devalúan: nuestros cimientos, nuestro pasado y nuestro lugar. Y quiero creer que todos entendemos cuán importante es para un individuo conocer su pasado, andar sobre sus fundamentos y ocupar su lugar.

    Hablemos de tu serie Las amigas de mi madre, de 2018. Has contado que un día tu mamá te escribió impactada por el dictamen médico que le habían dado a una amiga. Poco después volaste a La Habana y te dedicaste a fotografiar a mujeres cercanas a ella que habían enfermado y que recibían algún tipo de tratamiento. Todas miran a cámara. Muchas de ellas hoy no están, incluyendo a tu mamá… 

    Casi todas miran a la cámara, menos dos. Denia, que entre resuellos se dispuso a sentarse un momento para hacer el retrato sin el balón de oxígeno, pues padecía de la enfermedad de obstrucción en los bronquios. Falleció unas pocas semanas después de hacerle esa foto. Y Martha Ximeno, escritora, frágil de constitución, pero fuerte de espíritu. Ella vive, pero no quiso mirar a la cámara, sino más bien guarecerse en el verde de su jardín que es un verdadero oasis en esa Habana cada vez más caótica. 

    Ellas eran y son amigas de mi madre; algunas ya desde antes de yo nacer, del tiempo en que las amigas de tu madre cuidaban de ti como si fueras una hija más. Faltan todavía algunas, pero no sé si podré. Mujeres sin sufijos superfluos, unas más felices, otras menos, pero todas ellas con carácter. Puede que no sean los mejores retratos, pero te aseguro que fueron difíciles de hacer. Ya sabes cómo son las madres cubanas: «¡Deja esa bobería!». No te acercas fácilmente a una persona que quieres y le dices: «Quiero hacerte este retrato porque quiero guardar tu imagen para después de tu muerte». Seis de las 13 ya han fallecido.

    ¿Has regresado a La Habana tras la muerte de tu mamá?

    Llegué a La Habana el día después de su fallecimiento en 2019 con un inmenso sentimiento de soledad. Fue una corta estancia, por suerte. Poco después llegó la COVID-19, se cerraron las fronteras, y a finales del 2022 volví para organizar y cerrar los trámites referentes a sus pertenencias. Cuando murió mi madre comprendí algo: en la muerte no hay propósito, es eterna, inerte, consustancial.

    La vida es un empeño, es voluntad. Como el salto del pez volador que emerge del agua y se desliza con ímpetu y elegancia a ras de las olas por unos minutos hasta caer y hundirse otra vez en la profundidad del mar. Esa es la vida, un salto, un propósito, un único intento que no puede fallar. Cuando logré comprender esto, experimenté un tremendo alivio. Sé que algún día regresaré a la profundidad de esas aguas y la volveré a ver. Mientras tanto voy aprendiendo a sobrellevar el vacío y el sentimiento de desprotección que dejó su muerte.

    Mucha gente desconoce que eres hija de Félix Betancourt, un boxeador que destacó a nivel regional sobre todo antes de tu nacimiento. ¿Cómo fue tu relación con él? ¿Lograste hacerle alguna foto?

    Mi padre, Félix Betancourt, fue un boxeador lindo de mirar; tenía una técnica impecable y una derecha inmisericorde. En los sesenta fue campeón de peso welter y welter ligero e integró la primera generación de deportistas que después de 1959 ganó medallas para Cuba. Estuvo en varias competencias internacionales, como los Centroamericanos de Kingston en 1962, y en San Juan en 1966, en los Panamericanos de Winnipeg en el 67, en las dos Alemanias, en México, en Polonia, en las Olimpiadas de Tokio en el 64, donde perdió el bronce contra el tunecino Habib Galhia y solo logró el quinto lugar. 

    Mi madre varias veces me contó que cuando él peleaba en la Ciudad Deportiva me llevaba a verlo; me hacía una camita en la butaca y ella miraba la pelea, siempre con el corazón en la boca, pero muchas veces con pena por su contrincante. Yo era muy pequeña y no recuerdo nada. Sus duelos con Andrés Molina, otro boxeador espectacular, al parecer electrizaban La Habana y aquello se volvía un revuelo entre aficionados de un bando y del otro. 

    Se retiró joven, desafortunadamente, en 1972, con 26 años, después de perder el título contra Emilio Correa. Mis padres se separaron muy temprano. Decía mi madre que tengo mucho de él, sobre todo su genio, por lo que no siempre fue fácil para los dos congeniar. Había nacido en Santiago de Cuba en 1945 y murió en 2014 en La Habana, olvidado y decepcionado del sistema al que regaló sus mejores años de atleta. 

    Estas opiniones las hizo públicas en varias ocasiones, pero no consiguió más que rechazo e ingratitud. Solo el día de su muerte el periódico Granma publicó un obituario donde lo nombra «gloria del deporte», un grupo al que solo pertenecen los más sobresalientes. Se fue con 68 años, pero dejó una gran historia con un récord de 120 peleas: 14 derrotas, dos empates y 104 victorias; 90 por knockout, de los que 51 fueron en el primer asalto. Una vez le hice un retrato.

    Damaris Betancourt. Cincuenta y ocho sillas.
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    1 COMENTARIO

    1. Fabulosa la trayectoria de Damaris Betancourt, de la que solo conocía su serie de fotografías de Mazorra. He leído atónita sus incursiones en Rumania, Senegal, el mundo judío cubano…y no puedo sino admirarme de su profunda terrenalidad y su vuelo creador. ¡Gracias, Gerardo, por la entrevista!

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