Tengo la impresión de que los viajes de regreso están en desventaja respecto a los viajes de expansión. No son tan narrados, ni producen en el espectador el mismo grado de empatía. Por lo general, el viaje de regreso es un viaje solitario. Supongo que tenga que ver con la fascinación que siempre produce adentrarse en lo desconocido, la adrenalina de intentar apropiarse de lo nuevo e integrarlo a lo que ya había, como un demiurgo a pequeña escala.
En ocasiones, la división no se produce de manera exacta, hemos asistido a viajes de regreso que lejos de constituir el traslado de un punto a otro, se han dilatado de manera increíble y han terminado como viajes de expansión y crecimiento. Es el caso del regreso de Odiseo a Ítaca, por ejemplo, y también de Cuaderno de un retorno al país natal, del martiniqueño Aimé Césaire. No podríamos apresurar aquí un análisis de textos que en sí mismos son un universo, tal vez solo decir que sería de gran utilidad un texto que explore la relación entre regreso y tiempo dilatado, para imaginar una frontera distinta de una línea; al fin una frontera como voces que se responden y conforman un espacio del presente. Un espacio donde ni el pasado ni el futuro ejerzan violencia desmedida sobre la geografía indomable, aunque aparentemente menor, de una isla o de un cuerpo negro. Como dice Cesaire: «Presencias no concertaré con el mundo mi paz sobre vuestra espalda».
Siempre hablamos de los viajes como procesos de trasiego, de ir y venir, de desplazamientos que se encadenan. Pensamos los viajes con mentes de exploradores, de conquistadores incluso, y lo que pasa con el conquistador es que, aunque nunca regrese, convierte todo lo que toca en materia de un mundo viejo, anterior. Y esa es la mayor violencia que puede ejercerse, porque niega las posibilidades de futuro, tanto en la realidad como en sí mismo.
Lamentablemente, creo que muchos de los viajes de conquista solo significaron expansión de manera formal, se ganaron más tierras, se amplió el mapa del vencedor, pero cabría preguntarse si se produjo finalmente esa prometida reinvención del mundo conocido o solo un reforzamiento de una cosmovisión ya existente, ya imaginada. Como sea, asistimos a la producción del mundo moderno, donde el espíritu del conquistador triunfó sobre el espíritu del explorador.
La historia de la literatura, y luego el cine con sus espectaculares road movies, es prolija en contar estos viajes de expansión, y hasta ha profundizado en el viaje interno que se produce en el ánimo de quien lo acomete, individuos por lo general en crisis, que alinean su proceso personal de movimiento con el viaje mismo y que, al final, se purifican, se transforman. Recuerdo por ejemplo al protagonista de La montaña mágica, Hans Castor, cuerpo y alma atormentada que, a solo unas horas de iniciado el viaje hacia el Sanatorio Internacional …, y desconociendo la trascendencia que dicho viaje tendría para su vida y para su tiempo, ya podía experimentar cambios concretos en su espíritu, y que resultan reveladores si queremos entender el tipo de influencia que el espacio y el movimiento pueden ejercer sobre los acontecimientos y sobre la agencia humana.
«El espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio determina transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero de manera alguna las supera. Igual que éste, crea el olvido; pero lo hace desprendiendo a la persona humana de sus contingencias para transportarla a un estado de libertad inicial; incluso del pedante y el burgués hace, de un solo golpe, una especie de vagabundo. El tiempo, según se dice, es el Leteo. Pero el aire de las lejanías es un brebaje semejante, y si su efecto es menos radical, es en cambio mucho más rápido.»
Sin embargo, los siglos XVIII y XIX fueron testigos de otro tipo de viaje, el de los africanos centro-occidentales secuestrados y trasladados por la fuerza no solo hacia una tierra lejana y nunca vista, sino hacia un esquema de explotación a gran escala donde ellos ocuparían el ultimo escaño, la mano de obra esclava. Cómo olvidar que el imaginario moderno, que se funda justo en los mares del Caribe inundados de monstruos fantásticos, en sus islas breves y maravillosas que anunciaban tímidamente la abundancia de un mundo no explorado, vastas tierras donde convivían perros mudos con cantidades nunca vistas de oro, no encontró una forma más inteligente y humilde de lidiar con los habitantes originarios encontrados a su paso, que dudar de su condición humana e ir despojándolos de sus riquezas, en lo que desarrollaban un absurdo debate en torno a esa duda que aparenta más pretexto que auténtica indagación.
La demorada respuesta del sí, introdujo a los africanos en la ecuación del Nuevo Mundo, los chivos expiatorios que el Viejo Mundo extraía de sus márgenes, la misteriosa África, el enorme continente que los europeos habían circunvalado y sondeado con factorías y pequeños asentamientos, pero que, salvo excepciones, nunca habían explorado, ni saqueado, a fondo. África permanecía inaccesible, hasta que los barcos negreros comenzaron a zarpar con largas filas de personas, unas encima de otras, hacia América.
Lo primero que habría que preguntarse es si a ese horror puede llamarse siquiera viaje. Habría que preguntarles a los africanos que un día fueron cazados, esclavizados, y transportados contra su voluntad hacia el «Nuevo Mundo», cómo se vive un viaje de no retorno. Por alguna razón todos los sucedáneos del lenguaje que se me ocurren tienen relación con procesos médicos o paranormales, al estilo de trasplante, cambio de vida, o de sangre, reencarnación incluso. Pero no viaje.
Durante muchos años, siglos incluso, los africanos no abandonaron la idea de regresar a su casa, a sus familias, a sus culturas. Pasó el tiempo y ese deseo se transformó en un sueño, y el sueño en utopía y la utopía en tabú. Todo lo cercano, lo propio, se volvió extraño e inalcanzable, la fuente de todas las legitimaciones, pero también de todas las fantasías y de todas las generalizaciones. Cada ciudad, reino o tribu perdió su especificidad y todo volvió a ser África, un gran bloque, como mismo Europa o América fueron producidas como algo monolítico en el nuevo orden mundial.
Los procesos de aprender y desaprender siempre se dan al unísono, a veces incluso dependen uno de otro porque es un proceso de producción más que de recepción o de sustitución fortuita. El proceso de «descubrimiento del Nuevo Mundo» terminó ocultando más de lo que develó. Solo que, al mismo tiempo, cada individuo, cada cuerpo que llegó a cada rincón de América, se convirtió en un recipiente y receptáculo cultural que sobrevivió, se adaptó, se mezcló, olvido, recordó, cambio, aprendió y enseñó. Cada fragmento dejó de ser fragmento, y las nuevas relaciones establecidas generaron nuevos límites y nuevas alianzas, hasta que un día ya no existía la tierra de la que vengo y la tierra en la que estoy. Todo era la misma tierra donde se entierran a los muertos.
¿La violencia garantiza la opresión para siempre? No. La violencia, como el odio, el miedo, y otras emociones similares que se erigen en políticas hacia los otros, no debe fetichizarse, no debe equipararse a una identidad. Ni siquiera están en ningún cuerpo u objeto o en lo social, entendido de manera abstracta como algo; circulan en las relaciones y van creando las propias realidades y actores que luego parecen contenerlas. Ese es el verdadero viaje, el que realizan las emociones, los imaginarios, los prejuicios, las prácticas humanas, creando el mundo que habitamos y las reglas que obedecemos. El verdadero viaje de los africanos comenzó cuando ya no había regreso.
El rescate como proceso
La dinámica del rescate es unas de las más frecuentes en el terreno de las comunidades emocionales. Resulta convencional hablar de rescate y pensar en escenarios de guerra, espectaculares maniobras militares al estilo de Salvando al soldado Ryan, o versiones más locales como el rescate de Sanguily. También hay una especie de abismo entre esa noción temeraria de rescate y la forma normalmente bucólica en que son presentados los viajes de regreso, remedos todos de ese viaje a la semilla originario, que casi nunca involucra a nadie más que a quien lo vive. Me interesa hablar de otros tipos de rescate y de otros tipos de regreso. De lo que precede y acompaña al rescate como acción, su lógica solidaria pero también su lógica de regeneración cultural e identitaria, que implica a largo plazo un viaje a la inversa, un viaje de regreso. También me interesa echar luz sobre el rol no necesariamente pasivo del rescatado, poner, sobre la mesa de reflexión, los rescates desde dentro, rescates que crean escenarios de regeneración de afinidades colectivas y de prácticas sociales, y hasta emocionales, dañadas o invisibilizadas.
En la mayoría de los casos, los protagonistas de un rescate ni siquiera están conscientes de que se trata de algo más que un acto de valentía o de solidaridad puntual, dictado por la urgencia del acontecimiento; cuando hace falta rescatar a alguien, o a algo, es porque está en peligro. Pocas veces el peligro se percibe como un generador de posibilidades, su aparición está saturada de contingencia y de malos augurios, y el deseo de futuro que provoca es de eliminación de todo aquello que lo propició. En el peligro nadie quiere permanecer. La cercanía de peligro y rescate (yo diría casi la consecutividad, o la dependencia), hacen de esta dupla un dispositivo que, por su repetición y significación, se instala en el centro de numerosas dinámicas culturales en las que nos vemos involucrados a diario, sin reflexionar demasiado sobre ello. A esa dupla habría que añadir el miedo, que actúa como una especie de síntoma, pero también de catalizador y hasta de productor de un imaginario propio. Su presentación aparenta ser lo más real del mundo, pero muchas veces crea un orden ficticio. El miedo inventa sus propias razones y su propia mascarada, lo que merecería un análisis pormenorizado que haremos en otra ocasión.
La primera vez que me sentí rescatada fue en la Rumba de Central Park en New York, hace poco más de un año. Para eso fue necesario estar fuera de Cuba. Vivo en Estados Unidos en condición de desterrada, por la prohibición expresa del Estado cubano de entrada a mi país, manifiesta el 16 y 27 de febrero de 2021.
La rumba de Central Park también está emplazada en un lugar concreto, aunque raro para el que no conoce su historia. Existen versiones encontradas de cómo y cuándo fue iniciada, pero todos coinciden en que el desembarco en Estados Unidos de los marielitos (así se les llama a los cubanos que entraron por mar desde el puerto del Mariel en 1980, 125 mil personas aproximadamente) la renovaron y mantuvieron hasta hoy. Llegar ahí, en un recodo del camino frente a una de las lagunas del parque, muy cerca del Puente de los Suspiros, es como llegar a una parte de Cuba. Y a la vez es como asistir a una Cuba ya perdida. No se trata solo de la cantidad y diversidad de cubanos que se reúnen en el lugar —y también extranjeros, sobre todo boricuas y de varios puntos importantes del Caribe—, sino de la atmósfera de remembranza que allí se respira.
Todos los que van, muchos asiduos, permanecen anclados a una Cuba que, por el momento, y tal vez para siempre, solo exista en las mentes de cada uno de ellos y en esa especie de idea colectiva que allí se regenera. Las emociones, mucho dolor entre ellas, han reconstruido el lugar físico del que se partió, y al que muchos nunca más han vuelto. Y han llamado a ese lugar Cuba, y lo han llenado de todos los pequeños espacios en sus recuerdos: cuartos, pasillos, parques, ríos, cárceles, la casa de la familia del campo, el mar que tuvieron que atravesar para huir. Han construido un puente a sus propias emociones, a las emociones que les produce el recuerdo de su hogar. Y, al mismo tiempo, han ido desechando todo trazo de diferencias o divisiones al interior de esa nostalgia. Del lado de allá solo se ve a Cuba, y a la fuerza inexplicable e innombrable que los sacó de ella y los mantiene lejos.
A veces, cuando estoy allí, he llegado a sentir que se trata de un ritual, el ritual de la rumba, que como todo ritual se articula sobre la pretensión de traer al presente alguna realidad sagrada, de desarrollar el performance de la sacralización de un espacio y un tiempo ya pasado. La pregunta persiste: ¿Cómo se vive un viaje sin retorno? ¿Y cómo se vuelve? El ritual de la rumba es la respuesta a ambas.
Si recurro y me extiendo en el acontecimiento de la rumba es, primero, porque quiero resaltar la coincidencia de que sean también sujetos migrantes, descendientes muchos de ellos de aquellos que llegaron por la fuerza al «Nuevo Mundo» hace varios siglos y trajeron un legado cultural solo, literalmente, en sus cuerpos. Y segundo: la rumba es un rescate creativo, no existía antes, ni en África ni en España, ni en ningún lugar, pero sí existían muchos de los elementos que la conforman, elementos que estaban presentes en otros contextos, sentidos, órdenes. El rescate de la rumba como fenómeno musical, o cultural, en un sentido más amplio, se ha producido luego del rescate de la capacidad de creación y de sociabilidad del propio agente social de la rumba, su capacidad de traer a su memoria lo que vio o lo que le contaron, y articularlo, junto a lo que vieron o les contaron a otros, en un nuevo escenario de sentido en su presente.
En la rumba de Central Park, asistí no a un rescate, y desde luego para nada al rescate de las tradiciones africanas o españolas que se mezclaron etc. etc. Asistí a muchos rescates acumulados, cuyo uno de sus últimos sujetos encarnados es este nuevo sujeto migrante, huido, que se crea sus propios escenarios de sentido a los que llama temporales, y que sueña con el regreso a un lugar que ya no existe. En realidad, estos rescates se tratan de comunidades emocionales que se ha salvado a sí mismas queriendo salvar otra cosa, queriendo salvar la Patria o la nación.
El viaje del nkisi
«Yo quiero pensar en la historia de este nkisi. Hacer algo quizá… como una suerte de diario de lo que hemos vivido juntos. Pienso en la idea del viaje. El viaje azaroso que provocó nuestro encuentro; y el viaje que hacemos desde que estamos juntos. Ojalá sea su lugar de origen un día su destino final. Llevarlo a su tierra. ¿Querrá? ¿Lo estarán esperando? ¿A dónde quiere ir realmente? Yo seguiré su voluntad. Por ahora, creo que escribir sobre estos viajes es un buen comienzo. Comienza a escribir sobre esto, Ana.»
«Me emociona mucho que me pidas eso, pero ¿no debes preguntar antes? No sé si es un exceso de prudencia, pero no quiero hacer nada si él no autoriza. A fin de cuentas, él existe y puede decidir.»
«La prudencia es importante aquí y casi siempre. No es un exceso para nada. Ya pregunté, Ana.»
El diálogo anterior y lo que sigue a continuación es una transcripción bastante exacta de una historia que me confiara mi amigo Amed Aroche. Una historia del encuentro de Amed y un objeto africano, bantú, sin más especificidades de cultura o lugar donde fue realizado. Amed lo encontró en Montreal y, después de un año viviendo juntos, lo llevó a Cuba, a la casa donde nació, a la casa de su familia ritual, y lo dejó allí por dos años aproximadamente. Hoy el nkisi está nuevamente en Canadá, con Amed.
«Era una tienda entre tantas de esas de anticuarios y objetos raros, en Montreal. Una más que decide cerrar y poner todos sus artículos en liquidación. Yo paseaba y se me ocurrió entrar. Siempre hay un misterio atractivo en estos sitios de cosas viejas. Al entrar vi que la mayoría de las cosas pertenecían a diferentes cultura africanas y asiáticas. El dueño, al verme mirar con calma las cosas, me sugirió que lo mejor estaba en la parte de atrás, donde había objetos rituales de verdad, según él. El lugar era grande y un poco oscuro. Olía a humedad y también a espacio que estuvo cerrado mucho tiempo y de repente entra el aire y todo empieza a respirar de nuevo, maderas, telas, herrumbres, papeles.
»Él estaba lleno de polvo, en una esquina. Jorobado, pues su base estaba dañada, como comida por algún insecto. Tuve una conexión instantánea. Sentí la corriente que se siente delante de una prenda vieja. El fluido, como me decía mi querido Tata Pipo…Tuve la certeza de que era real, real de vivo. Sus detalles eran impresionantes a pesar de la poca luz del lugar: el espejo en la barriga, los ojos vidriosos, los dientes, las orejas, los pies. No era la estética de las artesanías, más allá de la belleza o de la fealdad que pudiera interpretarse en el objeto. Aquí se trataba de otra cosa. La veracidad que emanaba de su uso ritual, una vez cotidiano, se podía percibir también por las dos cargas que llevaba, la de la cabeza que era como de barro y una especie de mochila en su espalda, con elementos vegetales. También por las manchas de sangre seca que lo recorrían y una pátina muy vieja. Sentí mucha pena por él, incluso si lo habían ‘jubilado’, como suele decirse cuando un objeto ritual se descontinua de su uso religioso. Me lo pregunté, pero no tenía forma de saberlo y tampoco de comprarlo. Estos objetos son caros. El dueño de la tienda me hizo varias rebajas, pero aún no así no podía. Estaba recién llegado y él costaba prácticamente todo mi dinero del mes. Salí preocupado, con mucho sentimiento de culpa por dejarlo ahí, tal parecía que su espíritu se me había pegado, se había ido conmigo.
»Después de varias horas atormentado con calambres en el estómago que bien conozco y los brazos entumidos, regresé y lo compré. Me gasté 96 dólares en él. Mucho para mí, varias veces mucho, pero hay cosas que tienen que suceder así, que no podemos aplicarle lógicas normales ni determinadas nociones de conveniencia. Sin entender del todo lo que estaba haciendo y por qué, a esas alturas mi único propósito era sacarlo de aquel almacén. Había gastado 96 dólares sin saber siquiera si él quería continuar conmigo, pero me arriesgué. Igual, mis decisiones no estaban saliendo de un yo racional. Venían del lugar del instinto, del susurro, del éxtasis que provoca encontrarte con algo puro. También venían del miedo. Yo estaba rozando su destino, pero más que nada, él estaba rozando el mío.
»Para trasladarlo lo envolví en un paño. No en una bolsa directamente, ni en un nylon o papel, sino algo suave y cálido, donde pudiera estar cómodo. En el camino empecé a sentir miedo, miedo de que estuviera asumiendo un riesgo que no pudiera sostener. Y quiero anotarlo porque el miedo puede ser síntoma de una situación de dominación, incluso dominación anticipada, o de injusticia, o de castigo, pero también puede ser síntoma de pérdida de control, de entrar en un terreno desconocido, miedo a la disolución de esa parte del yo que reconocemos y de la que nos cuesta tanto salir. Al miedo hay que adoptarlo, justo como se adopta el sentimiento de un espíritu que nos cruzamos y se queda, ¿será que el miedo es también eso, la expresión del paso de un espíritu nuevo cerca de nosotros?
»La historia larga del nkisi junto a mí, Ana, no te la haré. Es una historia bastante normal, con su cotidianidad y la ritualidad natural que lleva vivir con la magia como posibilidad. Además, me gusta mantener la prudencia en estas cosas. Si hay algo que rehúyo es el exceso de vanidad espiritual. Me parece contradictoria la práctica de una espiritualidad y la extrema vanidad. Pero bueno, ese es otro tema. Te voy a contar cómo descubrí que el nkisi estaba vivo.
»Cuando llegamos a la casa ese día, lo dejé en la puerta, afuera. Entré yo, y pregunté a mi muerto si estaba bien entrarlo a la casa. Trataba de marcar una jerarquía y que fuera mi muerto el que guiara el proceso espiritual de lo que ocurriría con él y con nosotros, esa especie de reconocimiento. Me dijo que sí y una vez dentro hice una labor espiritual para recibirlo, atenderlo y darle la bienvenida. En ese momento pregunté si estaba vivo, activo. Creo haberle pedido una señal. Todo esto fue en la sala de la casa, que tenía una ventana de vidrio doble. El plante estaba de espaldas a la ventana. Minutos después la ventana se desplomó e hizo un estruendo enorme. Tuve que interrumpir todo y bajar las escaleras corriendo, recoger lo que quedaba de la ventana y verificar que nada ni nadie había sido dañado. En ese momento no conecté las cosas. Cuando regresé y me senté de nuevo en el banquito donde estaba, lo miré y supe que esa era su señal. Rápida y violenta, tal vez como su propia vida».
La historia del nkisi me sobrecogió. Supe de inmediato que contarla era imprescindible, justo como pensaba Amed, pero que no podíamos lanzarla sola, sin al menos intentar encontrar la resonancia que una historia como esa tenía para nuestra vida y para la vida reciente de los cubanos.
Es impresionante cómo nos han llegado cosas de los mundos que componen el África, y como tanto de lo que somos se debe a eso que llegó en pedazos, y que nos ayudó a producir cosas nuevas, a producirnos junto a ellas como algo irrepetible. Y más curioso aún: muchos de los fragmentos eran fragmentos desmaterializados: ideas, recuerdos, proverbios, canciones, oraciones, conjuros, ritmos. Incluso cuando alguno de esos negros violentados logró llevarse algo físico, fue literalmente unido o dentro de sus cuerpos, como algún amuleto amarrado, o aquellos nquinis que un babalawo famoso se tragó y transportó en su intestino hasta que llegó a Cuba y los expulsó de su cuerpo, su único y más grande tesoro. Fue un proceso especialmente largo y complejo in-formar ese legado y adaptarlo a un lugar, naturaleza, y dinámicas distintas y, sobre todo, a un rol de resistencia y clandestinidad acorde con la nueva situación de dominados de sus dueños.
Es lógico pensar que muchas de las cosas que luego empezaron a llegar de ese mundo dejado atrás, que pasó de ser propio a ser el otro, vinieran en tono de rescate. Y no solo estoy hablando de prácticas y saberes religiosos, estoy hablando de cultura, porque una de las principales funciones de la cultura es la de regenerar los tejidos aparentemente cercenados de la sociedad. La cultura une los puntos de nuevo. Y, al mismo tiempo, ya nada vuelve a ser igual. El rescate es creativo porque funda una nueva relación, un nuevo comienzo con nuevos roles, y sobre todo con un futuro conquistado.
La comunidad imposible
«Amed, ¿puedes decirme en qué año el nkisi fue a Cuba y cuánto permaneció allá?»
«Yo encontré el nkisi en 2018. Lo llevé a Cuba en 2019 y allí se quedó hasta que termino el 2020.»
«Eso había imaginado, su visita coincidió con el acuartelamiento.»
Aquí me detengo brevemente en el Acuartelamiento de San Isidro, relevante episodio social y político ocurrido en noviembre de 2020 en Cuba y que derivó en una auténtica crisis política, con numerosas irradiaciones culturales que aún no terminan. La coincidencia temporal de dicho episodio con la estancia del nkisi en Cuba, su connotación poética, así como la participación en el acuartelamiento de quien escribe este texto, pudieran ser razones suficientes para glosarlo. Sin embargo, hay una razón más poderosa para ello: el acuartelamiento, como escenario de imaginarios estratégicos e improvisados confluyentes, dio cauce a formas políticas y culturales no sé si nuevas en un sentido de originalidad, pero sí nuevas en un sentido performativo y de resistencia disruptiva.
A un poder totalitario largo, como el de la dictadura cubana, no se le resiste solo desde la conformación de un frente amplio, frontal y continuo que se posiciona ante el orden omnímodo, sino desde escaramuzas y apariciones inesperadas que intentan cambiar las reglas del juego de la guerra convencionalmente expresada en poder central vs. oposición. Esas resistencias, aleatorias e irregulares, fundan su propio teatro de operaciones, su propio viaje de idas y venidas; de incursiones, repliegues, trincheras y regresos a una zona no tan bien mapeada de la Patria. Esas resistencias disruptivas ya nacieron con la marca de lo marginal, de lo fronterizo y morirán antes de convertirse en otra cosa. Son, en buena lid, espacios imposibles, de ahí que nos interesen. También nos interesa la imposibilidad de la narración, esa no coincidencia, pero sí cercanía de la historia contada y la historia vivida.
La imposibilidad en el acuartelamiento estuvo atravesada por la tensión entre encierro y libertad, que experimentamos dentro de esa casa barrial, y que miles de personas experimentaron con nosotros a través de las redes sociales. Se trata de la misma tensión entre pasado no resuelto, futuro incierto y presente delirante, salido de sus cauces habituales, desbordado de significados y significantes inesperados, y también de incertidumbres. Lo que contuvo ese presente todavía lo estamos procesando, rumiando, como un bóvido que no sabe adónde va pero que sí sabe adónde no puede volver. El lugar imposible al que aspiramos, y del que ya formamos parte de alguna manera, es más que un no-lugar, porque viene con una carga positiva irradiadora y hasta cierto punto indefinible. El lugar imposible es nuestra propia humanidad que muta en la medida en que pasa el tiempo.
Resulta casi imposible narrar la historia de esos días del Acuartelamiento de San Isidro, explicar a otros lo que allí ocurrió, abarcar el aluvión de sucesos y significados que allí afloraron; y también de no significados, de solo vivir. Como soy un narrador presencial, pareciera que la cuestión es más fácil para mí, pero. Creo que nadie lo tendría fácil. Siempre se narraría desde un ángulo, un punto parcial, una arista que privilegiaría determinados hechos sobre otros y que usaríamos para demostrar esta o aquella tesis. Lo que realmente preferiría es contar lo sucedido sin que tenga que servir para algo, sin que deba calzar ningún discurso o ninguna agenda. Quisiera narrar esos días como la agenda, como la única agenda posible, la única agenda que teníamos y la única que fuimos capaces de querer. Una agenda que todavía hoy nos desafía, y hasta nos inmoviliza un poco. Así que si algo quisiera es narrar esos días como peticionario, narrarlos para dejarlos de una vez atrás, para que mueran en alguna medida y nos permita seguir haciendo, y seguir viviendo.
Primero intenté contarlo desde los hechos mismos. Esa inocente doctrina que nos enseñaron de niños sobre la imparcialidad y la objetividad. Hice una lista. Le puse las fechas. Revisé exhaustivamente que nada de lo ocurrido un día estuviera colocado en otro. Corregí, incluso, las cronologías realizadas antes de la mía. Todo para nada. Había olvidado que incluso los días y las noches se habían confundido para nosotros, encerrados en aquella casa, sin dormir algunos, en una velada continua y misteriosa.
Luego intenté narrar desde las directas, esos videos en vivo que muchos de los acuartelados hacíamos de manera casi compulsiva para informar a quienes no estaban allí. Nos poseía una pulsión comunicativa, que nos mantenía no solo entretenidos sino haciendo uso de la única defensa con que contábamos, a tal punto que casi nadie allá adentro quiso delegar en otros lo que podía decir por sí mismo. No hubo una voz central, una página central, un discurso central, sino muchas voces que se superponían, y gracias a lo cual hoy encontramos en las redes el mismo suceso grabado desde varios ángulos, y con voces de fondo distintas. Quise realizar una especie de diario comentado de los videos en vivo, escoger fragmentos, citar las palabras literales de algunos de nosotros, ponerlas en contexto. Quedé más satisfecha, pero ese resumen no era capaz de sustituir el material original, se me antojaba un remedo pobre.
Una tercera forma de narración ensayada fue contar la historia desde Ellos. Contar la represión, el cerco, a quienes no dejaron pasar y quienes sí lo lograron. Narrar la violencia del Estado, explicar en lo posible sus métodos y sus procedimientos, y nuestras acciones como respuesta. Pero incluso entendiendo el valor pedagógico del relato, el resultado era demasiado ajeno, la realidad del espejo, y la ausencia de quien se mira en él.
Esa última idea me hizo pensar que lo mejor era centrarnos en nosotros, en la dinámica conseguida dentro, en ese ensayo de país a pequeña escala, en las anécdotas, en lo pequeño que ocurrió mientras el relato de la Lucha de la Oposición a la Dictadura se escribía sola y quedaba atrapada en sus mayúsculas. Escribí una especie de diario a destiempo. Confesional. Pura nostalgia y puro nervio. Y cuando lo leí me pareció hermoso, pero demasiado lejos de la improvisación de esos días. Me pareció que traicionaba lo más preciado y lo más volátil que tuvimos: saber escabullirnos a las expectativas que tenían unos y otros con nosotros, el no encajar, el ser antihéroes incluso pereciendo ser héroes.
Estuve sumergida en mis cavilaciones hasta que encontré casi por azar un texto de Gilles Deleuze, parte del libro Diálogos, escrito a cuatro manos con Claire Parnet. Fue como una sacudida. Como un salto hacia mi propia compresión del asunto y de mis recuerdos.
«Como profesor me gustaría lograr dar una clase como Dylan, que más que un autor es un asombroso productor, organiza una canción. Empezar como él, de golpe, con su máscara de clown, con ese arte de tener previsto cada detalle y que sin embargo parezca improvisado. Justo lo contrario de un plagista, pero lo contrario también de un maestro o de un modelo. Ni método, ni reglas, ni recetas, tan sólo una larga preparación. Bodas, pero no parejas ni conyugalidad. Tener un saco en el que meto todo lo que encuentro, pero a condición de que también me metan a mí en un saco.» (Deleuze y Parnet, 1980)
Narrar esas fechas tiene que ser ante todo un acto de alegría. Y un acto de desenfado. Narrarlos como contando cualquier cosa, como se le cuenta a un amigo algo que te pasó en la calle. Es la conclusión que saco después de haber intentado varias veces la cronología del acuartelamiento. Decir algo así como: éramos un grupo de amigos que nos cansamos de tener que buscarnos unos a otros en las estaciones de policía, nos cansamos de que nos detuvieran por nada, y que a unos los detuvieran más que a otros, por negros, o por tener menos estudios. Un día uno de esos amigos no regresó de una de esas detenciones, y la duda ante qué había sido de él nos llevó primero a salir a la calle y después a no salir a la calle, a encerrarnos en una casa e intentar contar desde dentro qué carajo es lo que pasa en Cuba. Desde dentro de una casa, pero también desde dentro de una cárcel. Y los demás cubanos de adentro de Cuba y de fuera de Cuba empezaron a mirarnos y a reconocer en nuestra historia la suya y a unir los puntos que no había podido unir ningún libro ni ningún discurso. Y esos cubanos empezaron a pedir al mundo que mirara también. El mundo miró. Y más nada. El mundo y todos siguieron mirando cómo nos sacaban de esa casa a la fuerza, para llevarnos a las nuestras, que desconocimos al llegar. Lo que nadie vio o pudo saber es que ya nunca tendríamos más casa y mas país que ese. Y que lo que vendría después sería la dispersión y la ausencia.
Así que lo mejor es contar la historia desde la distancia del presente y desde la presencia del pasado. Contarla desde la calle en la que estábamos, desde el barrio en el que estábamos. Y también desde la locación en la que cada uno está hoy, en un rincón diferente del mundo. Contarla en la tensión insoluble de esa super localización de la calle Damas 955, Barrio de San Isidro, Habana Vieja, La Habana vs, el desplazamiento o la desterritorialización actual de cada uno. Una casa y el mundo. Un viaje solo de ida. Y el regreso como única realidad restauradora e imposible.
Ya en 1980 Deleuze le decía a Parnet que mientras pensábamos en clave de preguntas, los devenires actuaban en silencio. «Pensamos demasiado en términos de historia, personal o universal, pero los devenires pertenecen a la geografía, son orientaciones, direcciones, entradas y salidas.» Pensemos desde la geografía, que también son los cuerpos, cuerpos que se mueven. Escojamos cualquier imagen de esos diez días de acuartelamiento y atravesémosla como si fuera un pasaje en el tiempo. Atravesarla es escapar de ella. Y a la vez no olvidarla. Atravesarla es advertir que el nkisi también estuvo allí como nosotros estuvimos allí. Pero, sobre todo, atravesarla significa entender que tal vez no hay regreso a lo conocido. Y que el único regreso que vale la pena es a la alegría.
La última casa
Este largo texto hablaba al comienzo de exploradores y conquistadores y terminó abordando, desde la imposibilidad, episodios políticos ocurridos siglos después en una isla del Caribe y, más específicamente, en una casa de un barrio marginal de Cuba. La hiper-localización del suceso contrasta de manera escandalosa con todos los elementos convocados para su comprensión: africanos convertidos en esclavos de un día a otro, rumberos en el Central Park de New York, un nkisi que aparece en una tienda de anticuarios en Montreal y sigue su viaje centenario. Contrasta también con la naturaleza diaspórica de la nación cubana, en éxodo permanente hace décadas, con cifras de hasta 500 mil cubanos huyendo de la isla en los últimos dos años. Contrasta con la dislocación de quien escribe, sin domicilio fijo, y sin país, desde que salió de esa casa de San Isidro a finales de 2020.
Si buscamos algún elemento que una todas estas historias aparentemente desconectadas, enseguida pensamos en la violencia, pues tendemos a convertir en esencias las acciones políticas. Para mí, sin embargo, el hilo conductor de la presente narración son las fronteras y sus usos políticos, también sus usos emocionales. ¿Será acaso posible movilizar nuestra necesidad de afirmación y de proyección en el otro de una forma distinta a las prácticas coloniales del saber y del hacer? ¿Podremos los cubanos movilizar para nuestro bien futuro la rotunda evidencia de que la nación ha mutado con la diseminación por el mundo de una parte considerable de su población? ¿Sabremos regresar?
No utilizo el apelativo colonial de manera irreflexiva. Es extremadamente revelador que la mayoría de las analogías históricas referidas al control de las fronteras, en el caso cubano, provengan del pasado colonial. Cito algunas: la reconcentración de Weyler, a fines del siglo XIX, como modelo de encierro de campesinos en las ciudades, después de que los desplazaran de sus tierras para impedir que apoyasen a los mambises que luchaban por independizarse de España; el destierro como castigo por conspirar contra España, fundamentalmente en el siglo XIX, y aplicado a poetas como José María Heredia o José Martí; las famosas trochas, postas militares que dividían la isla de norte a sur, también durante las luchas independentistas del siglo XIX, como un modo de contención del avance de los insurrectos de las regiones en guerra hacia las regiones en paz.
Todas estas prácticas represivas, instauradas para salvaguardar un poder colonial, se auxiliaron de un mapeo y de un control del espacio y las fronteras. No ha sido diferente en los regímenes o lógicas neocoloniales, en las dictaduras en Latinoamérica o en África y no es diferente en la dictadura cubana. Métodos represivos, a simple vista diferentes, que activistas y artistas cubanos hemos tenido que sufrir en carne propia, tienen como denominador común la diagramación de un territorio desde la violencia y la segregación.
Repasemos algunas de estas formas represivas: sitio policial domiciliario (no te dejan salir de tu casa), regulaciones (no te dejan salir del país), detenciones arbitrarias (te detienen en plena calle sin orden de arresto y te conducen a alguna estación de policía u otro sitio que no conoces), secuestros y desapariciones forzosas (agentes de la policía política vestidos de civil te secuestran en un carro con matrícula privada y te llevan para casas de protocolo donde te mantienen incomunicado hasta que ellos decidan), exilios forzados (un amplio espectro que abarca desde entregarte un plazo para que abandones el país como única solución a un inminente proceso penal, hasta llevarte esposado de la prisión al aeropuerto y subirte a un vuelo sin regreso; el exilio como única solución al encarcelamiento injusto), los destierros (no te dejan regresar a tu país). Es un auténtico apartheid que no se configura desde la división de espacios fijos para unos y otros, sino desde una lógica de filtro político que se aplica a discreción, lo mismo a cuerpos que a lugares; rutas represivas en las ciudades; cierres parciales de calles, barrios o incluso provincias enteras; el uso de medidas sanitarias de control, como el toque de queda por el Covid que resultó extremadamente funcional al control político; así como la decisión de quién se va y quién regresa a la Patria y cuándo, lo que entraña todavía una lógica más perversa: quiénes la traicionan o la representan gloriosamente al abandonarla.
Las prácticas de resistencia y de subversión específicas frente al control arbitrario del espacio y las fronteras, como mecanismo de segregación política, se sustentan en la organización de redes de apoyo, de nuevas y futuras sublevaciones y acciones de clandestinaje en varios niveles. El rescate, como forma de revertir peligros puntuales y evitar la pérdida de más vidas o recursos, ya fueran materiales o espirituales, ocupa un lugar especial en esta correlación de fuerzas. El rescate cultural, sin embargo, por llamarlo de alguna manera, y en el que se incluyen rescates de índole emocional, dan cuenta de procesos más demorados y al mismo tiempo más subrepticios y difíciles de predecir.
No es la primera vez que el rescatado rescata más adelante al que lo rescató. Esa es, de hecho, la dinámica habitual de los procesos culturales. Tienden a la regeneración casi automática de la identidad de las partes y, al mismo tiempo, a su constante desestabilización y crisis. Es por eso que la dimensión, digamos, geográfica, o de emplazamiento, de cuerpos, traslados, descubrimientos, exilios, escapes, destierros etc., no es reducible a los límites físicos donde ocurrieron los hechos, sino que forman parte importante del modo en que ocurrieron esos hechos y de los resultados de los procesos. El mapa geográfico es la expresión formal de un mapa de relaciones que se padecen, pero también se producen, por los protagonistas de los procesos culturales humanos.
Lo que me resulta más impresionante de tales procesos, lo mismo que en el arte, es que son recorridos de largo aliento. Su lógica, o sentido temporal, desborda la vida de cualquier individuo, incluso la vida de generaciones completas y no responden a determinismos de ninguna índole o a fases superiores de ninguna ideología. Lo único que sobrevive a tanto tiempo acumulado es el hombre mismo, y su deseo.
El viaje del nkisi marca una ruta que en sí misma desborda las predicciones de cualquier modelo historiográfico. En este punto no importa tanto si su llegada a Montreal se debió al trasiego violento de esos cuerpos negros de la esclavitud o al trasiego más verosímil y menos misterioso de algún turista fascinado por la magia negra. La parábola de regreso y rescate sigue intacta y su mecanismo echa a andar cada vez que un objeto como este cae en las manos de alguien dispuesto a interrogarse sobre su origen y su destino. Después de todo, siempre puede caerte un nkisi en las manos y ponerte en frente de ti mismo.