Al igual que el sexo o las drogas,
al igual que todas las manipulaciones que nuestra mente
que querrían reventar el cráneo y salir al mundo,
la literatura es una máquina de crear, en primer lugar, beatitud,
y luego decepción.
Mircea Cărtărescu
Antes de perpetrar todos esos desaguisados dizque poéticos (porque sí, todo proyecto artístico, ya sea el realvisceralismo o cualquiera, no es más que la danza estúpida de un pavorreal enamorado, y “se puede conquistar a una muchacha con un poema, pero no se la puede retener con un poema. Vaya, ni siquiera con un movimiento poético”), Arturo Belano y Ulises Lima tienen una conversación decidora, que, de haberla profundizado, en lugar del torbellino que llevó al abismo a los jóvenes poetas neovanguardistas y marginales de los setenta hubiéramos tenido otra clase de poesía. Aparece en “El viejo de la montaña”, un cuento póstumo e inconcluso de El secreto del mal, y dice: “Un día, esto ocurre en 1975, Belano dice que William Burroughs ha muerto y Lima, al escucharlo, palidece intensamente y dice que no puede ser, que Burroughs está vivo. Belano no insiste; dice que él cree que Burroughs está muerto pero que probablemente se equivoque. ¿Cuándo murió?, dice Lima. Hace poco, creo, dice Belano cada vez menos convencido, lo leí en alguna parte. En este punto de la historia se produce algo que podemos llamar silencio. O vacío. Un vacío, en cualquier caso, muy breve, pero que en la percepción de Belano se prolonga misteriosamente hasta las postrimerías del siglo. Al cabo de dos días Lima aparece con la noticia, esta vez irrefutable, de que Burroughs está vivo”.
En realidad, William Seward Burroughs (Uncle Bill, The Priest, The Old Man of the Mountain, ese viejo loco precursor del punk y el grunge, inventor de máquinas energéticas y de ensueño y de términos de uso y cambio, como blade runner y heavy metal, entre tantos otros), murió más de veinte años después de esa conversación entre Lima y Belano. Sucedió en 1997, y de un infarto al miocardio, padecimiento que, en realidad, todos esperaban que sucediera mucho, muchísimo antes, quizás en los treinta, en los cuarenta, cuando experimentaba con las drogas más duras que se han sintetizado en el planeta tierra o que la madre tierra ha tenido a bien hacer brotar por los campos de Misuri, Kansas, Tánger o México.
Por lo tanto, dos cosas sorprendentes: el hecho de que Burroughs, un centro farmacológico viviente con 86 años, los perviviera a todos y a pesar de todo (Bolaño murió a los 50 años; Mario Santiago, a los 42; Jack Kerouac, a los 47; Allen Ginsberg, a los 71. Ya, perdón el paréntesis a lo David Markson). Y, más sorprendente aún, la forma en que, al enterarse del supuesto deceso del tío Bill, Lima palidece y enmudece, y ese silencio provoca un vacío breve “pero que en la percepción de Belano se prolonga misteriosamente hasta las postrimerías del siglo”.
Fue una falsa alarma: William Burroughs seguía vivo. Aunque nadie sabe cómo. De ahí que, quizás, no sea casualidad que Burroughs decidiera, poco antes de entrar en la irresoluta década de los ochenta, cerrarse para siempre a las experiencias sexoafectivas y se dedicara a explorar una relación mística, telepática y feliz con los gatos (no se pierdan Cat inside, de 1986). ¿De cuántas muertes se libró, cuántas veces resucitó? ¿En qué vida de las nueve que parece haber tenido elucubró, primero, una obra que testifica su experiencia con los estupefacientes (Yonqui y El almuerzo desnudo, esencialmente, y más como advertencia que apología) y luego una en la que afirma que debilitar cualquier fuerza de ley implica irse al margen, incluso de los entornos de los cuestionables oprimidos (Queer, Exterminador, El fantasma accidental)? ¿En qué momento diseñó ese tratado de filosofía originalísimo sobre las redes de poder internas y externas, la proyección del espectáculo, el sincretismo religioso-cultural, pero que con modestia usó solo como subtexto en obritas de supuesta ciencia ficción (desde La máquina blanda hasta las trilogías de Nova y del “ocaso atómico”: El lugar de los caminos muertos, Ciudades de la noche roja y Tierras del occidente?
Probablemente tenga razón Matt Dillon cuando dice que a William Burroughs “se le tacha de novelista que escribe libros sobre drogas para adultos, pero, cuando conoces sus ideas sobre el control y sobre el lenguaje como violencia, reconoces en ellas dilemas contemporáneos. Además del dilema de incorporarte a la cultura o apartarte de ella, está todo el asunto de cómo rechazas esta cultura y te separas de las mentes que lo controlan todo”.
En este sentido, y pensando en nuestro lamentable contexto de byungchulhanización de la filosofía, con Burroughs estaríamos delante del último gran experimentador-pensador-escritor, alguien que se sumerge en las formas de conocimiento más salvajes y autodestructivas y sobrevive para contarlo.
Bueno, en realidad para contarlo y decir no.
Decirse no y decirte que no.
De ahí que todas las anécdotas que a hueros divulgadores culturales les encante recrear en torno a Burroughs (la mutilación de un dedo al descubrir a su joven pareja con otro; el asesinato de su mujer Joan Vollmer, tras un juego a lo William Tell en su casa de la calle Monterrey 122; su estancia en Tánger, ahí donde se dilatan con horror los crepúsculos (preguntadle a Paul Bowles); el amor no correspondido hacia Allen Ginsberg, quien lo manipuló como quiso y hasta la vejez; la fascinación de ciertas estrellas de rock –Patti Smith, Ian Curtis, David Bowie, Joe Strummer, Kurt Cobain, etc.– por ese “viejo de la montaña”, al que le musicalizaron hasta los balbuceos; la obsesión por las armas de fuego; la experimentación con el Acumulador de Orgón, de Wilhelm Reich, y la Máquina de Sueños, de Brion Gysin e Ian Sommerville, ambas instaladas en el patio de la casa) no sean más que efectos o resultados de un modelo de pensamiento muy robusto y complejo.
Hace poco, un amigo de un tío de un cuñado, vecino de otro amigo mucho más querido y cercano me pidió que le llevara al loquero en el que entra y sale desde hace medio año por una depresión parecida a la de Burroughs, dos libros de Burroughs: Ah Puch está aquí y La revolución eléctrica. Aún no paso a dejárselos (de todas formas, no le permitirían leerlos). Acaricio sus tapas, ahora mismo, mientras escribo esta entrada, porque contienen una porción importante de ese pensamiento que originó todo lo demás. Y con ese “todo lo demás” me refiero, de verdad, a todo lo demás: sus novelas más conocidas y adaptadas al cine, como Naked Lunch y Queer; la razón de su vínculo tan tiernucho con los Sonic Youth y con Francis Ford Coppola, quien acabaría financiando el cortometraje de “Yonqui Christmas” (una gran puerta de acceso al universo-Burroughs, por cierto); la forma de crear obras a partir de procedimientos protodadaístas, como el cut-up; el desarrollo de un estilo de creación plástica a partir de dispararle a botes de pintura.
En fin, todo. Porque, volviendo a lo afirmado por Dillon, se trata de eso en que todo gran filósofo es capaz de convertirse: una electricidad que puede conectarse a sí misma (por decirlo en términos de Allen Ginsberg). Y a nadie más. Y solo así funcionar. Y de lo que siempre se trató con Burroughs (y ahora logro verlo: la peor época, en verdad, para leer a los beatniks es a los veinte años) fue de apostarle a una liberación radical, identificando en la vida misma y en el mundo, por un lado, a un demiurgo y, por otro, a un daimon.
Lo del demiurgo es bastante sencillo, y hermana a todos los grandes supercerebros conspiranóicos (desde Bobbie Fisher hasta Philip K. Dick; desde los mayas y Artaud hasta Ariel Horus, Fabián Casas y Camille Claudel): hay y habrá siempre una conciencia externa que desea dominar (el concepto de latah, por ejemplo, de El almuerzo desnudo, define precisamente a un sujeto que actúa en contra de su voluntad al ser víctima de una dominación a través del lenguaje). Eso, quizás, sea más sencillo de entender. Hasta cliché, vamos. Pero lo más interesante, para mí y para mi amigo del primo del cuñado que casi enloquece por saudade, es que Burroughs revela, también, que hay un daimon igual de despiadado, un espíritu interno más complicado de asir que puede, a ratos, confundirse con la propia personalidad. Él le llamo el Ugly Spirit, una suerte de criatura que se apoderaba de su conciencia y que, según identificó luego, con la asistencia de un brujo indio, logró visualizarlo y reconocer que dicho espíritu estuvo presente en muchos instantes: al momento de fallar la bala, por ejemplo; también, en su amorío insensato con el jovencísimo Marcus Ewert o cuando le hacía ciertas concesiones amables a la literatura y el cine surgidos del mainstream.
“Durante toda su vida se dedicó a desenmascarar ese fantasma”, escribe Servando Rocha en un libro excepcional sobre el encuentro entre el tío Bill y Kurt Cobain. “Para alcanzar ese objetivo, la escritura ofrecía respuestas. Por medio de sus libros conseguía volcar todo aquello […]. En cada párrafo, confesaba públicamente los mecanismos oscuros de la posesión y la forma de recuperar el control. La literatura le enseñaba a revelar el código”.
Ahora entiendo por qué mi amigo deseaba zambullirse en Burroughs y me exigía que yo entrara ahí, en esa alberca helada y negra, otra vez. Para leerlo, ahora, bajo este prisma y bien. Porque su literatura enseña a reconocer los personales demiurgos y daimons, pero, sobre todo, cómo cortocircuitarlos con cierta efectividad. La literatura, pienso ahora, solo puede surgir de hecho cuando se toma conciencia de que “el lenguaje es un virus” y que dentro de cada individuo habita y crece un gusano capaz de hacerlo actuar en perjuicio.
Burroughs no murió en 1975. Quizás, tampoco en 1997. Pero que en la percepción de Arturo Belano el vacío que supuso la reacción de Ulises Lima se prolongara “misteriosamente hasta las postrimerías del siglo” implica una máxima cierta del “gusano”: que seguiremos mirando (¿con nostalgia, con desesperación?) las estelas, el rastro de espuma de aquellos barcos enloquecidos que partieron en dos los mares de la literatura conformista y banal. Porque desde hace un rato, por aquí, en el riachuelo de las letras, solo pasan pateras. Así, ligeritas. Y llenas de turistas.