Los materiales reunidos en Nicolás Guillén Landrián. Anarchivo. Cartas, notas, guion, poemas y dibujos (Ediciones*, La Habana, 2024) nos aproximan a las vicisitudes de la vida y la imaginación radical del documentalista, pintor y poeta cubano. La papelería –poemas, cartas, apuntes, dibujos, pinturas y un borrador de guion– ha sobrevivido casi milagrosamente la censura, la erosión del tiempo, la polilla insaciable del olvido gracias al cuidado de Gretel Alfonso Fuentes, quien convivió con Guillén Landrián desde el año de su matrimonio en La Habana en 1988 hasta la muerte del cineasta el 23 de julio de 2003 en Miami. Gretel volvió con los materiales a La Habana cuando retornó a darle sepultura a su compañero. Los materiales, de irresistible tendencia a la dispersión, portan las huellas de un largo duelo: la traza del conjuro de Gretel Alfonso.
No es nada casual que sea ahora Yornel Martínez Elías, artista conceptual, fundador y gestor de la editorial independiente asterisco, quien publica este extraordinario ensamble de los papeles. Tal como sugiere el título anarchivístico del volumen, el trabajo de edición de Yornel –atento a la contingencia e intensidad afectiva de los materiales de Gretel– supone una discusión muy actual sobre el orden del archivo y la documentación. Al buscarle la forma justa a los papeles, la edición se topa con la densidad de una vida que excede los límites del archivo. De ahí que el libro pueda darnos una idea de lo que hoy por hoy significa “archivar” y “documentar” en Cuba al margen de los controles estatales, a contracorriente de las rutas extractivistas del capital patrimonial.
En ese sentido, incluso antes de la publicación y circulación del volumen, el trabajo del editor empalma con la gestión de una curaduría que incita o provoca nuevos actos (y lugares) de lectura. ¿Quién documentará la historia de estos espacios de emergencia, nuevos enlaces y vínculos político-afectivos gestionados en los estudios de artista en Cuba? Ahí seguramente comprobaríamos el impulso de una sensibilidad política alternativa, potente transmisor de una sociabilidad alterada, propiciada por las acciones del arte, fuera de los marcos de la disidencia profesional. Ahí se juega la vida un arte expansivo, heterónomo, que opera aún, sin embargo, bajo el signo de la “autonomía”. La paradoja es distintiva de los desfases de la vida que emerge alrededor del arte en Cuba. Si bien se trata de intervenciones susceptibles a la experimentación de “avanzada”, alertas a las discusiones teóricas contemporáneas, las acciones operan aún bajo los efectos del control estatal, sin las garantías que presupone la crítica de la autonomía del arte en otros lugares. Esta misma paradoja intensifica el debate sobre el archivo y la vida que ha estimulado la publicación de los papeles (siempre incompletos) de Guillén Landrián: la singularidad de la imaginación radical del cineasta proscrito como figura (y cuerpo) de una contramemoria instituyente.
Aunque está claro que los papeles de Guillén Landrián no pretenden producir una imagen orgánica, integrada, del cineasta, la selección deslinda una entrada distinta a la discusión sobre los modos divergentes de conservación y memorialización de materiales descartados, ocluidos o borrados por la historia. Buena parte de los escritos proviene del periodo diaspórico de Guillén Landrián en Miami y Nueva York, el menos conocido de su trayectoria. También se incluyen algunos escritos y dibujos de años anteriores, entre ellos, varios apuntes y poemas de la reclusión psiquiátrica y del presidio, lo que Martí en su texto más desgarrador habría llamado el presidio político en Cuba. No todos los materiales son inéditos o desconocidos, pero el conjunto –la constelación resultante de un diálogo de varios años entre Gretel y Yornel– renueva el sentido de los escritos e imágenes. Incluso los más fragmentarios, los que aparentan ser circunstanciales o efímeros, llegan a nosotros como destellos de otro tiempo que ahora se vuelve perfectamente contemporáneo, reactivado en este libro por el deseo incumplido de una justicia venidera, sin ley de Estado.
Algunos de los textos, por cierto, fueron transcritos por Gretel y digitalizados durante la preparación del documental Retornar a la Habana con Guillén Landrián, que dirigí junto a Raydel Araoz en 2013, cuando había pasado una década desde la muerte del cineasta en Miami. El título del documental aludía al regreso definitivo de Gretel a La Habana, donde finalmente decidió permanecer contra los buenos consejos de la Seguridad del Estado, luego de darle sepelio a su marido. La referencia algo estilizada, ficcionalizada de la memoria íntima de Gretel y sus papeles en el reciente ensayo fílmico de Ernesto Daranas, Landrián (2023) –un largometraje sobre la búsqueda y restauración de los pocos documentales que sobrevivieron el daño en las bóvedas del ICAIC– llama la atención sobre la existencia de los materiales conservados por Gretel, pero no dice casi nada de su contenido. Si consideramos que estos materiales son, de hecho, remanentes de una catástrofe personal y colectiva, restos de una vida ultrajada por la censura, la psiquiatrización y la prisión política está claro que el valor evidenciario o documental que acarrea su traza (mano y garabato de Guillén/grafofilia de Gretel) excede cualquier investigación en los archivos de la institución que lo condenó al oprobio y a la injuria. Este libro nos devela algo que permanecía ilegible en el filme de Daranas: los rastros de la fuerza radical de una vida dañada pero jamás agotada por la violencia del confinamiento, y luego, ya en Miami y en Nueva York, los fármacos antipsicóticos y la pauperización. El libro inscribe lo que hay de irreductible en el querer de una inconsolable querella.
Sin duda, Gretel es la persona que más ha contribuido al correlato biográfico de la producción de este gran documentalista experimental de la década del sesenta, expulsado del ICAIC en 1972, encarcelado e internado repetidas veces en cárceles e instituciones psiquiátricas entre 1972 y 1989, año en que la pareja recibe asilo político y se exilia en Estados Unidos. A Guillén Landrián se le acusaba de delitos tan vagos o falsos como el de la “peligrosidad” y el “diversionismo ideológico”. Lo cierto es que cultivó siempre un arte de la provocación. De ahí se desprende la consistencia ética de su deseo: provocar nuevos modos de percibir las cosas, otro “saber” (estético-político) de la distribución de los cuerpos, su ritmo y duración, el fluir de la vida, su relación con el poder. Sus documentales subvirtieron las formas reconocibles, instituidas, del orden mediático de la Revolución cubana, su marco y soporte audiovisual. Y el Estado le pasó factura. Si consideramos que el régimen cinemático es inseparable del papel de la imagen en el diseño biopolítico del cuerpo ciudadano –un diseño recortado por la eficaz re/partición de fuerzas materiales y anímicas en el orden de 1. el trabajo productivo, 2. la guerra, y 3. la re/producción (y goce) de los cuerpos– tendremos una mejor idea de la “peligrosidad”, la “intransigencia” o la “conflictividad” potenciadas por los documentales proscritos.[1] Su plebeyismo iconoclasta, por ejemplo, en trabajos como En un barrio viejo (1963) o Los del baile (1964), recientemente restaurados, disloca el tiempo de la imagen de lo nacional-popular, su edificante plasticidad pedagógica, concomitante con el telos productivista de la revolución. En cambio, los montajes más radicales de Coffea Arábiga (1968), Desde La Habana, Recordar 1969 (1970), y Taller de Línea y 18 (1971) desarticulan el cierre “dialéctico” de la forma, ese momento de síntesis o continuidad entre los planos dispares, que finalmente subsume los montajes “dialécticos” de sus contemporáneos Santiago Álvarez, Tomás Gutiérrez Alea, o la misma Sara Gómez. Los montajes aleatorios de Guillén Landrián son el correlato de un materialismo distinto. En sus propias palabras (en uno de los apuntes incluidos en este volumen): “soy un materialista en la práctica, en la realidad material y sus contornos, en mi manera de relacionarme con los objetos de la realidad”. Tal aproximación sensible, ligada a lo que Pier Paolo Pasolini llamaba un empirismo herético,[2] le permite a Guillén Landrián desarticular el marco abstracto (ideológico) que amarra percepción y subjetivación, es decir, la lógica del sentido ciudadano instituido por el régimen audiovisual, su artificio naturalizado, hipostasiado como principio de realidad. Por eso no nos sorprende que la operación estético-política impugnadora de Guillén Landrián resultara “peligrosa” y “conflictiva” (para el Estado). Casi resulta innecesario añadir que esa peligrosidad no puede ser reducida a la excentricidad o desobediencia del director, ni a la incomodidad que su presencia generaba entre los jefes y cuadros del ICAIC. Su “diversionismo ideológico” se desprende más bien de la fuerza de una imaginación encarnada que impugna la centralización estatal del sentido e impulsa el trabajo aproductivo de la imagen hacia el grado cero de la anarquía de las formas.
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Por cierto, creo que nos equivocaríamos si redujéramos su crítica radical del régimen cinemático a una simple deconstrucción de la iconofilia del agit-prop en la isla, aunque en varios de sus documentales la arqueología de la imagen (basada en la investigación/apropiación irónica de consignas, carteles y documentales emblemáticos) comprueba la deriva de Guillén Landrián a un arte de archivo muy afín a las teorizaciones de Guy Debord sobre la sociedad del espectáculo.[3] Su ironía, frecuentemente dinamizada por la sorpresa asociativa y el desenfado lúdico del choteo (anatema del pensamiento serio o profundo, según Jorge Mañach),[4] también levantó ronchas en el exilio. No está de más recordar que en Miami, cuando Guillén Landrián expone sus pinturas por primera vez en 1990, unos meses después de arribar a los EE. UU., le ponen una bomba. En Miami o en cualquier parte Guillén Landrián seguía siendo “demasiado negro, demasiado popular”, según la consabida explicación de la censura que la escritora Mirta Yáñez, colaboradora de Guillén en la escritura de varios guiones, le comparte al director Manuel Zayas en Café con leche. Por cierto, este extraordinario documental de Zayas ubicó la figura de Guillén Landrián en el centro o el corazón de una nueva historia del cine cubano. En buena medida, el giro estético y epistemológico arranca con lo que Dean Luis Reyes –el crítico, curador y docente de la EICTV que acompañó a la emergente generación de cineastas– ha llamado la “exhumación” de Guillén Landrián.[5] Se trata de la excavación de una memoria soterrada y espectral del cine en la cual fue decisiva la investigación de Manuel Zayas en los depósitos del ICAIC. (Cómo pudieron pasar dos décadas entre el trabajo de Zayas y la restauración de Daranas es uno de tantos interrogantes que quedan sin respuesta).
“Demasiado negro, demasiado popular”, decía Mirta Yáñez, autora del cuento roquero que inspira el relato sobre el insilio y la afasia en Madagascar (1992) de Fernando Pérez,[6] un director clave del ICAIC que tanta atención ha dedicado a las subjetividades en fuga, o a su expulsión de las instituciones; un antecedente del mismo Daranas, director de Conducta y ahora de Landrián. Tanto Fernando Pérez como Daranas transitan los límites entre el adentro y el afuera, las fronteras de la institucionalidad, como recorrido de una cinta de Moebio desplegada ya sea para indicar la violencia de la exclusión o para imaginar las condiciones de la reincorporación, el camino de vuelta.
¿Habrá camino de vuelta cuando se es “demasiado” negro, o “demasiado” popular? Depende. Poco explicarían los epítetos del exceso si no consideramos la flexión antiautoritaria de la negritud de Nicolás Guillén Landrián, inseparable de su crítica tan grave (y trágica) como jodedora, demoledora de las ideologías de la centralización estatal en tanto delirio del poder. Su antiautoritarismo se comprueba enseguida en el acercamiento irónico al productivismo de los cordones cafetaleros de La Habana, o en la alusión a la producción cañera encaminada a la gran zafra de los 10 millones de toneladas en Desde La Habana (1970). El delirio, más que la condición psicótica de un director maldito, o el efecto de sus montajes aleatorios, era constitutivo de un frenético proyecto estatal. Esto lo manifiesta, sin mayor disimulo, la escandalosa irrupción de “Fool over the Hill” de Los Beatles en Coffea Arábiga, canción prohibida, montada sobre una imagen emblemática de Fidel. El icono apropiado e intervenido (la barba con las florecitas contraculturales, hippies, del café, un año después de la expulsión de Allen Ginsberg de La Habana y de la destrucción de la editorial El Puente), proviene de uno de los discursos masivos más conocidos (vistos y escuchados) del comandante revolucionario en la monumental la Plaza de la Revolución: el inolvidable plano de Gutiérrez Alea en Asamblea general (1960), nada más ni nada menos.
Pero al señalar que era “demasiado negro” Mirta Yáñez sugería algo más.La negritud de Guillén Landrián excedía y problematizaba las interpelaciones identitarias del campo cultural cubano, sus políticas de integración racial, los modos instituidos de ser negro. Sus documentales exploraron con frecuencia los vínculos entre la identidad racial, la política antiestatal y las derivas complejas de la experimentación en los márgenes del régimen artístico. Digo en los “márgenes” del régimen artístico porque en Guillén Landrián no hay experimentación edulcorada por la “belleza” de la imagen. Su práctica radical no se subordina a la noción subjetivadora del estilo, fundamento de un “cine de autor”, modelo occidentalista, modernista de Alfredo Guevara, que domina aún en ciertas genealogías del cine experimental latinoamericano, en casos como el de Raúl Ruiz entre París y Chile. Guillén Landrián practica lo que podríamos llamar un cine menor, potenciado por una visión distinta de la autoría o la dirección y del papel del reconocimiento del “arte” o del “experimento” mismo. Para empezar, el acontecimiento estético-político irrumpe en lugares insospechados: documentales comisionados por las agencias estatales, lugares planos, inhóspitos al drama del estilo o la función estética. Tampoco hay “guiones”, apenas bosquejos de escenas frecuentemente derivadas del archivo mediático que se expone a la contingencia del momento o a la intervención directa de la imagen.
La relación iconoclasta entre negritud y experimentación, inseparable de una explícita crítica al racismo (en Desde La Habana, por ejemplo, también en Coffea Arábiga) problematizaba la retórica racial del ICAIC. Me refiero a las poéticas expresivas, testimonialistas, propulsadas por el imperativo integrador de la Conferencia Tricontinental a partir de 1966, bajo el signo unívoco del Estado y legitimada por la incorporación sacrificial del cuerpo ciudadano en la transacción productivista y militar (camino a África).[7] Por eso me parece que la identificación de la opacidad de la práctica experimental de este cineasta afrodescendiente con una tendencia a la “blanquitud” de una sofisticación formal impostada, es un modo absurdo–si no perverso– de soslayar el contenido de la forma antiracista de sus documentales más experimentales e inolvidables. Vale la pena insistir en este punto: en el trabajo aproductivo de Guillén Landrián, la crítica del racismo es corolario de la experimentación. En las palabras del escritor y filósofo martiniquense, Édouard Glissant, en el campo de la batalla del inconsciente político, la opacidad no es tan solo un efecto de la histórica distribución jerárquica del sentido, sino también una posición frente la metafísica de una transparencia universal (blanca, eurocéntrica). La tendencia de Guillén Landrián a precipitar las formas cada vez más complejas del montaje–precisamente después del primer confinamiento en Isla de Pinos en 1966– inscribe una afirmación radical dela opacidad; afirma el abismo de la representación política en el “no” rotundo de la mujer negra que rehúsa “treparse” en la asamblea obrera en Taller de Línea. Sara Gómez percibe la peligrosidad de ese “no” cuando recompone la escena de la asamblea en De cierta manera. La misma etimología de “asamblea” conjuga o articula ensamblaje y política. Sara Gómez y Guillén Landrián inscriben dos de las posiciones en el debate antillano sobre las formas de negritud, asamblea y ensamblaje. Por eso me resulta estimulante situarlos en un diálogo improbable con sus contemporáneos Glissant en Martinica y París, o Brathwaite en Barbados y Nueva York, para quienes la experimentación poética necesariamente acompañaba una crítica del racismo. El “no” de Guillén Landrián registra el rechazo de la supuesta transparencia universalista que se fundamenta en la paradojal particularización de los estereotipos raciales: la distribución de las marcas identitarias bajo los regímenes de visibilidad o reconocimiento de un cuerpo ciudadano diverso o plural. La crítica del racismo en los documentales experimentales de Guillén Landrián desborda los esquemas de la política identitaria. En Miami, cuando en una entrevista le preguntan sobre el racismo, Guillén Landrián se refiere desconcertantemente a su pelo rubio, a sus ojos claros. Dicho de otro modo, no tenía por qué mostrar la diferencia racial que llevaba inscrita en la piel, la historia de su cuerpo y el cuerpo de Adelina, su amada madre negra, quien sufrió el ostracismo de la familia mulata del padre, tal como recuerda el hijo en uno de los apuntes incluidos en este libro. Guillén Landrián era negro, sería insensato y absurdo cuestionarlo. Pero su negritud interrumpe la redundancia del signo indicial identitario, tal como sugiere la enigmática e irónica aparición del director en escena en Desde La Habana, cuando dice, jocoso, con gafas oscuras, “Milagros, el único ciego es el que no quiere ver”. No solo los ciegos usan gafas oscuras. Guillén Landrián disloca los marcos de la visualidad del estereotipo. Su intervención acusmática desarticula la relación entre palabra e imagen, o entre imagen y sonido, subvirtiendo así los principios de la conjunción audio/visual del régimen cinemático que distribuye (y en ocasiones altera) los estereotipos.
Ahora bien: no hay que confundir la negación que supone la puesta en abismo de la representación identitaria de un régimen de visibilidad con el nihilismo. En el trabajo aproductivo de Guillén Landrián, el “no” que abre la grieta (y la compuerta) del incumplido ideal de la integración democrática revolucionaria, apunta a un sentido de la justicia fuera del “todo” imposible (¡aunque efectivo y aplastante!) del telos Estatal. Se trata nada menos que de la justicia sin ley de un deseo sin remitencia de origen, sin principio de arche, que retorna o reemerge en el cine de Guillén Landrián con el reto de la multiplicidad de los tiempos, los cuerpos y las acciones fuera de lugar, los espíritus que sobreviven y persisten en las formas discontinuas, elípticas que proliferan a contrapelo del peso de la ley de un tiempo acumulativo, el progreso, la transparencia universal del Estado.
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La precariedad de los materiales incluidos en este extraordinario volumen documenta el amor insondable e inenarrable de quien ha cuidado los materiales a lo largo de todos estos años, salvaguardándolos del desgaste mediante una estrategia de memorialización pegada al cuerpo, a su cuerpo. En el trascurso de los años de conservación y transcripción, los papeles se transforman en entrañables desprendimientos de su propia contingencia, caos, lucha. Más que una lamentación, en la conservación de los materiales se escucha el conjuro de Gretel Alfonso, su querella. En ese sentido, el paralelo entre Gretel y la Antígona de Sófocles es atractivo, aunque errado.
Cuando muere su compañero en Miami, a comienzos del verano de 2003, Gretel llama a la familia Guillén en La Habana para que consideraran el entierro del cineasta en el mausoleo de la familia en el Cementerio de Colón. Por cierto, el sobrino fue siempre un lector asiduo de la poesía de Guillén, el Poeta Nacional, tal como confirma el candor y la perspicacia de algunos de los apuntes incluidos en este libro. Su lectura del clásico nos invita a revisitar las zonas ignoradas (u tachadas) por la canonización del tío. Algo de su lectura candorosa, a contrapelo de la canonización, se nota en el uso de la voz en off del Poeta en Coffea y en Desde La Habana, pero especialmente en las últimas tomas en que Guillén Landrián se hizo filmar en el Hospital Mercy de Miami antes de morir, planos en DV grabadas por su amigo venezolano, Álvaro Rangel, del grupo de Egusquiza, con quien Guillén Landrián había realizado Inside Downtown. Los planos que filmó Rangel son los materiales de una película última que, por supuesto, Guillén Landrián no vivió para completar. Las tomas revelan cierta quietud contemplativa ante la muerte en los gestos de Guillén Landrián y de Gretel, un modo familiar de habitar el caos (la ropa recién lavada cuelga en el cuarto de hospital de un cordel improvisado, Nicolás recuerda a Martí, la Obra poética del tío yace sobre un gavetero, mientras Rangel recorta un plano detalle del ojo estrábico del cineasta, su mirada lesionada por el electrochoque).
Gretel viajó con el cadáver desde Miami al Cementerio de Colón. El cadáver llegó al pequeño lote de tierra reservado a Félix Ayón Soler, marido de Paquita, padrastro de Gretel. Allí permaneció sin lápida hasta que se le colocó una modesta pieza de mármol tallado para un solitario memorial celebrado en 2011. La lápida, por petición de Gretel, lleva inscrita una frase bíblica, enigmática, citada de los apuntes de Guillén Landrián: “El Hijo del Hombre no tiene donde recostar su cabeza”. No hay ni puede haber descanso para el hijo del hombre. “Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza”. El dogma no es descanso posible para la cabeza del hijo del hombre.
Gretel enterró a Guillén Landrián en Cuba contrariando la proscripción familiar y estatal. Sin embargo, su acción no despliega el antagonismo de Antígona (de donde viene probablemente no tan sólo una etimología, sino también un histórico modelo de performatividad antagónica y resistencia contra los Creontes del mundo).[8] Gretel pasó meses en silencio, prácticamente afásica, tras cumplir con la misión de repatriar el cadáver. Pero su conjuro, silente durante años, despliega un potente acto performativo (una pragmática) que no necesariamente pasa por la resistencia. Un tiempo después del entierro, cuando la seguridad del Estado le exige que regrese a Miami, Gretel hace trizas la tarjeta de residencia y se queda en Cuba, en la casa de su madre, Paquita, yerbera y cuentera nata.
La relativa dispersión de la papelería de Gretel es concomitante con la intensidad de la memoria que alberga los rastros de un pasado catastrófico, casi en ruinas. El sentido de algunos de estos materiales, registros y huellas del desastre y del trauma, corresponde a un orden imaginario ajeno al valor museológico que se cifra e intercambia bajo la lógica del capital patrimonial. Cuando la reconversión ocurre, los materiales, ya reconocidos como documentos, han sido sometidos a las equivalencias de la ley simbólica y el orden del archivo. Entre los papeles-fetiches de Gretel y el orden del archivo hay modos opuestos de vivir la vida y la muerte. Para Gretel, la letra y el garabato son estelas, causa-ausente de un firmamento cuyo designio es inseparable de la justicia divina. En contraste, como bien señala Achille Mbembe: “La función del archivo es frustrar la dispersión de estas huellas y la posibilidad, siempre presente, de que de ser descuidadas, podrían eventualmente adquirir una vida propia. Fundamentalmente, los muertos deberían tener formalmente prohibido suscitar disturbios en el presente”.[9] Tal como anota Daranas al final de su película, Guillén está enterrado muy cerca del ICAIC. Cerca pero infinitamente lejos. Allí sus restos perdurarán más que el ICAIC.
En más de un sentido, los papeles cuentan silenciosa y elípticamente la historia del amor de Gretel, pero también su conjuro como testigo y custodia de la memoria no oficial de Guillén Landrián. Diríamos, recordando a Walter Benjamin, que Gretel encarna la relación peculiar del coleccionista con los objetos sustraídos del implacable fluir de un tiempo instrumentalizado, si no fuera por el peso que Benjamin le asigna a la dimensión (y propiedad) privada del coleccionista.[10] Por años, Gretel guardaba los portafolios debajo de su cama, en el apartamento de su madre. Allí no hay biblioteca que desembalar, aunque sí hay mucha lectura. Proliferan en el balcón del apartamento, a espaldas de la monumentalidad de la Plaza de la Revolución, las matas de Paquita, un paisaje minimalista, algo silvestre, de la sanación, el otro saber de una mujer de indiscutible formación revolucionaria, como Gretel misma.
La papelería de donde proviene la muestra seleccionada y ensamblada en este libro desborda tanto las categorías habituales y las clasificaciones que gobiernan la vida/muerte en el archivo como las proliferantes discusiones sobre lo que Maurizio Ferraris recientemente ha designado como “docuhumanidad”: “un mundo donde todo es documentable”.[11] Muchos de los materiales de Gretel apuntan a las zonas indocumentables de la vida, fuerzas imposibles de asimilar o reintegrar a las lógicas oficiales del archivo. A eso nos referimos por anarchivismo: el acto reflexivo de registrar la memoria de lo que el archivo borra, en cuya traza espectral se reitera, como en las rutas fugaces de las estrellas desaparecidas, otro real, el tiempo de una justicia sin ley de arche.[12]
Como decíamos al principio del prólogo, el proyecto anarchivista lo produce ahora un destacado artista conceptual cubano, Yornel Martínez Elías, conocedor y practicante de las investigaciones estéticas sobre la materialidad del libro. El ordenamiento de los materiales no es ni podía haber sido cronológico. Aquí la edición, consistente con la poética conceptual de Yornel, despliega el diseño de un ensamblaje pausado, fluido, que, si bien confirma cierta afinidad con los montajes de Guillén Landrián, evita la interrupción como principio de experimentación. Se trata, después de todo, de un libro, un artefacto que coordina materiales escritos y gráficos, con el fin de provocar la lectura como acto de una sociabilidad crítica.
Sin embargo, también ahí, en la dispersión de los materiales, se impone el reto mayor que implica la pregunta sobre cómo se organizan las partes de una compilación, la forma justa de sus partes. Tal como ocurre en varios de los documentales de Guillén Landrián, la edición paratáctica pone en juego la relación entre las partes y el conjunto, el “adentro”, el “afuera” y el “todo”. No cabe duda de que en la relación entre las partes y el todo se juega una política, una lógica del sentido. Si se presta atención a la contigüidad de varios de los textos incluidos en este libro múltiple y heterogéneo, se notará un principio de variación, es decir, relaciones inesperadas, vasos comunicantes, resonancia entre los fragmentos. Una organización cronológica de los materiales habría ocultado o disimulado los lazos abiertos por la contigüidad. En ese plano de inmanencia, la constelación de estos escritos se corresponde bien con los firmamentos astrales y ancestrales que Gretel Alfonso lee en la letra enigmática, a veces garabateada de Guillén Landrián. Lo que queda del deseo incumplido en el reino de la historia del tiempo vacío de una gran Revolución, Gretel, como Louis Auguste Blanqui después de la destrucción la Comuna de 1870, lo lee en los astros.[13] Si pensamos la grafología como un traslado del firmamento (la estela como causa-ausente de estrellas desaparecidas miles de años atrás) a los giros enigmáticos de la letra manuscrita y el garabato, entonces nos resultará plenamente consistente con Gretel la estrategia de Yornel en esta constelación de escritos de Guillén Landrián.
Demás está decir que esa colección es clave para cualquier investigación de los años de Guillén Landrián y de Gretel en Miami. Me parece tan importante como el trabajo reciente de Jessica Gordon-Burroughs conducente a la restauración de Inside Downtown, o como el caso en corte, poco investigado aún, de Jerry Scott, oficial de la Oficina de Intereses de los EE. UU. en La Habana, acusado de exportar ilegalmente obra de Guillén Landrián a Miami, en violación del embargo (y sin pagarle al artista). El caso de Jerry Scott, que también involucró al galerista y curador Ramón Cernuda, puede darnos una mejor idea de las redes de reconocimiento y distribución del arte cubano en Miami justo antes y después del derribo de la muralla de Berlín y del llamado Periodo Especial, cuando el capital artístico y patrimonial (incluido el cine) cambia de signo y de valor en los mercados, museos y archivos mundiales.
¿Cómo hacerle justicia a estos materiales tan precarios como irreverentes que portan aún la huella del destierro y la psiquiatrización? ¿Cómo rendir homenaje a la anarchivista que conservó por años la otra memoria de Guillén Landrián, los restos de un desastre? La traza de una de las historias de amor más bellas y difícil de contar que he conocido. Si nos quedara paciencia (ganas/tiempo) para hilvanar himnos o elegías, recordaría que hay una grieta en todo, y por ahí se cuela otra luz. Por la fisura y la grieta opaca se cuela la resonancia que repercute en los canales de la oreja y se empoza en la profundidad curva de la huella –como las voces y la risa de las veinte pistas sonoras ensambladas en la singular operación aproductiva de Taller de Línea–. Un Guillén Landrián más vital que nunca, re/animado por los papeles-fetiches del conjuro de Gretel Alfonso Fuentes y la labor conceptual imprescindible de Yornel Martínez Elías.
San Juan, Puerto Rico, 1-III-2025
Notas:
[1] He elaborado esta interpretación en varios trabajos sobre Guillén Landrián; los más recientes, “Sonidos del trabajo: los montajes de Guillén Landrián en Taller de Línea”, incluido en un dosier coordinado por Alejandra Laera y Fermín Rodríguez sobre cultura y trabajo, publicado en A Contracorriente: Revista de Historia Social y Literatura (vol. 16, n.o 3, 2019); y “La fábrica de los sentidos: asamblea y ensamblaje en Taller de Línea y 18 de Guillén Landrián”, Revista Iberoamericana, vol. LXXXVII, n.o 277, 2021, pp. 1069-1099.
[2] Pier Paolo Pasolini: Empirismo herético, Editorial Brujas, Córdoba, 2005.
[3] Guy Debord: La sociedad del espectáculo, Pre-Textos, Valencia, 2005.
[4] Jorge Mañach: Indagación del choteo, Linkgua, Barcelona, 2014. Resulta fundamental la respuesta crítica de Fernando Ortiz en sus apuntes sobre El Choteo (Albur, Año IV, 1992).
[5] Dean Luis Reyes: La mirada bajo asedio. El documental reflexivo cubano, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2012.
[6] Mirta Yáñez: “Los Beatles contra Duran Duran”, El diablo son las cosas, Letras Cubanas, La Habana, 1988.
[7] Véase el abarcador libro de Anne Garland Mahler sobre los efectos políticos y culturales de la Conferencia Tricontinental: From Tricontinental to the Global South: Race, Radicalism, and Transnational Solidarity, Duke University Press, Durham 2018. Sin embargo, difiero de su interpretación de Coffea Arábiga de Guillén Landrián. Garland Mahler no destaca la ironía feroz del cineasta ante el vocabulario tricontinental del productivismo. Una traducción de su capítulo sobre Coffea Arábiga de Guillén Landrián, “Todos los negros y todos los blancos y todos tomamos café: raza y desigualdad laboral” se incluye en Julio Ramos y Dylon Robbins (eds.): Guillén Landrián: El desconcierto fílmico, Almenara Press, Leiden, 2019, pp. 127-149.
[8] Véase Judith Butler: El grito de Antígona, El Roure Editorial, Barcelona, 2001.
[9] Achille Mbembe: “El poder del archivo y sus límites”, Orbis Tertius, vol. 25, n.o 31, 2020, p. 3.
[10] Walter Benjamin: Libro de los pasajes, Akal, Madrid, 2005, pp. 221-230.
[11] Maurizio Ferraris, Docuhumanidad: Filosofía del mundo nuevo, Alianza Editorial, Madrid, 2023.
[12] Sobre la relación entre archivo y an-arché, ver el trabajo de Andrés M. Tello: Anarchivismo. Tecnologías políticas del archivo, La Cebra, Buenos Aires, 2018.
[13] Louis Auguste Blanqui: La eternidad a través de los astros. Hipótesis astronómica, Siglo XXI, Madrid, 2000.