Ele está a punto de descubrir el misterio que, en cierto modo, resume por qué su linaje es solo de mujeres; mujeres unidas por la sangre, pero también por una estela de violencias que las atraviesa. Su viaje, real y metafórico, va a terminar. Sabrá, al fin, dónde está su madre, Perla, pero también de dónde viene y por qué su abuela Cecilia se inventaba historias sobre una estirpe femenina capaz de concebir sin varón. Para entonces, intuye que los dolores, los traumas y el abandono son de lo más persistentes y se heredan, como las maldiciones. Pronto sabrá, además, que ni siquiera el silencio o la discreción de los secretos más inconfesables evitará que un día salgan y estallen y lo consuman todo.
Con la historia intergeneracional de Ele, Perla y Cecilia, contenida en la novela Malacría (Sexto Piso, 2025), la escritora Elisa Díaz Castelo ha confirmado tener para la narrativa la intuición y el talento que la han hecho una de las más importantes poetas mexicanas contemporáneas. En este libro, la prosa extendida tiene la eficiencia del verso constreñido y nada parece azaroso: cada palabra es precisa y cada oración se mueve entre distintos niveles de significado, de manera que el relato no solo es contado, sino también sentido.
Malacría es, de momento, el último salto de fe de Elisa Díaz Castelo, cuya carrera se ha convertido en una suerte de desafío a las definiciones cerradas de los géneros literarios. Estas mutaciones suyas, sin embargo, siguen un rumbo que parece natural. Triunfó con poemarios como Principia (Tierra Adentro, 2018) y El reino de lo lineal (FCE, 2020); luego se aventuró con éxito a fusionar verso, narrativa y dramaturgia en el extraordinario Proyecto Manhattan (Antílope, 2021); más tarde, incursionó en el cuento con El libro de las costumbres rojas (Elefanta, 2023), y ahora, como si lo hubiera hecho desde siempre, ha salido más que airosa tras su paso por esa “máquina de generar interpretaciones” que, en palabras de Umberto Eco, es la novela.
¿Cuándo y por qué empezaste a escribir?
Te diré que primero fue un poema, a los 12 años. Recuerdo, incluso, la experiencia de escribirlo, la enorme emoción que me provocó. Supongo que eso tenía que ver con la emoción que también me causaba leer poemas desde muy joven.
¿Recuerdas qué poemas leías entonces?
Pues los que enseñaban en la escuela. No eran tantos, pero sí fue tremendo el efecto emocional de leerlos, y lo que quedó grabada fue la experiencia emocional.
¿También te sentías así con la narrativa?
Siempre fui una lectora de narrativa, especialmente de novelas. En la adolescencia leía novelas de manera casi excesiva. Pero no me atreví a contar historias hasta pasado algún tiempo. De hecho, fue a los veintitantos que empecé a pensar en escribir narrativa. Hacía pequeñas viñetas, como cuentitos en mis cuadernos durante las clases en la licenciatura [estudié Letras Inglesas, en la UNAM]. Pero, realmente, escribía más poesía.
¿Cómo fue ese primer salto de decidir publicar tus poemas?
Lo primero que publiqué fue un poemario llamado Principia, con el que gané el premio Alonso Vidal. Y, bueno… el premio incluía la publicación del libro. La verdad es que durante muchísimos años escribí diarios y poemas sin esperar que me publicaran, y tardé bastante en enseñar lo que hacía. Fue un proceso largo porque no sentía que mis poemas pudieran dialogar con otras personas. La escritura era algo muy propio, muy íntimo, y creía que difícilmente la mía pudiera establecer vínculos emocionales con otros. Descubrir que esos vínculos sí se podían establecer fue una enorme sorpresa.
Supongo que esa sensación es muy natural. La poesía suele ser mucho más íntima que, por ejemplo, la narrativa. Contar historias implica siempre un lector, un espectador, un oyente… Y, hablando de narrativa, creo que es necesario mencionar aquí Proyecto Manhattan. Hablamos de un libro de versos, pero con una trama, con personajes. Me parece el tránsito más orgánico que se pueda pensar entre la poesía y la narrativa, y recuerda un poco aquello de que los primeros grandes relatos que conocemos fueron cantados en verso.
Muchas personas han notado que mis poemas tienen cierta tendencia narrativa. Hay personajes, trama; a veces, incluso, hay una trama que supera las voces individuales, como en Proyecto Manhattan, que nació de una época en que estaba muy obsesionada con la ciencia, sobre todo a partir de los años veinte del siglo pasado.
Pero, en realidad, esa tendencia a incorporar elementos narrativos viene de mucho antes. Cuando era adolescente, escribía mis poemas en las mismas libretas donde tenía mis diarios. Ahí empieza a verse una especie de vínculo entre lo autobiográfico y la poesía. Pero esos poemas, en ocasiones, también los escribía con personajes. Me inventaba esos personajes y escribía poemas desde sus voces. Siendo yo tan joven, por supuesto, sentía que me pasaban pocas cosas en mi propia vida, así que imaginaba situaciones para escribir poemas. Recuerdo que me inventé, por ejemplo, a un viejo viudo chino que hablaba de su relación con su esposa muerta. Creo que siempre tuve una pulsión narrativa, pero desde el deseo inconsciente de contaminar un género con otro. Esa pulsión sigue siendo importante para mí, solo que ahora la sigo con conocimiento de causa.
No crees entonces en las fronteras de los géneros literarios.
Me parece que la existencia misma de los géneros literarios es bastante artificiosa: no existen como formas fijas en el universo, sino que se fueron solidificando a lo largo de muchos siglos. Pero eso no implica que tengamos que obedecerlos. De hecho, me gusta la literatura que tiene una esencia desobediente. Me gusta la poesía que participa de la narrativa, como en Autobiografía de rojo de Anne Carson; pero también me gusta que la narrativa pueda tener elementos poéticos, y eso me sucede cuando leo a Virginia Woolf, que es una autora que admiro muchísimo y cuyos libros son como gigantescos poemas en prosa. En fin, me gusta desdibujar las fronteras entre los géneros, visitar otros géneros, dejarme inocular por otros cuando escribo en alguno de ellos. Eso es lo que me parece más interesante y lo más fértil para la creatividad.
Pero hay en tu carrera un salto evidente entre los versos y la prosa, específicamente al cuento. Y ahora, con Malacría, a la novela…
Como dije, empecé a escribir cuentos a los veintipocos. Eran como pequeñas viñetas. Pero eso lo recuperé durante una maestría, un verano, y me lo empecé a tomar más en serio. Ya en la Fundación para las Letras Mexicanas, seguí trabajando cuentos, y en el segundo año de la beca me pasé “formalmente” al género de narrativa. Así fue como terminé de escribir mi primer libro de cuentos, El libro de las costumbres rojas, que me tomó muchísimo tiempo. Me considero muy lenta para escribir narrativa.
Cuentas que, en cierto modo, ya habías incursionado en el cuento. ¿Y en la novela?
También me interesaba mucho como forma. Incluso, ya había intentado y fracasado al escribir un par de novelas antes de Malacría –y espero algún día rescatar la segunda–. Creo que esa se puede trabajar. Pero reconozco que el salto a la novela fue también un poco accidentado y tuvo sus momentos muy distintos.
La forma de la novela siempre me ha fascinado. A veces me preguntaba: si escribo cuentos y poesía, ¿por qué no escribir también una novela? Pero resulta que es muy demandante y me tardé un buen tiempo agarrándole la forma. Me tomó muchos años escribir Malacría porque la estructura me fue difícil de consolidar. La trama también fue complicada de resolver, porque no entré al libro sabiendo cómo se iba a solucionar, sino que lo fui descubriendo en el camino, y fue un proceso tortuoso. Sé que hay escritores que saben exactamente a dónde van a ir. Pero mi mente no funciona de esa forma.
Siento que la novela plantea complejidades distintas a la poesía, por ejemplo, lo cual tiene que ver con la búsqueda de una unidad. En una novela, cada fragmento tiene que ser fiel al conjunto, y eso es muy demandante. Si una cambia un detalle, todo lo anterior cambia, lo posterior cambia; todo está conectado. En cambio, en una colección de poemas, cada uno puede funcionar de manera independiente, como pequeños universos.
Hace un momento hablabas de que, en algún momento, pensaste que habías vivido poco y por eso te inventabas personajes. ¿Crees que la escritura puede sostenerse solo con imaginación, o es necesaria la experiencia?
Creo que la escritura es trágicamente autobiográfica, en el sentido de que solo tenemos nuestra vida. Pero nuestra vida también incluye nuestras lecturas, nuestra imaginación, nuestras fantasías y miedos. Lo biográfico no es solo lo que nos sucede; es mucho más que eso. Y yo no puedo quedarme solo en lo autobiográfico. Puedo partir de eso, pero necesariamente me alejo de ahí porque me cuesta mucho trabajo ser fiel a la realidad. La imaginación comienza a jalar y no puedo evitar dejarme llevar por esa pulsión. En el ejercicio de escribir esta novela eso fue muy bueno, porque así trabajé con temas que, aunque tienen un origen autobiográfico, están escritos de forma tal que son irreconocibles para un lector que no sea de mi familia.
Es interesante ver que, en los últimos tiempos, son cada vez más comunes las historias de mujeres contadas por mujeres. En este sentido, Malacría me parece bastante especial. Pues habla de un linaje de mujeres, de principio a fin, y hasta se juega –en las historias de Cecilia– con la idea de la concepción sin necesidad de un hombre.
Al menos en mi caso, esta idea del linaje femenino tiene que ver con lo mucho que he pensado en ese costado de la experiencia humana que durante siglos no quedó registrado: la historia y la vida de las mujeres. En los relatos de la Historia (con mayúscula) casi todos son hombres de cierta clase social, con cierta formación. Pero siempre me he preguntado por ese otro costado que ha sido la experiencia de las mujeres y de todas esas personas que no han pertenecido a una elit. Las historias de las mujeres de mi familia, por ejemplo, se han ido perdiendo porque no hay manera de acceder a ellas, no dejaron testimonio de lo que vivieron. Las mujeres cargamos con un silencio que no es ligero, que pesa, y tenemos la necesidad de escribir esas historias, incluso si eso implica inventarlas. Por eso escribimos sobre el linaje femenino, por eso escribí esta novela: fue una manera de resarcir el silencio generacional.
En las historias sobre el linaje masculino es muy común que las relaciones intergeneracionales sean irremediablemente hostiles, y que el legado implique rencores y venganzas sin fin. En Malacría, sin embargo, siento que el conflicto es algo diferente. Hay tensiones, pero también comprensión, conexión y ciertas formas de cariño entre todas.
Me alegra que se vean esos vínculos más luminosos, porque quería retratarlos. En esta novela pensé en retratar un mundo psíquico para estas mujeres, cuyas relaciones tienen un lado luminoso y uno oscuro. No quería que ningún personaje fuera unidimensional, incluso los secundarios. Siempre es más fácil dejarse llevar por el maniqueísmo, pero esa es una manera muy empobrecedora de acercarse a la complejidad de los seres humanos.
Otro aspecto interesante de la novela es que es un viaje en dos sentidos: el de la búsqueda de Perla, pero también el del descubrimiento de las interioridades y los secretos de estas mujeres. Además, retomando lo que decías sobre las barreras entre los géneros literarios, debo decir que Malacría es uno de esos libros que parecen ser poesía escrita en prosa.
Sobre la búsqueda, necesitaba que esta fuera muy concreta en la novela; que llevara a los personajes principales, pero también a mí. Si no lograba eso, lo más probables es que me hubiera detenido a describir una hoja que cae de un árbol durante muchas páginas… y eso no es nada recomendable en una novela. Entonces, me agradó ese viaje que me llevara al final y le diera una estructura a la trama, que la organizara. Al tener eso, me pude dar la libertad de echar mano a ciertos recursos poéticos y prestar mayor atención al lenguaje.
Ciertamente, quería que el lenguaje tuviera aquí una expresión similar a la que tiene en la poesía. Un poema es una olla exprés: el lenguaje tiene que estar a presión dentro de lo poético, y esa misma presión la quería lograr en ciertos momentos de esta novela. Me permití esa otra relación con el lenguaje, sobre todo, en esos elementos narrativos que no tienen tanto que ver con esa búsqueda lineal, como son los recuadros de Perfekt o los cuadernos en alemán.
También pensé desde un inicio que esta fuera una novela fragmentaria, por eso, cuando empecé a escribir, los recuadros de Perfekt y los cuadernos de alemán simplemente salieron. Quería que no contuviera un solo tipo de texto, porque siempre me han fascinado las novelas fragmentarias, como las de Milorad Pavic, El asesino ciego de Margaret Atwood o Tarantela de Abril Castillo. Me encantan esos textos que dinamitan la narrativa, más que un tipo de narración única y lineal.
¿Seguirás incursionando en la novela?
Cuando estaba escribiendo Malacría, me decía a mí misma que no volvería a escribir una novela nunca más, pero en cuanto divisé el final de la historia, empecé a pensar en otras tramas para novelas. Creo que, inevitablemente, terminaré escribiendo otra novela. El proceso de esta lo sufrí en cada momento, pero es muy probable que todos los escritores y escritoras seamos masoquistas encubiertos.