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Una recidiva antes de afrontar al Ugly Spirit

La cifra de un cuento zen, una visita a la clínica... ¿Eran libros de Ferlinghetti? No. ¿De Ginsberg? No, no. Ah, por supuesto: Burroughs

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Cheat your landlord if you can –and must–
but do not try to shortchange the Muse.
William S. Burrough

Fue un enero áspero. Pasaron luego febrero y marzo, con su apariencia de cuadro de Poussin, pero en abril el cielo del ser volvió a nublarse, con alguna que otra insoportable levedad.

Esta mañana mascaba un chicle de canela para no reincidir en el tabaquismo, alrededor de las inmediaciones de la clínica en la que, según supe, había recaído ese primo del cuñado de un vecino; ese que antes solía ser mi mejor amigo; ese mismo con el que hablé, en enero (vid. “Metabroma: confesiones de invierno”) de hagiografías y de darle otras orientaciones y matices a La Broma Infinita. Por los audífonos la estridencia de la guitarra de los Sonic Youth en un cover de los Carpenters me permitía sobrellevarme a mí mismo. Bajo el brazo llevaba la libreta en la que sigo acumulando notitas, tanto para esta columna como para una novela weird-cyberpunk que craneo y un par de libros ultrarecomendados por nuevos amigos. “Bueno, qué tanto”, pensé. “De rumiar insolubles en mi madriguera a escuchárselos a este sobrino de un concuño de un familiar cercano…”.

Entré a la clínica. El recibidor me pareció, desde el primer día, un set mal acondicionado para cierta escena intermedia que me fascina de esa película de Miloš Forman, donde Jack Nicholson hace su mejor papel. Me quité los audífonos de un manotazo y pregunté por mi amigo. Tuve que esperar un ratito a que viniera el doctor Chávez, que me confundió con un hermano o un primo (“¡el parecido entre ambos es pasmoso! ¿No son gemelos monocigóticos? ¿Dicigóticos, al menos?”) y que, por ese motivo, me dejó pasar.

—¿Cómo ha estado? –pregunté.

El doctor balanceó su mano derecha, sin dejar de mirar una ficha con ojos de chinojaponés.

—Lo habíamos dado de alta. Pero algo lo agredió de nuevo, hace poco. Le hace mal estar afuera. Pidió ingreso voluntario por unos días.

Me hizo señas para que accediera a una sala común. Por una tele enorme pasaban una película de superhéroes (Iron Man 8: Una nueva-nueva-nueva era, ahora sí; Guardianes de la Galaxia. Por qué un zorro habla y pilotea una nave, no sé los títulos, perdón, me pierdo). Había unas siete u ocho personas allí. A él lo vi en un rincón, de espaldas al televisor, escribiendo despacio en un cuaderno muy pequeño. “Bue…”, pensé, “al menos no está recluido en una celdita, como la vez pasada”.

—Diez minutos, no más –me dijo el Dr. Chávez.

Asentí. Me puse delante suyo. Levantó la cabeza y lo noté menos aletargado de cuando lo visité tres meses antes, en este mismo sitio.

—Ah, te enteraste…

—Como dijo cierto escritor, nada se me pasa, solo que algunas cosas las dejo pasar.

Parpadeó. Una de sus comisuras se alzó hasta la oreja.

—Te estás cuidando a ti mismo. Bien. ¿Puedo robarte esa frase?

Por supuesto, no esperó aprobación. Las palabras de Virgilio Mondragón aparecieron, en mayúsculas, al inicio de una nueva página de su libreta. Pero puse una mano allí, para que no siguiera escribiendo, y lo miré a los ojos.

—¿Cuándo vas a comprender que tu problema es la autocompasión? ¿Y que a la autocompasión solo la decapitas con autodeterminación?

—¿De quién es esa frase? ¿De David Burns, de Mark Manson, de alguno de esos tarugos que estuviste consultando durante tu propia crisis? ¿Qué porquería de libros de autoayuda te has tragado últimamente?

—Cabrón…

Golpeé el respaldo de la silla con la espalda, mas sabía que mi desesperación no era contra él, sino contra mí mismo. Miró el cuaderno que yo traía, muy parecido al suyo. Lo señaló con su barbilla.

—¿Cómo vas con eso?

—Prefiero la nebulosa aún… no decir nada.

—Al menos, volvimos a escribir con cierta soltura.

—Yep. Eso es verdad.

—Vas bien con La Broma, por cierto. La leo cada quincena. De refilón, pero la leo.

—Algunas entradas son lamentables. Y el esquema inicial se fue a la mierda a partir de Alfred Jarry. O antes, con The Köln Concert.

—Bueno, pero ya se perciben las corrientes subterráneas, los referentes ocultos que te importan. Ya va emergiendo ese otro en el que querías convertirte. Está pasando, quédate con eso. Rehabilítate en ello y con ello.

Uno de los pacientes nos hizo callar. Ultrasuperman vs. Megadrácula. La venganza estaba en la mejor parte.

—¿Y estos? –me preguntó, mientras extendía sus dedos, verdeamarillentos por el tabaco y los antidepresivos, para tocar los libros que había traído conmigo.

—Me los recomendaron unos amigos.

—¿Amigos? ¿Tú?

—Sí. Tengo amigos nuevos. Lalo, por ejemplo, con el que comparto una clase. Es malhablado y me recomienda unas cosas de Arthur C. Clarke y Frank Herbert que no había leído. Y también Marianita, que me hizo reconectar con Amèlie Nothomb y Tatiana Țîbuleac. Los he aprendido a querer mucho a ambos.

—Me alegro –me dijo, bajando los ojos.

Fue entonces que lo supe. De inmediato. Por supuesto que no se alegraba. Era el Ugly Spirit que se manifestaba cual demonio en su interior. Empecé a sentirme incómodo, a considerar esa visita como un error, a percibir cómo, a su vez, la “mancha voraz” (vid. “Hastío”, cuento de Satori) entraba en mí y se expandía hasta hacer peligrar mi equilibro.

—En fin –le solté, con un suspiro que no alivió nada, ni dentro ni fuera–, solo pasaba a ver si necesitabas algo.

Sonrió para entristecerme.

—¿Tú usando frases cliché? Entiendo… –dijo. Se fue hasta la última página de su libreta. Allí apuntó un título, con su caligrafía grande, de mayúsculas garigoleadas: Ah Puch está aquí. A renglón seguido, otro: La revolución electrónica. Arrancó la hoja y me la extendió.

—Te tomo la palabra. Necesito que me consigas estos y me los traigas.

En mi cabeza empezaron a rebotar los términos pareados. ¿Eran libros de Ferlinghetti? No. ¿De Ginsberg? No, no. Ah, por supuesto: el Tío Bill. El Ugly Spirit que cada uno de nosotros (los que estuvimos en el abismo y sobrevivimos, pero que tenemos miedo de contarlo porque tememos caer nuevamente en él) hemos debido tratar alguna vez.

—¿Quieres volver sobre William Burroughs?

—Sí. Y tú también deberías. Es el momento perfecto.

¿Burroughs?, ¿Burroughs, a estas alturas?

El Dr. Chávez se acercó para dar por concluida la visita. Guardé discretamente el papelito en el bolsillo de la camisa. Sin mirar a ninguno de los dos, volví a ponerme los audífonos y recogí mis libros.

Mientras escribo lo sucedido esta mañana, sé que hay en este reencuentro una situación que desentrañar, una historia iniciática, un cuento zen, pero no logro dar con nada. Y sé que, si lo dejo pasar, la “mancha voraz” tenderá a azorarme de nuevo.

FELIPE RÍOS BAEZA
FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (2021). Ha publicado, además, La letra ensimismada. Nuevos ensayos de literatura hispanoamericana (2023); El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Es fundador y director de Notas al Margen. Espacio de Cultura, que ofrece talleres culturales cada mes. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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