Ailen Maleta (La Habana, 1984) no retrata, encarna. Su cuerpo, su biografía, sus emociones –y hasta sus silencios— se filtran en cada imagen: espectros íntimos que exigen ser sentidos, no solo vistos. Su obra construye una narrativa enmarcada en la fotografía como acto de memoria y de sanación, pero también como campo de tensión entre la estética y lo visceral, entre el deseo de ver(se) y la necesidad de desaparecer.
Maleta, mediante un lenguaje visual que rehúye el gesto grandilocuente y se enraíza en lo cotidiano –lo que duele, lo que cambia, lo que persiste–, nos acerca a un diálogo sobre la maternidad vivida en los márgenes de la creación, el peso simbólico de los roles impuestos, la migración como quiebre identitario y ese no lugar que ya no es geografía sino estado emocional.
Ailen, desde tu formación en diseño hasta tu actual condición de migrante, pasando por el trabajo autorreferencial y una sensibilidad hacia lo femenino, tus imágenes –a menudo cargadas de símbolos, texturas y atmósferas suspendidas– parecen resistirse a la lógica de la inmediatez visual. Si asumimos hablar de la imagen como herramienta mágica, ¿qué buscas realmente al fotografiar? ¿preservar una memoria?, ¿reinventar un relato o abrir un espacio de reencantamiento?
La fotografía captó mi atención desde pequeña al ver las fotos familiares. Las veía una y otra vez. Me llevaban a imaginar historias detrás de un pequeño instante y a hacer preguntas para completar mis pensamientos. Cuando comencé a hacer fotos, mi intención primera era preservar la memoria, y creo que es algo que siempre haré. Al comenzar a estudiar es que comprendo la dimensión de la fotografía como una herramienta de comunicación.
Lo cierto es que nunca fui buena dibujando, pero por ahí hice algunos dibujos con una influencia del surrealismo, y donde siempre aparecía un personaje femenino que era yo misma. Al no poder expresarme bien en la pintura y el dibujo (o al menos desde mis ojos censores y las calificaciones en las clases de dibujo cuando estudié Diseño dan fe de eso, jajaja) y descubrir en mis estudios de historia de la fotografía que ya había personas que creaban a partir de ella y no solo la empleaban con intención de documentar una situación aislada, encontré el match perfecto.
En tu obra La hija de, la esposa de, la madre de…, apelas a un dispositivo visual que pone en escena la genealogía de roles asignados históricamente a las mujeres –una cadena de identidades relacionales más que individuales–. ¿Crees que el uso de tu propia imagen y experiencia en la fotografía realmente logra romper ese marco simbólico, o corre el riesgo de seguir operando dentro de él? ¿Dónde termina el autorretrato y dónde empieza la reinscripción de un mandato cultural?
En mi statement de esa obra, o en algún momento, he comentado que, aunque se ha asociado mi trabajo a un discurso feminista, es probable que, yo habiendo nacido hombre y vivido en las mismas circunstancias, la necesidad de crear y canalizar mis sentimientos a través del arte me hubiera llevado por un camino similar (o no, porque vaya uno a saber).
Por supuesto, hay dos situaciones: lo que me motivó a hacerla y el resultado visual con un cuerpo femenino (el mío), y cómo sería acogida por otros. Los títulos también pueden jugar su rol en completar una idea y llevarla por un camino concreto o hacerla más abierta.
Yo soy mujer, por tanto, está escrito en femenino. Lo que motivó la idea de crear esa imagen para nada estaba asociado a los roles que nos han sido asignados históricamente. Hablaba de la identidad del ser, da igual su sexo. Por ejemplo, cuando naces eres fulana(o) de tal, hija(o) de o nieta(o) de, y luego te casas y pasas a ser, para un grupo social donde eres nuevo, la esposa(o) o novia(o), y luego tienes hijos y llegas a las reuniones de padres y eres el padre o madre de.
Cargas con una herencia familiar que te designa muchas veces cómo debes ser, qué pasos seguir, y podría incluso invisibilizarte.
Es gracioso porque ahora haría una distinta. Cuando emigras, y creo que por mucho tiempo, sólo el gentilicio te precede. Ahora soy la cubana. Pero entiendo que las imágenes de ese tipo, y quizás por el uso del cuerpo femenino desnudo y censurado, no se pueden ver de otra forma.
Para cerrar la respuesta a la primera pregunta: yo sólo buscaba resolverme y canalizar una situación equis de mi existencia. La vida la asumo como un evolucionar e intentar ser mejor persona.
A la segunda pregunta, y saliéndome del cuerpo de quien la creó, te diría que, llevándome sólo por lo que ahí se ve, lo podría ver como un reclamo, como un desahogo y una sentencia de algo que es para quien la creó. Llegar ahí puede ser una forma de victimizarse o de llegar a un límite que te hace romper cadenas como una acción de amor propio. Me gusta pensar que es esto último.
En una entrevista publicada en OnCuba, comentas sobre tu serie Ánima que ha sido el trabajo en el que más te has expuesto, un proyecto visceral de documentación de dos años de tu vida llenos de cambios, cargas emocionales, la llegada de la segunda maternidad. Muchas de las imágenes de esta serie adquieren movilidad fantasmática, golpean, hieren, punzan. ¿Esa conmoción que generan es una consecuencia inevitable de lo íntimo… o es una estrategia deliberada de confrontación con el espectador?
Parten de lo íntimo y confrontaron situaciones que me dolían. Sin embargo, cuando decidí que podía ser un cuerpo de trabajo con una misma línea visual, ya deja de ser algo inevitable o azaroso, creo.
Hay planificación de la escena, de la composición, de las luces que, aunque naturales en su mayor medida, sí las tuve muy en cuenta. Fue una serie de dos años, hubo mucho descarte. Pero no estaban hechas para otros.
Cuando la expuse, recibí una visita que agradezco y valoro por el tiempo que se tomó, y por sus comentarios desde la experiencia como crítico. Si lee esta entrevista, sabrá que me refiero a él.
Me dijo, entre otras cosas, que parecía que era para llamar la atención de alguien que no me miraba.
Y sí, alguien vivía conmigo y yo sentía que ya no me veía.
Pero, sobre todo, fue una etapa donde yo necesitaba volver a verme yo.
En esa misma entrevista mencionas algo que me llamó la atención: “una cosa es el motivo, otra la solución visual a esa motivación y otra el proceso”. Aquí haces una distinción entre la intención, la forma y la ejecución. En el caso de Ánima, un trabajo tan emocionalmente cargado de liberación y sanación, ¿cómo articulaste esa tríada en tu práctica? ¿Qué tensiones o hallazgos surgieron al traducir un motivo visceral en una forma visual que no traicionara su complejidad?
Creo que no fue algo complejo. Y te comentaré con la experiencia de la primera fotografía que hice, que fue Cuna.
Mi hija tenía 2 años y quería dormir todo el tiempo en la cama junto a nosotros, y yo a veces me acostaba en la cuna con ella hasta que se durmiera y trataba de escapar sigilosa.
Y ahí, un día, cansada y en forma de broma, me dije: ¿y si hago una fotografía acostada en la cuna?
Pero ya plantear hacer una foto para mí, en ese momento, era no exponer a mi hija, porque no es algo que me interesara; o sea, no quería documentar una realidad, sino canalizar lo que yo sentía.
Entonces, al ya entrar en el proceso de hacerla, visual y simbólicamente no sería igual de frente que de espaldas.
Primero, no quería mostrar mi rostro, y segundo, vi una belleza estética en mostrar la espalda. Es otra forma de mostrarse vulnerable.
Cuando la hice y la vi, me conectó en ese momento con otra realidad que vivía mi familia, y era la situación de mi abuela materna, que llevaba un tiempo encamada.
Entonces ahí adquirió otro sentido y otra dimensión sobre lo que es el ciclo de la vida. Ese placer que se experimenta de poder poner en imagen los sentimientos es especial.
Ánima adquirió un nombre cuando ya estaban creadas varias de esas fotografías, si no todas.
Algunas representan situaciones de esos dos años que, como menciono en el statement, fueron varios cierres y rupturas en lo personal, profesional y sentimental.
Todo eso me llevó incluso a que aparecieran heridas del pasado que yo no había sanado y que dieron lugar a alguna fotografía.
Lo importante, cuando decidí que lo convertiría en un proyecto fotográfico, era que más allá de una composición hubiera alma o sensación en ellas.
Aunque la maternidad no aparece de forma literal en tu obra, en entrevistas y textos se menciona cómo atraviesa tu vida y, por extensión, tu práctica artística. En una sociedad que idealiza la figura materna como sinónimo de entrega absoluta, muchas veces incompatible con la creación, ¿cómo convives –como mujer, madre y artista– con esa tensión? ¿Qué lugar ocupa la fotografía en ese equilibrio precario entre lo íntimo, lo productivo y lo esperado?
La Ailen de Ánima no es la Ailen de mi otra serie No-Lugar y tampoco es la misma de ahora.
Y soy todas ellas, pero quiero decir que no es que tenga múltiples personalidades, sino que he evolucionado.
Creo que ahora soy más serena. La maternidad no está directamente en mi obra porque mis hijos son todo lo que está bien en mi vida.
Y el arte ha sido para quejarme, si se quiere, y sanar lo que no estaba bien.
Creo que ser madres y padres a conciencia lleva entrega –no sé si absoluta–, pero lleva entrega.
Por costumbre, la madre era quien se quedaba en casa y cuidaba del hogar, los hijos y del esposo.
En la actualidad hacemos eso y también trabajamos en la calle. Humanamente es imposible poder cumplir con todo, así que fallaremos o no cumpliremos con todo lo que se espera de una, y mentalmente eso te puede hacer sentir mal.
Lo ideal sería compartir roles y tareas.
En mi situación –y casi por generalidad– cuando te divorcias, los hijos se quedan con las madres.
Yo no hubiera elegido otra cosa, y no porque es lo esperado.
La primera vez que me separé de mis hijos por 15 días, por un viaje para una exposición, y mi hija pequeña tenía 5 años, yo la extrañaba de una forma completamente animal. Extrañaba su olor.
Sin embargo, la sensación de felicidad al dedicarme un tiempo como no había tenido hacía mucho, no tiene comparación.
Por tanto, entiendo que hay que buscar equilibrios.
Cuando decidí hacer fotografía de autor y autorreferencial –porque ya hacía comercial para ese entonces– ya yo era madre, y realmente no fue un dilema combinar todo.
Sin embargo, emigrar hace que todo sea más complejo, por las separaciones y porque ya sí recae en mayor medida sobre mí la responsabilidad de ser sustento en todas las áreas.
Así que llegué a un consenso conmigo misma, por mi salud mental: vivir este proceso sin exigirme algo que no podía asumir ahora.
La musa no llega, hay que salir a buscarla.
En tu ensayo fotográfico Inercia, te conviertes en personaje dentro del paisaje social cubano, encarnando una especie de testigo silente que se desliza por el espacio público en plena crisis pandémica. Siendo esta serie un retrato psicológico colectivo a través del cuerpo propio, ¿cómo negociaste esa frontera entre lo autobiográfico y lo representativo? ¿Qué buscabas activar en el espectador al situarte como figura dentro de una escena que también es denuncia y síntoma social?
Este ensayo fue un reto, pero es una Ailen que estaba molesta, cabreá –como dicen los panameños– y llena de adrenalina.
Salí de mi zona de confort porque traté de reproducir una sensación en imágenes, como ya había hecho antes, pero esta vez en la calle.
Yo fui testigo, como no pocos, de lo que sucedió el 27 de noviembre frente al Ministerio de Cultura. Me incorporé en la noche, pero alcancé a vivir momentos de tensión y también de mucha emoción. Suficiente para que hubiera un antes y un después definitivo en mi vida.
Al otro día, en la noche, en horario del noticiero estelar, yo estaba dejando a mi hijo en casa de un amigo, y de regreso daban la noticia de lo que había sucedido, enlazándola con lo de los muchachos de San Isidro. La mayoría del país no sabía nada de lo segundo porque habían cortado el internet, y tampoco de lo del Ministerio, porque era un sector reducido de la población.
Ese día, en la calle, yo iba escuchando la noticia contada como no era, usando recursos que yo bien había aprendido en las clases de publicidad y psicología.
Y lo peor: me llegaba el sonido doble, por eso de cuando se sintoniza en canales distintos.
La sensación era de mal chiste, de pesadilla, de decepción.
Después pasaron más cosas. A los que no teníamos vínculo directo nos dejaron para el final, pero llegó el día de mi cita personal con un funcionario –que además conocía a mis padres– para decir que estaba asombrado de que yo hubiera estado allí y de cómo me expresaba en Facebook, con un anticipado y cordial interés por mis hijos y nuestro bienestar.
Todo esto dio pie a Inercia.
No me siento del todo orgullosa con el ensayo. Hay imágenes que están más logradas que otras, y considero que es muy local.
Los cubanos vivimos la pandemia, creo, muy distinta al resto del mundo. Se dejó de ir al trabajo, pero se hacían largas filas para comprar comida.
Hay fotos que no hice porque era complejo hacerlas, dada la situación política más que social o pandémica.
Y, para variar, buscaba hacer catarsis de la forma que ya había encontrado. Pero aquí sí tuve sorpresas estando en la calle.
Pasé de querer hacer una obra a un ensayo, por eso.
Y el nombre también viene de la reacción de las personas.
Algo se quebró, y dejé de ver como veía antes.
A lo largo de tu obra, se percibe una tensión constante entre el arraigo y el desplazamiento, lo íntimo y lo político, lo simbólico y lo vivido. En No-Lugar, esa tensión toma cuerpo en imágenes donde el espacio doméstico y el paisaje urbano se funden en una atmósfera de encierro, cuidado, precariedad y deseo de fuga. Hoy, tras varios procesos migratorios y personales, ¿dónde dirías que habita tu no lugar? ¿Sigue siendo un espacio simbólico que se fotografía, o se ha convertido en una condición permanente desde la cual creas, miras y resistes?
Ese No-Lugar de mi serie es el sitio del que vengo, pero que ya no existe. Es una herida distinta. Quizás sea una condición permanente, pero no creo que sea lo que me motive a seguir creando.
Casi con certeza, diría que no.
Por ahora, mi interés está más enfocado en las personas que en los espacios –sean físicos o simbólicos.
Si no me equivoco podría decir que te tocó vivir la pandemia en Cuba y después migrar. Esa doble transición –crisis global y desplazamiento personal– implica no solo un cambio geográfico, sino también una reconfiguración de hábitos, ritmos, códigos culturales. ¿Cómo ha afectado ese tránsito a tu manera de mirar, de crear? ¿Qué fricciones o revelaciones ha dejado en tu obra el tener que habitar y reinterpretar una nueva idiosincrasia desde tu propia subjetividad?
Sí, emigrar fue una decisión consciente, pero es un proceso difícil, sobre todo cuando el enfoque principal es brindar otras oportunidades a tus hijos, pero lejos de los tuyos.
En estos casi tres años, lo que empezó como un proyecto –estudiar una maestría en Docencia Superior (que ya culminé) aquí en Panamá– se transformó en un viaje de muchos aprendizajes. He vuelto a ejercer como diseñadora gráfica, me ha tocado aprender sobre marketing digital, actualizarme en software, inteligencia artificial, finanzas…
Adaptarme al capitalismo en tiempo récord y con 40 años, atravesar el duelo migratorio y la crisis de identidad, ser sostén emocional para mis hijos y, al mismo tiempo, darme mis propias palmaditas en la espalda y abrazos cuando nadie más lo hace.
Y lo digo optimista, y riendo. Porque no todos los días son bonitos.
Ahora mismo estoy en un proceso de preguntas:
¿Qué de todo lo vivido quiero contar y cómo?
¿Quiero volver al autorretrato fotográfico?
¿Quiero hablar sobre otros? ¿Quizás escribir?
Crear, seguro. O poner mis conocimientos al servicio de otros.
Salir de Cuba y llegar a un país donde no hay una comunidad cubana activa, rodeada de migrantes de distintas partes del mundo que también sienten y padecen, te recuerda algo esencial: no eres el ombligo del mundo.