Ella firmaba El Ejército. Yo firmaba La Marina. Nunca acordamos que tuviera que ser así, pero supongo que la memoria firmaba por nosotros. Todo se explicaba a sí mismo. Había un santo y seña que mantener, tanto en las cartas como en los correos de mensajería. El críptico cruce de géneros, del femenino al masculino el de ella, y viceversa, del masculino al femenino el mío, no respondía a ningún misterio transgénero ni a un esfuerzo identitario. Se trataba solo de que la casa de los padres de Marjorie estaba en la calle Ejército y la de mis padres en La Marina. No lo olvidábamos. Aludíamos entonces a esos tiempos en que nuestras familias pasaban los veranos juntas en El Quisco, una localidad de pescadores artesanales ubicada a dos horas de Santiago, y en donde a principios de los años sesenta los profesionales de la clase media chilena habían levantado sus segundas casas para hacer del lugar un balneario popular con una de las playas más celebradas de la costa central.
Nuestros padres eran médicos los dos, llevaban el mismo nombre, y un origen común de judíos inmigrantes o hijos de judíos inmigrantes en un Chile que a veces parecía un paraíso y otras una película de desastres naturales que nadie avizoraba ni estaba preparado para enfrentar. Ambos padres solían ir en las tardes de caminata por las terrosas calles del sector de El Quisco Sur, donde también estaba la calle Aviación y una ferretería que vendía de todo, desde helados Vale Otro hasta barras de metal y hormigón armado. Me acuerdo de esto mientras escribo y trato de fijar en palabras el rostro de Marjorie Agosín en esos días lejanísimos: una niña rubia, con un pelo largo y alborotado que saltaba alrededor con toda confianza en sus atributos, algunos años mayor que yo y mi inquietud ante ella, y que se estrujó de risa una de esas tardes de paseo en que confesé que mi miedo más grande en la vida era no aprender nunca a leer y escribir. Es el primer recuerdo severo que tengo de la literatura: el horror ante el vacío de no tener acceso al mundo y a mi propia curiosidad, y ella riendo y saltando alrededor por la calle Aviación mientras los padres me aseguraban que no me preocupara porque también yo aprendería como lo había hecho la niña que saltaba de alegría junto a nosotros.
Un día del año 69 Marjorie no volvió más al Quisco. Sus padres Moisés y Frida habían dejado el país para fijar residencia en los Estados Unidos, tras una serie de episodios odiosos donde a Moisés se le acusó de venderse al imperialismo norteamericano y recibir fondos para su laboratorio de investigación química. Antes como hoy, el antisemitismo de la izquierda y la xenofobia de la derecha habían decidido al matrimonio Agosín a dejar el país. Según cuenta Marjorie en sus primeros dos libros autobiográficos, Sagrada memoria: reminiscencias de una niña judía en Chile (1994) y Always from Somewhere Else: A Memoir of My Jewish Father (1998), escrito este último en castellano pero nunca publicado en su idioma original, tanto Frida como Moisés cargaban con la desconfianza y el rechazo a la inmigración judía en fuga durante la primera mitad del siglo XX. Los padres de Frida, provenientes de Odessa y Viena, se instalaron en Osorno, donde ella era escarnecida bajo el apodo de “perra judía”, mientras que los padres de Moisés huían de los pogromos de Rusia para instalarse en Quillota, donde la “maldita inocencia” de la población local miraba a la única familia judía del lugar como a invasores extraterrestres. La mirada del otro es el infierno, ya se sabe, y a fines de esa década poco y nada había cambiado a ojos del diablo.
Muchos años después de El Quisco supe que mi amiga de infancia estaba radicada en Wellesley College, un campo universitario de élite ubicado a unos treinta minutos en bus desde Boston. Marjorie escribía en español y publicaba en inglés, era profesora titular de literatura en Wellesley (una de las primeras mujeres hispanoamericanas en obtener a los 35 años el grado de full profesor en la academia norteamericana), y estaba embarcada en múltiples proyectos que combinaban su compromiso en causas de derechos humanos con la literatura de sus pares femeninas en Chile, desde Mistral a Violeta Parra, y desde las arpilleras de San Antonio a las viudas de Calama. “Un beso desde El Ejército a La Marina”, me escribió ella en uno de los primeros correos que recibí de su parte cuando seguí sus pasos, o más bien el paso de sus padres, y me trasladé a vivir a Washington. Fue el santo y seña que ella utilizó, y desde entonces siempre volvimos a despedirnos con ese guiño personal: saludos desde La Marina, abrazos desde El Ejército. Nos reencontramos muchas veces en su casa de Wellesley, donde conocí a su marido John y a sus hijos, y volvíamos a vernos cuando visitaba Washington para presentar un libro o asistir a una conferencia.
Nunca me dijo que estuviese enferma, y menos de un cáncer terminal. Mantuvo oculta su lucha personal sin mencionarla siquiera como amenaza en nuestra correspondencia. Ni cuando organizamos una presentación suya en la Embajada de Washington ni durante el seminario sobre Bolaño que ella impulsó en Wellesley y acaparó la atención de decenas de alumnos y académicos llegados de recintos universitariosmuy distantes de Boston. Por qué motivo no deslizó siquiera una pista de lo que ocurría con su cuerpo, y mantuvo en cambio esa sonrisa pícara al despedirse en sus correos con la fórmula de siempre, es algo que me da vueltas en la cabeza desde su muerte, el pasado 10 de marzo. He buscado en sus libros, que suman más de una docena entre memorias, ensayos y poemarios, alguna explicación plausible, más allá del pudor o la contención, para sostener su reservado estoicismo.
En su poema “Lejos”, incluido en la antología bilingüe compilada y editada por Celeste Kostopulos-Coperman, encontré una llave cuando Marjorie escribe:
Mi país es un astillero
anclado dentro de mí
Pensé que si Marjorie tenía un secreto, no era realmente el de un cáncer sino el de un país, un territorio, una comunidad de confianza y pertenencia irrefutables, un espacio donde la niña de la calle El Ejército no estuviera sometida a esa mirada de “maldita inocencia” que conoció de manera tan precisa por sus padres y luego padeció ella misma al aterrizar en la ciudad de Atenas, en el estado de Georgia. “Venir a los Estados Unidos a mis trece años fue extremadamente duro, y es algo en lo que pienso todo el tiempo”, escribió alguna vez al rememorar la llegada a su nuevo entorno. “Tenía muy pocos amigos y en la escuela los alumnos se divertían a mi costa”. Conjeturé que la marca de un desarraigo radical había quedado en su cuerpo tras la mudanza, un desencaje que el tiempo y los logros y la familia propia no podían compensar del todo por mucho cariño y reconocimiento que la rodearán en la edad adulta. Pensé en otras mujeres y otros hombres, y en lo que habrá quedado inoculado en mi propio cuerpo de mudanzas mientras escribo esta especie de obituario.
“Somos judíos sin país”, dice Marjorie en Always From Somewhere, un aserto que la publicación misma de su libro atestigua con la rareza de haber sido escrito en castellano pero editado solo en inglés, generando así lo que muy lúcidamente Rodrigo Cánovas llama “una bifurcación en la recepción de estas memorias familiares: dos públicos, dos sensibilidades”. En el mismo ensayo, incluido en el magnífico libro Voces judías en la literatura chilena (2010), Cánovas advierte que Marjorie escribe “cual Sherezade” para salvar su propia vida, creando así “una poética de las cosas que le permite ejercer una sublimación del mundo maligno, una conversión del mal en una armonía plástica”. Se trata, como bien apunta Cánovas, de una genealogía y de una literatura de “seres errantes, que cruzan fronteras, aprenden nuevas lenguas, y huyen de las persecuciones, pero permanecen siempre aferrados a su identidad judía”.
Es lo que hay, se dirá. Pero en verdad lo que hay en ese aferramiento es una distancia. La paradoja mayor de la identidad diaspórica, y no solo de judíos, es una lejanía infranqueable. No respecto de los demás, sino de uno mismo, como dice Perec cuando escribe: “En alguna parte de mí mismo, soy extranjero en relación a algo de mi ser; en alguna parte soy diferente. Pero no diferente respecto a los otros, sino diferente respecto de mí mismo y de los míos”. Entonces pienso que la correspondencia con los abrazos y los saludos entre El Ejército y La Marina podría dar para un cuento, podría ser una novela, o servir de memoria para un diálogo dramático, pero es el obituario de Marjorie Agosín, toda una vida y una literatura vividas en la disyunción de un mundo donde estamos solos y somos muchos.