Para Enzzo Hernández y José Ángel Nazabal
“Lo que me cautivaba de ti era que me hacías acceder a otro mundo. Ese mundo me encantaba. Podía evadirme entrando en él, sin obligaciones ni pertenencias. Me ofrecías el acceso a una dimensión de alteridad suplementaria. Era como si edificara contigo un universo protegido y protector”. Así le escribe el filósofo André Gorz a su esposa, tras 57 años de unión, cuando comprende que ella está muriendo, en un rápido proceso degenerativo, y que no hay marcha atrás. Así le escribe al Objeto de la Muerte: se adelanta al suceso, para enfrentarlo mejor, y lo califica largamente al unir memoria, imaginación y presente en una recapitulación epistolar tras la cual sobreviene el suicidio.
He recordado ese texto, Carta a D. –una de las despedidas más bellas, desgarradas y jubilosas que he podido leer–, a propósito de la primera película de Tom Ford: A Single Man (2009). No se sabe bien cómo combina Ford su enorme talento como modisto de éxito internacional, con su extraña habilidad para hacer cine, buscando, en especial, articular amor, deseo y paz cuando se transforman en trofeos luego del adentramiento en el abismo de la muerte, lo cual vuelve a comprobarse en Nocturnal Animals (2016).
Aunque hace falta una buena dosis de desdén para decir que solo los tontos pueden escapar del influjo de las verdades más simples, no estaría mal dejarnos atrapar, cada cierto tiempo y espontáneamente, no por la tontería, pero sí por cierta incapacidad de discernimiento de algunas verdades, algunas certidumbres que se pasan de listas y nos ponen, con lucidez y precisión insoportables, en el lugar exacto de la existencia.
Cuando se trata de ver lo esencial, cuando intentamos describir los sentimientos que nos definen, el lenguaje no alcanza. Y es entonces cuando nos damos cuenta de cuán insuficiente es, aunque hay quienes dicen que no es culpa del lenguaje, sino de nuestra incompetencia lingüística. Sea como sea, el lenguaje está en el centro de la identidad, evidencia esta que se une a otra aún más escandalosa: cuando dices que sabes, pero por el motivo que fuere no puedes expresar ese saber, en realidad lo que ocurre es que no sabes.
A Single Man revela todo eso.
La sagacidad, o sus excesos, no tienen mucho que ver con la nitidez de la verdad ni con la verdad misma. Y, en ocasiones, la proliferación de lo nítido no hace más que oscurecer lo que sabemos de nosotros mismos, de modo que vale la pena andar determinados trechos a oscuras, o al menos con las luces atenuadas, para que nos indiquen (sin obnubilarnos) tan sólo algunos detalles del camino, o de los rostros que veremos y conoceremos mientras hacemos nuestro siempre corto paseo por la vida. Tom Ford lo sabe. No es explícito ni podría serlo (a riesgo de quedar como un artista grosero), pero la película nos induce a pensar que sabe.
Si esta reflexión pareciera un tanto lúgubre, o patética, o disimuladamente ingeniosa, no me importaría añadir que, cuando una persona inteligente y sensible pierde a la otra persona que ama –me refiero no a la disolución de un vínculo sentimental, sino a la muerte simple, como en el caso de la esposa de André Gorz–, si al ocurrir eso comprende que la vida se le acabó –la terminación esencial, la frontera de lo que es el vivir como entrega y como recepción de dádivas–, lo mejor será pasar por un período de incapacidad de discernimiento, como he dicho, a no ser que exista fuerza suficiente como para contemplar el vacío sin precipitarse en él, porque quien sobrevive podría comprender que la médula de su existencia ha sido esa dádiva que le tocó en suerte y que ya se encuentra en un inalcanzable pretérito perfecto. De eso trata A Single Man.
Al profesor inglés de literatura George Falconer (Colin Firth), residente en el sur de California, lo llaman por teléfono un mal día para informarle que Jim, esa persona que ama (y con quien ha compartido casi 20 años), ha muerto en un accidente. La familia de Jim hará honras fúnebres y George dice, en medio del dolor, que se pondrá de inmediato a buscar un boleto de avión. Pero el sujeto que lo ha llamado le aclara que se trata de una ceremonia privada. Aunque al profesor le resulta muy duro aceptar eso, sabe que su presencia tal vez subrayaría el hecho de que Jim y él no habían sido solamente amigos. Revelar o hacer evidente, en medio de un velorio, una relación gay de tantos años, ¿sería algo inconveniente?
El profesor corre, bajo la lluvia, a visitar a su amiga Charlotte (Julianne Moore), y cuando la ve se derrumba. No se oyen sus gritos (grita, pero el sonido es ocluido). No hay, pues, ningún sonido humano. Tan sólo un violín y el golpeteo asordinado de la lluvia.
La discreción del dolor se entiende bien con el mito de la circunspección inglesa, pero igual puede ser un síntoma de decencia (¿para complacer a quién?) y de coraje. El profesor reanuda su vida con algunas prevenciones –desapasionamiento suave, algo de displicencia condescendiente, algo de melancolía disfrazada de amargura–, y, a pesar de que el momento de la trama coincide con la llamada Crisis de los Misiles y los comentarios son muchos, para él la existencia sigue siendo un fluir algo inercial: se compone de sus diálogos con Charlotte, sus clases de literatura, y de paseos de ida o regreso junto al campo deportivo donde los chicos de torsos sudorosos y admirables juegan tenis.
¿Qué pueden importarle los misiles soviéticos en La Habana, al lado de esos torsos ideales? Los misiles son transitorios, los torsos no. Y es entonces, en la aceptación de esa verdad, cuando el profesor deja de escuchar las ideas apocalípticas del colega que lo acompaña y mira. Y ve los torsos de los tenistas.
Ciertamente, los torsos se revelan con la pujanza drástica que esos misiles podrían borrar de la faz del mundo. Los misiles son transitorios y apenas poseen un presente político. Los torsos son milenarios y sempiternos.
Después de una clase sobre After Many a Summer, la novela de Aldous Huxley, y en medio de una discusión sobre el miedo y las minorías, el profesor se hace acompañar, a la salida del College donde trabaja, por Kenny (Nicholas Hoult a sus 19 años), un alumno que le expresa su admiración instantánea, como si de pronto hubiera descubierto en George algo frágil y vehemente que nadie conocía, luego de percatarse de algún código secreto. Y allí empieza un galanteo mediatizado por las agudezas y por una obsequiosidad carente, sin embargo, de servilismo.
George no condesciende a ciertos estímulos, salvo aquellos que se vinculan directamente al recuerdo de Jim, como la observación de una fotografía suya donde aparece completamente desnudo. Son estímulos del pretérito. Al entrar a un supermercado, un prostituto se le acerca. Se llama Carlos y es de origen español. El momento en que encienden cigarrillos juntos, después de un corto diálogo que nace en un incidente irrelevante, es significativo, aunque la cámara, harto impertinente, encuadre los ojos de Carlos como haría Lancôme con algún modelo. Sin embargo, me temo que la cámara, muy subjetiva, está en los ojos del profesor. Electrizante (y árido), el encuentro con el desconocido (un Jon Kortajarena con un hipnótico aspecto de chapero) es como un encontronazo fugaz con alguien que posee el don de la belleza y no lo sabe. El prostituto, personificación de un apetito y nada más, quiere acompañar a George, pero, con una especie de devastada firmeza, este renuncia a prolongar las cosas.
El “problema” es que el deseo podría tener un componente de entereza que no por mínimo devendrá inofensivo. También podría decirse que el problema de la entereza es que se ve, muchas veces, perturbada hasta el agobio por el deseo.
Después de fantasear con la idea de suicidarse –ha comprado balas para su revólver–, George va a cenar con Charlotte en su casa. Beben y hasta bailan, pero muy pronto se marcha porque ella, que ha estado enamorada de él durante mucho tiempo, vuelve a asediarlo. La fantasía con el suicidio regresa, como mismo regresan los recuerdos del primer encuentro con Jim. Y el profesor acude al Starboard Side, el bar donde Jim y él se conocieron. Quiere beber algo. Y es entonces cuando Kenny, el alumno coqueto, se presenta allí y ambos empiezan a beber juntos.
¿En qué estado te deja la muerte de la persona que llamas tu amor, con respecto a un repentino objeto de deseo?
Lo que ocurre después tiene que ver con los sedimentos de una angustia, un hambre y una saturación. Kenny y el profesor se van a la playa, se desnudan, nadan y regresan, pero no al bar sino a la casa de George. Todo –la idea de tomar una ducha, la necesidad de curar la pequeña herida que se ha hecho el profesor en la frente, la posibilidad de que Kenny duerma allí esa noche– transcurre con cierto ardor blando, dócil, y dentro de un límite tensado por sentimientos que se mezclan confusamente.
Kenny busca algodón y alcohol. En la gaveta de los medicamentos encuentra la foto de Jim desnudo. La mira. En sus ojos no hay la menor reacción. Y cura al profesor. Lo hace con una mezcla de puerilidad enseriada, respeto y un átomo de goce. El profesor se estremece, pero percibe que esa noche está recibiendo no una dádiva de amor –esa la tuvo ya–, sino algo diferente e imposible de definir. Y le dice a Kenny que debería quitarse esa ropa húmeda. Kenny obedece despacio (esta secuencia posee una notable intensidad) y queda desnudo por completo. No en el cuarto de baño, sino delante del profesor. Y este, abrumado, lo mira caminar hacia la ducha. Después beben cerveza y George le pregunta a Kenny por qué ha venido a su casa. Kenny responde que sólo quería hablarle en un sitio que no fuera el College, un sitio donde ambos fueran por completo ellos mismos. ¿Qué quiere decir eso, qué implicaciones tiene?
Luego de soñar otra vez con Jim (son sueños siempre en el mar, donde persiste la idea de una especie de liberación corporal), el profesor despierta en la cama. Kenny está en el sofá. Se acerca y descubre que el jovencito guarda su revólver. Al descubrir el arma, Kenny ha querido proteger al profesor de sí mismo. George, asombrado y acaso enternecido por semejante descubrimiento, le quita el revólver y abriga al muchacho con el borde de la manta.
¿Cuán intacta (y precisa, aunque perfectamente inefable) puede mantenerse la tristeza de la pérdida, antes de que se convierta en certidumbre de un destino que llegó a su fin porque antes tuvo vida y fue hermoso? George sale al jardín, se dice a sí mismo que ha vuelto a experimentar la capacidad de sentir, más que la de pensar. A partir de ese momento, y contando con la energía de tal autenticidad, que no necesita del lenguaje, sabe que ya está preparado. Se reconcilia con el mundo, desde la visión de la luna hasta el contacto con las pequeñas cosas. Entonces regresa al dormitorio, se sienta en la cama, siente un dolor, y se desploma. Mientras llega la muerte, ve a Jim que se acerca y lo besa.