Para Ion de la Riva
La mejor anécdota que recuerdo sobre Samuel Beckett, centro casi metafórico (aunque en principio mito-biográfico) de Dance First, se remonta a una época muy temprana de su vida. Martin Esslin, autor de un sesudo (y, a la vez, muy ameno) estudio sobre el teatro del absurdo, cuenta que un Beckett muy joven y otros escritores irlandeses iban en un ómnibus donde también estaba el venerado Paul Valéry. Probablemente se trataba de una excursión literaria en París, adonde Beckett había ido a conocer a James Joyce y buscarse, en consecuencia, los líos que se buscó con la hija de este, Lucia. Enamorada de Beckett, la joven era ya una víctima atroz de la esquizofrenia.
Beckett iba perfectamente ebrio en aquel ómnibus y empezó a declamar trozos de sus obras tempranas, tal vez fragmentos de Whoroscope, un extenso poema donde temas de alto vuelo (Descartes, la existencia y el destino) se fusionan con la prostitución, el deseo y la inefabilidad de la vulva. Valéry se irritó mucho. También se dice que poco tiempo después ambos volvieron a coincidir (Beckett ya era bastante conocido, y el autor de El cementerio marino se había convertido en una celebridad de la poesía y pensamiento poético), y que Valéry, estupefacto, le preguntó entonces: “¿Usted qué hace aquí?”, a lo que Beckett contestó, tímido, con idénticas palabras: “¿Y usted qué hace aquí?”
Dance First, dirigida por James Marsh, se estrenó en 2023. No es propiamente un biopic. Digamos que toma la vida literaria y sentimental del hombre que inventó a Godot (creo que fue en The New Yorker donde se incluyó al invisible Godot en la lista de los personajes más famosos de la literatura) y va epigrafiándola hasta el final, cuando Beckett, ya anciano, dolorido por la muerte de su esposa y con dificultades para respirar, se recluye en un asilo-sanatorio (había sido, por otra parte, un fumador impenitente, y los cigarrillos le pasaron factura).
John Banville, otro escritor irlandés cuya sombra a veces se cierne sobre esta película, ha hablado de la cruzada de las frases, del acto de persistir desalentados, pero jamás vencidos, en la escritura, frente a las penurias y vacíos del lenguaje. Beckett, un maestro para Banville, le mostró al mundo que había un heroísmo peculiar en eso de manejar las privaciones y oquedades del lenguaje, y que siempre necesitó (aunque de manera paulatina) ir de más a menos. Ir de una prosa a medio camino entre la riqueza festiva (con una leve amargura) y la precisión. Ir de lo que se dice con todas las letras a lo que se dice de modo exhausto, con apenas nada.
Es seguro que Beckett no fue a Estocolmo a recibir el Premio Nobel de Literatura en 1969. En algunas partes se afirma que quien asistió en su lugar fue un editor suyo (de la casi mítica editorial Faber & Faber). Se menciona, además, al teatrista italiano Giorgio Strehler, gran amigo de Beckett. Otras referencias aluden a Banville. Pero este, nacido en 1945, solo tenía 24 años en esa fecha. Se asegura que Beckett estaba en París cuando se entera del Nobel. Pero hay evidencias de que no fue así. Se encontraba en Túnez.
Dance First empieza con la ceremonia del Nobel. Beckett y su esposa, afligidos, escuchan el pronunciamiento desde el selecto público. Es casi un momento luctuoso. Beckett dice: “Qué catástrofe”. Esta licencia no se origina en la ignorancia de James Marsh. Está ahí por una razón: nos topamos de súbito con un Beckett teatral, un Beckett que, al desdoblarse, es personaje de sí mismo. Un mimo. Un mimo trágico. Y, al oír la noticia del premio, se levanta, va al escenario, agarra el cheque, camina iracundo hacia el fondo sin ofrecer disculpas ni dar ni las gracias, y empieza a subir por una recta escalera de metal. Rumbo a lo alto. Estamos ya en el interior de una metáfora.
Al llegar arriba el espectador se adentra, con el escritor (y esto es tan arriesgado como deleitable y perspicaz), en un espacio mental. El Beckett íntimo, interior, espera al Beckett público y retraído. Uno lleva un traje (la etiqueta del Nobel), el otro viste informalmente, con un jersey. Estos dos sujetos se enzarzan en un diálogo contradictorio, en ocasiones árido y sombrío, que durará todo el metraje.
El espacio de ese primer encuentro de Beckett con Beckett, en una película que se desliga, como he insinuado, de los usos y costumbres del biopic, convierte a Dance First en una mirada distinta. El Beckett poeta y novelista le cede espacio, como es lógico, al Beckett dramaturgo. De hecho, en esta duplicación cinematográfica ya existe un fuerte substrato dramatúrgico. Todo el tiempo se nos fuerza a ver un espectáculo de la intimidad y de lo magro. Incluso, desde el inicio, la imagen es en blanco y negro. El color va surgiendo muy lentamente, con un ritmo trabajoso donde el pigmento se insinúa discreto y, escamoteado siempre, huye de la saturación.
Esta es una película enteca y fibrosa, enraizada en los escenarios que Beckett produjo como resultado de su visión del mundo y de la vida: prescindencia, vaciedad, monocromía, futilidad, ausencia de adornos, preeminencia de lo gris. Sus puestas en escena, aunque descansan sobre el lenguaje, no recurren a lo explicativo sino al logos que se desprende de lo atmosférico y lo simbólico.
En Dance First, la importancia del espacio de ese encuentro inicial de Beckett consigo mismo reside en un hecho: el diálogo entre ambos sucede en una suerte de caverna donde hay columnatas rústicas, como de piedra caliza. Con ese aspecto de túnel, de laberinto intraterrestre, la caverna es muy rústica y tiene forma de refugio antiaéreo o refugio a prueba de cataclismos. De cualquier modo, aunque la película deviene trasiego de alegorías, uno entiende que la médula se halla en la autopercepción, un asunto donde Beckett se sentía muy cómodo y, al mismo tiempo, sacudido por la desazón y las dudas.
Hay un teatro vital dentro del teatro artístico, y esta distinción es, creo, la que hace que Marsh insista en la teatralidad. Aquí uno piensa en las “ventajas” del Beckett teatral por encima del Beckett novelesco (una vieja disputa insoluble), y en la idea de que el sentido de lo gárrulo-novelesco en Beckett es notoriamente teatral. No hay más que ver al palabrero Malone, de Malone muere, o al logocéntrico ser inaudito de El innombrable, o al Molloy de la novela homónima.
En su enigmático libro En-nadar-dos-pájaros, el novelista irlandés Flann O’Brien ha dicho, con jocosidad de pub y talento joyceano, que el teatro es saludable porque se consume sin efectismos y en público, mientras que la novela, digerida en privado, “en manos de un escritor de pocos escrúpulos puede ser despótica”. Esto alcanza a ser una verdad posible, aunque en lo concerniente a Beckett no pasa de ser una boutade o un error. Con Beckett y su fluidity of mind lo novelesco es una modesta inseguridad que, al llenarse de palabras, intenta lo imposible: recortar una identidad oscura sobre un fondo oscuro. No es aventurado decir que Dance First se avecina a un razonamiento similar desde la perspectiva de la abismal intimidad del pensamiento.
Hay dolores monstruosos imposibles de superar. He ahí una de las claves de esta singular interpretación-reconstrucción de la vida de Beckett. La muerte de su esposa fue más que eso. Porque se le acabó la vida, es decir: su vida terminó aunque siguió existiendo (tan solo unos meses después) como un simple anciano en una habitación muy callada. Y la película se esmera en captar esa hondura del sentimiento, ya que pone en escena, entre el lenguaje y el silencio, a un hombre de las palabras que se enfrenta a la incompetencia de las palabras.
A veces todo existe y se configura para que veamos vida en un rostro, y así entenderla por lo que es, y al final comprenderla, asumirla y amarla. Y, entonces, dejarla ir.
En su agonía final, Beckett (interpretado con devoción melancólica por Gabriel Byrne) está tirado en el piso de su apartamento. La desolación lo acomete. Se ha quedado dormido allí y despierta con el sol en el ventanal. Una paloma entra y, con mansa perplejidad, observa al escritor. Después lo vemos en el sanatorio, recordando frases que se han quedado en su memoria. Frases diversas y escenas con desconocidos, con familiares, con amigos. Su último recuerdo es, por suerte, feliz y suficiente: está empinando con su padre una cometa roja. Esta secuencia ya se encontraba al inicio de la película, y ahora se repite en lo esencial. El padre le dice: “Hay que irse ya”. El niño contesta: “No mientras vuele”. Es un diálogo que posee muchas implicaciones y que borra, resonante y crucial, las diferentes velocidades del tiempo hasta convertirlo en una dimensión prescindible. Y se supone que la muerte acaece cuando, luego de ascender airosa, la cometa se precipita y se clava en la tierra.
Aun así, en toda época y todo lugar, la vida tiene que ver con bailar primero y meditar después.