Es el Paseo del Prado. Es un domingo de sol. Cielo azul. Despejado. Primeras horas de la mañana. Es uno de los leones del Paseo del Prado, donde hay un banco sucio, con los restos de las noches sabatinas que se dan en ese Paseo, en ese Prado, restos de vicios ocultos, de “cosas sucias”, de “asquerosidades”, restos churrosos que mueven la imaginación del que está sentado en ese banco.
Es un viejito menudito, flaco pero barrigón, amanerado, que mira lo que quedó disperso debajo del banco en la noche anterior, la sabatina; es un viejito que imagina cómo todo eso fue conducido hasta ahí, a ese final, y se inventa un viaje, una travesía, construye una historia a través de las historias suyas, las más íntimas, de sus profundas “cosas sucias”, las cosas que él ha visto, las que ha sido, eso que ha vivido y que ahora vierte sobre la vida de otros, todo repetido, lo imaginado, la verdad y la ficción, la trama, narración, poesía, lo que le ha consumido, la flaquencia, la barriguita, su silencio; esos objetos son eso, el reflejo de un mundo lleno de “asquerosidades” donde él ha tenido su pequeña aportación.
Espera desde muy temprano, espera que a lo lejos aparezca la figura de otro viejo como él, pero diferente de él, un “fino”, de alguna manera su antítesis, uno que se habría levantado inmediatamente de ese banco en el que está antes de imaginar tanta vida nocturna. Y si la hubiera imaginado lo hubiera hecho con otras palabras, con su visión barroca; aunque en el fondo viera lo mismo que él, no resistiría a tales imágenes, incluso tapando todo con su lenguaje diferente, ocultando.
Mientras, pasan las pocas personas que se atreven a levantarse tan temprano un domingo, o las que están obligadas. Pasan en silencio, aun con lagañas en los ojos, casi todos personajes pobres, con olores rancios y zapatos raspados de andar contra el asfalto, seres expuestos al sol, zapatos raspados por esta realidad, pasan las víctimas. Pasan también algunas mujeres que recién terminan “la faena” de la noche que terminó, la mala noche, ellas no salen de casa, regresan. También lo hacen los canallas fundidos de ser canallas, canallas que tal vez fueron canallas con esas mujeres. Pasan algunos viejitos flacos y barrigones, como él, paseando sus viejos perritos lentos, viejitos cansados de raspar sus viejos zapatos; pasan el hombre viejo y perro viejo compartiendo los rasgos faciales idénticos que siempre se desarrollan entre amo y perro, venganza del animal al hombre.
Espera en su banco mientras ve pasar esa vida matutina. A veces baja la mirada y vuelve a los restos. Pero no quiere perder al que espera, teme que el otro pase escurriéndose entre la gente (como hace él mismo) mientras imagina tonterías o mira a esos por los que no vino a estar sentado en ese banco. Entonces se concentra en la calle por donde debe salir el otro y, sobre todo, se concentra ahora en el motivo por el cual está tan temprano en ese sucio banco: la estúpida foto que les hicieron.
Esa foto… ellos dos… esa foto… la foto de una caída. Una foto que los condena. Una foto que debe llamarse ya Dos que fueron. La condena fue dictada y se hizo la foto de la antesala de sus muertes. La mirada de esos ojos que miran al que mire la foto, a él ahora, cuando mira la foto. Todo en esa foto es lápida, una tapa que los sella debajo: esos libros dispersos ante ellos, sobre una mesa, esos papeles, sobre esa mesa, piedras duras.
La foto estaba ahí guardada, en su vieja jabita de tela, un poco arrugada luego de apretarla con rabia cuando se la dieron ayer en la tarde, y que terminó metiendo dentro de un libro para no verla más, aunque también para protegerla, para estirarla. Toda la noche la tomaba y entonces la miraba por horas, gastando la noche en eso, con miedo a ser realmente ese cadáver que da testimonio en esa foto. La noche mirando a su amigo, a él, dos viejos muertos, terminados.
La última foto.
Frente a esa foto le pareció ser una ficción, una narrativa, y todo lo anterior a esa foto y en esa foto esos desperdicios regados por el banco donde está sentado. Los libros, los papeles, sus ropas, el cinto ridículo del otro, siempre por arriba del ombligo, él sin espejuelos (parecen metidos en el bolsillo de su camisa, no sabe), los dos allí detrás de esa mesa, sin poder enfocar bien al camarógrafo (pero, ¿quién demonios fue?), y notar sobre todo “eso” en sus miradas, la caída en un hueco, y ahí presente, como siempre, la distancia que los separa, el conflicto, las desavenencias, la oscuridad de una amistad.
Toda la noche pensando en eso. Se rendía por unas horas, pero enseguida, sin darse cuenta, aún de noche, la volvía a mirar. Y más tarde, casi amaneciendo, vino y se sentó en este banco a esperar, este banco que se parece mucho a una tumba olvidada, típica tumba “donde reposan los restos” (como dicen los ridículos de la televisión) de esos que son la vergüenza nacional de este país (como nunca van a decir los ridículos de la televisión). Él sabe muy bien, cree que más que el otro, que ambos forman parte de la vergüenza nacional (eso que los ridículos de la televisión llaman “El panteón literario nacional”). De modo que mira ese banco y sabe que así será su tumba, su “panteón”, unas piedras destruidas junto a un conjunto de objetos sucios sobre ella para preservar debajo, en lo profundo, sus restos, bien ocultos en lo recóndito de esta tierra que tanto quiso y maldijo.
¡Ahí está el otro! Asoma el viejo infame su barriga (de viejo gordo, no de viejo flaco como la de él) por Trocadero hacia el Paseo del Prado, a paso lento, triste figura jabita de tela en mano, como la de todos los viejos infames de este país, ya formen o no formen parte de la vergüenza nacional.
¿A dónde irá a estas horas con esa ridícula jaba?
A duras penas se pone en pie, entumecido, se apresura como puede a alcanzarlo, ahí, en ese punto que ya imaginó, justo cuando cruce la calle y comience a atravesar el centro del Paseo del Prado. Quiere encontrarse con él justo ahí, atravesando el Paseo, en la gran vía de granito recién pulido, en uno de esos dibujos circulares, triangulares, en la geometría. La espera lo merece. Camina hacia él mientras lo ve de lejos, y reconoce a través de la mirada del otro que sí, que esos rostros, esos ojitos de la foto son efectivamente los de ellos, son sus jetas en la foto, la última que se van a hacer juntos, la última de sus rostros acabados, sin nada más que decir ni razón alguna para sonreírle a un camarógrafo (ay, ¿quién demonios fue?), rostros con la alegría extirpada para siempre a la hora hacerse la última foto.
Se apura más, pero con cuidado, el granito pulido resbala y puede caerse como cualquier otro viejo de zapatos gastados. Casi le cruza. Mira el andar del otro y se percata del suyo, dos infamias caminando, el otro sobre todo, pobre, siempre sofocado por el clima de este país, siempre tan jodido de salud y por el maleficio histórico, y ahora, al final, por el estigma de saberse vergüenza nacional. En algún punto ambos tuvieron ese gran orgullo nacional, solo hasta que supieron que ser orgullo nacional era realmente ser vergüenza nacional. Eran muy jóvenes, creían. Ya saben. Ahora saben. Hace mucho saben. Mucho antes de esa foto. No hay nada para ellos que no sea la vergüenza nacional, cosa que consta en esa foto, la última foto.
El otro mira hacia su izquierda y le ve venir. Ya no habrá sorpresa. Poco importa. Ambos parece que ponen la misma cara de la foto. Como deben. Como tiene que ser el encuentro entre ellos luego de esa foto, luego de saber.
Y allí se encuentran, en el Paseo del Prado, sobre uno de los grandes dibujos abstractos que decoran el granito pulido, todo según lo planeado.