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Cielos empedrados: 2046

La película de Wong Kar-wai abre una ruta peligrosa que recorreremos una y otra vez, al preguntarnos sobre el objetivo principal y la finalidad de nuestras vidas amorosas malogradas.

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He visto varias veces, a lo largo de veinte años, 2046, la película de Wong Kar-wai. Pudiera decir, simplificando, que es un filme sobre el amor perdido que un escritor (el personaje Chow Mo-wan, interpretado por Tony Leung) trata de recuperar durante un viaje en el tiempo. Y que 2046, más que una cifra, es un lugar-tiempo, habitación de hotel. La película trata de fragmentos de situaciones pasadas que pasan por nuestra mente con, para usar una frase de Georges Didi-Huberman, “los ojos que nos miran desde la altura incierta, atmosférica”.

Aunque nos montemos en aquel tren veloz de la película, aquellos momentos no volverán, incluso aunque Chow, el personaje, escriba una novela de ciencia ficción en cuya trama tampoco logrará lo que quería en aquel futuro hacia donde viaja, mientras ve correr cada vez más veloz un tiempo que se le escapa por la ventanilla.

El verdadero motivo de volver a ver esta película en los días finales del 2024, pensando en que pronto comenzará otra era astrológica, es involucrar al discurso proustiano –cuya influencia algunos críticos han visto en Wong Kar-wai–, este otro discurso del después por donde corren trenes que jamás se encuentran. Es repasar una y otra vez cómo el protagonista pronuncia aquella frase: “alguna vez me enamoré de alguien” para penetrar, a través de esos cortes como tejazos de luces y sombras —puzzles, dicen en sus respectivos ensayos sobre 2046 Nathan Lee y Fernando Canet–, en los recuerdos.

Así, las escenas de 2046, recortadas a través de pedazos de cabezas, cuellos largos, torsos desnudos, paredes que aprisionan los espacios y los cuerpos a la vez, son verdaderos puzzles donde la realidad nunca está completa hasta completarse luego en nuestra imaginación, subliminalmente. Después de verla por primera vez en la cinemateca de La Habana, escribí el poema “2046” sobre otra historia de amor fracasada, porque sus imágenes se volvían cada vez más subliminales y ella, la protagonista, estaba enamorada –como yo– del japonés Tak, aquel muchacho de mal carácter, aquel androide que miraba, a pesar de no ser humano, lo humano de esas pérdidas que se precipitan a través de la luz cuadriculada de la ventanilla de una pantalla.

El personaje Chow nos asegura que “si hubiera nacido en otra época, mi vida hubiera sido diferente”, como si la relatividad cambiara el determinismo de nuestras historias personales bajo cielos empedrados donde los cigarros echan volutas de humo elípticas que atraviesan cuellos largos, clavículas, guantes negros: “su pasado es como un guante negro, un misterio sin solución”, dice de aquel amor perdido donde quedará inscrito también el misterio de alguna historia nuestra ya pasada.

Tak mira con desesperación lo que se escapa a través de la ventanilla, igual que nosotros cuando viajamos para recuperar esos momentos perdidos, temerosos de que esa cifra en la puerta del cuarto de un hotel, o el cambio de número hacia otra cifra aún mayor, prolongada en el recuento de los días, sea una superstición más contra el olvido.

De esta manera, mientras espiamos tratando de recuperar nuestros sentimientos a través del viaje de una película –somos los mejores espías de nosotros mismos–, avanzamos sin querer perder, en cada gesto, la ilusión de unos rostros que se borran y solo recuperamos malamente en las fotografías y en las cartas, sin que nos digan algo. Porque siempre espiamos a través de los personajes de las películas –muchísimo más en 2046, hecha con la finalidad de un doble espionaje de nuestras emociones– y perseguimos a esos otros personajes que, durante muchos años, nos acosan y sustituyen a los seres que fueron reales alguna vez, algún tiempo.

Pero mientras espiamos también al creador de los mil rostros, Wong Kar-wai, tratamos con nuestro mayor reto, que es confrontar a esos rostros con aquellos reales, aunque esto tampoco sea posible ya. A sabiendas de que, así como en la película hay un deseo de dejarnos alguna esperanza hacia el futuro, en ese después sabemos que nada cambiará tampoco.

Y, cómo en nuestras vidas, los arquetipos de aquello que amamos están fijados más a lo que esperamos del amor que a las características que poseen cada uno de los amantes como individuos. Seguimos, como los personajes de 2046, parapetados en la idea que nos hicimos de ellos durante el recorrido, durante esa búsqueda. Por eso, esta película abre una ruta peligrosa que recorreremos una y otra vez, al preguntarnos sobre el objetivo principal y la finalidad de nuestras vidas amorosas malogradas.

Mientras Chow se dibuja a través de Tak busco al actor en otras actuaciones: joven peluquero que se enamora de una muchacha inválida; ingeniero en una fábrica de acero en Japón durante los años sesenta; hijo de un portentoso banquero; cazador de faisanes en los bosques que luego se suicida; piloto a pesar de quedarse casi inválido por un accidente; médico cirujano, enamorado de su paciente; cocinero en París, luchando por las tres estrellas Michelin. ¿Cuántos papeles ha interpretado? Un montón.

Y entre todos y cada uno de esos personajes interpretados por él, se arma el rompecabezas del protagonista idealizado que esperamos encontrar, definido en un androide más allá de lo humano, que Wong Kar-wai escogió para 2046 precisamente por esa multiplicidad temporal que le permite recopilar tanta información a través de sus gestos, sin ser real.

Más bien, es la hazaña de un hombre a través de los personajes que interpreta lo que Wong Kar-wai asocia a través de estos seres sostenidos en nuestro imaginario para hacer variaciones que no acaban de cuajar en la realidad, porque lo importante son las hazañas del querer que se proponen durante una búsqueda incesante, a pesar de aquellos acontecimientos que enlazamos en el tiempo de una incierta futuridad por los obstáculos reales de la imposibilidad de hallarlos, más que unos hechos.

Así, frente “a un vacío tocado por la muerte” –ese vacío de las sensaciones perdidas y los deseos que no logramos alcanzar–, Wong Kar-wai nos espía también desde los recovecos donde pretendemos escondernos con una mirada entre empapelados coloridos en cubículos estrechos de escenografía, subiendo hasta las notas de una canción Nat King Cole, observándonos: sal de ahí, nos grita, cuando nos creemos capaces de volver hacia atrás para ser como éramos, volviéndonos reversibles como un bumerang entre rojo fuego y verdes metálicos con ribetes negros que crean los dípticos de 2046 donde Su Li-Zhen –la protagonista femenina interpretada por la actriz Gong Li–, a pesar de los esfuerzos de Chow por mantenerla presente e intacta en la película y en su imaginario –no solo a través de la escritura de una novela–, colapsa en la propia intención de recordarla.

Y es que la memoria también colapsa: “¿por qué no puede ser como antes?”, se pregunta la protagonista. Tal vez porque ha llegado en 2046 al lugar del enfrentamiento de sus obsesiones entre lo que deseaba y la realidad, ese punto crucial donde chocará siempre con una pared de acontecimientos irreversibles sin poder derribarlos.

2046 es la película de la imposibilidad de convergencia entre los individuos por más amagos de querer que hagan. Por eso, al salir de la proyección, nos enfrentamos al desahucio total de posibilidades, a pesar del potencial que traíamos cuando todavía esperábamos del otro lado: amor, salvación, recompensa. Es la película que nos permite mirar después –como frente a un espejo retrovisor vuelto hacia delante convertido en reflector también, iluminando pasado y futuro a la vez– lo solos y desamparados que estamos.

Miami, 21 de abril 2025

REINA MARÍA RODRÍGUEZ
REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

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