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¿Cómo desaparecer a un clásico?: a 60 años de ‘La noche de los asesinos’, de José Triana (I)

El estreno en 1966 de 'La noche de los asesinos', de José Triana, sacudió al teatro cubano en una dimensión completamente inesperada.

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La anécdota, que José (Pepe) Triana contaba en varias entrevistas, y que repitió delante de mí durante nuestro único encuentro en su casa de París, sigue siendo incómoda. Enfrenta a nombres cruciales del teatro cubano, en el intenso panorama que fue el cierre de la década de los sesenta, y augura no pocas de las políticas y vetos que se cernirán sobre ese paisaje en el decenio siguiente. Como prueba de esa colisión, que enfrentó las distintas visiones que en el ámbito escénico de la Isla pugnaban entre sí durante ese momento, hay un número de la revista Conjunto que puede servir como imagen de esas contradicciones, de los aplausos y elogios que la más celebrada de las obras cubanas acababa de recibir en Europa, y lo que se iba gestando como un terreno explosivo para los siguientes años. La obra es, por supuesto, La noche de los asesinos, con la cual Triana había obtenido el premio Casa de las Américas en 1965. La puesta en escena que al año siguiente presentó Vicente Revuelta con Teatro Estudio sacudió al teatro nacional en una dimensión completamente inesperada. La gira internacional, activada tras el éxito de ese montaje al presentarse en el VI Festival de Teatro Latinoamericano de Casa de las Américas, confirmó la brillantez de aquel espectáculo. Pero también, desde la aparición del texto publicado, hasta que los ecos de ese viaje por varias naciones de Europa llegaran de vuelta a la Isla, había sido un punto de debate, de preocupación para ciertos funcionarios, y su multiplicidad de lecturas, el frenesí de su delirio y las motivaciones de sus protagonistas, habían desencadenado numerosos recelos, que salieron a flote en esa anécdota que menciono al inicio, y que se produjo durante los días de diciembre de 1967, casi a un año justo de la presentación de La noche de los asesinos en aquel Festival de Casa de las Américas. Lo que vino después de esa confrontación que narra aquella anécdota, fue la increíble maniobra acerca de cómo desaparecer a un clásico, vivo e inmediato, de la dramaturgia y la escena cubana.

No es en ese número aludido de la revista Conjunto, sino en uno anterior, donde deben localizarse algunos de los antecedentes de esta estrategia de desaparición. Y claro, en otras publicaciones de la época: diciembre de 1966. En Bohemia, por ejemplo, dos reportajes consecutivos dan fe del Festival de Teatro Latinoamericano anunciado para ese año, y en ambas entregas aparecen señales fugaces del debate y la profunda impresión que el montaje de Vicente Revuelta provocó entre los delegados extranjeros invitados a la cita, como ya veremos. Pero vayamos un poco antes, incluso: a 1965, a fin de encontrar el inicio de esa estela arrasadora que desde sus primeras noticias fue La noche de los asesinos.

En la revista Unión, el miembro cubano del jurado que la premiara, el dramaturgo Abelardo Estorino, publicaba una nota acerca de la obra, que puede servir de magnífica introducción al lector, donde sostiene que supera todo lo anteriormente firmado por Pepe Triana y coloca al teatro cubano al borde de un abismo. En esa reseña, Estorino afirma, además: “La obra es un jugar continuo, interminable, espantoso, que sirve como ritual para exorcizar los demonios del crimen, que los deja exhaustos, incapaces de realizar las acciones que deberían hacer para encontrar esas vidas auténticas que las relaciones familiares, convertidas en infierno, les niegan. Ahí están las palabras que describen la obra: juego, ritual, exorcismo, infierno, fantasmas: la magia, conseguida por la observación precisa, minuciosa, de la realidad cotidiana transmutada artísticamente.”[1]

Para la fecha, el teatro cubano ya estaba sacudiéndose bajo los aires de modernidad que la Revolución misma trajo a la escena. De la escala doméstica y del diálogo familiar, del eco del costumbrismo y el bufo replanteados como un ejercicio de reinvención del habla nacional, y del análisis crítico de los sucesivos vacíos históricos de la Nación; se pasaba a otros formatos y otros modelos más arriesgados. Si en El robo del cochino (Estorino), Santa Camila de La Habana Vieja (Brene), Medea en el espejo (Triana), El hombre inmaculado (Ferreira), El vivo al pollo (Arrufat), Contigo pan y cebolla (Quintero), Aire frío (Piñera), etcétera, todo eso se replanteaba en una nueva escala a la vez que se ganaban nuevos públicos, también emergía un afán más arriesgado en lo formal, vinculado al caudal de información que iba arribando a la Isla con los visitantes que llegaban a ver aquel experimento mayor, la Revolución misma. La herencia brechtiana sustituyó aceleradamente lo que se había ido ganando a partir de la técnica stanislavskiana, y las discusiones sobre lo teatral se permearon de esas perspectivas políticas, en discusiones como la sostenida entre Vicente Revuelta y el argentino Pedro Asquini, portador de una visión reduccionista del marxismo y cercano a los límites del realismo socialista. La Revolución, aún, era un vértigo donde coexistían visiones contrapuestas, donde la diversidad de estéticas y asimilaciones de nuevas corrientes era parte de ese fervor, representado en gestos que poco a poco fueron siendo coartados (desde el cortometraje PM y Lunes de Revolución, hasta las Ediciones El Puente, clausuradas en 1965).

Ya en 1964, Otomar Krejča, el gran director checo, había presentado en La Habana su versión de Romeo y Julieta, donde la elección de una actriz afrodescendiente como Julieta (Bertina Acevedo) no fue el único elemento que llamó la atención, aunque sí el más comentado. Pierre Chaussat, maestro y director francés, había estrenado con el mismo grupo que asumió esa coproducción, el Conjunto Dramático Nacional, el éxito que fue De película, en colaboración con el dramaturgo Carlos Felipe: un collage de escenas paródicas acerca de la historia y los géneros del cine, con elementos de pantomima, musical, vodevil, con no menos respaldo del público. Y en esa época, el Conjunto de Danza Moderna dirigido por Ramiro Guerra coexistía con el Conjunto de Danza Contemporánea, creado por Guido González del Valle. El afán de una escena cubana de corte realista, incluso naturalista, de aliento doctrinario, que defendían algunos de sus autores, contrastaba con los módulos que desde el Seminario de Dramaturgia del Teatro Nacional aportaban algunos de sus integrantes. Y esa tensión generó otro debate: el de la pertinencia o no de lenguajes más crípticos, de mensajes menos directos y cargados de una ambigüedad que no se alineaba, precisamente, con la dirección del discurso político más férreo del instante. El Teatro Nacional de Guiñol, en 1965, consolida su voluntad de sumar al público adulto, con el estreno resonante de Asamblea de mujeres, de Pepe Carril; y el Don Juan Tenorio de Carucha Camejo, ambos con tintes eróticos y de gozo, y en el segundo montaje, con una brillante apropiación del distanciamiento brechtiano en la concepción general de la puesta, que carecía de retablo tradicional y mostraba a los titiriteros en una relación dialéctica y crítica hacia las figuras que animaban. Era mucho lo que se movía en ese espacio. Y en el centro de todo ello, estaba, por supuesto, Teatro Estudio.

Vicente Revuelta había estrenado y protagonizado en 1964 El cuento del zoológico, la pieza que dio a conocer a Edward Albee, mediante el retrato minucioso de Jerry, su atormentado personaje. Interpretar a Jerry, me contó el propio Vicente, lo estremeció más allá de sus propias maneras de evitar no relacionarse en demasía con los papeles que interpretaba: “Yo me planteaba las puestas en escena como desafíos, y con un rasgo muy grande a la vez de entrega y también de despecho. No me gustaba que las obras me atraparan sentimentalmente, que me sirvieran para vivir mi vida, irme a tomar café con los actores y reunirme con ellos, pero no excederme. Eso solamente me pasó con El cuento del zoológico, que me la trajo Wanda Garatti, y cuando la leí no entendí casi nada del personaje. Pero en la medida en que empecé a trabajarlo, el papel me fue evidenciando el estado en que yo estaba viviendo, que era como dormido. Me despertó y me provocó una neurosis del carajo. Era un rol apasionante”.

De esa crisis surgieron otras, que exigieron a Revuelta otro grado de compromiso, al tiempo que ciertas fórmulas de distanciamiento en su exploración del hecho escénico. Y cuando en 1965 La noche de los asesinos resulta premiada, el texto le sirve como un excelente punto de partida para dinamitar muchas de sus propias convenciones. La agonía de Jerry parecía conectarse con las dudas de Lalo, el papel que asumiría en el primer elenco de la obra de Triana: ese joven no menos atormentado que cambia roles constantemente con Cuca y Beba, sus hermanas, durante el ritual macabro que nunca llegará a consumarse del todo, en ese sótano o cuarto-desván, que ensayan en algún momento de los años cincuenta. La pieza llegó a manos de Vicente Revuelta como un encargo, que él leyó durante una visita al dentista, encontrando elementos de humor en el libreto que sirvieron de cauce al trabajo fundamentalmente lúdico, enfatizando el concepto de juego y representación, que dominaría en su puesta en escena: “Me pareció cómica, y nada más”, me dijo en una entrevista. Para Vicente, estos personajes son más que adolescentes, niños viejos, atrapados en el delirio de una maniobra que pretende anular a sus padres, liberarlos de ese yugo, de esa “educación sentimental que nos han dado”, según Virgilio Piñera denunció en su Electra Garrigó, aunque aquí la violencia y el grado de rechazo a esos gestos y atavismos son mucho más elocuentes. El fantasma del bacilo griego al que apelaba Piñera para derribar ciertas convenciones académicas y familiares, aquí no existe, y una forma más cruel del choteo se impone para dejar a los personajes de esta obra desdoblarse una y otra vez, en un cruce de espejos que el propio montaje aprovechó como imagen, ubicando un espejo real en la escenografía que multiplicaba, desde el fondo, la acción de toda la pieza: “Comencé a dirigirla con mucho desenfado, con mucho Brecht y muy poco Stanislavski, y con otras cosas que me aportaba una asesora buenísima, Wanda Garatti, que siempre me tenía al corriente de las «corrientes». Ahí empezamos a trabajar con el teatro de la crueldad. Al elenco lo veía con diferentes valores. Al grupo con el que yo trabajaba como actor me resultaba más difícil distanciarme, pero me sentía cómodo, sentía una muy buena interrelación con Myriam Acevedo y Ada Nocetti. El otro grupo, el de Adolfo Llauradó, Flora Lauten, Ingrid González trabajaba con más pasión, tenía más juventud, más violencia, se lo cogía todo más en serio; eran dos matices. Creo que la obra quedaba en el elenco de los viejos con más claridad, justamente porque éramos viejos haciendo las mismas boberías de los jóvenes, en esa lipidia del que protesta, pero no hace nada, que no avanza”.[2]

Si para Pepe Triana un referente ineludible fue el montaje de Las criadas que Francisco Morín estrenó en La Habana de 1954, esa clave cercana al teatro del absurdo y la crueldad, con personajes que él identifica como “figuras de un museo en ruinas”, en La noche de los asesinos apelan a una espiral aún más delirante de lo descubierto en el texto de Genet ante aquel montaje tan celebrado. Es un punto de partida liberador, como también lo fue el descubrimiento de Beckett y de Ionesco durante su estancia en España a partir de 1955, que le hizo entender las posibilidades infinitas del juego actoral en un acto de constante desdoblamiento, y con el cual luchó a través de diversas versiones desde 1958, primeramente en un libreto de tres actos y luego cerrando la trama en solo dos, que son los que conocemos, según su versión redactada en 1964. Ese cruce de máscaras frenético, como apuntaba Estorino en su reseña de 1965, imponía una cuestión de altísima demanda al elenco que asumiera dicho texto: “Cómo podrán tres actores, sin «ningún artificio», incorporar todos esos personajes. […] Lo apunto como duda y comprendo que esta misma dificultad representa un incentivo inquietante para un director y actores inteligentes”.

El estreno, ocurrido a fines de noviembre de 1966, fue una contundente respuesta a dicha interrogante. Hubo que esperar, eso sí, a que Teatro Estudio resolviera la crisis que provocó su cierre por varios meses, resuelta por el grupo y el Consejo Nacional de Cultura cuando Vicente Revuelta, por su homosexualismo y otras sospechas, fuera sustituido por Dagoberto Casañas en el cargo de director de la compañía. El montaje contó con la asesoría de Wanda Garatti y Antón Arrufat, escenografía y vestuario de Raúl Oliva, y por banda sonora contaba con el trabajo que los propios intérpretes ejecutaban con los objetos en escena. El cartel concebido para el montaje enfatizaba la noción de juego macabro: un dado, en una de cuyas facetas se clavaba un cuchillo, mientras otra mostraba una especie de máscara doble. En las notas al programa, se subrayaba el estudio acerca del teatro de la crueldad durante el proceso de creación, así como el valor de las improvisaciones en dicha búsqueda, y se añadía en una serie de apuntes: “Empleo de diferentes estilos. Hemos intentado mezclar elementos expresionistas, surrealistas, naturalistas y simbólicos, con el fin de producir contrastes imprevistos, y una visión más amplia y sintética de la realidad. El happening nos ha sido útil”.

La respuesta al estreno no pudo ser más elogiosa, aunque no faltaría polémica acerca del sentido real de ese juego, de ese ritual, de las motivaciones y capacidades genuinas de esos personajes al parecer atrapados en un laberinto sin salida. En solo unas semanas, el montaje se integró a la cartelera del VI Festival de Teatro Latinoamericano, en el que Teatro Estudio y Vicente Revuelta ya estaban insertados con En la diestra de Dios padre, a partir del texto de Enrique Buenaventura. El evento presentó una decena de espectáculos, provenientes de Cuba, México y Chile. Junto a La pérgola de las flores (Isidora Aguirre, dirigida por Cuqui Ponce de León con la compañía Rita Montaner), Topografía de un desnudo (Jorge Díaz, dirigida por el chileno Eugenio Guzmán, Taller Dramático), Landrú y Tonadas (sobre textos diversos presentados por los mexicanos del Estudio de Investigaciones Escénicas dirigido por Juan José Gurrola), El herrero y el diablo (de Juan Carlos Gené dirigida por Adolfo Gutkin con el Conjunto Dramático de Oriente), pudo también aplaudirse y comentarse en esa cartelera las puestas de El rey Cristophe (Aimé Césaire, dirigido por Nelson Dorr con el grupo La Rueda y el Folklórico Nacional) y El premio flaco (Héctor Quintero, en montaje de Adolfo de Luis con el Grupo Milanés). Amén de la pieza de Enrique Buenaventura y la de Pepe Triana, de Cuba se añadieron dos puestas que recibieron particular atención: Unos hombres y otros, sobre cuentos del libro homónimo de Jesús Díaz, dirigida por Lillian Llerena con el Taller Dramático; y la sorprendente versión del Don Juan Tenorio de Zorrilla, presentada por el Teatro Nacional de Guiñol, como invitada fuera de concurso. Junto a La noche de los asesinos, estos montajes fueron de los más celebrados en el debate del cual emanó el premio Gallo de La Habana, que efectivamente, ganó el texto de Triana en la producción de Teatro Estudio. Fue, en cierto modo, el principio y el fin de ese mito, ese reto, ese desafío, que para la historia del teatro cubano sigue siendo La noche de los asesinos.

Modesto, no invisible: homenaje a José Triana

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A Virgilio Piñera no se le escapó el verdadero sentido de lo que aportaba Pepe Triana con La noche de los asesinos. Lobo letrado de olfato agudo, advirtió que el amigo y discípulo se había transformado, con ese título, en un rival de temer. A su manera, plantó batalla de inmediato, y es de ahí que proviene el giro más violento que caracteriza a su teatro entre mediados de los sesenta y parte los setenta. En 1965, publica en La Gaceta de Cuba una nota acerca del texto de Triana, donde hace una curiosa alusión al hecho de que, como en la obra, la propia familia del autor tenga como descendientes a tres hermanos (Pepe, Lida y Gladys), al tiempo que se pregunta qué dirían sus progenitores ante la pieza: una interrogante que acaso remita a la reacción de su propia parentela ante Aire frío.[3] Estudio en blanco y negro, Una caja de zapatos vacía son otras respuestas suyas, directamente dirigidas a discutir La noche de los asesinos, que presagian lo que finalmente se resolverá en su mejor respuesta a la provocación de Triana, cuando envía al propio Premio Casa su obra Dos viejos pánicos, en 1968, y obtiene el galardón: “La noche de los asesinos fue una provocación con cuchillos matavaca que yo no podía pasar por alto. Siendo, por lo menos, tan joven como Triana, me tiré al ruedo y escribí Dos viejos pánicos. Si Triana, con su pieza, abría un nuevo camino al teatro cubano, lo menos que puede hacer un teatrista que tenga sangre en las venas, sentido de la Historia y pasión por el teatro, es seguirlo y secundarlo. No soy un viejo caquéctico que se empeña e idiotiza en sus viejos módulos. […] Triana, que por lo menos es tan joven como yo, también es un experimentador, y tanto lo es que acabó por modernizar del todo nuestro teatro. Y ambos seguiremos experimentando, por supuesto con los cuchillos escénicos entre los dientes”.[4]

Valdría esto para imaginar el impacto de la pieza, su capacidad para incomodar, asombrar y generar debates. Ya en el jurado que la premió, uno de sus integrantes, el argentino Bernardo Canal Feijóo, había votado en contra; y habría que recordar la nota publicada por la propia revista Casa de las Américas en la cual Juan Larco acusaba a Triana de haber poco menos que plagiado a Las criadas de Genet, y le echa en cara “la radical disminución del contenido ideológico”.[5] Durante las discusiones del VI Festival de Teatro Latinoamericano para decidir qué espectáculo recibiría el Gallo de La Habana, La noche de los asesinos fue por supuesto la candidata más potente y más polémica. Si el clima de esas reuniones (se conserva una versión taquigráfica de la jornada de decisiones) es intenso, y se analizan con honestidad y a fondo las virtudes y defectos de los espectáculos aspirantes –entre los cuales los que peor salieron fueron los del conjunto mexicano y El rey Cristophe–, la mayoría de los teatristas señaló la solidez y contundencia del trabajo de Vicente Revuelta como director de La noche de los asesinos. En una entrevista aparecida en Conjunto, Abelardo Estorino dialoga con el autor y el director de ese espectáculo. Triana asegura: “sencillamente lo que yo veo en el escenario es lo que yo deseaba que la obra tuviera. Es decir, no hubo nunca ninguna contradicción entre la idea que yo tenía de la obra y la idea plasmada escénicamente”. Mientras, Vicente Revuelta alude en su acercamiento al texto su propio estudio de lo que había logrado en 1958 con su montaje de Viaje de un largo día hacia la noche, con el que se funda Teatro Estudio, y su conexión ya en otras dimensiones con la ruptura del mito familiar que propone Triana. El trabajo en equipo, la apropiación de un rejuego escénico a partir de una intención caleidoscópica de todas sus nociones, y el empleo a conciencia del choteo criollo (referencia a Jorge Mañach incluida), son algunas claves de lo que sostiene el “éxito que ha tenido La noche de los asesinos”, como dice Estorino en el arranque de esa conversación.[6]

La protagonista absoluta de esa entrega de Conjunto era, faltaba más, esa producción tan comentada. Las fotografías de Ernesto Fernández que muestran a su primer elenco ilustran la portada y otras aparecen en el interior del número. En las declaraciones de los participantes del evento, el título de la pieza salta una y otra vez, como prueba de cuánto les había impresionado. Y lo mismo ocurrió entre los espectadores y críticos durante los días del evento, como puede comprobarse en las dos entregas de la revista Bohemia dedicadas a reflejar, en su segmento cultural, el evento convocado por Casa de las Américas. En la entrega del 9 de diciembre, Natividad González Freyre registra las primeras jornadas, que tuvieron su apertura el 21 de noviembre en Topes de Collantes con la presentación de La pérgola de las flores: “De todas las obras presentadas La noche de los asesinos fue, sin lugar a dudas, la que mayor impacto produjo, y de ello da buena cuenta el debate que tuvo lugar en la sesión del II Encuentro de Teatristas correspondiente al 26 de noviembre. El consenso general fue que se trataba de una pieza de gran calidad y una brillante puesta en escena”. La reseña reproduce elogios de Román Chalbaud, Carlos José Reyes, Isidora Aguirre, y entre otros, del gran director ruso Yuri Lubimov. Pero también hubo criterios negativos, como los del egipcio Alfred Farag, quien consideraba que era una obra inútil en un “país en vías de desarrollo”, y el de Bich Lam, delegado vietnamita, quien afirmó: “Si tuviera que montar esta obra en Viet Nam la rechazaría porque el pueblo no la comprendería”.[7]

Aún mayor cobertura ofrecería Bohemia en su número siguiente, del 16 de diciembre, donde aparece una entrevista con Vicente Revuelta, ya ganador del Gallo de La Habana, como demuestra una fotografía donde sostiene el trofeo. Y a continuación se recogen opiniones de los teatristas que “vinieron de cuatro continentes”. La noche de los asesinos fue la ganadora rotunda de la cita, en cuya cartelera además asombró el trabajo del Teatro Nacional de Guiñol (Don Juan Tenorio y Shangó de Ima) y se destacaron los valores inmediatos, en su análisis de la realidad cubana, de Unos hombres y otros. Bich Lam es citado nuevamente en esta otra reseña, aunque con una opinión más amable. Vicente Revuelta había decidido ceder el Gallo de La Habana al pueblo vietnamita, poniendo en manos de este delegado el galardón, algo que pareció tan inesperado como lógico ante la presencia constante del conflicto bélico de esa nación en la prensa y en todos los discursos de la Cuba de esos días. Interrogado acerca de este gesto, el director respondió a Bohemia: “Durante cuatro meses hemos trabajado montando La noche de los asesinos. […] Para descansar a veces iba al cine. Viet Nam estaba en el noticiero y me sentí como abofeteado. Decidí no volver al cine porque me hacía dudar si tenía sentido mi trabajo frente a lo que estaba ocurriendo. Y mientras más logros obtenía en los ensayos me iba sintiendo más incómodo hasta que esta incomodidad se hizo casi inconsciente. Pero ya había perdido la alegría. Vino el estreno. Recibí las felicitaciones, el aplauso del público y hasta el premio del Gallo con una cierta indiferencia. Entonces, cuando ya habíamos obtenido el premio, estaba almorzando con un amigo y le dije: «El Gallo yo se lo daría a Viet Nam». Fue entonces que comprendí que mi trabajo adquiría un sentido”.

En la revista Conjunto aparece una foto del director cubano, en el momento de ceder el Gallo al vietnamita. La cara de Vicente Revuelta, con una especie de sonrisa muy suya en ese instante, no deja duda entre quienes le conocimos, y sospechamos que más que la motivación política, lo impulsó el anhelo de devolver con guante blanco al delegado una respuesta acaso más jodedora, cercana al propio choteo criollo del cual tanto se sirvió para su espectáculo: regalar el trofeo justamente a quien había opinado que no elegiría esta pieza para presentarla a su pueblo porque “no la entendería”. Uno de esos cruces y juegos tan ambiguos y curiosos que forman parte, sin duda, de la historia de La noche de los asesinos.

Fuera cual fuera la opinión de este o aquel, la pieza y el montaje se beneficiaron de la enorme caja de resonancia que les ofreció ese evento, y la imagen aun tan abierta y frenética que la propia Revolución brindó como espectáculo a los ilustres visitantes. En un eco notable de esa excelente acogida, la obra fue invitada al Festival de Teatro de Naciones, en París, y posteriormente, a una amplia gira por plazas europeas (ninguna socialista, por cierto), que ocurriría a lo largo de 1967. Durante el debate de los teatristas, Dario Fo apuntó algunos elementos cruciales que seguramente ayudaron a transparentar las discusiones, en lo que respecta a las dudas que algunos tenían, ideológicamente, acerca de la rebelión sin salida que creían ver en La noche de los asesinos. Dijo el gran artista italiano: “Siempre hay temor en los países que comienzan la revolución, y se muestra un moralismo y no una moral, la máxima valentía que se demuestra en estas cosas, y otros países socialistas, es aludir por medio de alegorías a los problemas negativos. Hablo de Checoslovaquia, de Polonia, de todos los países del Este. […] Yo creo que es importante continuar con constancia por este camino. Agrego por fin mi placer enorme de ver que ustedes han escogido esta obra y la han premiado. Yo aplaudo e invito a aplaudir a los que han tenido el coraje de premiar una obra tan revolucionaria.”[8]

Con estas palabras como lujoso respaldo salía de gira La noche de los asesinos. Ese viaje a través de Europa, y las representaciones de la pieza en otras naciones a cargo de otros grupos y directores, alentarían el mito. Pero al volver a La Habana, indudablemente, los integrantes de Teatro Estudio descubrieron que algo había cambiado, sin dudas. Y los efectos de ese cambio serían decisivos en la progresiva desaparición de ese clásico inmediato, esa obra que Rine Leal, en uno de sus arranques de pasión por la escena, llegó a calificar como la “obra más universal que hayamos producido en 400 años de teatro”.


Notas:

[1] Abelardo Estorino: “Triana salva a los asesinos”, reseña en la sección “Notas”, Unión, n.o 3, julio-septiembre de 1965, pp. 178-180.

[2] Norge Espinosa Mendoza: “Primer plano de Vicente Revuelta”, publicada en dos entregas de Entretelones, n.os 59 y 60, 2008.

[3] Virgilio Piñera: “Noche de los asesinos”, La Gaceta de Cuba, n.o 47, octubre-noviembre, 1965, p. 25.

[4] “Dos viejos pánicos en Colombia”, entrevista a Virgilio Piñera en revista Conjunto, n.o 7, 1968, pp. 69-71.

[5] Juan Larco: “La noche de los asesinos [de] José Triana”, Casa de las Américas, año. 5, n.o 32, septiembre-octubre, 1965, pp. 97-100.

[6] “Destruir los fantasmas, los mitos de las relaciones familiares”, entrevista de Abelardo Estorino a Pepe Triana y Vicente Revuelta, Conjunto, n.o 4, agosto-septiembre de 1967, pp. 6-14.

[7] Natividad González Freyre: “El teatro latinoamericano en su VI Festival”, Bohemia, 9 de diciembre, 1966, pp. 24-26.

[8] Dario Fo, declaraciones a la revista Conjunto, número 4, p. 65, 1967.

NORGE ESPINOSA
NORGE ESPINOSA
Norge Espinosa Mendoza (Santa Clara, Cuba, 1971). Dramaturgo, poeta y ensayista. Licenciado en Teatrología por el Instituto Superior de Arte de La Habana. Sus obras teatrales han sido puestas en escena por grupos como Pálpito, Teatro El Público o Teatro de las Estaciones, en Cuba, Puerto Rico, Francia o Estados Unidos. Entre sus textos destacan: Las breves tribulaciones (poesía), Ícaros y otras piezas míticas (teatro) o Cuerpos de un deseo diferente. Notas sobre homoerotismo, espacio social y cultura en Cuba (ensayo). Es un reconocido activista y estudioso de la comunidad LGBTQ cubana. Su poema “Vestido de Novia” se ha convertido en himno de las reivindicaciones de este grupo.

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1 comentario

  1. Felicitaciones a Norge por esta crónica valorativa tan bien documentada. Norge es el continuador de Rine por » La selva oscura». Y yo salgo esa noche hasta El Carmelo de Calzada, a celebrar asombrado ante la calidad de la puesta en escena de Vicente. Gracias a Norge.

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