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Tan lejos y tan dramáticas. Conferencia y conferenciantes performáticos en la obra de Nara Mansur

Creo que el teatro de Nara Mansur es de la adultez y el desengaño. Su mejor virtud es su mayor peligro: la libertad que supone en su aparente ausencia de rumbo.

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Estoy aquí preparando el arma, ajustando mi corsé.
Nara Mansur, Charlotte Corday. Poema dramático

Cuando en el texto anterior, a propósito de una invitación de Nara Mansur pensaba en su visión del término diáspora, el primer suceso que vino a mi memoria fue el del 27 de noviembre de 2020 en La Habana, inédito en la historia de Cuba posterior a la revolución de 1959.

Si un evento de la magnitud de cualquier revolución resulta fallido en las dimensiones en que a corto, mediano y largo plazo resultó la Revolución cubana a mano de sus principales actores, ¿podemos considerarlo revolucionario en su origen, como una dispensa?

La interrogante es sólo la punta de iceberg del sentir que a tantos nos dejó encallados frente a la idea de la Revolución como simulacro y de su líder, Fidel Castro, como prototipo de padre-amante-hombre de éxito.

Nara no había estado plantada con los muchachos y los colegas ese día de noviembre a la entrada del Ministerio de Cultura, no había sentido el miedo en la madrugada del 28 durante la encerrona de la policía. En Buenos Aires, ella no pudo experimentarlo como nosotros en La Habana. Otra cosa parecida a la impotencia seguramente sí, a la incredulidad, sobre todo parecida al despertar de un espejismo al que ya la mayoría habíamos comenzado a nombrar de manera frontal dictadura.

Ahora, en Miami, me sentía dueña de todo el dolor cubano. Como si me perteneciera, y a los que habíamos dejado Cuba de manera abrupta. Tendría que haberle preguntado entonces a ella, y a quienes ya estaban idos, para trazar un mapa del miedo en la diáspora.

A veces me gusta la idea del mapa, el trazado, la cota.

Un año después de aquella invitación que terminé declinando he releído el grueso de su obra, incluida la pieza inédita de próxima publicación en Argentina por Ediciones Bucarest, Alfonsina reloaded (2025), donde el personaje nombrado La autora se pregunta: “¿Dónde está mi miedo?”

“Sesenta años de miedo de la muerte de las cosas que amé o que amo y ya perdidas”, dice. Y luego: “Estoy atravesando algo que no sé cómo llamar. Esto no tiene nombre””. ¿Se refiere Nara al descalabro patrio, en ese juego suyo de los sentidos y el orden? Alfonsina Storni, que en la obra figura como los personajes Alfonsina Storni / Tao Lao, no vivió sesenta años para contar nada; se quitó la vida a los treinta y seis, en 1938.

“Todo poeta es en esencia un emigrante. Un emigrante del reino de los cielos y del paraíso terrenal de la Naturaleza, lleva siempre la marca especial del descontento”, cita Nara a Marina Tsvetáyeva en las primeras páginas de esta pieza como si respondiera de antemano a cualquier pregunta.

* * *

Aquel día los muchachos llegaron con los ojos ardidos, no podía creerlo, pero lloraban, gritaban encorvados rabiando de dolor. Algunos sin camisa: “Están echando gas pimienta allá abajo”, “gas pimienta”, “allá abajo”. Se referirían a la calle Línea del Vedado habanero a unas pocas cuadras del Ministerio de Cultura. De alguna forma habían conseguido salir a por agua y comida o les fue permitido como a caballos de Troya, ajenos, en nombre del escarmiento que nos darían a todos después.

Los que estaban más cerca les bañaron el rostro y el pecho con la poca agua que les quedaba. Entre todos instábamos a la calma, a continuar sentados sobre el pavimento donde permanecimos desde que, a media tarde, treinta de los cuatrocientos o quinientos que llegamos a ser ese día fueron finalmente recibidos por el viceministro.

Me temblaba todo. A duras penas conseguí sacar el móvil, encenderlo, escribir a algunos de los colegas que entraron al Ministerio: gas pimienta…, acá abajo… No podía sospechar que les habían retenido los teléfonos.

Reenvié el mensaje al viceministro. Silencio.

Había saboteadores entre nosotros. Gente que por encima de la ropa se les notaba que ni fú ni fá: chicos bien en bicicleta, como recién bañados, que nadie conocía e incitaban al levantamiento; y lampreas del peor género, mal disfrazados de “artistas”, manoteando feo, desentonando.

Cantábamos y en cada hora en punto aplaudimos por nosotros, por Cuba, y parafraseando a Nara en su ensayo “Conferencias y conferenciantes performáticos”:por “el acto de habla”.

Especular, jugar al ratón y al gato con las palabras y los significados. De eso también se trata cuando habla ella de conferencia y conferenciantes performáticos; del margen cedido al ensayo sin imposturas –ni expectativas como en el amor romántico– que abiertamente no culmina la noche del estreno ni las siguientes noches; del texto que no existe para ser representado sino “presentado” como un juego de naipes, abierto, ante un espectador cuyos límites no serán ya velados al uso porque deviene “colaborador”, transformador inquieto de lo que se cuenta –y se contará– en instancias no establecidas; ente vivo como el actor/lector de realidades probables menos ceñidas al espacio de la ficción. Por otra parte, el actor asumido como presentador, conferencista, investigador, no necesita del drama de la memoria; si bien creo en el orden del virtuosismo incluso transmutado.

Nara Mansur parece ser heredera de un teatro construido al revés por gente muy pirada, desplazada o suicida que ha olvidado el libreto y burlado los escenarios. ¿Habría conseguido escribir para el “espectador local” como originalmente le fue pedido desde Miami hiciera en la pieza sobre la vida y obra de Alfonsina Storni? ¿Habría conseguido escribir para algún espectador al menos? Estructura intrincada donde las haya, entre el ensueño y el material de archivo, la de Alfonsina reloaded

* * *

Querida Nara,

Ahora todo me conmueve y me paraliza. Paso el día lloriqueando por cualquier cosa: una película, una fuente de fresas bañadas en chocolate, una iguana que me cruce por delante; cualquier cosa. Hay visiones, sonidos, olores que no volveré a soportar y esta ciudad que comencé a amar y no basta, está llena de ellos.

Ahmel tiene que llevarme al mercado porque no me atrevo a hacer la compra sola. Cada semana enfermo de algo, estoy harta de tratamientos, de mi desmemoria. De lo que no tome nota al instante no queda ni el rastro.

 “Somos los inventores de la revolución, pero todavía no sabemos utilizarla”, ¿fue lo que escribiste para Charlotte Corday?

Ahmel y yo a veces nos hemos disgustado por cuenta de terceros. Un disgusto compartido quiero decir: “Todo comienza a diluirse”, dijo anoche y yo pregunto si no será vivir derrotados lo que queda de vida, medio muertos, en tanto Cristina Peri Rossi se refirió en Estado de exilio a la diáspora como derrota.

¿Cómo saber si cuanto llevamos por delante nos queda grande o no?

* * *

Si aquella invitación de Nara con la que inicié este recorrido unas semanas atrás me llegara otra vez y pensara en el lugar que ocuparía ella en escena, yo la volvería a ver en la piel de Alfonsina Storni como era su idea; pero también como Charlotte Corday.

Hay en su pieza Charlotte Corday. Poema dramático (2002-2003) –y en la interpretación que hace del personaje– un gesto libertario y, por razones obvias, una comprensión del discurso difícil de igualar.

“En la matanza de Marat, Corday le dio un giro irónico a las circunstancias de la causa revolucionaria, dio excusas a los opositores y repartió el terror como terrón de azúcar para los que toman té como lo más natural del mundo […] —«La terrible desgracia que tengo me da derecho a pedir vuestra amabilidad […] me da derecho a pedir vuestra cabeza»”.

Pensaba en algunas de las derivas del texto en La Habana: Charlotte y el animal (2016) de Andrea Doimeadiós y Martha Luisa Hernández Cadenas, presentada en la sede de Teatro El Público; y el breve recorrido de un trabajo de mesa en el año 2003, a cargo de la de la propia Nara, con la participación de la actriz Broselianda Hernández y del artista visual Alexis Pucho Parra, con el registro del material que, muy discretamente, atesora YouTube.

Sí que era hermosa Brose y se le daba de manera brutal el teatro; criatura sin techo y sin ley, inocente y culpable a la vez, como todo hijo obligado a madurar temprano. Me recordó a veces a Sandrine Bonnaire interpretando a Mona en la película Sin techo y sin ley de Agnès Varda.

Otra “mujer flotando en el mar helado”, así habría podido describir Nara la muerte de Broselianda en las playas de Miami el 18 de noviembre de 2020, a los 56 años, como ha escrito la muerte de Alfonsina Storni en su Alfonsina reloaded.

A más de un voyeur habrá encantado la actriz, enamorados furtivos, impostores sin esperanzas; algún que otro impío escrutador del drama o la felicidad ajenos bajo la sombra de las redes sociales, el perfil falso: transcribiendo para sí, con tinta invisible, la performance de la vida.

“Cuando pienso que descubrí, que conocí algo / una joya, es decir una persona / es decir, el amor / al punto dudo […] Destruir la ilusión para que no me destruya a mí. / La única verdad es mi torcedura / No sé si soy el verdugo o la víctima / el instrumento de tortura o la enviada de Dios”; declamaba Mansur a Corday en su condición de autora, directora y actriz para el IX Festival Latinoamericano de Poesía en el Centro –Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini (Buenos Aires, 2017)– en un giro de “la contingencia” escénica que hacía de este acto, concebido a la manera del teatro de cámara junto a los músicos argentinos Guillermo Esborraz, su marido, y Marian Dames, un momento atípico. Del mismo modo en que trabaja la curaduría visual de sus obras, programas de mano y libros. Porque “la imagen no ilustra sino que compone de otra manera”, me comentaba hace unos días y hablaba de “herramientas de yuxtaposición”, de “materiales infinitos”, “dramaturgia” y “lectura total”.

* * *

Cuando el 11 de enero de 2023 llegué a Miami para establecerme, traía entre las imprescindibles pertenencias el cuaderno de poesía Arpegio (2019) de Nara; volumen que resulta la esencia de la pérdida en su obra más allá de las circunstancias en que fue concebido. Exactamente como la esencia que elige para darle título: Arpegio, de Lanvin.

A propósito, vale decir que la fragancia Arpegio fue ideada por la diseñadora francesa Jeanne Lanvin para homenajear a su hija Marie-Blanche (Marguerite) en su treinta cumpleaños: “la joven, apasionada de la música y del canto, cuando probó el perfume dijo que parecía un arpegio” –precisa Nara hacia el final de un cuaderno escrito como una canción de cuna, desarticulada, para su madre que acababa de morir:

“Elle y solo elle caída venida a tierra […] Le digo vicaria bienamada Arpegia […] Le potro le mártir Ahora no / Le beso no              Ahora no […] ¡Oh es mi madre! […] Elle ah hoz el árbol no ah oh oh oz / ¡A elle no! ¡A el[1] tampoco!”

“Elle no muere se amortaja se invalida el lloro”.

Hay, en la pieza, un largo y estremecedor recorrido por la memoria familiar que es la memoria de la Revolución cubana que es la memoria de la enfermedad y del olor de la piel de su madre, que pudo haber sido la mía, entre las notas de un perfume y la carta de amor:

“Acuérdate mirar al cielo en su plenitud, eso da sensación de libertad, de optimismo, disfruta lo bello de ese lugar, déjale poco espacio a lo triste, a lo áspero. Ya ustedes entraron en el otoño que tiene tanto encanto”.

“No te puedo creer, Cirenaica”, “no te puedo creer”, fue lo que contestó el viceministro cuando sobre las dos de la madrugada el plantón terminaba y respondía a mi mensaje.

A pocas cuadras, en la que hacía muchos años era ya su casa, mi papá y su mujer nos esperaban despiertos. Excitados. No habían ido a la cita en el Ministerio. Ellos ya eran parte del sistema. Esa que alegremente complacía al régimen pintando murales junto a otros colegas por toda la isla y se retrataba luego abrazada a Fidel. Pensaba en si de algún modo me recordaban a Ricardo y a Eva en Viaje a La Habana de Reinaldo Arenas.

“Con la reja abierta, con la reja abierta… Espérennos con la reja abierta…”, fue lo que les grité al teléfono mientras de la mano de Ahmel casi corríamos.

Mi papá ya no entendía nada. A cada tanto nos llamaba para que fuéramos a merendar y a tomar agua. A los teléfonos les quedaba poca carga y teníamos que apagarlos. Los encendíamos para saber qué pasaba afuera de la manzana y las cuadras que rodeaban al Ministerio de Cultura y para dejar noticias y subir a las redes sociales el testimonio de lo que allí sucedía.

Ya eran las doce o la una de la mañana, quizás todavía fuera la noche del 27 cuando tumbaron la luz y la patrulla que cerraba la calle por el costado derecho giró y avanzó sobre nosotros. El brillo de los faroles delanteros como cañones golpeándonos. Pensé que nos pasarían por encima. No teníamos adónde huir. Las calles aledañas estaban repletas de guaguas vacías. ¿Para llevarnos y golpearnos como ocurrió después, el 27 de enero de 2021, con otro grupo de colegas frente a las puertas del mismo Ministerio?

* * *

Imagino el placer con que el nuevo landlord hará derribar hoy el tabique que nos separa del resto del apartamento donde vivimos subrentados: una irregularidad que Ahmel y yo pasamos por alto para tener techo y relativa privacidad durante poco más de un año; se pasea por los jardines como un perro de presa, un dóberman entrenado que si muerde no suelta. Ya se llevaron las ramas que pinté de dorado para el performance del Sandrell Rivers Theater y una sillita de hierro y esmalte que tenía en la puerta, y las bicicletas y los barbecue grills de los jardines y los cubos y las tendederas portátiles de los vecinos en el patio común. Nos quieren fuera. El condominio va cobrando aspecto de resort… En la playa, el sonido de los helicópteros presagia antiguas tormentas. No volveré al mar. Tengo miedo. Más miedo. Miedo sobre miedo… Ahmel no sabía que debía salir de Cuba. Yo lo saqué de nuestra Pachamama: “necesitas un dolor que te ate a tierra”, dijo… “Esta noche, Ana María, invítame a un café en tu casa”.

* * *

No porque lo confiese Cristina Peri Rossi en el prólogo de Estado de exilio / Correspondencia(s) con Ana María Moix nos deja la sensación del texto que se ha escrito de una sentada, “una noche”, bajo el efecto de una misma pulsión. Sin borraduras como un lienzo de Lucien Freud.

No hay en él la síntesis ni el recogimiento amargos de: “Tengo un dolor aquí, / del lado de la patria”, el poema escrito en dos versos con el que la autora encabeza el primer segmento de su cuaderno; ni del otro con que lo nombra: “muy pronto tan lejos / bastante mal […] solo miro diferente / todo / fuera más humano”; tampoco del titulado Carta de mamá II con el que se despide acaso de sí misma en la voz de su madre:“No te olvides de nosotros / que te queremos tanto”; la autora que también ha contemplado el suicidio como salida cuando deja Uruguay.

Abundan, en la Correspondencia(s) con Ana María Moix, enumeraciones, saltos a veces confusos al vacío del delirio, aparentemente sin otro sentido que el de hacer constar el estado de exaltación que la figura de Ana María Moix le provoca.

Se deja ir Peri Rossi –como si Ana María Moix no supiera– en el recuento histórico de la lucha de clases, o del intercambio de oro por espejos, desde Hernán Cortés a Che Guevara; y a Henry Miller, Allen Ginsberg, Herman Hesse y la Revolución francesa “que es la única revolución que se puede citar sin rubor porque es la historia de la puta madre que nos parió”.

La madre de las revoluciones, le habría bastado decir a Roberto Bolaño.

No sé si me interesa el modo en que actualmente se traduce a escena el teatro de Nara Mansur porque no estoy ahí para juzgarlo. Creo que es un teatro de la adultez y el desengaño. Su mejor virtud es su mayor peligro: la libertad que supone en su aparente ausencia de rumbo. Llama la atención el número de jóvenes que continúa acercándose a su obra, ¿cómo a una autora de culto?

Si ahora pienso en nuestro proyecto trunco para BIENALSUR 2025 también puedo imaginar a Nara en la piel de Cristina Peri Rossi. Como si ella misma, y no yo, interpretara a la uruguaya y culminara nuestra performance con la carta apócrifa que aquí le dejo:

Querida Ana María Moix,

Aquella madrugada Bibí llamó de vuelta, le había escrito antes para decirle: mi cuerpo te guarda un raro sentido de fidelidad. Cuando sonó el teléfono creí que sería para contestar “te quiero”, porque fue ella quien me buscó; era ella quien me endulzaba el oído en el chat. En cambio, dijo que descorchara una botella y me fuera a la cama con mi marido. Puedo recordar su cara, su sonrisa y su mirada sardónicas; cada gesto de victoria. No sé cómo no me lancé por la ventana esa misma noche. ¿Será que una ya escuchó de alguna manera lo mismo, antes?

Le sonreí con la resignación de un cordero.

Yo estaba en el hospital cuidando a mi padre; murió esa tarde luego de haberme ido a casa. Fue la última de las madrugadas que pasé a su lado, la última vez que lo vi. Cuando regresé a toda prisa se habían llevado el cuerpo. No quiero hablar ahora de eso. No hubo velatorio sino una larga espera para que fuera llevado del sótano del hospital al de la funeraria. Y de ahí en un cajón de quinta, que se caía a pedazos, al crematorio. Allá dentro, ya no quise verlo. Vi el cajón a lo lejos, apilado entre otros cajones como el suyo. Mi papá se fue de este mundo de un puntapié. Barrido como se barre la sobra debajo de la mesa.

Cuando finalmente llegué a Miami y me encontré con Bibí, ella dijo que se había enamorado, que todas sus actitudes infantiles y desquiciadas respondían a que se había enamorado, que yo era su “gran amor”, su “niña”, su “flor” y todo eso que ya sabes, dijo. Hasta que me echó de su casa una mañana sin que mediara un argumento real. Se vino sobre mí como una tromba, un tornado, yo todavía no salía de la cama, acababa de despertarme. Blasfemaba, bufaba las mentiras que ya le había escuchado repetir un año entero. Sobre sí. Sobre mí y sobre mis sentimientos hacia ella. Claro, había pasado la madrugada metida en mi teléfono –a saber cómo se hizo de la contraseña la ramera, ¡cobarde!, si parecía que de mí vida ya lo había preguntado todo–, dándole vueltas a las circunstancias que ella misma había creado para hacerlas girar otra vez en su favor: juntando por aquí, descontextualizando por allá; estructurando su propia narrativa del descarte y la sustitución. Creo que pasó días en eso: royendo, vaciando mis chats en su computadora mientras yo dormía. Me di cuenta cuando empezó a hablar con mis palabras. Hasta que confesó airada, justificando el fin y los medios; que había “necesitado investigar”, dijo.

Entonces, recogió los cuchillos. Ella sabía que había tenido mi primer intento suicida a los nueve años. Los guardó todos en el carro. Los sacó cuando pregunté porque, sí, los eché en falta. Después de aquella mañana yo me quedé en su casa y seguí cocinando para ella, para su madre que estaba en cama, a quien llamaba “santa”, y para el perro.

Ese día temprano, luego de la refriega, ellas se fueron al médico. Bibí me quitó la llave de la casa que había tardado tantísimo en darme y dijo “pasa el seguro cuando salgas”. Pero yo no tenía adonde ir. Ella lo sabía. Hice las maletas como pude. Cuando regresó yo estaba en el suelo del closet no sé si llorando. Lloré tanto esos doce meses –ella también lloraba– que ya no recuerdo si me había dormido o desvanecido. Entonces dijo “te puedes quedar hasta que encuentres adónde ir”.

Una semana después, la luz de alguna estrella quiso que vendiera una performance y tuve diez mil dólares en la cartera. Pero diez mil dólares en este país, sin un empleo, no alcanzan para rentarse, pagar depósitos ni dar fe crediticia. Ella también lo sabía.

Los pocos días que quedaron hasta que finalmente me fui, Bibí los pasó buscándome alquileres. Se sentaba a la mesa de la cocina con su laptop mientras yo cocinaba. Buscaba, buscaba y amagaba y se me encimaba por la espalda, por encima del hombro con la laptop en las manos para obligarme a mirar la pantalla. En el rostro descompuesto la satisfacción de quien es feliz humillando, martirizando, desagradando al otro. Al resto. Al resto. Al resto.

¿Y yo cómo iba a salir a buscar nada si tampoco sabía coger una guagua?, si aquí no es como en Cuba que sales a la calle y preguntando llegas a cualquier parte. Aquí no hay gente en la calle, no en la mayoría de las calles, y si las ves, según el barrio y la hora, te mueres de miedo. Aquí todos andan en sus carros refrigerados viviendo para adentro. Habría que irse a la playa o al centro donde están las oficinas y los grandes negocios o a Nueva York o a San Francisco. Miami puede ser una sartén hirviente flotando en el universo.

Luego daba las gracias por la comida y las daban la anciana y el perro. Si se cambiaba de ropa se cubría o me cerraba la puerta del cuarto. Ahora sé que Bibí lloraba de rabia.

Querida Ana María, la que una vez dijo que pasara lo que pasara yo siempre tendría techo y comida en su casa, al cabo, cuando pareció que haríamos las pases, que olvidaríamos nuestras vergüenzas cotidianas, dijo que aquello no había sido echarme, que echarme habría sido ponerme con las maletas en la calle.

agosto 3 de 2025

Últimos días en North Miami Beach, Normandy Shores – primeros días en Willimantic, Connecticut


Notas:

[1] Sin acentuar en el original ni en ningún otro momento del poemario en función del juego sonoro que propone la autora con la lengua francesa a la hora de nombrar: Elle; ella; le; el; Lil por Liliam, el nombre de su madre.

CIRENAICA MOREIRA
CIRENAICA MOREIRA
Cirenaica Moreira (La Habana, 1969). Artista visual. Graduada en la Facultad de Arte Teatral del Instituto Superior de Arte. A través de la fotografía, su obra explora la representación del cuerpo femenino, con un marcado carácter autorreferencial y performático. Ha realizado exposiciones personales en Cuba y en el extranjero, y participado en importantes muestras colectivas en La Habana, Estados Unidos, España, Alemania, Francia, Israel, Brasil o Jamaica. Obras suyas integran las colecciones del Art Museum de la Universidad de Virginia, de la Fundación Arte Viva de Río de Janeiro, de la Fototeca de Cuba, del Foto-Fest de Houston o de la Lehigh University Art Gallery de Pensilvania.

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2 comentarios

  1. Siempre me da mucha alegría leerte, disfrutar de tu desenfado expresivo y del revolico de referencias. Sé que mi querido amigo Juan desde dónde cabalga en su Rocinante, se siente orgulloso de tus rumbos autónomos, libres, en el sentido de libertad que nos da Camus en El mito de Sísifo. Felicitaciones.

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