Los candelabros de bronce no se limpian y nunca se les ponen velas blancas, siempre las amarillo miel. Él sonríe levemente y me invita a sentarme en el alféizar de la ventana. Toma un sorbo de un té negro egipcio en su taza blanca y continúa: Vamos luego a Galiano a que me compre unas cortinas. Me ilusiona mucho verle, tan enamorado de su nuevo hogar en la calle Refugio, y con tanta energía vital a sus 80 años. Fuimos y regresamos con unos manteles refuncionalizados que, con mucha imaginación (de la cual tenía de sobra), se volvían cortinas de lino puro. Había una manera muy suya de eludir la realidad y transformarla en algo bello. Con esos pequeños cuadros viejos encima de la camita y la lámpara de Tiffany se verá simpático, se reía, verás cómo la luz amarilla hace lo suyo.
Confieso que, en ese momento de mi vida, no entendía la mayoría de las cosas que decía. Lo peor era cómo lo notaba. Por eso me invitó a leer El elogio de la sombra, concretamente un fragmento donde el dorado se transforma haciendo de la opacidad un misterio revelador. Volvimos a salir a la calle, y fuimos conversando de este y otros temas mientras caminábamos la ciudad en busca de cada detalle. En ocasiones, llamaba la atención sobre la existencia de un mundo fotografiable, sobre todo en la parte vieja de la ciudad. Mencionaba que había tesoros escondidos en las sombras y en las luces violetas paradójicas de esta isla. Por eso, cuando alguien me dice que se identifica con el nieto de La ciudad que heredamos, pienso: el nieto soy yo.
Seguimos caminando. Una vecina da el aviso: hay buganvilias en Neptuno y Águila. Su adoración por las buganvilias blancas era conocida en media Habana Vieja y Centro Habana. Su plan era cubrir toda la terraza de estas hermosas flores, a fin de interrumpir las miradas inoportunas que, desde fuera, perseguían saber lo que sucedía dentro de la casa. Más adelante yo también fui esa vecina, al darme a la tarea de ir en busca del pequeño tesoro floral que cubría su mundo de belleza.
Un búcaro de cristal no hace las mil congojas, un jarrón de bronce sí. Coloca el florero de cristal dentro del jarrón de bronce y deja caer las azucenas recién cortadas que había encontrado al regresar a casa. Era una escena habitual; siempre se le olvidaba ponerles agua y repetía la acción. Escondía la mitad del tallo, pero dejaba ver que la flor descansaba. Volvía a mirar y sonreía.
Me pidió le montara una obra singular, un regalo que Calvert Casey le había hecho años atrás, un dibujo de José Luis Cuevas. Por entonces, yo ignoraba quién era aquel pintor, pero aun así manejé la pieza con la reverencia que merece lo desconocido. Con esmero y algo de fortuna, logré ensamblarla. Él, desde su sillón, no apartaba la vista, como si temiera que el dibujo pudiera desvanecerse. Cuando terminé, sus únicas palabras, dichas con una calma punzante, fueron: Usted es de una maldad profunda. Calló y sonrió, con esa sonrisa que guarda secretos. Confieso que después me obsesioné con aquel dibujo. La poeta juraba que había en él algo de brujo. Nunca he visto, de Cuevas, algo tan tremendo.
A su lado recorrí las calles de La Habana, deteniéndonos para compartir empanadas de carne y malta fría, frente a la vieja universidad, en la parte de arriba. La gente ya lo reconocía, le decían “señor” con esa mezcla de respeto y familiaridad que da el tiempo. ¿Leíste ese texto que se titula La empanada de rosas?, me preguntó; con los años devoré cada uno de sus libros. Sus versos y su prosa tenían un latido propio; guardo con devoción De las pequeñas cosas, que aún resuena en mí como un murmullo íntimo. Quedamos en vernos para decidir la imagen de cubierta de su último libro de poesía, Vías de extinción. Tuve el privilegio de leerlo inédito. Decidimos que en la portada iría un quinqué, porque la magia, decía él, estaba en trabajar con el hollín, en extraer del humo una obra de arte. Para él, la fotografía era un misterio, un acto de reconstruir lo que el tiempo deshace.
Las charlas con Antón eran un torrente sin fin, un tejido vivo que abarcaba la existencia entera: el Arte, la Estética, lo minúsculo y lo grandioso. Antón Arrufat fue para mí un gran amigo, hombre de altísima sensibilidad, que siempre me acompaña y a quien no he tenido el valor de concederle una despedida.