1
En algunos pueblos ancestrales, ya casi todos depredados, la palabra ojo no tiene plural. Más que un órgano expuesto, la visión –entendida paradójicamente como una potencia oscura– es un único brote cristalino, desde donde fluye el contacto. Algo así dicen sucede con los inuits. Su mirar-ojo no está en el afuera, y rebasa la floritura descriptiva del registro, propio de una cultura como la nuestra, tan ruin. Saben que la sintonía creciente entre percepción y clarividencia es el mayor aprendizaje; que el acto cotidiano de sobrevivir, siempre expuestos, depende de esta delicadeza al distinguir. Crecer, para ellos, implica domar al ojo: un órgano con 120 millones de nudos de vidrio trenzados en el adentro. La lección suprema es refinar las capacidades del avistamiento, independientemente de la carencia o del exceso de luz; advertir el instante previo a que una forma se diluya, choque, se sobreponga o se reconcentre sobre sí. Ayudar mejor a un semejante, para cada inuit, depende de saber mirar. Y para eso crearon este instrumento raro, que llaman Ilgaak y que nosotros simplificamos como lentes de nieve. Una placa de hueso, marfil, cuero o madera pulida, horadada, con una fina y a veces única ranura; y que no solo protege de la ceguera ante el exceso de luz gélida, sino que afina la mente desde ese tajo donde se escurre sintética la alerta de la percepción.
2
Hace unas semanas deambulaba por Les Sablons, Bruselas. Husmeaba en las tiendas de antigüedades y de objetos etnográficos ávidamente acumulados por el genocidio imperial. Ahí, en una vitrina atestada del botín de este crimen, encontré relegados unos lentes inuits. “Es hueso de caribú… 350 euros”, dijo el señor tasándome. Ya había olvidado mi fijación por este objeto. Algo que seguro procedía de mi niñez, al leer El país de las sombras largas bajo una obnubilación similar, adormilado por la luz cegadora y mortífera del trópico caribeño. Me preguntaba cómo se aprendería a mirar desde el deshielo de los bordes, donde regentan los inuits. Penetrar el relámpago de hielo que enmascara cada forma difusa. Avistar a la bestia que alimenta, entramparla, impidiéndole disolverse tras esa esponja de luz. Ahí sobrevivir implica presagiar un destino en la huella volátil del brillo. Como si cruzar vivo esta planicie escarchada –de arena sucia o de nieve– dependiese de aprender bien a mirar… Después de todo, a fin de cuentas, he dedicado toda mi vida a inventarme un instrumento equivalente, una disciplina que me entrenara en el ver. Quizá menos efectiva y más complicada, que me preservara desde los ojos. Por ello este pequeño aditamento pulido me ha parecido siempre el depósito oculto de un gran misterio.
3
Uno supone que no todos vemos igual. Y luego lo olvida. Le echa la culpa a una pérdida, a una dejadez, a una torpeza. Unos dicen que se debe al desuso de antiguos pigmentos, de origen natural. Tantos tintes de delicado deslave, levemente refractarios, cuya catalogación sutil, según su luminosidad o su tono, ya nunca pudimos vislumbrar. Uno piensa que todo se debe a este exceso de aparatos y de luces. Ya no vemos igual. Quizá estos pueblos, donde la palabra ojo no tiene plural, preserven mejor el uso de aquel antiguo diafragma de ópalo que hacía accesible cada huella nocturna fundida en la nieve. Hoy, apenas registramos más allá de la marca, con dos cuentas vítreas de hielo embalsamadas en una mínima oquedad. Con estas dos piedras de nitrógeno líquido, que apenas refractan; ansiosos, tratamos de avistar entre la multitud una certidumbre mínima, una presa; algo que acumular, que nos calme, que nos haga no pensar. No paramos de hacer fotos, gesticulando en la noche, sin ver.
4
Buscando información sobre la construcción y el uso de estos Ilgaak, di con un artículo en inglés, publicado hace unos meses. Unos aspirantes a antropólogos, en residencia en la zona inupiat, prestaban sus complicados aparatos de fotografiar a cinco jóvenes de la localidad. El artículo hablaba del trauma de constatar el registro fotográfico hecho por este grupo, quienes por primera vez veían una cámara, y habían sido introducidos con prisa en cómo usar la lente y darle al obturador. Las imágenes obtenidas, no solamente parecían detenerse unos segundos previo al acontecimiento, presagiando el registro; sino que todo parecía enfocado desde un raro angular, con ligamentos de visión dilatados, como desde el socavón de un viento a ras. Las distancias parecían torcerse en las orillas de la imagen y los detalles reverberaban en el exceso de luz sin borrarse, como en viejas placas de hospital. Todo crepitaba anticipado en un destello de plata; y aun así los objetos, los animales y los hombres se escabullían hacia el punto remoto, como si sobre ellos se instalara protegiéndolos, aún no pulverizado, un escudo táctil de luz. Cuando les enseñaron estas fotos suyas, tan extrañas, ya impresas, no se inmutaron: “es solo lo que está”.
5
Mi amiga también tiene un ojo, único. Y hace fotos. Las hace como si viviera a ciegas en este fragor rutilante, como nadie más es capaz. Y luego dice que tampoco se explica cómo captó cosas para nosotros tan raras. Quizá estas formas inquietantes se colocaron solas, que fue la oportunidad. Dice que “lo que está”, la mira a ella. Ella sólo está atrincherada tras su plancha de hueso, desde el finísimo corte de su Ilgaak. Como si el cerebro o el corazón se hubieran constreñido a ese tajo, y todo secretara despacio la nitidez, tan semejante a una herida. Mi amiga mira absorta este exceso de brillo, toda la nieve artificial donde el instante, solitario, se funde sin remedio, como un iceberg. Quizá no sea por tantos años de mirar y mirar, ávidamente; que ve así. Y no es solo que todo en el afuera haya cambiado.
6
Olvidamos que toda foto es la transcripción de la transcripción de meras señales eléctricas. Mi amiga acompaña el devenir de ese chirrido del registro, sin resguardarse en su brillo. Corta la imagen desde el lado exterior del precipicio donde resiste la luz. En el envés de las figuras hay un halo de ausencia; una ventisca de silencio que carcome las formas, abandonándolas sin peso. Queda esa bruma polar que agoniza en el contorno de las cosas. La precisión de la toma es como un disparo desde el punto ciego, donde se cierra el paisaje. Y antes de que desvanezca, la impronta fulge. Fulge como el alarido bronco del cazador inuit. Todo pareciera un catálogo de breves resquicios, titilando en la niebla. Una sombra de plata, casi mortífera, agazapada en el óxido de estas visitaciones breves. Un mundo al que no tenemos ya acceso. Solo este lento deshielo, cegador, rutilante, por doquier.
7
Pero ella tiene un único ojo, una herida solitaria, un poder esquimal.
* Este texto pertenece al libro-objeto Mi ojo, que recoge una selección personal de imágenes en blanco y negro de Graciela Iturbide, publicado por Editorial RM, en Barcelona, 2016.
la floritura descriptiva del registro… (oh boy!) impidiéndole disolverse tras esa esponja de luz (uhhhm) un halo de ausencia; una ventisca de silencio que carcome las formas (ay aya yay)