En 1840, el novelista satírico William Makepeace Thackeray, célebre por sus burlas contra los poderosos, publicó una caricatura de Luis XIV. En la parte izquierda de la ilustración aparece un maniquí adornado con la espada del rey, su armiño y su ropaje con la flor de lis, la peluca con sus abundantes rizos, el calzado con talones aristocráticos. En el centro se halla el hombre, un miserable Ludovicus en ropa interior, de piernas flacas, estómago prominente, calvo, sin adornos y sin dientes. Pero a la derecha aparece, completamente vestido, un altanero Ludovicus Rex en atuendo regio. Thackeray había desnudado al rey de reyes para mostrarnos al hombre, frágil y patético, una vez se le despojaba de los atavíos del poder. “Así es como los barberos y zapateros hacen a los dioses que adoramos”.[1]
Según se cuenta, aquel rey del siglo XVII había dicho: “L’État, c’est moi” [“El Estado soy yo”]. Luis XIV entendía que solo estaba obligado a responder ante Dios. Era un monarca absoluto, que a lo largo de más de setenta años se valió de su poder autocrático para debilitar a la nobleza, centralizar el Estado y ampliar el territorio de su país por la fuerza de las armas. Además, se presentaba a sí mismo como un Rey Sol infalible a cuyo alrededor giraba todo lo demás. Adoptó las medidas necesarias para que todo el mundo lo glorificase. Aparecieron medallas, pinturas, bustos, estatuas, obeliscos y arcos de triunfo por todo el reino. Poetas, filósofos e historiadores oficiales celebraban sus victorias y elogiaban su omnisciencia y omnipotencia. Transformó un pabellón de caza real que se encontraba al sudoeste de París en el Palacio de Versalles, un edificio monumental con setecientas habitaciones y un extenso recinto donde reunía a su corte y obligaba a sus nobles cortesanos a competir por su favor.[2]
Luis XIV era un maestro del teatro de la política, pero todos los políticos dependen hasta cierto punto de su propia imagen. Luis XVI, descendiente del Rey Sol, fue condenado a la guillotina tras la revolución de 1789, y la propia noción de derecho divino pereció con él. Los revolucionarios consideraban que el derecho a la soberanía pertenecía al pueblo, no a Dios. En las democracias que fueron emergiendo durante los dos siglos posteriores, los dirigentes comprendían que había que ganarse a los votantes, porque estos podían arrebatarles el poder en las urnas.
Por supuesto que existían otros medios para hacerse con el poder, aparte de unas elecciones. Cabía la posibilidad de organizar un golpe de Estado, o de manipular el sistema. En 1917, Lenin y los bolcheviques asaltaron el Palacio de Invierno y proclamaron un nuevo gobierno. Luego calificaron su golpe de Estado como “revolución”, inspirada en la de 1789. Unos años más tarde, en 1922, Mussolini marchó sobre Roma y obligó al Parlamento a entregarle el poder. Pero ellos y otros dictadores se encontraron con que el poder tenía fecha de caducidad. El poder que se alcanzaba mediante la violencia se sostenía también mediante la violencia. No obstante, esta puede ser un instrumento muy burdo. El dictador necesita fuerzas militares, policía secreta, guardia pretoriana, espías, informadores, interrogadores, torturadores. Aunque lo mejor es aparentar que la coerción es en realidad consentimiento. El dictador tiene que infundir miedo en su pueblo, pero si consigue que ese mismo pueblo lo aclame, lo más probable es que sobreviva durante más tiempo. En pocas palabras, la paradoja del dictador moderno es que tiene que crear una ilusión de apoyo popular.
A lo largo del siglo XX, cientos de millones de personas han vitoreado a sus dictadores, aunque estos los llevaran por el camino de la servidumbre. En regiones enteras del planeta, el rostro del dictador aparecía en vallas y edificios. Sus retratos se encontraban en todas las escuelas, oficinas y fábricas. La gente corriente tenía que inclinarse ante su efigie, pasar frente a su estatua, recitar sus escritos, alabar su nombre, ensalzar su genio. Las modernas tecnologías, desde la radio y la televisión hasta la producción industrial de carteles, insignias y bustos, lograban para el dictador una ubicuidad que habría sido inimaginable en tiempos de Luis XIV. Incluso en países relativamente pequeños como Haití, miles de personas se veían obligadas con frecuencia a aclamar a su líder y a marchar frente al palacio presidencial en unos desfiles que empequeñecían las festividades organizadas antaño en Versalles.
En 1956, Nikita Jruschov denunció a Iósif Stalin y describió en detalle su reinado de miedo y terror. Dio un nombre a la “repugnante adulación” y a los “delirios de grandeza” que, a su entender, habían acompañado a su antiguo señor: los llamó “culto al individuo”. Dicha expresión se tradujo como “culto a la personalidad”. Aunque no se trate de un concepto elaborado con rigor, ni lo propusiera un gran estudioso de la sociedad, la mayoría de los historiadores lo considera adecuado.[3]
Cuando Luis XIV todavía era menor de edad, Francia se vio sacudida por una serie de insurrecciones, porque los aristócratas trataron de poner límites al poder de la corona. Fracasaron, pero sus actos produjeron una profunda impresión en el ánimo del joven rey, que durante el resto de su vida temió la rebelión. Trasladó el centro de poder de París a Versalles y obligó a los nobles a pasar tiempo en la corte, donde podía observarlos y ellos se veían obligados a ganarse el favor real.
Del mismo modo, los dictadores temían a su propio pueblo, pero temían aún más a quienes los rodeaban en su propia corte. Eran débiles. Si hubieran sido fuertes, los habría elegido una mayoría. Ellos, sin embargo, preferían tomar un atajo, a menudo sobre los cadáveres de sus oponentes. Pero del mismo modo que ellos habían conseguido el poder, también podían lograrlo otros, lo que les hacía temer una puñalada por la espalda. Tenían rivales, a menudo tan implacables como ellos mismos. Mussolini era tan solo uno entre los varios líderes fascistas consolidados y había tenido que enfrentarse a una rebelión dentro de sus propias filas antes de emprender la Marcha sobre Roma en 1922. Stalin palidecía en comparación con Trotski. Durante la década de 1930, Mao perdió repetidamente sus posiciones de poder frente a rivales más poderosos. Kim Il-sung llegó al poder porque la Unión Soviética lo impuso en 1945 a una población renuente, y estaba rodeado de líderes comunistas con un pedigrí muy superior al suyo en la lucha clandestina.
Los dictadores disponían de un gran número de estrategias para abrirse paso hasta el poder y librarse de sus rivales. Por nombrar tan solo unas pocas, podían recurrir a sangrientas purgas, a manipulaciones, al “divide y vencerás”. Pero a largo plazo, el culto a la personalidad era lo más eficaz. El culto a la personalidad rebajaba a la vez a aliados y rivales, y los obligaba a colaborar en común sumisión. Por encima de todo, el dictador los obligaba a aclamarlo en presencia de los demás, y así todos ellos se veían forzados a mentir. Si todo el mundo mentía, nadie sabía quién estaba mintiendo y se volvía más difícil hallar cómplices y organizar un golpe.
¿Quién creaba el culto a la personalidad? Se recurría a hagiógrafos, fotógrafos, dramaturgos, compositores, poetas, editores y coreógrafos. Se recurría a poderosos ministros de propaganda y, en ocasiones, a sectores enteros de la industria. Pero la responsabilidad última residía en los propios dictadores. “La política, en una dictadura, empieza por la personalidad del dictador”, escribió el médico personal de Mao Zedong en unas memorias que ya son un clásico.[4] Los ocho dictadores que aparecen en este libro tuvieron personalidades muy diversas, pero todos ellos tomaron las decisiones clave que llevaron a su propia glorificación. Algunos de ellos intervenían con mayor frecuencia que otros. Se ha dicho que Mussolini empleaba la mitad de su tiempo en proyectarse como gobernante omnisciente, omnipotente e indispensable de Italia, aparte de dirigir media docena de ministerios. Stalin efectuaba una incesante labor de poda de su propio culto a la personalidad: ponía coto a las alabanzas que juzgaba excesivas, tan solo para permitir que reaparecieran unos pocos años más tarde, cuando le parecía que era el momento oportuno. Ceauşescu promovía sin cesar su propia persona. Durante los primeros años, Hitler también atendía a todos los detalles de su propia imagen, si bien en etapas posteriores delegó más de lo que es habitual en comparación con otros dictadores, todos ellos utilizaron todos los recursos del Estado para promoverse, todos ellos eran el Estado.
No todos los historiadores ponen al dictador en el centro del escenario. Es bien sabido que Ian Kershaw describió a Hitler como una “no persona”, un hombre mediocre cuyas características personales no permiten explicar su popularidad. Kershaw entiende que el elemento clave es “el pueblo alemán” y la percepción que este tenía de Hitler.[5] Pero ¿cómo vamos a saber lo que el pueblo pensaba sobre su líder, si la libertad de expresión es siempre la primera víctima de toda dictadura? Hitler no fue elegido por una mayoría absoluta de votos, y al cabo de un año de su llegada al poder los nazis habían encerrado a unas cien mil personas corrientes en campos de concentración. La Gestapo, los camisas pardas y los tribunales encarcelaban sin vacilaciones a quienes no aclamaran al líder como era debido. A veces, las expresiones de devoción para con el dictador parecían tan espontáneas que los observadores externos –y los historiadores posteriores– pensaban que eran genuinas. Un historiador de la Unión Soviética nos cuenta que el culto a Stalin “gozaba de amplia aceptación y era objeto de arraigada creencia en millones de ciudadanos soviéticos de todas las clases, edades y oficios, sobre todo en las ciudades”.[6] Se trata de una afirmación vaga, no demostrada, ni más verdadera ni más falsa que su opuesta, a saber, que millones de ciudadanos soviéticos en todos los entornos sociales no creían en el culto a Stalin, sobre todo en el campo. Ni siquiera los partidarios más incondicionales podían leer el pensamiento del líder. Así, aún menos podrían leer los de millones de personas sometidas al régimen que ellos mismos defendían.
Los dictadores que se mantuvieron en el poder poseían numerosas habilidades. Muchos de ellos destacaban en ocultar sus propios sentimientos. Mussolini se veía a sí mismo como el mejor actor de Italia. En un momento en el que bajó la guardia, Hitler también dijo ser el mejor intérprete teatral de Europa. Pero en una dictadura también eran muchas las personas corrientes que aprendían a hacer teatro. Tenían que sonreír cuando se les ordenaba, recitar como loros las directrices del partido, gritar los eslóganes y aclamar al líder. En pocas palabras: se les exigía que crearan la ilusión de que el pueblo seguía al dictador por voluntad propia. Los que se negaban sufrían multas, cárcel y, ocasionalmente, la muerte.
Lo más importante no era que los súbditos que adoraban de verdad a su dictador fueran pocos, sino que nadie tuviese claro quién creía en qué. El objetivo del culto a la personalidad no era convencer, ni persuadir, sino sembrar la confusión, destruir el sentido común, forzar a obedecer, aislar a los individuos y aplastar su dignidad. Las personas se veían obligadas a autocensurarse y, a su vez, vigilaban a otros y denunciaban a quienes no parecieran lo suficientemente sinceros en sus manifestaciones de devoción para con el líder. Bajo una apariencia general de uniformidad, existía un amplio espectro, que iba desde quienes idealizaban de verdad al líder –partidarios sinceros, oportunistas, matones– hasta quienes lo contemplaban con indiferencia, apatía e incluso hostilidad.
Los dictadores eran populares en sus países, pero también suscitaban la admiración de extranjeros, entre quienes había intelectuales distinguidos y políticos eminentes. Algunas de las mentes más brillantes del siglo XX estuvieron dispuestas a pasar por alto e incluso a justificar la tiranía en nombre de un bien superior, y contribuyeron a cimentar el prestigio de sus dictadores favoritos. En estas páginas aparecerán tan solo de pasada, porque ya han sido objeto de varios estudios excelentes, entre los que podemos destacar la obra de Paul Hollander.[7]
El culto a la personalidad tenía que aparentar popularidad genuina, como si hubiera brotado del corazón de la gente. Por ello, se impregnaba invariablemente de superstición y magia. En algunos países adquiría una coloración religiosa tan sorprendente que nos sentiríamos tentados de ver en todo ello una peculiar forma de religiosidad secular. Pero en todos los casos, esta impresión se cultivaba deliberadamente desde arriba. Hitler se presentaba a sí mismo como un mesías unido a las masas por un vínculo místico, cuasirreligioso. François Duvalier realizó grandes esfuerzos para cobrar apariencia de sacerdote vudú y alentó la circulación de rumores sobre sus presuntos poderes sobrenaturales.
En los países comunistas, en particular, existía una necesidad añadida de buscar arraigo en lo tradicional. El motivo era sencillo: en países predominantemente rurales como Rusia, China, Corea y Etiopía, eran bien pocos quienes comprendían el marxismo-leninismo. Las invocaciones al líder, entendido este como una especie de figura sagrada, daban mejores resultados que la abstracta filosofía política del materialismo dialéctico, que la población del campo, mayoritariamente analfabeta, no comprendía con facilidad.
La lealtad a una persona era lo más importante en una dictadura, mucho más que la lealtad a un credo. Al fin y al cabo, la ideología puede crear divisiones. Unos mismos escritos pueden interpretarse de maneras diversas y en algunos casos provocan la aparición de facciones. Los mayores enemigos de los bolcheviques eran los mencheviques, y unos y otros juraban por Marx. Mussolini menospreciaba la ideología y mantuvo deliberadamente al fascismo en la vaguedad. No era hombre que se dejara encorsetar por un rígido armazón de ideas. Se enorgullecía de ser intuitivo y seguir sus instintos, en vez de postular una visión coherente del mundo. Hitler, igual que Mussolini, tenía bien poco que ofrecer, aparte de llamadas al nacionalismo y al antisemitismo.
La cuestión se complica en el caso de los regímenes comunistas, puesto que se suponía que eran marxistas. Pero también en este caso habría sido una imprudencia, tanto para las personas corrientes como para los miembros del partido, invertir demasiado tiempo en el estudio de los escritos de Karl Marx. En el régimen de Stalin había que ser estalinista, maoísta en el de Mao y kimista en el de Kim.
En el caso de Mengistu, el compromiso con los dogmas del socialismo, más allá de las consabidas banderas y estrellas rojas, era superficial. Por toda Etiopía se hallaban carteles que representaban a la Santísima Trinidad, a saber, Marx, Engels y Lenin. Pero quien de verdad atraía a Mengistu no era Marx, sino Lenin. Marx había ofrecido una visión de igualdad, pero Lenin había inventado una herramienta para hacerse con el poder: la vanguardia revolucionaria. En vez de aguardar a que los trabajadores desarrollaran conciencia de clase y acabaran con el capitalismo –como había propuesto Marx–, un grupo de revolucionarios profesionales, organizados de acuerdo con una disciplina militar estricta, encabezarían la revolución y crearían una dictadura del proletariado que dirigiría desde arriba la transición del capitalismo al comunismo y eliminaría sin misericordia a todos los enemigos del progreso. Desde el punto de vista de Mengistu, la colectivización en el campo podía tener carácter marxista, pero era sobre todo un medio para extraer un mayor volumen de cereales y reforzar el Ejército.
Los dictadores comunistas transformaron el marxismo hasta dejarlo irreconocible. Marx había propuesto que los trabajadores del mundo entero se unieran en una revolución proletaria, pero Stalin promovió el concepto de “socialismo en un solo país”, pues entendía que la Unión Soviética tenía que volverse más fuerte antes de exportar la revolución al extranjero. Mao leía a Marx, pero le dio la vuelta al hacer que la punta de lanza de la revolución fueran los campesinos y no los obreros. En vez de sostener que las condiciones materiales eran la fuerza primaria en el cambio histórico, Kim Il-sung defendió la idea exactamente opuesta: afirmó que el pueblo podía lograr el verdadero socialismo a partir de la confianza en sí mismo. En 1972 el pensamiento del Gran Líder se había incorporado a la Constitución y el marxismo desapareció por completo de Corea del Norte. Pero en todos estos casos, el concepto leninista de vanguardia revolucionaria no cambió prácticamente en nada.
En la mayoría de los casos, la ideología era un acto de fe, una prueba de lealtad. Con esto no queremos afirmar que los dictadores carecieran por completo de una visión del mundo, ni de un sistema de creencias. Mussolini creía en la autosuficiencia económica y la invocaba como un encantamiento. Mengistu tenía una fijación con Eritrea, a la que consideraba una provincia rebelde, y estaba convencido de que una guerra implacable era la única solución. Pero en último término la ideología era lo que el dictador quería que fuese, y lo que el dictador decretara podía cambiar con el tiempo. El poder residía en su persona y su palabra era ley. Los dictadores mentían a su pueblo, pero también se mentían a sí mismos. Unos pocos se perdían en su propio mundo, convencidos de su genio. Otros desarrollaban una desconfianza patológica frente a su entorno. Todos ellos estaban rodeados de aduladores. Oscilaban entre la soberbia y la paranoia, y como resultado tomaban decisiones importantes sin consultar con nadie, con efectos devastadores que se cobraban la vida de millones de personas. Unos pocos se desconectaron por completo de la realidad, como ocurrió con Hitler durante sus últimos años, por no hablar de Ceauşescu. Pero muchos de ellos lograron imponerse. Stalin y Mao murieron por causas naturales, tras haber hecho de sí mismos objetos de adoración durante varias décadas. Duvalier consiguió dejar el poder en herencia a su hijo, con lo que el culto a su personalidad se prolongó durante doce años más. Y en el caso del culto a la personalidad más extravagante que se haya visto, el clan Kim de Corea del Norte ha llegado a su tercera generación.

La lista de líderes considerados como dictadores modernos sobrepasa ampliamente el centenar. Algunos permanecieron tan solo unos meses en el poder, otros duraron décadas. Habríamos podido incluir en este libro –sin seguir un orden particular– a Franco, Tito, Hoxha, Sukarno, Castro, Mobutu, Bokassa, Gadafi, Sadam, Ásad (padre e hijo), Jomeiní y Mugabe.
La mayoría de ellos gozaron de un tipo u otro de culto a la personalidad, a modo de variaciones sobre un mismo tema. Hubo unas pocas excepciones, como por ejemplo Pol Pot. Durante dos años después de que llegara al poder, se discutió incluso su identidad exacta. Los camboyanos hablaban de Angkar, o la Organización. Pero, como ha observado el historiador Henri Locard, la decisión de no establecer un culto a la personalidad tuvo consecuencias desastrosas para los jémeres rojos. El anonimato de una organización que sofocaba todo conato de oposición desde sus mismos inicios acabó por resultar contraproducente: “Como el Angkar no suscitaba adulación ni sumisión, tan solo podía generar odio”.[8] Incluso el Gran Hermano de la novela 1984 de George Orwell tenía un rostro que contemplaba a la gente desde cualquier rincón.
Los dictadores que perduraban solían valerse de dos instrumentos de poder: el culto a la personalidad y el terror. Pero demasiado a menudo se ha estudiado el culto a la personalidad como si fuese una mera aberración, un fenómeno repugnante pero marginal. Este libro pone el culto a la personalidad en el lugar que le corresponde, en el mismísimo corazón de la tiranía.
* Este “Prefacio” pertenece a Dictadores. El culto a la personalidad en el siglo XX (Acantilado, 2023), que analiza los casos del culto a la personalidad en Mussolini, Hitler, Stalin, Mao, Kim Il-sung, Duvalier, Ceauşescu y Mengistu. Se reproduce con autorización de la editorial.
Notas:
[1] W. M. Thackeray: The Paris Sketch Book, Collins Clear-Type Press, Londres, 1840, p. 369.
[2] Peter Burke: The Fabrication of Louis XIV, Yale University Press, 1992.
[3] Véase, por ejemplo, la discusión correspondiente en el magnífico trabajo de Lisa Wedeen: Ambiguities of Domination: Politics, Rhetoric, and Symbolism in Contemporary Syria, University of Chicago Press, 1999; véase también Yves Cohen: “The Cult of Number One in an Age of Leaders”, Kritika: Explorations in Russian and Eurasian History, vol. 8, n. º 3, 2007, pp. 597 -634.
[4] Andrew J. Nathan: “Foreword”, en Li Zhisui, The Private Life of Chairman Mao: The Memoirs of Mao’s Personal Physician, Random House, Nueva York, 1994, p. X.
[5] Ian Kershaw: The “Hitler Myth”: Image and Reality in the Third Reich, Oxford, Oxford University Press, 2001.
[6] Stephen F. Cohen: Rethinking the Soviet Experience: Politics and History since 1917, Oxford University Press, 1985, p. 101.
[7] Paul Hollander: Political Pilgrims: Western Intellectuals in Search of the Good Society, Routledge, Londres, 2017; Paul Hollander: From Benito Mussolini to Hugo Chavez: Intellectuals and a Century of Political Hero Worship, Cambridge University Press, 2017.
[8] Henri Locard: Pol Pot’s Little Red Book: The Sayings of Angkar, Silkworm Books, Bangkok 2004, p. 99.
Interesante que los cubanos no hayan producido un libro sobre el Dictador y la dictadura, silencio total. Lo más cerca a una tratamiento biográfico del dictador sería la seudo Autobiografía de Fidel Castro en 3000 páginas, de Norberto Fuentes, que es el únio escritor cubano vivo de alguna importancia, y cuyo libraco sobre Fidel Castro es la secuela de Paradiso, al que los cubanos no han prestado la atención que se merece. Norberto escribe la semblanza del Padre simbólico de Lezama, el milico del campamento extrapolado a la era castrista, pero los críticos y comentaristas culturales han preferido atacar al mensajero y descartar su mensaje.