A veces me pregunto por qué sé tanto de la pérdida, es algo que me cuestiono
Paz Encina en entrevista con la revista Pausa
La felicidad (2025, 17’), la más reciente película de la cineasta paraguaya Paz Encina (Hamaca paraguaya, Ejercicios de memoria, Eami, Carta a un viejo Master), tuvo su estreno mundial este viernes 26 de septiembre en el 73º Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Donostia Zinemaldia (SSIFF), que transcurrió en la ciudad española entre los días 19 y 27 de este mes.
La curaduría del evento ubicó el nuevo cortometraje de Encina en Zabaltegi-Tabakalera, sección que tuvo su triunfadora en el largometraje francoalemán La torre de hielo (La tour de glace, Lucile Hadzihalilovic, 2025).
De 23 películas que compitieron en la identificada por los organizadores del SSIFF como “la sección competitiva más abierta”, La felicidad fue una de las tres representantes de Latinoamérica, junto al largometraje documental también paraguayo Bajo las banderas, el sol (Juanjo Pereira, 2025) y el mediometraje de ficción argentino Siempre es de noche (Luis Ortega, 2025). El resto de las producciones seleccionadas provienen mayormente de Europa –España, Portugal. Croacia, Reino Unido, Francia, Alemania, Hungría, Canadá, Islandia, Dinamarca, Grecia–, Estados Unidos, Japón y China.
Como sucede con La felicidad, todos estos títulos se apropian de las imágenes en movimiento desde muy singulares poéticas, miradas y expresiones formales, en correspondencia con la naturaleza de Zabaltegui-Tabakalera, que “da cabida al cine que busca nuevas miradas y formas, una auténtica zona abierta y de riesgo”, según refiere el sitio oficial del SSIFF.
Para estructurar su discurso muy íntimo sobre la posibilidad y lo que podría definirse como la gestión de posrecuerdos, Paz Encina despliega durante los 17 minutos de metraje toda una lírica de la imagen subrogada, en directo diálogo formal con películas como La imagen ausente (L’image manquante, Rithy Panh, 2013) –en la que el realizador escenifica con minuciosos dioramas sus recuerdos infantiles, ante la pérdida casi absoluta de cualquier otro documento–, pero a la vez en franco desafío con el empeño testimonial que pone el camboyano en este largometraje.
En La felicidad, Paz Encina no reconstruye recuerdos, no rememora, sino que su ejercicio evocativo, cuyo epicentro es la relación de infancia con su hermano fallecido, se desplaza por los senderos de la especulación casi pura; de la reimaginación de su vida en común, sus relaciones y peripecias. Encina gesta un pasado alternativo, pletórico de sucesos posibles que no experimentó, pero que la película les otorga una nitidez mayor que los recuerdos “auténticos”.
Porque al final, cuán verdaderos son los recuerdos cuando la memoria jerarquiza y modifica sobre la base del impacto emotivo de los acontecimientos y las personas, nunca desde la rigurosidad fáctica, ni desde la precisión eidética –algo de lo que escasos humanos han disfrutado, o mejor, han sufrido–.
Encina elucubra un pasado perfecto en el que ella, su hermano y su madre experimentaron momentos de felicidad tan apoteósica como discreta, íntima, de una efímera infinitud, cuya huella emotiva puede (re)definirles las vidas. La directora convierte esa pérdida –que lamenta conocer tanto– en reencuentro con su hermano, en el redescubrimiento de su propia niñez, en una segunda oportunidad para vivir. Más que una resurrección, es una reencarnación, un alumbramiento.
En su largometraje Carta a un viejo Master (2024), con el objetivo declarado de evocar y homenajear al documentalista Eduardo Coutinho y la que pudiera considerarse su obra cumbre, Edificio Master (2002), Paz Encina termina reescribiendo este título cardinal de la documentalística latinoamericana. Camina sobre las huellas de Coutinho, las transfigura por superposición y contaminación, las enriquece, las expande hacia dimensiones y territorios expresivos inexplorados por el brasileño.
Encina emprende ahora un recorrido semejante, pero esta vez sigue sobre sus mismas huellas, que la conducen hacia nuevas soluciones formales, hacia una nueva mitopoética. La felicidad es asimismo una película epistolar –o carta fílmica– dirigida igualmente a un destinatario ausente. Es una misiva que circulará por una cinta de Moebius, saliendo de sí y retornando siempre a sí misma, resonando en la memoria y la nostalgia de las que es resonancia. Un bucle de afectos y esperanzas.
Después de “escribir” la obra de Coutinho –como Pierre Menard hizo con el Quijote–, la cineasta escribe de nuevo su vida, indaga su existencia, y la existencia toda, como si fuera un jardín de posibilidades truncas que se bifurcan. Como la sumatoria de lugares que no visitamos, rincones a los que no miramos, citas a las que no acudimos, proposiciones que no aceptamos, preguntas que no respondimos, noticias que no leímos, ayudas que no proporcionamos. Todas esas circunstancias, ubicadas justo en las antípodas de todas nuestras decisiones, son también determinantes.
La felicidad expone también la levedad espectral de todo eso que consideramos concreto, inamovible, inevitable. Cada acción que finalizamos en la vida se convierte en un fantasma impreciso que inicia un camino particular de desmoronamiento y transmutación en entelequias emotivas.
Los recuerdos concomitan más con las dudas que con la “objetividad”. El pasado difumina toda certeza, y se convierte en un océano de ambivalencias. Recordar no es recapitular hechos, sino sumergirse en un vórtice de sensaciones, dejarse absorber por un agujero negro, navegar por sus entrañas libres de todos los condicionamientos de lo entendido vulgarmente como realidad, hasta salir al otro lado, a través del agujero blanco.
En el mismo umbral aguarda un rosario de recuerdos nuevos, un inventario de versiones de uno mismo al que ya se puede acceder al unísono. El yo se multiplica en las variantes derivadas de cada decisión tomada. Solo que aquí se pude decir que sí y no a la vez, se puede dormir y estar despierto simultáneamente.
La felicidad es uno de estos territorios más allá del agujero blanco por el que Paz Encina se permite entrar y dejar testimonio, valiéndose sobre todo de fotos de otros niños, de otra hermana mayor (Martina Cabrera Dos Santos) y otro hermano menor (Aquiles Rauddi Dos Santos) a los que transfiere sus memorias. En sus respectivas y alegres purezas, sus paseos, y su felicidad conjunta, las efigies fotográficas de estos niños resultan suerte de médiums óptimos que la Paz niña y su hermano niño terminan poseyendo, para así consumar experiencias negadas, interrumpidas o sencillamente no contempladas en sus primeras vidas.
Son imágenes subrogadas que ubican a la película en el amplio centro de las discusiones interminables sobre la representación fílmica, las relaciones entre audiovisual y verdad, la propia noción de documento, y la memoria como esencia de lo cinematográfico.
La nitidez de las imágenes (de Martina y Aquiles) del nuevo pasado que Encina construye para sí y su hermano, contrastan con la difuminación mustia que exhibe la única fotografía que posee junto a él: Paz con 11 años recién cumplidos, su hermano apenas un bebé azorado.
El blanco y negro de preciosistas luces, sombras, tonos y texturas, a la vez que atemporal, a buen resguardo de precisiones epocales demasiado rigurosas, contrasta con el mortecino cromatismo que luce la foto huérfana, fruto de una tecnología empeñada en relucir con los colores del presente y los tonos de lo que entonces se consideraba el futuro.
La película también parece querer en algún momento reconstruirle el pasado a fotografías huérfanas de otros niños paraguayos, recuperadas de archivos policiales de las épocas dictatoriales, uno de los grandes tópicos del cine de Encina (Arribo, familiar, Ejercicios de memoria).
Pretende quizás adoptarlas y engarzarlas en un gran mapa de afectos y experiencias, destilar la felicidad que se asienta tras los colores en descomposición, llevarlos a todos en corro junto a la bahía de Asunción, consumando así todas las posibilidades sin germinar que esperan en el corazón de las imágenes. Paz Encina también construye recuerdos nuevos para estas fotografías viejas, les teje memorias, les insufla el soplo vital, les recupera el alma.
En La felicidad confluyen entonces imágenes del presente que interpretan recuerdos, e imágenes del pasado que buscan desesperadas trascender hasta el presente. Como Paz Encina se acusa de saber demasiado de la pérdida, en este cortometraje parecer querer dominar el territorio de la recuperación, los reencuentros, los retornos, las restauraciones.
Es un gesto de sanación y restitución, de completamiento perpetuo. La felicidad es un estado del espíritu que requiere de numerosas vidas y múltiples intentos para cristalizar. Necesita quebrar la dictadura del tiempo lineal, socavar la rigidez axiomática de las categorías de pasado, presente y futuro; propiciar el libre y eterno retorno, la plena reescritura de las memorias, el cultivo de recuerdos sin fecha.