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Jacques Rancière entrevistado sobre ‘Los viajes del arte’

Rancière conversa, a propósito de su último libro, sobre formalismo y realismo socialista, lo problemático del término Modernidad, el arte comunista o los trabajos de Doris Salcedo y Tania Bruguera.

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Presentación

A continuación, traducimos fragmentos de una entrevista a Jacques Rancière a cargo de Johan Faerber, profesor de literatura moderna y especialista en nouveau roman y literatura contemporánea, para Diacritik, acerca de la aparición de su más reciente libro: Les Voyages de l’art (Seuil, 2023)[Los viajes del arte]. Aún inédito en español, el libro reúne seis intervenciones o ensayos sobre el régimen del arte. Un tema al que ya se había referido en su libro anterior Le Partage du sensible (2009) [El reparto de lo sensible] y sobre el que vuelve esta vez, a la luz de consideraciones sobre arquitectura, música o pintura, en la antigua Unión Soviética, y la performance en Cuba, Colombia y Europa. Nuevamente, Rancière indaga en la cuestión de la Modernidad y la ambigüedad que la acompaña, al tomar en cuenta el fascinante despliegue del arte fuera de sí mismo y mostrar en qué forma la estética y la política reevalúan la inestabilidad de sus fronteras.

Jacques Rancière conversa sobre Los viajes del arte

Mi primera pregunta quisiera que se relacionase con la génesis de sus fascinantes Les Voyages de l’art, que acaban de publicarse en Seuil. ¿Qué hizo que se decidiera a reunir estas seis intervenciones que, como usted indica, despliegan lo que ya ha podido llamar el régimen estético del arte, es decir, la constitución, frente al antiguo sistema de las bellas artes, del arte “como una esfera particular de experiencia”? ¿Se trataba de insistir, a diferencia de las propuestas que ya habían sido las suyas, sobre este régimen estético del arte, sobre la cuestión del movimiento, es decir, de lo que empuja al arte “fuera y más allá de sí mismo”? ¿Es con el propósito de materializar esta cuestión del movimiento que ha elegido por título los desplazamientos que evocan Les Voyages de l’art y que, de este modo, organizan su ensayo bajo el signo de un drama en tres actos, es decir, de una dramatización, o tal vez de un proceso que fundaría el régimen estético del arte en un perpetuo desplazamiento de sus fronteras más allá de sí mismo?

Evidentemente, esta organización es retrospectiva. Nunca planeé escribir un libro sobre los viajes del arte. Esta es una constante en mi trabajo: sigo mis propios caminos y, al mismo tiempo, respondo a solicitudes externas que me invitan a desviarme hacia territorios que son para mí más aventureros y esta respuesta crea nuevos nudos de pensamiento en mi trabajo. En este caso, las solicitudes fueron muy diversas: el 250 aniversario del nacimiento de Hegel, una exposición sobre el arte comunista, una sociedad de arquitectos que organizaba una serie de intervenciones sobre “la arquitectura en representaciones”, la Filarmónica de París que invitaba a no-músicos para hablar de música…

En ciertos casos, la relación entre estos diferentes sujetos era evidente por sí misma. Así, la arquitectura y la música juegan un papel significativo en la construcción de Hegel, quien se esfuerza por liberar a la primera de su servidumbre utilitaria y soslaya, por el contrario, las pretensiones de la segunda de ser el lenguaje puro del espíritu. La arquitectura, o al menos su idea, estaba en el centro de la preocupación de los artistas revolucionarios soviéticos y sus ideales y sus logros todavía constituyen el telón de fondo al que se vinculan, positiva o irónicamente, muchas instalaciones de arte contemporáneo. Otras veces tuve que mirar un poco más allá, por ejemplo, para sacar a la luz, en las sabias consideraciones de Kant, los lineamientos de una idea de arte al servicio de la vida llamada a inervar los grandes proyectos modernistas, incluso revolucionarios. Pero, en todos los casos, encontraba en mis respuestas a solicitudes “externas” dos grandes preocupaciones comunes y centrales en mi trabajo: la atención a las contradicciones que habitan cada arte en particular y la contradicción fundamental que está en su base: la incertidumbre misma de la frontera entre el arte y su exterior.

Esta incertidumbre la había señalado en Le Partage du sensible: el mismo movimiento que hace que el arte exista como una esfera autónoma de experiencia borra los criterios que nos permiten separar lo artístico de aquello que no lo es. De ello se derivan estos incesantes cruces de fronteras que caracterizan el régimen estético. Primero los había estudiado sobre todo en el otro sentido: de afuera hacia adentro: Aisthesis estudiaba la manera en que se constituía la esfera del arte incluyendo lo que antes estaba excluido de su dominio o relegado a sus márgenes: las pantomimas de los equilibristas, los bailes de music hall, los utensilios domésticos, las técnicas de reproducción mecánica, etc. Me pareció que estos seis textos ilustraban más bien el movimiento inverso: aquel por el cual el arte es empujado a salir de sí mismo, para convertirse en algo distinto de sí mismo. Esto es evidente en los dos episodios que forman la tercera parte del libro: el gran intento de identificación entre arte y vida en la época de la revolución soviética y la eliminación de las fronteras entre arte y política y, más profundamente, entre arte y no-arte que caracteriza las instalaciones y performances del arte contemporáneo. Pero me pareció que también podía definir el hilo sólido que conecta estos seis textos. Atraviesa la música cuando quiere convertirse en la lengua de los espíritus o el canto de la gente, y la arquitectura cuando quiere construir no solo edificios, sino un nuevo mundo sensible. Y podemos encontrar las premisas teóricas en los “padres fundadores” del pensamiento estético: en la Crítica del juicio de Kant, que consagra lo bello a la intensificación de la vida, o en la Estética de Hegel, que empuja cada arte más allá de sí mismo, reprimiendo su voluntad de superarse a sí mismo. Así, el libro adquirió el carácter de un drama en tres actos y seis escenas.

Para llegar al centro de estos Voyages de l’art, aún más que en sus ensayos anteriores, se concentra inmediatamente en mostrar hasta qué punto el régimen del arte puede comprenderse, en particular, a través de dos prácticas artísticas: la arquitectura y la música. Usted convoca, en primer lugar, a la arquitectura, especialmente a través de las reflexiones de Hegel, quien, entre los primeros, hace que se deslice el arte arquitectónico hacia una perfección menor, es decir, situando la arquitectura fuera de sí misma, incluso allí donde terminan los límites entre las artes y la vida hasta volverse indistinguibles. Según usted, la idea de la arquitectura se materializa entonces, pero como “perfección de lo imperfecto”, según su esclarecedora fórmula. ¿Por qué eligió el arte arquitectónico? ¿Se trataba para usted de mostrar, con ayuda de este arte muy concreto, cómo el régimen estético del arte era una tensión permanente, una especie de paradoja constante entre la materia y el pensamiento de esta materia? ¿Por qué no existían paradojas de esta naturaleza en el régimen mimético de las artes que precede al régimen estético del arte?

Como he dicho, no fui yo quien decidió utilizar la arquitectura para ilustrar el funcionamiento del régimen estético del arte. Resulta que, desde hace varios años, me han contactado en varias ocasiones arquitectos que pensaban que yo tenía algo que decir no sobre su práctica, sino sobre el lugar que ocupa su arte y su imaginario en nuestro mundo. Resulta que este lugar siempre ha sido paradójico. Por un lado, la arquitectura ofrece, en competencia con el organismo, el modelo de la obra de arte: el todo donde todas las partes están en armonía entre sí y contribuyen al mismo fin. Pero, al mismo tiempo, sus propias normas lo separan de aquellas que definen los regímenes del arte. Por un lado, es demasiado material, demasiado dependiente de una función utilitaria. Por otra parte, es demasiado intelectual: demasiado similar a la idea que le dio origen, demasiado dependiente de la voluntad que la puso en práctica. Ya en el régimen representativo, a pesar de la gloria de Alberti y Brunelleschi, se encontraba al margen de las bellas artes porque no imitaba a la naturaleza, sino que se contentaba con utilizar sus productos y sus leyes. Por eso Batteux, en Les Beaux-Arts réduits à un même principe, no dudaba en colocar la ciencia matemática de los arquitectos en la misma categoría que la cocina empírica de los retóricos: la de las artes utilitarias.

El régimen estético no ha hecho más que radicalizar el problema: a la arquitectura le falta la parte del inconsciente y de la imperfección con la que el trabajo del arte se distingue de los productos de las bellas artes. Hegel pone de relieve la paradoja: para ser incluida en el mundo de las artes, la arquitectura debe convertirse en un arte radicalmente imperfecto. La vocación que le da para ello no es la de construir casas sino la de decir lo divino, tarea para la que es totalmente impropia y que se esfuerza en vano por realizar desde la torre de Babel hasta las agujas de las catedrales góticas siempre inacabadas. Con templo o sin él, el régimen estético sitúa a la arquitectura en la relación inestable entre dos géneros constructivos con exigencias opuestas: la construcción de edificios y la de un nuevo mundo sensible. La primera fija, encierra y aísla. La segunda debe derribar muros, conectar a humanos separados y ponerlos en movimiento. La arquitectura debe entonces adquirir virtudes contrarias a su propia perfección. Debe borrar la frontera entre el interior y el exterior, romper sus vínculos con la tierra firme y volverse móvil.

Me interesaba seguir esta “movilización” de la arquitectura que se expresa, en tiempos de la revolución soviética, en la “ciudad voladora” de Krútikov, continuó con los proyectos de Le Corbusier o la New Babylon de Constant, y continúa a través de la voluntad contemporánea de transformar un aeropuerto en lugar de vida o de generar nuevos espacios culturales a través de la circulación en un estacionamiento. Muchos de estos proyectos se quedaron sin realizar, pero eso es también lo importante: la arquitectura modifica nuestra percepción del espacio y nuestra manera de habitarlo tanto a través de sus dibujos, sus proyectos no realizados, sus textos, etc., como a través de los edificios realmente construidos. Menos que nunca, se pueden separar las “realizaciones concretas” de un arte de las “representaciones” a las que da lugar. Menos que nunca se le puede aislar del espacio de pensamiento que comparte con otras artes, lo que intento mostrar aquí a través de los encuentros de la arquitectura con el arte de los jardines y el de la puesta en escena teatral.

Dentro del mismo movimiento que nos permite comprender mejor el régimen estético del arte, la música se ofrece también como una de las artes a las que usted dedica páginas muy hermosas e importantes en Les Voyages de l’art. De hecho, en este movimiento del arte que va siempre más allá de sí mismo, la música está como empujada fuera de sí misma para ir hacia la poesía o la expresión lingüística. También allí, a modo de tensión perpetua, o como usted dice más acertadamente, “oscilación”, la música se sitúa entre “el arte de las musas y el canto de las sirenas”, necesitando siempre un lenguaje que exprese lo que quiere decir pero sin quererlo, se podría decir. Este ejemplo de la música parece la antítesis misma del ejemplo de la arquitectura, es decir, un arte inmaterial contra el arte más material que existe: ¿Es esta tensión entre estas dos artes lo que mantiene una relación antitética con la materia y permite definir mejor el estado de tensión entre letra y espíritu?

En realidad, las cosas son más complicadas ya que las posiciones mismas de lo material y lo inmaterial no son fijas. El romántico Wackenroder, que exalta la inmaterialidad musical, la muestra como el producto paradójico de dos materialidades: “un aparato de cuerdas de tripa y alambres de latón”, pero también: el “pobre tejido de relaciones de números” que este aparato sirve para ejecutar. En otras palabras, la ciencia armónica que uno estaría tentado a tomar por la idealidad misma de la música es colocada por él del lado de la materialidad. Y la inmaterialidad misma puede tomar, como atestigua Hoffmann, dos figuras opuestas: la monodia donde la música se hace sirvienta de las palabras que expresan el pensamiento, y la obra instrumental pura que expresa, por el contrario, una interioridad del sentimiento que escapa al lenguaje de las palabras. En este juego de opuestos se manifiesta, en todo caso, una tendencia obstinada de la música a convertirse en cosa distinta de sí misma. Berlioz, el amante de los poetas, lamenta que en Rossini “el músico no se deje nunca olvidar”. Beethoven, a través de la voz del barítono que abre la parte coral de la Novena snfonía, reclama “canciones más agradables y nuevas”, incluso cuando la orquesta ya ha entonado el tema del “Himno a la alegría”. El joven Wagner radicaliza este mandato hasta convertirlo en una tarea histórica. Pide a la música que sacrifique su individualidad egoísta para convertirse en el arte de reconciliar las artes del cuerpo y del espíritu, que será también el de una humanidad reconciliada. Durante la revolución soviética, Arseny Avraamov ejecutará el programa a su manera, ahogando el coro de músicos en la sinfonía de sirenas de fábricas y barcos en el puerto de Bakú. Y, en tiempos de desilusión, Adorno pedirá que la música sea el arte vivo de la contradicción: debe denunciar las promesas de felicidad del arte bien hecho de las musas, pero utilizar para ello las voces salvajes del canto de sirenas, que denuncia cualquier renunciamiento a estas promesas. Como Hegel, pero a diferencia de él, Adorno condena la música a ser un lenguaje perpetuamente imperfecto. Esto también significa que debe acompañarla con un lenguaje que exprese lo que dice manteniendo silencio.

En su movimiento para definir el régimen estético del arte, de inmediato se centra en plantear cómo debe entenderse el régimen estético de las artes como clarificación en torno a la cuestión de lo que hasta ahora se ha llamado Modernidad. Desde hace muchos años, de ensayo en ensayo, usted ha evitado utilizar el término “Modernidad”, que le parece da lugar a cierta equivocación y, en particular, a una serie de malentendidos. ¿Es por esta razón que no utiliza este término? ¿Es para usted una fuente de demasiado desconcierto, incluso de incongruencia, a la que no desea añadir confusión?

El término Modernidad tiene varias desventajas. La primera es hacer coincidir una revolución en las formas de percibir, pensar y hacer con una etapa en el desarrollo del tiempo lineal, mientras que estas transformaciones involucran factores heterogéneos y temporalidades no sincrónicas. Pensemos simplemente en la forma en que los redescubrimientos de la antigüedad, desde el siglo XVIII, se han sucedido unos a otros, mezclándose de diversas maneras con revoluciones políticas y nuevas tecnologías. “Lo clásico es completamente moderno”, dice Mallarmé sobre la danza de Loie Fuller, que combina otra reinvención de la danza antigua con el uso de la proyección eléctrica. Es esta mezcla de los tiempos la que desaparece en la idea de un simple giro del tiempo, que se deja fácilmente identificar con un significante maestro, permitiendo trazar líneas rectas que conducen, por ejemplo, del cogito cartesiano al gulag o al cambio climático.

No es que el concepto de Modernidad y la voluntad de ser moderno, es decir de identificar su obra con una tarea histórica, no hayan jugado realmente un papel en las transformaciones de las artes y del arte. Pero hay muchas maneras de ser moderno. Georgy Krútikov y Dziga Vértov son dos artistas decididamente modernos y comunistas. El primero inventa una ciudad voladora. El segundo celebra los triunfos del comunismo mediante el montaje de planos de renos en la tundra, pescadores en el Caspio y musulmanes orando en el Asia soviética. Y, mucho antes que él, Emerson reclamaba un “nuevo Homero” como poeta de la era moderna. Ahora bien, estas múltiples modernidades fueron cubiertas por el dogma modernista que pretendía reducirlas a un solo modelo. Según él, la modernidad significaría esencialmente la ruptura con la voluntad de representar, la potenciación de cada arte que en adelante se concentraría en su propia perfección y en los recursos de su propio medio: pintura no figurativa, música atonal, poesía que rompe con las “palabras de la tribu”, etc.

Si miramos las cosas a escala de un siglo, este tipo de ruptura ha jugado un papel muy pequeño en medio de una multitud de proyectos artísticos que implican, a la inversa, la conjunción de diferentes artes, su contaminación y todas las formas de indistinción que resultan de ello, al mismo tiempo que todos los intentos de identificar las formas del arte con las de la vida. Sabemos, por ejemplo, cómo la abstracción pictórica se asoció a menudo, particularmente en los primeros días de la revolución soviética, con el deseo de una vida transformada por el uso de las formas puras en el marco de la vida colectiva. El adjetivo “moderno” y la palabra “modernidad” son interpretaciones –variables y a veces contradictorias– de las formas y transformaciones del régimen estético del arte. Estoy más convencido que nadie de que las interpretaciones también son realidades. Pero no por eso hay que transformarlas en causas primeras y deducir las formas del arte de los manifiestos de los artistas o de los críticos.

les voyages del arte | Rialta
Les Voyages de l’art, Seuil, 2023

Uno de los aspectos principales del régimen estético del arte se impone, entonces, como la forma de reevaluar las cuestiones vinculadas a la Modernidad y sus contrasentidos. Por ejemplo, uno de los análisis más decisivos se refiere aquí a la cuestión del formalismo. Lejos de convertirlo, como repite la doxa modernista, en la herramienta principal de una ruptura con el mundo y de un gesto autotélico per se que condena al encierro, por el contrario, planteas una definición tan estimulante como justa del formalismo: “El formalismo que se denuncia no es la práctica de artistas que cultivan la belleza formal y el arte autónomo, lejos de las realidades sociales y las exigencias políticas. Es, al contrario, el de los artistas que han mandado a paseo al arte por el arte en favor de la construcción de las formas de una vida social y que, por esta misma razón, se dedican a producir movimientos y símbolos que rompan con los modos tradicionales de narración y figuración”. ¿Cómo, en última instancia y paradójicamente, el formalismo se basa en el principio de una intensificación, a través del arte, de la relación con la vida?

No he buscado en este libro definir positivamente el formalismo. He partido del uso negativo que hicieron de él los dirigentes comunistas soviéticos. La palabra “formalismo”, tal como la utilizan, asocia varias connotaciones negativas. La forma se opone al contenido e implica que los artistas aludidos se entreguen a juegos con los materiales de su arte sin preocuparse por la vida social que deben expresar. Naturalmente, esto va acompañado de la idea de que su arte es inaccesible para los profanos porque es demasiado complicado y está demasiado alejado de la experiencia de los trabajadores soviéticos. En definitiva, podríamos tener la sensación de que se les critica por hacer arte por el arte sin preocuparse por el mundo del trabajo. Sin embargo, es todo lo contrario: estos artistas no dejan de mostrar en sus lienzos o pantallas a trabajadores, fábricas, tractores, campesinos y rebaños. Y sobre todo han repudiado el arte por el arte. Su intención es dejar de hacer pinturas o esculturas para ver o películas “proyectadas” para consumir. Quieren ser productores entre otros productores, y las formas que utilizan reflejan esta voluntad de participar en una comunidad de hombres y mujeres enteramente ocupados en la creación de un mundo nuevo que ya no conoce la pasividad del consumidor en general y del consumidor de arte en particular: montaje cinematográfico acelerado para resaltar la solidaridad de todas las acciones que crean el nuevo mundo comunista; pintura que presenta una superficie plana sin ilusión de perspectiva para reunir y resaltar, en su pureza y su poder movilizador, los símbolos de la nueva vida; privilegio de la línea oblicua que proyecta las realidades terrenales en el espacio y el espacio en el tiempo. Todas estas distorsiones del espacio y del tiempo son parte de un deseo explícito de expresar la vida socialista y fortalecerla.

Ahora bien, esto es precisamente lo que les reprocha la denuncia del formalismo: la idea de que el arte participa directamente en la construcción de las formas del comunismo, una idea que pertenece a la lógica misma del régimen estético: el arte que se supera a sí mismo para convertirse en una forma de vida. Esto es lo que los funcionarios comunistas no quieren: quieren que los artistas solo hagan arte y que este arte, en lugar de pretender construir la vida comunista, se ponga al servicio de quienes la construyen. A la lógica del régimen estético, oponen, por tanto, las viejas normas del régimen representativo: la función de los artistas es representar, entretener e instruir: una doble tarea compartida por las comedias divertidas solicitadas a los cineastas y los cuadros edificantes solicitados a los pintores.

Uno de los puntos principales de su reflexión no se centra en discutir, sino en cuestionar, la interpretación que hemos podido hacer de los vínculos entre arte y política desde 1968, y en particular lo que hemos podido llamar, después de Chiapello y Boltanski, la “crítica de artistas”. A partir de dos performances recientes, una de Yael Bartana y la otra de Doris Salcedo, donde el arte y la política parecen intercambiar lugares y redefinir sus esferas de acción, usted demuestra que no se trata de un uso lúdico de la política o de una apropiación folclórica a través de una presentación de los temas políticos. Estas dos experiencias tienen en común que son experiencias que quieren construir algo común y cuestionan la forma de producirlo: ¿se trata una vez más, en este impulso del arte hacia la política, de este poder intrínseco del régimen estético del arte en querer producir lo que usted llama una intensificación de la vida?

Hay dos cosas diferentes. Por un lado, la oposición entre crítica social y crítica artística me parece que implica una idea extremadamente reduccionista de lo social y del movimiento social que devuelve a la esfera de las necesidades y de la lucha por su satisfacción, que se opone al lujo de las preocupaciones estéticas consideradas buenas para los ricos. Mi trabajo sobre la emancipación social me lo ha mostrado, por el contrario, como la expresión de una voluntad de no estar encerrado en la única esfera de las necesidades, de participar en todas las formas de experiencia que intensifican efectivamente la vida. Pero eso no era lo que quería mostrar en los ejemplos que usted cita. Si he citado la videoinstalación de Yael Bartana en Venecia sobre el “regreso de los judíos a Polonia” y la tela blanca con los nombres de los muertos, cosida y extendida, por iniciativa de Doris Salcedo, en la Plaza Bolívar de Bogotá como símbolo de reconciliación, fue para mostrar, a un nivel más elemental, todo lo que la actuación artística y la manifestación política tienen en común: el uso de palabras, historias, gestos e imágenes, la transformación de un espacio material a un espacio simbólico. La actuación encabezada por Doris Salcedo se produjo justo después de una manifestación política que tenía el mismo objetivo: un llamado a la reconciliación nacional tras la negativa de la mayoría de los electores colombianos a ratificar la paz firmada con la guerrilla. Se le ha criticado por haber eclipsado este movimiento verdaderamente político. Pero si pudo hacerlo fue porque tenía el mismo objetivo, porque como él era una acción colectiva y como él utilizó un lugar altamente simbólico de la capital. Y sería muy difícil decir qué actuación fue más eficaz que otra. Aún más significativa es la performance de “libre expresión” realizada por Tania Bruguera en una bienal de arte en Cuba. La performance no sale del marco de la institución artística y la artista es detenida cuando quiere reproducirla en una plaza pública. ¿Pero se diría que no es más que “crítica de artistas”? Incluso en un espacio cerrado, hay una línea que se cruza cuando la gente empieza a hacer lo que no tiene derecho a hacer. Fingir como si pudiésemos hacer lo que “no podemos” hacer es una práctica común en el arte y la política. Este tipo de acción pone en duda la oposición demasiado simple entre quienes transforman el mundo y quienes se contentan con interpretarlo cuya oposición crítica social / crítica artística es solo una versión contemporánea.

Uno de los grandes puntos de su reflexión consiste en cuestionar lo que se ha podido llamar arte comunista. ¿Por qué no se puede hablar del realismo socialista como una fórmula evidente en la que la forma correspondería con el contenido, la historia con las intenciones y, francamente, reduciría el realismo a un eslogan socialista? ¿Qué es lo que hay en el arte comunista que excede la expresividad que haría solamente de la obra de arte un simple mensaje destinado a las masas?

Se ha tendido a identificar el arte comunista con el realismo socialista, un poco como se ha tendido a identificar Modernidad y abstracción. Pero el realismo socialista no es la encarnación del arte comunista. Más bien, es un paso atrás y una forma de represión en relación con las ambiciones de los artistas comunistas. El arte comunista durante la época revolucionaria no quería crear obras de arte que transmitieran mensajes socialistas. Quería construir edificios, equipos o formas de comunicación que constituyeran la realidad sensible del comunismo: cosas reales y no obras de arte socialistas. Es esta voluntad de formar un mundo nuevo a partir de nuevas formas de arte lo que ha sido denunciado como formalista. Por tanto, el realismo socialista fue ante todo una llamada al orden. Pedía a los artistas que fueran artistas y nada más. Identificaba la tarea del arte con la creación de representaciones que transmitieran contenidos visuales, emocionales e intelectuales positivos. Y subordinaba la eficacia de estas representaciones a la adopción de una determinada fórmula visual: el realismo entendido como el conjunto de medios para asegurar la realidad del sujeto representado por las propiedades del espacio de representación: perspectiva, distribución de luces y sombras, distribución de personajes en el lienzo, precisión de detalles, etc.

Es el conjunto de estos medios los que se emplean en un cuadro que comento y que representa a Gorki leyendo una de sus obras a Stalin, Mólotov y Voroshílov. Todos los personajes son reconocibles y están ubicados en un espacio que parece realista. Pero ninguna característica específica define a este realismo como socialista. Es simplemente pintura académica, que recuerda a aquellas escenas de grandes personajes en actitudes familiares que veíamos en los salones de la Francia del siglo XIX. Este realismo es socialista solo porque representa a los líderes del estado socialista. Y no es evidente que su eficacia propagandística sea superior a los procesos simbolistas y sintéticos que los pintores todavía utilizaban a principios de los años treinta para exaltar la industria o la agricultura soviéticas. Contrariamente a las ideas preconcebidas, la claridad de las ideas no casa bien con la verosimilitud de los cuerpos. Y, tras la caída del bloque soviético, los artistas con experiencias en las técnicas de sus academias pudieron, sin ninguna dificultad, transformar estas formas edificantes de representación en formas de burla.

Mi última pregunta me gustaría que se dirigiera a un punto destacable de sus Voyages de l’art, al igual que de sus ensayos anteriores: usted posee uno de los pocos pensamientos que no cristaliza la contradicción en la polémica y la fustiga con una sarta de nombres: ¿es porque usted considera que la cuestión del régimen estético del arte es más bien una cuestión de tendencia de fondo histórico que una simple historia personal?

En general, la polémica me atrae poco, aunque la actualidad me obliga a veces a adoptar su tono. Y, cuando se trata de arte, tengo la ventaja de ser un outsider, ajeno al mundo –y por tanto a las disputas– de los críticos e historiadores del arte. Y, sobre todo, tengo poca fe en la virtud de los manifiestos y de los actos individuales espectaculares. Y luego me formé con el ejemplo de Foucault. Lo que me interesa no es juzgar el valor de tal o cual obra o de tal o cual manifiesto. Es la transformación de las formas de hacer, ver y pensar lo que permite recibir esta obra o hacer y escuchar estos comentarios sobre el arte.

En Le Destin des images, me interesaba no en los manifiestos del arte figurativo sino en las modificaciones de la mirada sobre la pintura que ya habían creado una manera “abstracta” de ver la pintura figurativa relegando el tema del cuadro al relatar los acontecimientos del material pictórico. En Aisthesis, la formación del régimen estético no está marcada por manifiestos (realistas, simbolistas, futuristas, surrealistas u otros) sino por acontecimientos puntuales que muestran cómo actuaciones, objetos y técnicas que fueron excluidas del dominio artístico o relegadas a los reinos inferiores de las artes populares o decorativas se perciben ahora como arte y modifican así lo que vemos, oímos y pensamos como arte. De la misma manera que me he interesado aquí por lo que instalaciones y performances del arte contemporáneo nos revelan sobre los límites cambiantes del arte y la política, del museo y la calle, de la realidad y la ficción, en lugar de denuncias interminables que demuestran que no es arte, o que no es política, y a menudo incluso ambas cosas.

JORGE MIRALLES
JORGE MIRALLES
Jorge Miralles (La Habana, 1967). Narrador y traductor. Obtuvo la beca de traducción del Centre National du Livre, París, Francia, 2009. Dirigió la colección de traducción de la editorial Torre de Letras (2001-2008). Ha traducido, entre otros autores, a Henri Michaux, Yves Bonnefoy y Pierre Klossowski.

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