“El gran crítico es un aventurero buscando un secreto que a veces no existe […] es un personaje fascinante: el lector de oráculos, el lector de la tribu. Se opone al lugar común y a los usos convencionales de la literatura. Los grandes trabajos críticos, digamos, Los arcaístas y Pushkin, de Tiniánov, o Mímesis, de Auerbach, son siempre productivos. Producen lecturas y cambios en la percepción de la literatura”, escribe Ricardo Piglia. Ciertamente: nadie que haya escrutado con alguna seriedad esos ensayos (por lo demás, no tan numerosos como Piglia, a juzgar por otros comentarios, parece suponer: el exceso de optimismo en estas cuestiones fue siempre su gran debilidad) podrá dejar de percibir la complejidad estructural inscrita en el núcleo mismo de esos artefactos verbales de primer orden que hemos convenido en llamar literatura canónica.
Antes lo habían intuido,[1] acaso con inaudita intensidad, pero, aun así, como quien deambula entre sombras; ahora saben, siquiera parcialmente, que incluso tras el más elevado éxtasis estético se ocultan mecanismos formales de gran complejidad: Pound –que se equivocó en casi todo lo demás pero nunca en cuestiones estéticas– parece haber tenido razón al menos en esto: “la técnica es la prueba de la sinceridad del artista”. Sí, de eso se trata, enfáticamente… y textos como The Romantic Agony (Mario Praz), ciertos textos tardíos de Gottfried Benn,[2] las conferencias de Joseph Brodsky sobre la poesía de Robert Frost o Call Me Ishmael, de Charles Olson, han iluminado con su áspero, inesperado fulgor, ciertas obras (Moby Dick) y movimientos literarios (la décadence francesa) cuya disposición general y significado creíamos –ingenuamente– conocer. Esto constituye ya, qué duda cabe, un logro considerable y cualquier crítico debería sentirse satisfecho si consigue acceder a algo semejante al menos en una página de su obra (pero muchos, desafortunadamente, confunden escribir con redactar: jamás podrán iluminar no digamos ya una obra sino un mero verso).
Ahora bien, según creo resulta posible distinguir, en estas augustas cumbres de la escritura ensayística, al menos tres categorías: en la primera se insertan inequívocamente los textos mencionados por Piglia: aquellos que –ocupándose casi exclusivamente de las obras maestras de la tradición occidental–[3] consiguen imponer una nueva lectura del texto canónico, le imprimen un giro, un inesperado desvío que, efectivamente, cambia nuestra percepción de la obra[4] (y no otra cosa es, por cierto, el clinamen en la famosa teoría de Bloom: aunque él la haya forjado para escrutar los poetas nada impide aplicarla a los ensayistas).
En la segunda categoría, menos frecuente, encontramos estudios sobre artistas verbales “menores”[5] que (gracias a la desmesurada agudeza conceptual y cortesanía estilística del erudito[6]) llevan a cabo, por así decirlo, una “transfiguración” de esos autores hasta entonces preteridos: súbitamente parecen mucho más complejos de lo que jamás habríamos creído posible… ¿o se trata acaso de una poderosa ilusión? Nunca lo sabremos, pero en ese contexto resulta comprensible que, en ocasiones, prefiramos leer un gran ensayo sobre, digamos, Manuel Puig[7] que cualquier narración de ese curioso autor, tan inexplicablemente sobreestimado.
Existe, en definitiva, una tercera categoría –la más rara, también la más propensa a suscitar una perdurable fascinación– en la que el ensayista debe hacer inteligible para nosotros una obra de tan pronunciada extrañeza que –pese al superficial optimismo de numerosos lectores ingenuos y enfermos de entusiasmo– sin su comentario serían para nosotros casi tan incomprensibles como un catafalco con inscripciones etruscas. Pienso aquí, por ejemplo, en el extraordinario libro de Foucault en torno a Raymond Roussel: una prodigiosa close reading de un texto notoriamente abstruso cuya sofisticación resulta sorprendente incluso dentro de la gran tradición crítica francesa. También –sobre todo– en el abrumador, enciclopédico tratado El mundo del príncipe resplandeciente (Atalanta, 2007), de Ivan Morris.
Se trata de un vasto, ambicioso análisis de la más importante novela japonesa jamás escrita, Genji Monogatari,[8] que no se limita a dilucidar los rasgos esenciales de esa faraónica narración (alrededor de dos mil páginas), sino que reconstruye minuciosamente, con erudición y agudeza apenas concebibles, la complejísima, ultrarrefinada civilización que engendró ese portentoso artefacto verbal.[9]
Ahora bien, quizás alguien podría objetar que, en última instancia, un estudio como este resulta más o menos superfluo pues en nada se asemeja la novela de Murasaki Shikibu a los abstrusos objetos narrativos forjados por Raymond Roussel: estos (según tal perspectiva) son crípticos, caprichosos, enrevesados: sin trama y sin final; aquella una muy sofisticada novela psicológica que prefigura la de Proust: difícil, qué duda cabe, pero en definitiva inteligible para cualquier lector competente.[10] Pero nada sería más ingenuo que una noción semejante: a su manera Genji Monogatari es tan extraña como cualquier libro del excéntrico polígrafo francés y, ciertamente, muchísimo más compleja. Que la extrañeza no provenga aquí de la delirante imaginación de Roussel, sino de un intrincado sistema de convenciones culturales cuya densidad el neófito ni siquiera sospecha, es precisamente lo que separa a los artefactos de Roussel de una obra maestra absoluta de la literatura universal.
Pero su innegable grandeza estética no significa, como ya he señalado, que resulte fácilmente asimilable para un lector occidental,[11] incluso si ha leído a Proust… y esa es la ilusión que el libro de Morris disipa con diligencia, brillantez y pertinacia (sospecho que si no lo tuviésemos solo conseguiríamos entender, acaso, un treinta por ciento de lo representado… y ese es un estimado generoso: basta con ponderar las insensateces que Bloom escribió sobre Murasaki).
De hecho, habría que hablar más bien de ilusiones –el plural es aquí de rigor– o, si lo prefieren, de falacias (en el sentido del New Criticism: la falacia intencional, la falacia afectiva, etcétera). Ante todo debemos abandonar la perniciosa idea de que resulta posible comparar –y en definitiva asimilar– La historia de Genji a En busca del tiempo perdido o cualquier otra novela occidental: este relato, que representa con moroso deleite la vida cortesana japonesa en el siglo X es, sencillamente, una ley para sí mismo, tan distinto de la gran tradición de la novela psicológica occidental como –y esto sí que resulta sorprendente– de casi cualquier texto perteneciente al canon Oriental: no tiene predecesor alguno ni, en rigor de verdad, sucesores de renombre.[12] Existen numerosas razones para esto, pero aquí me concentraré en dos que resultan, según creo, esenciales: la absoluta singularidad de la civilización japonesa en el período Heian y la importancia del budismo para una intelección cabal de la novela.
El así llamado período Heian representa el límite más extremo de la singularidad cultural japonesa: nunca ha existido, antes o después, una civilización semejante y sospecho que jamás dejara de suscitar, incluso en el propio Japón, una perplejidad considerable:[13] ¿De dónde provenían esos seres y donde están ahora? Nadie ha encontrado ni encontrará jamás una respuesta: de hecho, como señala Morris, “aunque los occidentales cultos suelen asociar Japón con una serie de rasgos[14] […] ninguno existía en esa época […] y muchos le habrían parecido tan extraños a la Dama Murasaki como a los occidentales del siglo XX”. Aseveración sorprendente, que podría sumirnos en un prolongado estupor si Morris no dedicase el resto de su voluminoso libro a dilucidar la estructura profunda del mundo representado en la narración.
Pero él ha reconocido el rasgo fundamental de esa cultura y lo expone con absoluta nitidez: se trataba, por asombroso que resulte, de una civilización de estetas. Eso es lo esencial, el recio fundamento que lo explica todo y sin el cual nada resulta inteligible. En efecto, en El mundo del príncipe resplandeciente, esa apenas comprensible sociedad –o al menos en el escenario donde la narración se despliega– “el estilo y el arte resultaban esenciales en las vidas de sus habitantes […] la insensibilidad artística en la corte Heian era el equivalente de la cobardía en el Occidente medieval’’.
¿Cómo fue posible que una civilización semejante perdurase durante casi cuatro siglos?; más importante aún: ¿cómo se pasa de un estadio semejante al mundo implacable representado en Ran, Yojimbo y otros filmes de Kurosawa? No seré yo quien responda tales preguntas (el propio Morris, pese a toda su inteligencia, erudición y dominio de los más intrincados matices de la lengua japonesa no consigue articular una explicación convincente): aquí me limito a dilucidar por qué La historia de Genji no puede ser asimilada –como querría Bloom– a la tradición literaria occidental.
Veamos entonces cómo se manifestaba esa innegable preponderancia de lo estético: según Morris las cinco disciplinas fundamentales que debía dominar un aristócrata eran “la composición de poemas, la caligrafía, la escritura de cartas, la música y –por irrisorio que pueda parecernos– la elaboración de perfumes a base de incienso”.[15] Pero la poesía y la caligrafía eran, sin duda, lo más importante: “la habilidad de componer poesía constituía un sine qua non para todo aristócrata […] la capacidad de citar a los clásicos y reconocer alusiones extraídas de estos confería un enorme prestigio social”. Y también: “en cierto sentido la verdadera religión de Heian era el culto de la caligrafía […] el refinamiento al dibujar los ideogramas era casi una virtud moral y la mediocridad en esta disciplina descalificaba necesariamente a un aristócrata, aunque poseyese muchas otras cualidades”. Por supuesto –y nunca se enfatizará lo suficiente– todo lo anterior atañe exclusivamente al mundo de la alta aristocracia palaciega… pero no importa: ese es el escenario representado en la narración y del resto pueden ocuparse los historiadores.
Habiendo dicho eso, no puede negarse que incluso restringiendo esas curiosas convenciones al mundo de la corte (alrededor de cinco mil aristócratas), la civilización Heian alcanzó, quizá como ninguna otra, el límite más extremo del refinamiento, el esnobismo y la decadencia. Esta extraña, supremamente artificial forma de vida generó, y probablemente no podía ser de otra forma, una literatura de enorme complejidad estructural y casi inagotable riqueza semántica que, sin embargo, nada tiene que ver con el canon occidental o “el análisis de esa enfermedad llamada amor”[16] (Proust, El tiempo recobrado).
Es cierto que La historia de Genji se ocupa de la vida sentimental de su protagonista (“el príncipe resplandeciente”), pero toda semejanza con Madame Lafayette, Stendhal, Flaubert o Proust es solo una poderosa ilusión, un efecto de superficie: estos novelistas franceses intentaron representar en sus obras –con mayor o menor fortuna– “los flujos y reflujos, la oscilación múltiple, y sin embargo completamente aprehendida, de la pasión”;[17] en el mundo de la Dama Murasaki los personajes están mucho más interesados en el estilo empleado por sus amantes al redactar las cartas que en la intensidad de los sentimientos expresados y la existencia misma de algo semejante a la pasión resulta dudosa.
Según La Rochefoucauld, “hay personas que nunca se hubieran enamorado de no haber escuchado hablar del amor”: este cínico apotegma es, según creo, el único texto occidental aprovechable para una intelección cabal de La historia de Genji: no hay –no puede haber– una auténtica “vida interior”[18] cuando el sistema de convenciones más complejo que la humanidad ha conocido, la artificialidad extrema en todos los niveles de la existencia y el más repulsivo esnobismo se combinan para crear una cultura cuya sofisticación (que enfatizaba la vulgaridad inherente a cualquier “sentimiento espontáneo”) hace que la corte de Luis XIV en Versalles parezca una pequeña aldea rústica: “en general, la sociedad Heian estaba regida por el estilo mucho más que por principios morales: la belleza era el valor supremo… quizás el único valor: la palabra yoki (bueno) se refería sobre todo al linaje pero también a la belleza de una persona o a su sensibilidad estética; la única implicación que faltaba era la de rectitud moral. Pese a toda su cháchara sobre el corazón y los sentimientos, este énfasis en el culto de lo bello que excluía cualquier otra preocupación confiere en ocasiones una escalofriante cualidad a los personajes del mundo representado en La historia de Genji”.
Y la religión no era precisamente un paliativo para ese omnímodo culto de lo artificial: predominaba un budismo estetizante y el fundador de la secta más influyente reconoció sin reparos que: “las escrituras esotéricas son tan abstrusas que su significado solo puede transmitirse mediante el Arte […] los secretos de los sutras, los comentarios y las verdades esenciales de la doctrina esotérica deben ser representados mediante procedimientos artísticos […] el Arte es lo que nos revela el estado de perfección espiritual”.
Sería un error suponer, sin embargo, que la sociedad representada por Murasaki no tomaba muy en serio al menos algunos principios budistas (incluso la frivolidad más extrema tiene sus límites), pero eso solo incrementa la ya considerable extrañeza del texto. En efecto: “una idea budista que influyó profundamente a los habitantes de la civilización Heian es aquella según la cual el destino del individuo está determinado por sus acciones tanto en esta encarnación como en todas las anteriores. Las palabras sukuse, en y go –que se repiten incesantemente en la narración– no se refieren al destino en el sentido occidental sino a la cadena de causas y efectos a la que cada individuo esta inextricablemente ligado y que representa la suma moral de todos los actos en los sucesivos estados de existencia. Durante muchos siglos los eruditos japoneses consideraron que el objetivo fundamental de La historia de Genji era ilustrar esta filosofía del Karma”.
Inútil añadir que la adopción de semejante doctrina volvería superfluos los dilatados, espléndidos análisis pergeñados por Proust en El tiempo recobrado: ¿para qué dedicar cientos de páginas a “los flujos y reflujos, la oscilación múltiple de la pasión” cuando todo lo que una persona siente o piensa está predeterminado por “acontecimientos” anteriores a su nacimiento?: el Budismo bien entendido significa la abolición de toda psicología. También por eso resulta necesario concluir que nada podría ser más ajeno a la tradición narrativa occidental que este extraordinario relato: su grandeza estética, aunque innegable, pertenece a un orden muy distinto del imaginado por el bueno de Bloom.[19] Así, mil años después de su escritura, La historia de Genji, sigue contemplándonos “como un enorme e impenetrable animal” (Calasso): no es el menor de los méritos de Ivan Morris haberlo demostrado con insuperable sutileza.
Notas:
[1] Me refiero aquí, naturalmente, a quienes estaban dotados, para empezar, de cierta sensibilidad estética, el resto no nos concierne.
[2] Pero en ningún caso los de Heidegger sobre Hölderlin o Rilke: pedantes, ininteligibles, falsamente profundos. Cioran lo expresó con insuperable nitidez: “Heidegger habla de Hölderlin como si se tratara de un presocrático. Aplicar el mismo trato a un poeta y a un pensador me parece una herejía. Hay sectores que los filósofos no deberían tocar”.
[3] Auerbach, ciertamente, no condescendió jamás a ocuparse de textos sobre cuyo estatus canónico existiese la menor duda.
[4] Un ejemplo notable en la crítica del siglo XX es el extraordinario Surprised by Sin: The Reader in Paradise Lost, de Stanley Fish: cincuenta años después de su publicación continúa seduciendo y exasperando a innúmeros lectores (que su tesis sea correcta o no es lo de menos).
[5] Por supuesto, la clasificación es a menudo arbitraria y aun incomprensible: muchos autores supuestamente “menores” han ejercido una dilatada fascinación sobre numerosos epígonos (Lovecraft sería un ejemplo notable) y ciertamente no puede decirse lo mismo, ni mucho menos, sobre algunos “clásicos”, pero la cuestión es demasiado enrevesada para discutirla aquí.
[6] Como ha señalado George Steiner en su ensayo sobre Walter Benjamin, “escribir mal es síntoma de una erudición deficiente”.
[7] Verbigracia, los incluidos en el libro Las tres vanguardias, de Ricardo Piglia.
[8] También la primera (finales del siglo X) y más desconcertante. Para acceder a una tenue noción de su importancia en la cultura japonesa debemos ponderar la influencia de El Quijote en la literatura hispanoamericana y multiplicarla por mil.
[9] De hecho, aunque sus observaciones sobre el casi infinito relato son siempre atinadas, y a menudo brillantes, la mayor parte del ensayo aborda lo que alguien llamó “las condiciones de producción de la gloria”: es decir, las circunstancias (históricas, sociales, culturales) en las que el autor –en este caso la Dama Murasaki– debió desempeñarse.
[10] Por supuesto, esa es una noción más o menos utópica: en efecto, aquí la “competencia” presupondría haber escrutado con probidad los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido… y muchos otros libros.
[11] Ni tampoco para un asiático, si vamos a eso: ya en los inicios del siglo XX ningún japonés era capaz de leer el texto sin numerosos comentarios y, es preciso añadirlo, en una buena traducción; ahora la lengua y el mundo de la Dama Murasaki resultan tan incomprensibles para sus coterráneos como los de Beowulf para cualquier lector británico.
[12] Y eso pese a su abrumadora, casi ineludible influencia en la cultura japonesa de los últimos mil años. ¿Una paradoja? Quizás, pero solo superficialmente: es “el libro de los libros” que allá poseen, pero nadie se ha propuesto con seriedad una reescritura creativa del gran clásico.
[13] Junto al relato de Murasaki el exotismo o extrañeza de la Ilíada se vuelve casi insignificante.
[14] “El teatro No, el Kabuki, los Haikus, la pintura Ukiyoe, la música samisen, la ceremonia del té, la preparación de jardines en miniatura influidos por la filosofía zen, los samuráis, las geishas, las alcobas tokonoma, la dieta a base de pescado crudo y salsa de soya”.
[15] Bueno, en realidad no elaboraban nada. Lo que hacían era mezclar diferentes muestras: “La mezcla del incienso era una de las grandes artes aristocráticas, con sus propias convenciones, tendencias y conocedores”.
[16] O al menos no como lo ha entendido Occidente desde, como mínimo, Dante.
[17] El propio Proust en su ensayo sobre Racine.
[18] Es decir, la necesaria premisa para cualquier novela sicológica. Pero en la cultura Heian –o al menos en la representación de esta articulada por Murasaki– las personas solo podían “enamorarse” siguiendo los modelos establecidos por la poesía y era un lugar común que una mujer rechazase a un amante por la mediocridad de su caligrafía.
[19] Que jamás debió aventurarse con semejante desparpajo en los recónditos territorios de la literatura japonesa clásica: no estaba calificado para eso.