La Habana por la que caminó Leonard Cohen aún se parecía a la que le describió entusiasmada su hermana Esther al regresar a Montreal, pero no era la misma. No solo porque desde aquel 1957 en que la hija del matrimonio judío de Nathan Bernard Cohen y Marsha Klonitsky pasó su luna de miel caribeña habían transcurrido casi cuatro años, sino porque los dos últimos fueron fuertemente sacudidos por los vientos de un “huracán sobre el azúcar” que removió violentamente todas las estructuras de la isla, como escribió otro huésped, uno bastante conocido, Jean-Paul Sartre. La Habana era un paraíso so near and yet so foreign y a solo 90 miles from Key West para los turistas que, entre daiquiris y mojitos en una terraza con vista a la bahía, en la piscina de un hotel en El Vedado o bajo las estrellas siempre luminosas del cabaret Tropicana, habían encontrado su verano en el trópico en una urbe que se les mostraba paradisíaca y voluptuosa, sibarita y embriagadora, con sus aires de modernidad pero conservando el atractivo de sus callejuelas adoquinadas y sus palacios del siglo XIX en la parte más vieja.
A Cohen lo recibieron ciertamente los daiquiris y los mojitos de una ciudad lasciva y todavía con una singular vida nocturna, pero sobrevolaba las cabezas un estado de tensión (y hasta de excitación) por una posible invasión militar estadounidense. Un cable de Prensa Latina del 17 de marzo de 1961, con el título “Anuncia prensa yanqui invasiones a nuestro país”, subrayaba la posibilidad de que en las próximas semanas ocurrieran invasiones simultáneas en diferentes puntos de Cuba. Esto atraía demasiado al poeta de 27 años que ya había publicado, siendo estudiante de la Universidad McGill, el poemario Let Us Compare Mythologies (1956), con textos de adolescencia. La Revolución cubana era demasiado atractiva y estaba “tan cerca” que era difícil no sentir el impulso del aventurero que abandonó las aulas de la Escuela de Estudios Generales de la Universidad de Columbia para recorrer Saint-Laurent Boulevard y los bares de Old Montreal leyendo poemas a sus amigos, influidos la mayoría –así como el círculo literario que frecuentó en esos años– por las ideas de izquierda. Pero a él no le interesaba ser un turista más –como su hermana Esther ni como sus padres, que también habían tenido su luna de miel en el trópico caribeño– en una ciudad donde el turismo norteamericano, que fue el principal, era prácticamente nulo; ni un huésped oficial del gobierno cubano, como Sartre. Probablemente le habría gustado parecerse un poco a su admirado Federico García Lorca caminando por las calles de La Habana en 1930.
El andaluz había visitado, con similar fruición, las mansiones burguesas, el Lyceum y el Havana Yacht Club, así como los bares del puerto y los rústicos cabarets en la playa de Marianao, con carpas y techos de zinc y nombres tan sonoros como La Choricera, donde improvisaba el Chori, Mi Bohío, El Gallito y El Flotante. Allí, entre los puestos de fritas, se escuchaba –diría Tristan Tzara– una “música sabrosa para comer con pan”, que era síntesis melódica del desenfreno y versión liberal de los night-clubs. Lorca, incluso, se había movido en un “coche de agua negra” por otras partes de la isla, al punto de decirle en carta a sus padres que si se perdía lo buscaran en Andalucía o en Cuba. Cohen podría, quizá, encontrar reminiscencias lorquianas en los ritmos “de semillas secas” de las playas de Marianao o, como escribió Guillermo Cabrera Infante en un texto sobre el autor de Yerma, en “los fulgores de una ciudad tan capital como un pecado”.
Pero no solo su familia y Lorca influyeron en su viaje: Cohen buscaba en Cuba otro tipo de experiencia, una más drástica y frenética, la de los fusiles en alto y la agitación social, la de verse envuelto, de alguna manera, en un torbellino revolucionario. Similar quizá a la que motivó a muchos estadounidenses a cruzar la frontera en los años de la Revolución mexicana. “Estoy loco por todo tipo de violencia”, escribió y vino buscándola a La Habana, no por apoyar al gobierno de Fidel Castro, diría años después, sino para perseguir una ficción, como si fuera un voluntario de las Brigadas internacionales de la Guerra Civil española. “Tengo la mitología de esta famosa guerra civil en mi mente”, dijo. “Pensé que tal vez esta era mi Guerra Civil española”, la misma que fusiló a García Lorca en los potreros de Víznar en 1936, “pero fue un apoyo precario”. “En realidad, se trataba sobre todo de curiosidad y espíritu aventurero”, añadió.
Incluso el propio Fidel Castro había visitado la ciudad de Cohen, Montreal. Fue el 26 de abril de 1959, en un viaje relámpago de solo un día, desde Boston. Las noticias debieron llegarle al joven poeta, pues el cubano fue recibido en el aeropuerto como un líder casi mesiánico, que desbordaba carisma y popularidad, por más de cinco mil personas. En Montreal ofreció una conferencia de prensa en el Hotel Queen Elizabeth, donde se alojó; visitó el Hospital de Niños de Saint Justice, la Real Policía Montada y una fábrica de equipos agrícolas. Participó, además, en una cena que le ofreció la Cámara de Comercio y acudió a un baile en beneficio de los niños cubanos, al que asistieron más de cuatro mil personas, antes de volar, el día siguiente, a la ciudad estadounidense de Houston.
Los días cubanos de Cohen parecen ser una sucesión de pequeñas aventuras, algunas más divertidas y otras más rocambolescas, tal como él deseaba o incluso más, al resultar para el futuro músico una especie de parteaguas en su visión de las revoluciones. Tiempo después contaría a Mark Rowland para la revista Musician qué lo motivó a viajar: “No sé por qué hice nada de esto. Recuerdo que en Estados Unidos se reían de Fidel Castro. Daba discursos de cinco horas —al parecer hablaba maravillosamente— y decía: «Nos van a invadir», y la gente pensaba que era una broma. Pero yo creía que iban a invadirlos a ellos. Así que fui allí y enseguida me vi descrito con toda razón como un «poeta individualista burgués». Pensé: «Exacto. Me viene como anillo al dedo»”.
Cuando Cohen llega a Cuba el 30 de marzo de 1961, el país vive una situación de alerta y la espléndida ciudad que le describió su hermana mostraba evidentes signos de decadencia, que irían recrudeciéndose con los años. Pero todavía era para sus visitantes, ahora más latinoamericanos y europeos del este, una urbe con muchos atractivos, envidiada por otras del continente. Ahora exhibía la “convulsión revolucionaria” sobre la que el mundo puso los ojos en enero de 1959 y que para entonces seguía “maravillando” a casi todos. El tejido social, en poco más de dos años, se había transformado. Seguían colgando los anuncios publicitarios de bares y centros nocturnos, pero los productos “made in USA” comenzaban a faltar[1] y otros carteles con una propaganda más violenta –los mismos que notó el fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson dos años después– aparecían en las calles y muros remarcando diferencias irreconciliables entre el pasado burgués y un futuro que el gobierno anunciaba prometedor.
En Miami, antes de volar, Leonard le escribe a su novia Marianne Ihlen. En la carta, subastada en Christie’s en 2017, junto a otras escritas por el autor de “Hallelujah”, le dice: “He venido aquí en contra del consejo de mis amigos porque quiero ver con mis propios ojos cómo es una revuelta comunista”. Su relación parece estar en una especie de encrucijada: el poeta quiere estar solo, fundirse en una nueva realidad que sacuda sus sentidos, pero también la extraña bastante. “Ahora mismo necesito estar solo”, le insiste.
Antes tuvo la precaución de dejarse crecer la barba, imitando a los rebeldes de la Sierra. Adoptó también el “atuendo revolucionario” de moda: pantalones verde olivo y una camisa caqui. Si en Montreal disfrutaba visitar sitios frecuentados por gánsteres, proxenetas y luchadores, en La Habana retomó sus “viejas costumbres burguesas” y, como animal nocturno, exploró la “baja vida” de la ciudad y fue al encuentro de las prostitutas del Prado, el malecón y la Habana Vieja. Las encontró irresistibles, sobre todo por el erotismo que emanaba a borbotones de la mezcla española y africana en las venas.
Lo mismo diría Lorca treinta años antes, cuando frecuentaba los barrios de Jesús María y San Isidro: “Esta isla tiene más bellezas femeninas de tipo original debido a las gotas de sangre negra que llevan todos los cubanos”. Y recalcó: “Mientras más negro, mejor”. Así que Leonard Cohen terminó uniéndose a las prostitutas, los proxenetas, los apostadores, los juerguistas y los vagos de una Habana nocturna, los mismos que la Revolución se empeñaría en reeducar y eliminar del paisaje urbano. Vagó por barrios marginales y por lujosos repartos frente al mar, por cuartuchos en Centro Habana y pequeños bares del puerto. Incluso no olvidó llegarse hasta el “paraíso bajo las estrellas”, Tropicana. Se sentía eufórico, cargando una nueva libertad, como cuando vagaba con sus amigos en las noches de Montreal, pero siendo el centro de atención. Vivía las fiebres de un país que podía ser agredido y eso le resultaba demasiado estimulante.
A Marianne le escribió desde La Habana, en una carta fechada solo en abril, al parecer poco después de su llegada: “Cuba vibra con energía. Y esto es solo el principio. Toda Sudamérica está en el umbral de la revolución. A veces miro mis poemas y me siento completamente obsoleto ante las fuerzas de la historia. La gente tiene que comer. Tiene que acabar la humillación”. Y continúa más adelante en la misiva: “Parecen meses y meses desde que pude hablar con alguien. Sentí esto en Montreal. Aquí el aislamiento parece más completo debido al idioma, que domino muy mal. Y la Revolución no es hospitalaria para la melancolía neurótica, que es justo como debe ser una Revolución”.
En esos días deja La Habana para visitar, como buen turista que no quería ser, la playa de Varadero. Ira Nadel, su primer “benignamente tolerado biógrafo” y autor del libro Diversas posiciones, una vida de Leonard Cohen, relata la aventura que resultó ese viaje.
Luego de llegar al hotel Miramar, que abría sus ventanales a la playa norte de la península de Hicacos, Cohen salió a caminar. “Es maravilloso no llevar ropa interior, quemarse los pies con la arena, saborear la sal”, le escribió a Marianne. Vestía con un pantalón caqui y llevaba un cuchillo de caza a la cintura. Deambulaba en la noche cuando se vio rodeado por soldados, unos doce, cuenta Ira Nadel, once le dice él a Mark Rowland, que le apuntan con sus metralletas checas. Habían atrapado –pensaban– al primer estadounidense en “bajar del barco” de la agresión. “Fui el primero en ser arrestado”. Cohen, que no comprendía el español, terminó en una estación local rodeado de militares, mientras repetía una consigna de Fidel Castro que había aprendido: “La amistad del pueblo”. Pero aquel pueblo, en aquellas circunstancias, no era muy amistoso y la frase no hizo diferencia. Estaban convencidos de que era estadounidense y anticipaba la invasión. Después de hora y media de interrogatorios, los cubanos parecieron convencerse de que no era ni un soldado ni un espía, sino apenas un fanático de la revolución al que le gustaba la “amistad del pueblo” y las playas de Varadero de noche.
Poco después, Cohen y los milicianos bebían ron y festejaban el encuentro. En su cuello terminó un collar de conchas y una cuerda con dos balas, que sería lo más cercano que estuvo de la acción armada. Eran sus souvenirs de guerra para mostrar, orgulloso, a los amigos de Montreal. Pasó el día siguiente con ellos y aceptó el ofrecimiento de llevarlo a La Habana. Allí, con el Capitolio detrás, se tomó una foto junto a dos milicianos. Otro souvenir más de sus días en la isla y esta vez una prueba incuestionable que Cohen guardó en su mochila: pantalón verde olivo, boina ladeada, pulóver y collar al cuello. Todos sonríen y Leonard Cohen se lleva las manos, acaso con cierta timidez, a la espalda.
En esos días la situación en la isla se complejizó y la posible invasión parecía estar más próxima. El 13 de abril la tienda por departamentos más grande de Cuba, El Encanto, ardió en llamas. Y poco después, el 15, ocho aviones B-26 camuflados con las insignias de la fuerza aérea cubana, bombardearon los aeropuertos militares de Ciudad Libertad y San Antonio de los Baños, en La Habana, y el Antonio Maceo, en Santiago de Cuba. Un noveno bombardero voló a Miami: los pilotos cubanos desertan fue la noticia que empezó a circular en los medios extranjeros, incluidos los de Canadá. El canciller cubano Raúl Roa denunció la agresión en la sesión de ese día en la Organización de Naciones Unidas (ONU) y en la tarde, a propuesta del representante de la URSS, se reunió el Consejo de Seguridad de la ONU. Esa noche en un circuito reducido de cines de La Habana se estrenó el segundo largometraje del Icaic, Cuba baila, de Julio García Espinosa.
Cuba bailaba, discretamente, en las pantallas y también en los centros nocturnos, intentando mantener una tranquilidad impostada. Pero al día siguiente, en el sepelio de las víctimas de los bombardeos y como respuesta al ataque, Fidel Castro declaró el carácter socialista de la Revolución cubana. Las noticias que llegan a Montreal eran confusas y, para la familia del joven Cohen, aterradoras. El paraíso caribeño había dado un vuelco que –aunque podía pronosticarse revisando la sucesión de hechos desde el propio 1959– no dejaba de asombrar (y hasta preocupar) incluso a los habitantes de la isla.
Una noche un funcionario del gobierno canadiense tocó en la puerta de su habitación en el hotel Siboney, frente al Prado, entre las calles Neptuno y Virtudes. El pasado le pisaba los talones al aprendiz de revolucionario. Se solicitaba –le dijo– su presencia de inmediato en la embajada. ¿Un canadiense por las calles de La Habana habría parecido demasiado llamativo? “¡Yo era Upton Sinclair! ¡Estaba en una misión importante!”, bromearía después. Suspicaz pero emocionado, pues la situación comenzaba a ser más atractiva, más cercana a lo que él quería, fue al día siguiente a la embajada. Al vicecónsul de Canadá, país que reconoció al nuevo gobierno cubano desde el propio 1959, le desagradó su barba y, por supuesto, su atuendo caqui. En su oficina y con cierto desdén, le informó el objetivo de la citación: “Señor Cohen, su madre está muy preocupada por usted”. En otra versión, la que le da a Mark Rowland, es una de las secretarias, ante la que fingió ser bastante duro, quien le comunica la preocupación familiar.
Su madre se había puesto en contacto con un primo senador, Laz Phillips. Y este telefoneó a La Habana, pidiendo que encontraran a Leonard y confirmaran su estado, como justamente hicieron para disgusto de Cohen, que vio sacudidas por el celo familiar las calenturas de sus fiebres revolucionarias. Estaba seguro el joven de Montreal y con la advertencia de no meterse en más líos de los necesarios; pero esa misma mañana, la del 17 de abril de 1961, las fuerzas militares, unos 1 200 miembros de la Brigada 2506, desembarcaron por la península de Zapata y comenzaron los combates. La invasión a Cuba que temía la familia canadiense no era solo rumor: ahora ocupaba las primeras planas.
Desde la propia embajada le escribió a Marianne: “La isla ha sido invadida y las comunicaciones cortadas. No sé cuándo podré irme. No hay combates en la ciudad, salvo alguna explosión antiaérea ocasional, así que no te preocupes por mí”. Y poco después, aun sin concluir la invasión, le cuenta al editor Jack McClelland: “Solo piensa en lo bien que se venderá el libro si me golpean en una redada. ¡Qué gran publicidad! No me digas que no lo has estado considerando”. El libro al que se refiere es The Spice-Box of Earth, que se publicó ese año. Y añadió: “Esta noche hubo una ronda prolongada de fuego antiaéreo: un avión no identificado (pero conocemos a los yankees). Creo que las armas estaban en las habitaciones de al lado. Miré por la ventana, medio pelotón corriendo por el Prado y luego agachado detrás de un león de hierro. Desesperadamente Hollywood”. En aquellos mismos escenarios cercanos a su hotel, sir Carol Reed había filmado pocos años antes escenas de una “película habanera” que Cohen pudo haber visto en un cine canadiense: Nuestro hombre en La Habana, adaptación de la novela del británico Graham Greene que el gobierno permitió –Fidel Castro, incluso, visitó el set de rodaje de la Plaza de la Catedral– siempre que “fuera positiva a la Revolución cubana”.
¿Por qué –si quería conocer violencia de una revolución y verse envuelto en un conflicto armado— Cohen no intentó unirse a alguno de los contingentes que, casi en caravana, marchaban desde La Habana a las arenas de Girón? Entonces le “interesaba mucho lo que realmente significaba para los hombres portar armas y matar a otros hombres”. ¿Le hubieran permitido hacerlo? ¿O el canadiense hasta para eso era sospechoso? Si lo intentó, no lo sabemos. Nada escribió ni respondió en entrevista al respecto. ¿O evitar la acción era seguir las instrucciones familiares y acatar la moral burguesa contra la que se había revelado con solo viajar a la isla? Al parecer permaneció en su hotel y en las zonas cercanas. Después dijo que encontró la actitud del gobierno “impecable”, incluso hacia alguien que era tan “ambiguo y ambivalente como yo”.
La invasión finalizó el día 19 con la victoria del gobierno cubano y el consiguiente aumento del respaldo social, tanto dentro como fuera de la isla, al liderazgo de Fidel Castro, así como la ratificación del carácter socialista proclamado días antes. Cohen, por su parte, regresó a sus días de outsider y al desvarío de calles y bares de La Habana, de las fritas de Marianao y los cabarets y modernos clubes del Vedado. Al parecer, prefirió –hablando en referencias cinematográficas de ese año– el desgrane de nocturnidad y desenfreno, de música y cuerpos, en el documental PM de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, a la artillería soviética y checoslovaca, el olor de la pólvora, el fuego continuo y la violencia en ¡Muerte al invasor! de Tomás Gutiérrez Alea y Santiago Álvarez.
En esos días conoció –cuenta Nadel– a artistas y escritores, con los que discutió sobre cómo podrían mantener su libertad creativa frente a las formas de opresión de los sistemas políticos. Se encontró también con algunos comunistas estadounidenses, que le recordaron que no era el único extranjero que hablaba inglés en La Habana y con los que terminó discutiendo. Uno de ellos lo escupió enfurecido y amenazó con denunciarlo a la policía por ser “un mero burgués” y un “poeta autoindulgente” que no comprendía su lugar en la historia. Lo suyo –le dijeron– era puro “esnobismo revolucionario”. La revolución –le recordaron– despreciaba a los burgueses y a los esnobistas, y sobre ellos levantaría sus nuevas estructuras. Cohen, irreverente, decidió aceptar la etiqueta e interpretar lo mejor posible aquel papel: se afeitó la barba, se quitó el pantalón caqui, se puso su mejor traje de seersucker y regresó al café que frecuentaban solo para confirmarles los insultos: aunque se vistiera de revolucionario, no era más que un individualista burgués que, tarde o temprano, acabaría siendo aplastado por la fuerza de la historia.
Según pasaron los días, el entusiasmo se fue desvaneciendo, el dinero disminuía y la situación para los extranjeros se volvía más difícil, sobre todo para los provenientes de América del Norte. Era hora de regresar a Montreal. Pero al intentarlo supo que muchos cubanos estaban tratando de salir y las visitas diarias al aeropuerto José Martí para conseguir un asiento eran un ritual infructuoso. Allí, en la fila de espera, conoció al editor de la revista socialista estadounidense Monthly Review, que también intentaba irse.
No había asientos –le decían una y otra vez– para los próximos vuelos a Miami. Sin embargo, luego de días de insistencia, Cohen logró obtener una reserva para el 26 de abril. Llegado el momento y ya en la fila, los oficiales llamaron a la persona que tenía enfrente y luego a la detrás, pero no escuchó su nombre. Al mirar la lista de los funcionarios, vio que habían trazado una línea sobre el suyo. En el mostrador de seguridad, un funcionario le informó que no podía volar. Tenía prohibida la salida del país. En su mochila habían encontrado la foto vestido de miliciano y junto a dos soldados. Podía ser –pensaron– un desertor, incluso un fugitivo de la invasión. La copia de la Declaración de La Habana que llevaba consigo, otro souvenir para mostrar a la familia, no ayudó a confirmar que era un extranjero. Su pasaporte canadiense podía ser una falsificación y su inglés, otra. A diferencia de los milicianos de Varadero, estos eran mucho más cautelosos y previsores, aunque les repitiera aquello de “la amistad del pueblo”.
Cohen fue llevado a un área de seguridad fuera de la sala de espera. Le custodió un adolescente de 14 años con un rifle. Discutir sobre su detención y sus derechos como ciudadano canadiense no tiene ningún efecto. El muchacho no le entiende. De repente, una discusión en la pista distrae al guardia. Varios cubanos, que se resisten, están siendo bajados de un avión. El miliciano de Cohen corre a la escena. Sin pensarlo, rehace la mochila y con calma pero con nerviosismo, camina hacia el avión en medio del caos del momento. Lo hace repitiéndose: “Todo va a estar bien. Realmente no se preocupan por mí”.
Así, remarcándose aquellas palabras casi como un mantra, subió al avión, sin mirar atrás. Temiendo acaso convertirse en estatua de sal y quedar petrificado sobre el asfalto. “No voltees, tan solo camina, lo vas a lograr, camina…” Buscó su asiento y no se movió de allí. Podría decirse que temblaba. Nadie le pidió el boleto. Todavía el avión no cerraba las puertas. Ni el motor encendía. Los minutos pesaban como horas. Cuando las cerraron y el motor se puso en marcha, Cohen respiró. Aunque cualquier cosa podía suceder aún. Ya había vivido momentos delirantes en la isla. Pero el avión comenzó a rodar sobre la pista y finalmente despegó. Atrás quedaba La Habana, desdibujándose en la ventanilla y atrás también sus días de “turismo revolucionario”. Poco después aterrizó en Miami.
Sylvie Simmons, otra de sus biógrafos, también relata la anterior anécdota. El 3 de mayo, Cohen está de regreso en Montreal. Antes se detiene en Nueva York para visitar a su amigo Yafa Lerner, quien lo encontró cambiado por su experiencia cubana. Unos dieciocho meses después, mientras Cuba protagoniza la Crisis de los Misiles, que la vuelve a colocar bajo los ojos pavorosos del mundo, Leonard le explica en una carta a su cuñado Víctor Cohen por qué viajó a La Habana. Allí le cuenta que se opone a toda forma de censura, colectivismo y control, así como que rechazó durante su estadía la hospitalidad ofrecida por el gobierno cubano a los escritores visitantes. Él había ido a Cuba “para ver la revolución socialista, no para ondear una bandera o demostrar un punto”.
“Soy de los pocos hombres de mi generación a quien le interesó la realidad cubana lo suficiente como para ir y verla solo, sin haber sido invitado, habiendo estado muy hambriento cuando se me terminó el dinero y absolutamente indispuesto para recibir emparedados de un gobierno que estaba asesinando a prisioneros políticos”, aseguró Cohen.
De su affaire cubano quedaron varios poemas que aparecieron en Flores para Hitler (1964), entre ellos “El único turista en La Habana vuelve sus pensamientos hacia casa”, “Todo lo que hay que saber sobre Adolf Eichmann” y “Muerte de un líder”; y uno en La energía de los esclavos (1972), “Es una confianza para mí”. Para Nadel, estos “poemas expresan la desilusión con Castro como un auténtico revolucionario, ya que su régimen se había vuelto «opresivo y repugnante»”. Y, además, inició en Cuba una novela de la que sobrevivieron apenas cinco páginas. Pensó llamarla El famoso diario de La Habana, aunque en el texto el narrador dice que también podría titularse La Habana sin excepción. Su inicio recuerda a Raymond Chandler: “La ciudad era La Habana. Eso es todo en lo que respecta a los detalles que obtendrás de mí”. La historia –subraya Ira Nadel– se convierte en un relato muy tímido, y en ocasiones cómico, de sus aventuras cubanas: “Lector, ¿puedo pedirle que se reserve su opinión sobre mí? Toda mi vida he sufrido de opiniones sin reservas. Me han obligado a tomar posiciones intolerables. Siempre quise ser el amante de alguna mujer a la que no rodeara con una opinión, una mujer que no viviera entre las piedras de mi mundo perfectamente ordinario”. Otra muestra literaria de esa visita podría estar en la canción “Field commander Cohen”, del disco New Skin for the Old Ceremony (1974). Justo en la primera estrofa escribe, fantaseando con aquella aventura al borde de la acción bélica: “Comandante de campo Cohen, él era nuestro espía más importante. / Herido en el cumplimiento del deber, / lanzando ácido en fiestas diplomáticas, / instando a Fidel Castro a abandonar campos y castillos”.
Cohen quiso sacudir su mundo en Cuba: quitarle el polvo y ponerlo frente a la acción. O sea, hacerse, de alguna manera, contemporáneo y encontrar su guerra civil. Regresó a Montreal con un conjunto de valores completamente alterado. La poesía, como admitiría más tarde, “no sustituye a la supervivencia” y en “El único turista en La Habana vuelve sus pensamientos hacia casa”, aunque no hay referencias a sus días cubanos, salvo las del propio título, insta a su país a ser todo menos revolucionario o al menos la etiqueta revolucionaria de esos años: “Mantengamos un silencio pétreo / en la vía marítima del San Lorenzo”. Acabó también sin barba y huyendo de los giros de su aventura como el “individualista burgués” que, en un café de La Habana, le dijeron que era.
Después vendrían sus años en la isla griega de Hidra, donde vivió en circunstancias similares al aislamiento y escribió parte de su poesía en los años sesenta; y el inicio de una carrera musical en 1967, con 35 años, que lo convirtió, hasta su muerte el 7 de noviembre de 2016, en Los Ángeles, California, en uno de los intérpretes y compositores más singulares, fascinantes y enigmáticos del siglo XX. Se desconoce si intentó regresar a Cuba o le bastaron aquellos días turbulentos (curiosamente, él y Fidel Castro coincidieron en el funeral del primer ministro canadiense Pierre Trudeau, el 3 de octubre de 2000, en el que ambos, junto a Jimmy Carter, Aga Khan y Marc Lalonte, fueron portadores honorarios del féretro).[2] Días de abril de 1961 en los que aprendió varias lecciones mientras recorría las calles y bares de La Habana; una de ellas es que “el poder –contó en septiembre de 1963– destroza a los hombres asustados. Lo vi en Cuba”.
Notas:
* Con información de Ira Nadel: “Leonard Cohen and the bay of pigs” (The University of British Columbia, 2017) y Das Leben Leonard Cohens. Various Positions (Ullstein Buchverlage GmbH & Co. KG / Ullstein Tas, 1999); Christie´s y Sylvie Simmons: I´m your man: The life of Leonard Cohen (Vinage, 2018).
[1] Eisenhower reconoció oficialmente en 1959 al gobierno cubano, pero las relaciones diplomáticas se fueron deterioran rápidamente. Desde octubre de 1960 Estados Unidos prohibió las exportaciones a la isla, que se acercó más al eje soviético. Y el 3 de enero de 1961 se rompen las relaciones entre ambos países.
[2] No aparecen juntos en las imágenes consultadas. A Cohen se le ve en una ocasión conversando con Carter.



