O de dos que soñaron:
Monterrey debió estar entre los nombres a aprender sin más asideros que el puro sonido de la palabra. Nada sabíamos de la ciudad salvo que se encontraba en México, cerca de la frontera con Estados Unidos, cerca de la Sierra Madre. En la época de pruebas, acaso pedirían que pusiéramos su nombre en un mapa en blanco. Cerca del planisferio había una ventana abierta. Afuera, lejos, a donde la vista de ninguna ventana podría llevarnos, otros como nosotros aprendían también el nombre de ciudades desconocidas y entre esos nombres estaría el de la nuestra.
Monterrey… Olvidaríamos su localización, se haría tan fantástica como esas ciudades de las que hablan las historias de Lord Dunsany: Poltarnees la que mira al mar, Andelsprutz, Bethmoora…
Yo olvidé su nombre. Un día, hace poco, me llegó una invitación desde Monterrey. Más extraño que el hecho de que alguien pudiera conocer, lejos, el nombre de la ciudad en que vivo, resultaba que alguien en Monterrey conociera mi nombre, se acordara de mí en el momento en que se celebraban los cuatrocientos años de la fundación de la ciudad
Gustavo Eguren y Reinaldo Montero eran los otros invitados cubanos. La ciudad de Monterrey propiciaba un encuentro de escritores de varios países y de varios estados mexicanos.
Recibí la invitación, abrí una novela de Elizabeth Smart, desconocida, y leí este primer párrafo:
“Estoy en una esquina de Monterrey, de pie, esperando que llegue el autocar, con todos los músculos de mi voluntad reteniendo el terror de afrontar lo que más deseo en el mundo. La aprensión y la tarde de verano me resecan los labios…” (En Grand Central Station me senté y lloré).
Un escritor no debería visitar ciudades que no ha visto antes en libros. No acabé la novela (tiene esa prosa estática que hacen los poetas) ni reparé en calor, labios resecos, las incomodidades de encontrarse allá. El verano en Monterrey tenía cuarenta grados celsios. En las calles el aire (era cosa de fe creer allí en el aire) resultaba muy seco. Pero se hizo posible, gracias a los organizadores, un grupo de gente apasionada, con la pasión que precisan los fundadores, tratar durante una semana de ciudades escritas y vividas, acerca del escritor y la ciudad.
El tema se abrió a muchos. De entre los invitados y del público, algunos preguntaron por sitios de La Habana que recordaban de sus viajes. Uno de ellos, poeta, había visto en sueños a La Habana. Tenía publicado en un periódico de Monterrey un poema de amor a La Habana que era el poema de amor a una desconocida: el sueño había colocado gaviotas en la bahía habanera.
¿Había imaginado mal o bien?, preguntaba. Yo había soñado a Monterrey en un aula de geografía, en una novela inacabada. Él a La Habana en un poema.
Como al regreso de cualquier viaje, ahora tengo la sensación de no haber estado allí (¿Imaginé bien, o mal?). Vi poco, tuve el pretexto de las temperaturas altas. Lo que sé de Monterrey lo supe por sus habitantes. La ciudad es amable, habitable y terrible como lo es también La Habana, como todas las ciudades, escritas y vividas, de las que hablaron allí tantos escritores.
Cuatro de ellos accedieron a entregar sus palabras a La Gaceta de Cuba, se publican aquí esas ciudades.