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David Lynch o el almirante náufrago (notas para un obituario)

David Lynch huyó de la perfección para encontrarse con la perfección, lo mismo en encuadres y relieves dramáticos concatenados, que en sonoridades ajustables a una mirada, un gesto, un paisaje, o en el diseño de espacios reales que “simulaban” irrealidad.

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Para Ricardo Figueredo Oliva y José Luis Aparicio

Delito, misterio, oscuridad y belleza.

Como miles de admiradores de su casi insólita competencia cultural –dicho así, podría parecer una declaración insípida–, uno se queda con las ganas, ya para siempre, de ver la siguiente película (su siguiente largometraje, para ser exactos) de David Lynch. Ahora que ha muerto, su obra cinematográfica queda cerrada al borde mismo de ese texto fílmico inclasificable, de hará veinte años, titulado Inland Empire, independientemente de esas ramificaciones delirantes que son Twin Peaks y otras obras.

Pero no es ocioso, ni se constituye en una irrelevancia académica, hablar de competencia cultural cuando uno piensa en la obra de Lynch. Era un vanguardista en términos más bien clásicos, pero hiperconectado con mundos creativos (pintura, teatro, música) que él mismo articuló, dentro de su cine, no con el propósito, acaso inconsciente, de dotarlo de una unicidad irrompible, sino de causar los efectos volumétricos característicos de la creación de un universo dentro de procesos de hipersignificación, expansivos, continuos.

Lynch huyó de la perfección para encontrarse con la perfección, lo mismo en encuadres y relieves dramáticos concatenados, que en sonoridades ajustables a una mirada, un gesto, un paisaje, o en el diseño de espacios reales que “simulaban” irrealidad. Es legendario, pongamos por caso, su trabajo con el músico Angelo Badalamenti. Este, al piano, era un escuchador nato, un intérprete de excepción, pues Lynch describía sentimientos, emociones muy específicas, por medio de un lenguaje de singular precisión (el mismo que empleaba para mostrarle a un actor aquello que deseaba materializar), y Badalamenti creaba las armonías adecuadas, de una adherencia emotiva innegable y que hoy podemos reconocer entre muchas.

En un documental tan expresivo como delirante, donde Lynch documenta la intensidad de su trabajo y sus exploraciones antes y durante la realización de Inland Empire, vemos al director entrar, fascinado, en una suerte de sala de tuberías (era exactamente eso: un salón atravesado por enormes cantidades de tubos horizontales y verticales) de una fábrica abandonada en un país de Europa del Este. “Hey, Sally, do you remember me?”, grita de repente Lynch. Está probando la magnitud sentimental (y sonora) de un espacio vacío que se deja invadir por una certidumbre turbadora: la soledad.

Hay un programa de la serie Encounters donde Lynch y la mítica Patti Smith conversan acerca de la originalidad de arte en relación con el concepto de autenticidad. Ambos recalan en la metáfora de la belleza natural (pero ojo: controlada por designios de poética artística), y llegan, por caminos distintos, a la conclusión de que toda naturalidad lo es porque la mirada la articula con y la integra en el yo de un proyecto creativo. Esta idea, tan sediciosa, tan turbulenta, ¿alcanzaría a eliminar las diferencias entre el refinamiento y la espontaneidad?, se preguntan.

Dicen que el autor de Blue Velvet (1986) –meditador sabio y disciplinado– se comportaba como un hombre discreto y sin infatuaciones. Aun así, se rodeaba (sobre todo mientras estaba filmando) de un círculo de seguridad infranqueable, como reconoció David Foster Wallace al acceder al set de Lost Highway (1997). De él puede decirse lo que alguna vez se dijo de Igor Stravinski tras ofrecer sus pasmosas lecciones de poiesis musical: era tan inteligente que carecía de vanidad.

Sus películas más elogiadas y vistas devienen, por su contundencia, inevitables golpes de filo, contrafilo y punta, y tal vez opacan, pero solo en apariencia, algunos cortometrajes que siguen sorprendiéndome: The Grandmother (1970), The Amputee (1974), Darkened Room (2002) y una de las series más raras y perturbadoras que conozco: Rabbits (2002), en la cual la comunicación humana queda burlada y en entredicho.

No puedo resumir aquí, ni siquiera luego de trasegar durante muchos años por el cine de David Lynch, todos los atributos de su magnetismo (visible, incluso, entre los críticos que están como de regreso de muchas cosas), ni todas sus singularidades estéticas. Me refiero a una trayectoria que, en su conjunto, se parece menos a una obra terminada que a una opera aperta y en constante movimiento. Pero sí me gustaría mencionar un grupo de tópicos inevitables que caracterizan la espontánea insubordinación de Lynch, su disidencia radical con respecto, por ejemplo, a las teorías y descripciones políticas del bienestar y la felicidad, y, desde luego, con respecto al arte.

El delito como enigma sin solución. El delito como acto o conjunto de actos que resuenan dentro de una cámara de ecos. A ninguna sociedad le gusta enumerarlos. He ahí, pues, que aparecen los insectos bajo la alfombra, o en las raíces de la hierba, mordiendo la oreja de alguien que cometió un error.

El espacio mental (principalmente el de La Oscuridad como territorio del Mal) es tan o más importante que el espacio físico. Poner ante el espectador, y en el mismo nivel de visibilidad, un espacio mental y un espacio físico equivale a interrogar los orígenes de la verdad.

La construcción (colores, formas, objetos) de un escenario importa tanto y es tan significativo como el trasiego actoral dentro de él.

La identidad como laberinto de imágenes, no como metáfora. Y una pregunta: ¿de dónde vienen las ideas? Lynch aludió, en varias entrevistas, a un océano de pura creatividad. Toda expresión auténtica de lo que yace debajo de lo inmediato sustenta su acreditación en miles de conexiones con varios sistemas artísticos. Esas conexiones revelan, al cabo, el tejido de lo real, que, a su vez, es el tejido de la conciencia.

En toda sofisticación interpretativa hay un fragmento de verdad, y el cine ha de tener una primera intención: meterse en la cabeza del espectador, pero no tanto para que “entienda” sino más bien para que “experimente” en carne propia una película (una historia) y las formas de una película.

Ninguna estética que de veras explore al ser humano hasta el final puede ser acomodaticia. Es común que la “incorrección política” sea congruente con lo esencial.

El ensueño como “reactor nuclear”: un dispositivo responsable de la conducta o la evaluación de lo real.

La vulnerabilidad humana suele ser el envés de la violencia.

Lo común-acostumbrado puede acoger a lo tenebroso y lo lúgubre. Y viceversa.

La yuxtaposición de imágenes o de planos en discordancia, contrastivos, o interdependientes, es una operación que produce “escrituras” que “no pueden” expresarse, y allí reside su riqueza. No hay forma de imprimir auténtica riqueza a las imágenes de un filme si no es por medio de una analogía ideogramática que se halle en el borde de lo inefable y desate las interpretaciones como se desata, del inconsciente, la intuición.

En 2017, Lynch dio a conocer What Did Jack Do?, un cortometraje donde se puso a prueba a sí mismo. En él, un detective (interpretado por el propio Lynch) se encierra con un mono capuchino y una camarera de rostro feliz en la cafetería de una ensombrecida estación de trenes. El detective se propone interrogar (de hecho, lo hace) al mono, que puede hablar y que es evasivo y está atormentado por un secreto de origen pasional. El mono ha sido acusado de matar a una gallina. Pero al final la gallina aparece y el mono resplandece de felicidad.

El mono se llama Jack y ama, suponemos, a Tootataboom, la gallina. En este punto, y dando un salto de tiempo y espacio, uno alcanzaría a recordar la gallina lezamiana que tiene un ojo de vidrio. La gallina está en una playa, en compañía de un almirante náufrago, y la escena, capaz de inyectar en nosotros toda la estupefacción y el éxtasis posibles, apenas tiene rival, pues ambos dialogan sin cesar, animados ¿por la curiosidad, el entusiasmo de la compañía, las ganas de celebrar el hecho de estar vivos? No sabemos.

Para José Lezama Lima, esta especie de densidad imaginal era el núcleo dinámico de lo novelesco. Quién sabe si, para David Lynch, el mono irresoluto, esquivo y ambiguo, culpado de asesinar a una gallina que al final sólo vive en su cacareo maquinal, no sea otra cosa que el epítome de la lúcida absurdidad de nuestra época.

ALBERTO GARRANDÉS
ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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Comentarios

1 comentario

  1. Magnifico tu texto sobre un autor que nos deja una obra llena de misterio, que nos envuelve en preguntas sin respuesta la mayoría de las veces. Un cine de imágenes y sensaciones, alejado de la comodidad y las explicaciones. Cine de adentro, mental. Adiós no le diremos al gran cineasta sino bienvenido!

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