“¿Por qué ninguno de los que venía alrededor mío ha llegado hasta aquí?”, se pregunta el protagonista del primer cuento de El azar y la cuerda. Otro en otro cuento llega a la seguridad de que los mejores instantes de su vida sucedieron mientras estuvo solo y lo rodeaba la presencia de quienes dormían en la casa. “Yo me aíslo por un momento del rumor del grupo” -leo en una tercera historia- “y me imagino que vivo en una enorme villa entre los bosques de Siegmaringen.” En este libro (Colección Pinos Nuevos, Letras Cubanas, 1996), Atilio Caballero parece haber contado varias veces el cuento de quien se aparta a pensar. Y no existe mejor cuento de la buena pipa que este, ninguno tan recomenzante.
El que se aparta en estos cuentos (equivoquémonos a lo Saint-Beuve: todos los que se apartan hacen uno y ese uno es el autor) pocas veces va a ocuparse de sí mismo. Si se aleja de sus acompañantes es para acercarse a otros más lejanos, a quienes le es difícil llegar como no sea con el pensamiento. Estas son las historias de quien se aparta para llegar a los lejanos, a los muertos.
En Dark side of the moon, el cuento que abre el libro, su protagonista viaja hasta un lugar llamado Acahualinca. Como conozco más o menos los periplos de su autor (somos amigos. Un mal hábito del gremio hace que se escriban solamente reseñas de escritores amigos. El crítico debe poner cuidado al relacionarse…) supongo que es un sitio en Nicaragua. (En El azar y la cuerda aparecen Cienfuegos, Milán, Venecia, La Habana). Acahualinca se encuentra a doscientos metros de un vertedero de basuras. Años antes, puede que siglos antes, lo cubrió la lava y han quedado allí las huellas, miles de huellas de pies, de aquellos que trataban de escapar. Todo este paisaje devastado se concentra en una huella donde el protagonista hunde su bota para descubrir que aquel pie tuvo su misma medida. (A la entrada de la catedral de Santiago de Compostela hay una columna, la columna que soporta el Pórtico de la Gloria. Los peregrinos, durante siglos, han puesto allí la mano en un gesto de llegada al fin. Ese roce ha trabajado la piedra y el viajero actual puede hundir la mano en la piedra, meterla en la columna como si se tratara de un guante. La huella de tantas manos ha formado allí el arquetipo de la mano. Algo semejante debe sentirse en Acahualinca, dondequiera que esté ese lugar.) Allí no pueden recuperarse nombres ni rostros, sólo huellas. El pasado se entrega en forma de corteza, capa de cebolla de la tierra, golosina para geólogos. Dark side of the moon apunta a la historia más remota, a la historia mineral del hombre.
Hasta tan lejos puede llegar la simpatía del que piensa. La bota del narrador protagonista en la huella de un antepasado lejano, lejano quizás no de siglos, lejano como nos vuelve el pánico, lo acerca a ese punto en que cualquier historia resulta familiar. “Cuando alguien nos cuenta su historia” -está escrito en otro de los cuentos- “nos está contando la historia de la humanidad.” Lo que buscan las historias de este libro es eso que persiguen desde siempre quienes narran: alejarse y encontrarse con otros. Por eso vienen a cuento las cartas de un amigo y las preguntas acerca de qué pueda ser la amistad en Un aire que bate. Es posible, por eso, que alguien viva la muerte de su padre en Los caballos de la noche.
El protagonista de este cuento se aparta como otros protagonistas, se fuga de un hospital y viaja a través de la noche. Un viaje así, paseo de un muerto o de un vivo por la tierra de los muertos, inmersión en los infiernos, urinarios y aquelarres, está hecho en el mismo aire de los viajes a través de la noche del Oppiano Licario de José Lezama Lima. Como allí pueden encontrarse las funerarias y los puertos.
Y hay algo lezamiano más en tanta nobleza ante la muerte, nobleza de grandes héroes en el padre que moja en alcohol la cara de su joven hijo muerto y le recita: “Toma, hijo, para que tengas algo de que avergonzarte.” O en quien muere en una ambulancia obstruida por caballos y alcanza tiempo para unas últimas palabras: “Mis caballos… tan fieles.” Así deberíamos morirnos o, al menos, así debería morir la gente en los libros. Lo que supo Lezama, ahora lo sabe Atilio.
Quizás sea Los caballos de la noche el mejor de los cuentos de este libro. Una tranquila sobremesa de domingo o naturaleza muerta con cubierto, breve y punzante a la manera de Raymond Carver, podría aspirar a lo misma condición. Puede echarse de menos algún cuento de una plaquette anterior (Las canciones recuerdan lo mismo, Letras Cubanas, 1991) que se leería muy bien junto a éstos. Así mismo, puede parecer que desentonan en el libro los dos últimos cuentos a causa de lo parabólico, por lo de historias ejemplares que tienen…
Con El azar y la cuerda de Atilio Caballero, como antes con su plaquette de cuentos, con los cuentos de José Manuel Prieto en Nunca antes habías visto el rojo y los de Escrituras de Rolando Sánchez Mejías (por no hablar más que de libros), aparece al fin la obra narrativa de una generación de escritores más conocida y valorada por obra de sus poetas. Ahora esta generación de nacidos a inicios de los sesenta puede leerse al fin en narrativa y en poemas. El azar y la cuerda de Atilio Caballero pertenece a la mejor prosa de ficción (escasa, rara) que se escribe ahora en Cuba.