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Antonio José Ponte: “1999. El año en blanco”

Tomado de ‘La Gaceta de Cuba’, n.1, enero-febrero, 2001.

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Escapar de lo autobiográfico me haría contar un año anterior al de mi nacimiento. 1906, por ejemplo. Me conformo, sin embargo, con narrar un año dentro del cual lo que hice pesó poco, poco lo que me sucedió, y lo más importante fue el propio paso de ese año. Intentaré ser impersonal, hablaré del año como recipiente. 1999 por sí mismo, como si yo no hubiera estado dentro de él, como si fuera 1906 o incluso antes. 

Empezó a inicios de diciembre, los adornos navideños estaban colocados ya en las calles. La casa daba a un río, dominaba el río desde lo alto, y se veían las bodegas de vino de la orilla contraria. A un par de kilómetros empezaba el Atlántico.

Sería un año para no conocer a nadie, no ser saludado, ni recibir visitas ni hacerlas. Año sin historia, lo más vacío posible.  

La ciudad estaba construida en granito, llovía continuamente. La lluvia resaltaba el dibujo de unas escamas en las piedras, unas escamas o recortes de uñas fósiles. Abundaban las calles que eran escaleras y en las escaleras los gatos. El agua resaltaba la textura del granito, los peldaños de granito la piel de los gatos. Podía adelantarse en ornitología porque varias especies de gaviotas venían a comer a las ventanas. Gatos y gaviotas se repartían los muelles del río, sin dejar de contar a una variedad de perritos malencarados, regordetes y de patas finas. 

Era un sitio estupendo para no crearse lazos ni enredos, sitio estupendo para trabajar sin prisas. Nadie parecía tener prisa, al cruzar una calle los automovilistas cedían invariablemente el paso a los peatones. Podía estarse perfectamente a solas en un café (los dulces y, sobre todo el café, eran deliciosos) y caminar a solas por el paseo atlántico del fin del mundo.

La navidad vino y pasó el fin de año. El carnaval fue más bien triste, eran tristes las fiestas. En Semana Santa cada barrio reunió a su gente en procesiones (no estuve porque evito por costumbre las reuniones de barrio). Poco antes de que llegara la primavera fui con una familia a visitar las mimosas, a recoger ramos de las primeras flores en los árboles.  

La ropa negra desapareció para dar paso a ropa gris no menos severa. Las fiestas universitarias del fin de curso tomaron en carrozas la ciudad, la gente llevaba cervezas debajo de los paraguas. En vísperas de San Juan se azotaba en tumulto con martillos de juguete y largos tallos de flores de ajo. Por el cielo ascendían globos de papel que impulsaba el aire caliente de unas llamas. Al otro día los periódicos reconocieron que el festín de fuegos artificiales no había resultado tan glorioso porque con aquel mismo presupuesto celebraban la victoria del equipo de fútbol de la ciudad. (De haberle prestado atención, el fútbol hubiera sido la quinta estación de ese año). 

El verano fue brillante, y tal vez demasiado brillante el veranito de San Martín. Luego el viento de otoño fue capaz de virar paraguas como si se tratara de guantes. En algunas calles apartadas se acumulaban los esqueletos de paraguas que el viento hacía rodar lo mismo que a las hojas. 

Una noche desapareció el río y los anuncios lumínicos de las bodegas de la otra orilla. Un banco de neblina del Atlántico navegaba río arriba, borraba el río a su paso. Abiertas las ventanas de la casa, los muebles desaparecieron igual que las orillas del río. La casa se esfumó por unas horas.

Fue aviso del invierno y de que el fin de aquella estancia se aproximaba ya. Una tarde, a la salida del café, los camiones comenzaban a montar los adornos navideños de la calle, más hermosos esa vez. Dos semanas más tarde concluía mi año allí.

Saqué de él sabiduría del tiempo: estaciones y festividades, floraciones y migraciones de pájaros, elecciones de gobierno, calendarios religiosos, y copas de fútbol. Pasé un año lo más a solas posible con el tiempo y presumo que, a cambio, debo haber recibido alguno de sus pequeños secretos.

La casa daba al río y a bodegas de vino en la otra orilla, y existía también un puente de hierro construido por un discípulo de Gustave Eiffel (río arriba la ciudad contaba con otro puente construido por el propio Eiffel). Quien sufra de insomnio no encontrará mejor imagen donde poner los ojos que un puente de hierro. Va a tener la compañía de otro cerebro que trabaja, otro paseante de la noche, de un camarada a quien también atenazan pensamientos. Porque un puente es pensamiento, relación sobre el vacío.

Ese año, cuando el sueño se volvió difícil, tuve el puente Dom Luis Primeiro a la vista. Ahora se me aparece de vez en cuando en sueños, sueño que estoy otra vez dentro del año en blanco, frente al río del tiempo. 

ARCHIVO RIALTA
ARCHIVO RIALTA/archivo/
Rialta, Alianza Iberoamericana para la Literatura, las Artes y el Pensamiento A. C. es una asociación civil con sede en Querétaro, México, de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural, artístico, científico y tecnológico.

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