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Antonio José Ponte: “Remordimiento de guardagujas”

Tomado de ‘La Gaceta de Cuba’, n. 2, marzo-abril, 2002.

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Hace trece años iba a publicarse un pequeño volumen premiado en el concurso de cuentos de El Caimán Barbudo que, de aparecer entonces, seguramente habría cambiado el panorama de la narrativa nacional. Ahora acaban de imprimirse en Cienfuegos quinientos ejemplares de él, pero el retraso de más de una década y la exigua tirada harán improbables tales cambios. Queda, pues, imaginar el alcance que estos habrían tenido. Como un guardagujas que no consigue conciliar el sueño, guardagujas con remordimientos, queda calcular lo que hubiese ocurrido de abrir otro ramal.

“A todos aquellos que de una forma u otra se han embarcado”, dedica Alexis García Somodevilla los cuentos de El deshollinador (Ediciones Mecenas, 2000), y narra en treinta piezas breves la historia del embarcado Daniel, joven que pasa de alumno de idioma ruso a albañil y de albañil a desocupado. (La suerte del deshollinador del título puede resumirse de este modo: brillante graduado en una escuela de deshollinadores, pronto descubre que no hay en toda la ciudad chimenea alguna. Es condenado al manicomio por su empecinamiento, ya que si existe escuela de deshollinadores existen chimeneas. Y el manicomio es una reunión de deshollinadores como él, encargados de limpiar una chimenea que han improvisado.)

Del autor de este volumen conocemos solamente fecha y lugar de nacimiento: La Habana, 1964. Muy poca relación guardan sus páginas con la narrativa cubana tal como la conocemos (pueden acercársele tal vez los apólogos nunca agrupados en libro que Radamés Molina escribiera durante los ochenta, o el trabajo último de Rolando Sánchez Mejías dentro del cuento: Historias de Olmo). Con mayor seguridad, sus parientes habría que buscarlos dentro de las literaturas centroeuropeas o en la cuentística polaca: un Mrozek, un Hasek. Autores que eligen como protagonista a alguien medio tonto en ambientes de profunda socarronería, pues entre medio y personaje pasa una vena humorística altamente aprovechable.

Creo recordar que las historias de Radamés Molina tendían a lo apóretico, que ciertas cuestiones lógicas o metafísicas contaban en ellas más que la suerte de unos personajes (en el caso de que estos existieran).  Y el protagonista a quien Sánchez Mejías persigue en Historias de Olmo es máscara del autor, sus obsesiones son las de la creación literaria. Por su parte, Alexis García Somodevilla ha puesto inteligencia no menor a disposición de las circunstancias inmediatas. En El deshollinador ocurrela extraña alianza (extraña en la narrativa cubana de las últimas décadas) de realismo literario e inteligencia.

Acoplamiento así casi siempre arroja literatura satírica. La inteligencia no puede menos que ponerle comillas a la palabra realidad, tal como exigía Nabokov. Esas comillas subvierten cualquier estampa mediante la sátira, y García Somodevilla ha escrito un libro satírico excelente. Que lo haya conseguido con la misma utilería despilfarrada en tantos otros autores, es lo más asombroso.

Léase una de sus historias:

Los policías frenaron ruidosamente y dieron marcha atrás. Cuando el auto estuvo frente a Daniel se bajaron.

Daniel se levantó preocupado. Es verdad que a esa hora de la noche no se debe estar acostado en un banco.

—¿Qué estás fumando? –le dijo un policía y le arrancó una ramita que tenía en la boca.

—¿Fumando? No estoy fumando nada.

—¿Qué llevas en la mochila? –dijo el policía mientras le abría la mochila.

—Es aserrín para un punching bag.

El policía botó todo el aserrín de la mochila.

—¿Qué practicas? –le preguntó.

—Nada. Lo hago para desconectar. Le doy con lo que encuentre. Un palo, una piedra, una cabilla. Con lo que encuentre.

—Para desconectar de qué –dijo el policía.

Daniel hizo un gesto indefinido con las manos. Lo miraban fijamente.

—Para desconectar de cualquier cosa. Ustedes saben cómo es eso. La tensión, el exceso de trabajo, todo eso… ustedes saben.

Los policías le volvieron la espalda y se metieron en el carro.

Daniel vió con alivio cómo se alejaban a toda prisa.

Tenemos en ella al policía, al joven más o menos marginal, y tenemos la amenaza de una detención: figuras que ocuparon a mucha narrativa de los noventa y que fueron cuidadosamente evitadas por otros narradores en pos de mejor literatura. Y lo tremendamente exultante en las piezas de García Somodevilla es que se haya logrado condición muy cercana a la aporía (como en Radamés Molina) o a la arte poética (como en Rolando Sánchez Mejías) con los motivos de la más chata literatura.

Un acercamiento crítico hecho por Arturo Arango por la misma época en que estos cuentos fueron escritos y premiados, dividía a la narrativa cubana más joven en dos bandos: el de los autores violentos y el de los autores exquisitos. Gracias a la penuria gramatical, la exquisitez se otorgaba a quien supiera hilvanar una oración sin tropiezos. Y lo violento, en atmósfera tan apacible, podía consistir en la fabricación de un cigarro casero. Pero, exacta o no, tal división no ha dejado de ser aprovechada y podemos preguntarnos ahora en cuál sección podrían colocarse estos cuentos exquisitamente violentos, violentamente exquisitos.

Creo que de haber sido entendido El deshollinador como posibilidad a fines de los ochenta, lo escueto de sus formas, suma de pocos gestos y diálogos exactos, habría sutilizado en algo el trabajo de los narradores considerados violentos. Creo también que de haberse publicado entonces, estos cuentos habrían enseñado a los considerados exquisitos el mejor modo de lidiar con lo alegórico: cortando el camino a la salida moral que toda alegoría busca con inercia. Y Alexis García Somodevilla habría convencido a un bando y a otro de que dura únicamente aquel humor no ultimado en chiste y aquella parábola no cumplida del todo.

Trece años después de su hora, la influencia de El deshollinador ha sido nula dentro de la narrativa cubana. La calidad de sus piezas, sin embargo, no ha sufrido menoscabo. Y nuestra curiosidad por el autor se dirige, más que a averiguar quién pueda ser o por qué no apareció su libro antes, a preguntar por sus trabajos venideros. A esperarlos.

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