Lino, el semidiós

    Porque dicen que existió en Navarra un rey llamado Sancho VII «el Fuerte», que medía más de dos metros y realizó proezas imposibles. Y, aunque perdió a su hijo legítimo cuando este era todavía muy joven, dejó regados aquí y allá decenas de bastardos…

    Porque de alguna manera, a hurtadillas de la Historia, la descendencia de aquel monarca terminó, muchos siglos después, en Cuba; específicamente en un niño negro que le hablaba a su madre desde el vientre. «Yo soy médico. Yo vine a salvar a mucha gente», escuchaba la madre que le decía esa voz en sus entrañas, por la que estuvo a poco de declararse a sí misma loca de remate…

    Porque Lino Bárbaro Tomasén Vera creció y sanó a miles de personas de enfermedades incurables, y su poder se convirtió en uno de los secretos a voces mejor guardados de las calles de su país: un susurro que todavía atraviesa la isla de boca en boca, sobre todo entre los más humildes…

    Porque el hijo de Lino Bárbaro Tomasén Vera nació muerto, pero un milagro ocurrido a minutos de la tragedia, en el salón de un hospital materno en La Habana, lo trajo de vuelta a la vida, aunque con las piernas chuecas y los ojos bizcos…

    Porque la magia, el misterio, lo sobrenatural se resisten a morir en el Caribe insular, donde han aprendido a convivir con la lógica, la ciencia y el dogma de la razón…

    Porque todo eso pasó… dice Lino Tomasén Camacho que fue bendecido con la fuerza hercúlea que le ha ganado el sobrenombre de «el hombre de hierro».

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    ***

    Hace varios años que sus proezas circulan en internet. Lino destrozando un coco en apenas tres segundos. Lino golpeando su cuerpo con una mandarria. Lino haciendo lagartijas con las muñecas invertidas y tres sacos de cemento encima. Lino haciendo temblar una pared sólida con los puños, mientras un grupo de curiosos accidentales aplauden boquiabiertos. Sin embargo, se hizo conocido entre los cubanos hace unos pocos meses, cuando decidió entregarse por completo a lo que él llama «ayudas humanitarias», que consisten en pedir y recoger donaciones que luego entrega a personas muy pobres.

    Pero hay una historia anterior a ese momento; una consecución de hechos donde lo extraordinario se inserta en lo cotidiano camuflándose, haciendo pasar curaciones mágicas, profecías y hazañas físicas como lo más natural del mundo. Así suena, al menos, en la voz de los Tomasén y de las muchas personas que han sido testigos de sus prodigios.

    ***

    Lino, «el hombre de hierro», el «rey de la fuerza interna», tiene ahora 33 años. Es de estatura mediana; su masa corporal —entre 75y 80 kilogramos— es puro músculo. Le gusta mostrar su complexión robusta, y por eso suele vestir un overol de mezclilla azul con uno de los tirantes sueltos. En el omóplato izquierdo lleva un tatuaje: la escena del combate entre Hércules y el león de Nemea que de niño encontró entre las ilustraciones del libro escolar de Lectura, cuya página arrancó y guardó con la idea de algún día, cuando fuera mayor de edad, estamparla en su espalda.

    Aunque fuertes, sus manos no parecen nada extraordinarias; excepto por los nudillos callosos, como «dientes de perro» que emergen rasgándole la piel. Esas mismas manos, contará él más adelante, mataron de un puñetazo a un toro en Santiago de Cuba, y en México a un hombre.

    Lino se sienta en un sillón de su casa con la misma majestuosidad con que, quizás, se sentaba en su trono el rey Sancho VII «el Fuerte», de quien asegura que descienden los Tomasén. En una mano lleva un tabaco y en la otra, la pequeña mandarria que lo acompaña desde los 15 años, en cuya empuñadura mandó a tallar la cara de su padre. La compró con la intención de hacerla su amuleto y, a la vez, la herramienta con la que tallaría su cuerpo hasta volverlo indestructible, gracias a una disciplinada rutina de mil golpes diarios. Además de a la genética navarra y al milagro que relatará poco después, el acero de sus músculos es resultado de más de seis millones 570 mil mandarriazos.

    Con una entonación muy suya, que es a veces la de una serena misa dominical y a veces la de un furibundo predicador del fin de los tiempos, Lino acepta hablar de su vida.

    «Hermano, mi historia es algo increíble. Pero no se puede entender si no se conoce antes la de mi padre».

    ***

    Cuando Lino Bárbaro Tomasén cumplió los siete años y comenzó a obrar milagros, su madre se convenció al fin de que no estaba loca ni había sido víctima de alguna alucinación durante el embarazo. Sin embargo, la primera pista que tuvo sobre su cordura, que ya había dado por perdida hacía meses, se le reveló inmediatamente después del parto, cuando el médico que la atendía bajó la cabeza en señal de reverencia ante ella.

    —Ha nacido un niño santo —dijo el doctor.

    —¿Cómo que mi hijo es santo? ¿A qué viene eso?

    —¿Usted no lo ve? Es por el aura azul que emana de su cabeza.

    «Con tres o cuatro años, mi padre comenzó a decirle a mi abuelita lo mismo que le dijo cuando estaba en su barriga: “Mamá, yo soy médico y he venido a la Tierra a sanar a muchas personas”. A los siete años comenzó a sanar a sus amigos de la escuela y a mi abuela le quitaba los dolores de cabeza y de muelas con solo poner sus manos sobre ella. También le advertía de peligros. Y si ella lo desobedecía, se cumplían», dice ahora Lino.

    Entre los muchos prodigios que todavía dicen que es capaz Lino Bárbaro Tomasén, el de la profecía es uno de los menos célebres. Pero cuentan quienes lo conocen bien que su luz es larga hacia el futuro, y que en su momento anticipó con exactitud las fechas de la muerte de Hugo Chávez y de Michael Jackson, y antes, la caída del Muro de Berlín. Pocos le creyeron entonces, y también pocos serían años más tarde, cuando advirtió que su hijo nacería muerto. 

    Lino Bárbaro Tomasén estudió medicina clínica, pero solo por complacer a su madre. Después de su graduación colgó el título en la pared de la casa y se dedicó a sanar a cualquiera que tocara a su puerta. A veces, incluso, curaba a distancia, a través de fotografías que le enviaban los familiares del dolido. Su fama se propagó en silencio, primero en las calles de La Habana, luego en otras provincias y, después, en países como Honduras, México, Estados Unidos o España. Sus casos siempre fueron los más difíciles, esos que la ciencia médica da por perdidos; gente que había sido enviada de vuelta a casa para soportar los dolores estoicamente o para morir en paz.

    —Lo que los médicos botan, los casos imposibles, eso es lo que recojo yo —ha dicho Lino Bárbaro Tomasén en varias ocasiones, aunque reconoce que no todos pueden ser salvados. De hecho, confiesa que solo el 75 por ciento de sus pacientes son curados; algunos de simples jaquecas o dolores en la espalda, y otros de VIH, cáncer o diabetes.

    También practicó artes marciales y, según dice ahora Lino, fue tan bueno que luchó 600 combates y en todos salió invicto. Entonces era también capaz de realizar las mismas proezas físicas que, muchos años después, lograría su hijo, y hasta algunas más temerarias, que si no se hicieron populares es porque en aquellos tiempos no existían internet ni redes sociales. En fotos de la época se ve que Lino Bárbaro Tomasén poseía una musculatura envidiable y, a juzgar por los saltos que ejecuta en las imágenes, una agilidad de atleta olímpico.

    Aunque su fortaleza no desapareció, y durante algunos años más consiguió aguantar hasta una hora de pie y ligeramente inclinado hacia atrás con dos hombres parados sobre su vientre, su estructura hercúlea fue transformada en un cuerpo obeso. Sucedió de la noche a la mañana, cuando bebió sin saberlo un veneno hecho con arsénico y polvo de sapo rayado que debió matarlo al instante.

    «Ese trabajo se lo hicieron los brujeros porque él salvaba a mucha gente a la que ellos le hacían sus cosas para que enfermaran o fallecieran. Pero mi padre es muy fuerte y no murió, aunque el veneno le dejó la secuela de la gordura».

    ***

    Hace 33 años, en un salón del hospital materno América Arias, Lino Bárbaro repitió por última vez la profecía del hijo muerto.

    —Sáquenlo ahora, que viene con doble circular en el cuello —les dijo a los médicos, quienes tomaron aquel augurio como un impertinente desafío a la ciencia y, esgrimiendo la imagen del ultrasonido, donde se veía con claridad un feto saludable y correctamente acomodado para venir al mundo, lo obligaron a esperar.

    El pequeño Lino no nació el día para el que se planificó el parto. Tampoco el siguiente, ni el otro. Solo cuando los médicos vieron aterrados el último ultrasonido, que mostraba al niño con el cordón umbilical enroscado en el cuello, le practicaron a la madre una cesárea de urgencia. Pero ya era tarde. La criatura no presentaba signos vitales y todos pudieron ver, cubriendo su cuerpo, el mismo azul que muchos años antes otro doctor vio en el aura de Lino Bárbaro Tomasén. Este, sin embargo, era el azul de la asfixia.

    Ni siquiera Lino sabe cuántas veces escuchó de su familia, en la casa de la calle Concordia donde pasó su infancia, lo que sucedió después. Cuando le dijeron al padre que su hijo había nacido muerto, el hombre entró como un huracán en el salón donde estaba el cadáver. Dicen que con sus brazos musculosos apartó a los doctores, que posó sus manos sobre el niño muerto, cerró los ojos y con una oración inentendible hizo desparecer aquel terrible tono azulado. Y que el diminuto corazón empezó a latir y los pulmones, entonces menores en tamaño a un par de guayabas, inhalaron con tanta energía, con tanta fuerza, que parecían querer guardarse dentro todo el oxígeno del mundo.

    Lino Bárbaro Tomasén tardó un año entero en remediar el estrabismo y las piernas chuecas de su hijo, a quien el sufrimiento fetal dejó torcido. Al segundo año, el padre comprendió que tantas sesiones habían hecho más que arrebatárselo a la muerte y curarle los males del cuerpo. Lino, en cierto modo, había adquirido una parte de su fuerza.

    «Por esa época, mi padre, con un palo de escoba, comenzó a darme por todo el cuerpo. Primero muy suave, y después más fuerte. Quería fortalecerme y estaba formando una máquina de guerra desde pequeño. También los niños son el reflejo de los padres, y desde que abrí los ojos estoy viéndolo entrenar, golpear cosas para fortalecer el cuerpo, y yo seguí ese ejemplo. Un hijo de león siempre va a nacer león».

    ***

    Lino dice haber tenido una infancia tranquila y familiar. Todavía guarda muy buenos recuerdos de la casa en la calle Concordia, a pesar de que aquel no era precisamente un lugar adecuado para un niño. Bajo su techo de puntal alto, recuerda, la intimidad era más bien un lujo reservado para la noche, porque mientras el sol alumbraba no faltaban las decenas de personas que a diario iban allí para solicitarle milagros a su padre por el módico precio de 20 pesos (poco menos de un dólar).

    «Mi padre sanó a mucha gente. Él hace cosas realmente sorprendentes, salva a gente casi muerta, con enfermedades incurables. Ha puesto a caminar a los que estaban en sillones de ruedas. Y esto, hermano, no es un cuento. Lo he visto con mis propios ojos y mucha gente más puede dar testimonio de que así fue», dice.

    Es fácil encontrar en internet videos de personas que dicen haber sido curadas gracias a las manos santas y al humo del tabaco de Lino Bárbaro Tomasén. Los testimonios estremecen; en parte porque son conmovedores y en parte también porque desafían la más testaruda incredulidad. No hay manera de explicar la historia del joven hemofílico que, en un acto de veneración y agradecimiento hacia el sanador, se tatuó su nombre en la espalda, ni la del anciano que afirma que «hombre mágico» de Centro Habana eliminó el virus del VIH de su cuerpo, ni la de la mujer que, con unos toquecitos de Lino Bárbaro Tomasén, sintió desaparecer el microadenoma de hipófisis que la afectaba…

    A los cinco años, Lino era capaz de levantar mucho peso, más que cualquier otro niño de su edad, y a los siete, dice, contaba con la fuerza suficiente para arrancar con sus manos una ventana o quebrar una mesa de madera con los puños. Por entonces dejó de golpearse el cuerpo con un palo de escoba para hacerlo con un martillo, y probar así sus límites. Ahora reconoce que tal vez debió hacer otra cosa, como aprender a controlar su potencia física.

    ***

    Él no recuerda la fecha exacta, pero sí que fue en 2013. Ese día subió a un ring en Veracruz, México, con la confianza de quien llevaba un año haciéndolo sin conocer la derrota. Habían sido hasta entonces 26 peleas, todas ganadas por knock out, una de ellas a los tres segundos. No sabía que esta iba a ser la última.

    Casi diez años antes, cuando cursaba el séptimo grado, aprendió que su fortaleza podía servirle para algo más que medirse a sí mismo. No la usó, no del todo, contra otros, pero entendió que con ella se ganaba el respeto de sus compañeros. Hasta un día en que un muchacho dos años mayor que él, bastante corpulento para su edad, intentó hacerlo víctima de sus burlas y sus golpes. Lino no se lo pensó dos veces y le lanzó un derechazo al rostro, solo uno, pero tan concentrado que le sacó la mandíbula de lugar y lo envió de urgencia a un hospital. Desde ese momento, cuenta, lo respetaron y lo quisieron más. 

    «Esa pelea fue contra un hombre bastante fuerte. Creo que fue la más difícil de todas, pero yo sabía que la iba a ganar», dice ahora, recordando el día de su último combate.

    Lino pasó el Servicio Militar Obligatorio sin contratiempos. Para un sujeto como él, las exigencias físicas impuestas a los soldados neófitos no significaron nada, aunque confiesa que bajó considerablemente de peso debido a la mala alimentación. Después estudió una licenciatura en Cultura Física para ser profesor en alguna escuela en Cuba, pero tuvo la suerte —eso dice— de que le ofrecieran un contrato para dar clases de gimnasia en la Universidad Latinoamericana de Veracruz, México, que es un centro de altos estudios privado.

    Un día, mientras paseaba por las calles de Xalapa, entró a un gimnasio. Cuando supo que allí se boxeaba por grandes sumas de dinero, en lo que era una suerte de torneo clandestino donde los luchadores ni siquiera usaban protección, decidió inscribirse. Aquella aventura duró varios meses. Cuenta Lino que cada combate le proporcionaba más de cinco mil dólares, lo que le permitió ahorrar cerca de cien mil antes de abandonar esa vida para siempre.

    Entonces vivía bien, aunque administraba las ganancias de forma tal que le proveyeran los lujos exactos para no sentirse un despilfarrador de fortuna. Desde Cuba, su padre insistió en que dejara las peleas y volviera a las clases de Educación Física.

    —Tu don es para la defensa personal, no para que lo explotes golpeando por dinero a los demás. Algo va a salir mal, mijito. Lo estoy viendo claro —le recriminaba Lino Bárbaro Tomasén, tan dado a las profecías y, a la vez, tan poco creído, como si se tratara de su propia maldición.

    Pero Lino, joven y ambicioso como era, estaba demasiado ensimismado con las ofertas que le prometían ir a pelear a Estados Unidos. Primero, cruzaría el Río Bravo como un migrante ilegal más, pero luego el estrellato sería el límite. Lino Tomasén iba a ser, por qué no, el próximo Mike Tyson.

    Ese día, sobre el ring, Lino rememoró la escena de aquel muchacho de secundaria que terminó en un hospital con la mandíbula fuera de sitio. Su rival de ahora se le parecía mucho, aunque solo porque también era más grande y, en apariencia, más fuerte que él. Para derrotarlo, calculó que debía lanzar su mejor golpe, uno que definiera rápido la pelea.

    «Le di demasiado fuerte, y ahí mismo cayó muerto. Eso me afectó mucho. Me acordé de mi padre porque tenía que haberle hecho caso. Es decir, maté a un hombre que dejó hijos y una viuda. Los casi cien mil dólares que tenía ahorrados se los entregué a su señora. Aquel combate me marcó la vida, y hablar de eso es como volver el tiempo atrás».

    Ni siquiera la más exhaustiva búsqueda en Google puede arrojar alguna prueba del paso de Lino por la Universidad Latinoamericana. Tampoco hay videos, artículos o cualquier otro material que de fe de sus tiempos como boxeador clandestino. Él defiende que rara vez permitió que esas peleas fueran mencionadas en internet por temor a represalias. A fin de cuentas, había ido a México como un simple profesor de gimnasia. Cuenta también que, tras su retiro, encontró algunos videos en la web, pero logró que todos fueran eliminados.

    No pasó mucho tiempo entre su último combate y su regreso a Cuba. En el avión, antes de aterrizar a La Habana, se prometió a sí mismo creer en todas las profecías de su padre y nunca contrariarlo. A partir de entonces seguiría al pie de la letra sus enseñanzas. De hecho, volver a la isla era ya un primer paso.

    —A mí me han llevado a sanar muchos lugares, me han prometido villas y castillas, pero siempre regreso a Cuba. Lo hago porque los cubanos están desahuciados, no tienen nada, pero estando acá me tienen a mí —ha dicho Lino Bárbaro Tomasén.

    En el vuelo de regreso, sin embargo, su hijo se preguntaba: ¿para qué necesitarían los cubanos a un hombre muy fuerte?

    ***

    «Llegué a Cuba muy frustrado por lo que me pasó. Pero necesitaba hacer algo con mi fuerza. Es entonces que voy a ver al equipo nacional de boxeo y me pruebo con los boxeadores. Todo se filmó. Les di un coco para ver si podían romperlo. Ellos no pudieron, yo sí. Después hice estremecer una viga, luego hice planchas con las muñecas invertidas y uno de ellos encima. Después otro agarró un bloque de cemento y lo rompí de un solo golpe con la muñeca. Ese día estaban allí reunidos muchos grandes campeones, incluyendo a algunos que ya no están en Cuba. Creo que esa demostración fue la que me dio a conocer», dice Lino.

    A ese video le siguieron otros que aumentaron su popularidad. En uno de ellos ejecutaba su asombroso repertorio frente a varios deportistas del equipo nacional de lucha grecorromana, incluido el multicampeón olímpico Mijaíl López. El acceso a internet, aunque de manera incipiente, se insertaba por aquellos años en la vida de los cubanos. En consecuencia, las proezas de Lino, hasta entonces limitadas a los espacios físicos y a los ojos de curiosos ocasionales y grandes estrellas del deporte, estuvieron al alcance de un click. Antes de alcanzar los 30 años, el ex boxeador iba camino a convertirse en otra de las peculiares y asombrosas figuras que guarda la memoria de la vida habanera. Lo haría bajo varios sobrenombres: «Lino Martillo», el «hombre de hierro» y el «rey de la fuerza interna».

    «Empecé a buscarme la vida a partir de mi fuerza. Comencé a usar el performance callejero, mezclando la música (el hip hop y, a veces, algo de género urbano) con mis demostraciones de fuerza en cualquier esquina, pero transmitiendo siempre un mensaje positivo a las personas. Las veces que actuaba en un escenario o una tarima, mandaba deseos positivos de paz y amor a todo el mundo».

    Aquellos mensajes de amor y fraternidad, más propios de un hippie que de un ex peleador clandestino vuelto artista callejero, se mantienen en su discurso. A donde quiera que va, siempre que hace alguna de sus directas en redes sociales, lanza pequeñas encíclicas en las que defiende que «la violencia nunca es el camino». Esta es, dice, su manera de exorcizar al fantasma del boxeador mexicano que lo persigue, de hacer las paces con él.

    El 14 de febrero de 2024, sucedió lo que Lino considera uno de los momentos más extraordinarios de su existencia, la epifanía que le dio un sentido completo a su don. Cuenta que esa noche pretendía pasarla en compañía de su esposa en algún «lugar bonito» para celebrar la relación. Pero al ver a un mendigo en la calle, cambió de planes. Lo abrazó, le dio todo el dinero que llevaba encima y también su camiseta y sus zapatos.

    La entrevista está próxima a terminar. En todo este tiempo, apenas ha fumado su tabaco, que se ha consumido lentamente hasta convertirse en un mocho humeante. La batería de su teléfono móvil también se ha agotado. De un momento a otro se cortará la comunicación. Su interlocutor, un sujeto incrédulo que hasta ahora ha intentado digerir el relato a la vez que lo escuchaba, y que días después pondrá sus recelos hacia lo sobrenatural a prueba con los videos sobre Lino y su padre que encontrará en internet, le pide que cuente qué pasó después del último 14 de febrero. Aunque sea rápido, porque la historia que pretende escribir necesita un final.

    «Ese gesto con el mendigo le dio un giro a mi vida. Me sentí útil, que estaba haciendo la obra de Dios. No soy cristiano. Al igual que mi padre, creo en la energía del universo, y esa energía es el amor. Por eso empecé a hacer ayudas humanitarias. A veces las hago con Limay Blanco, el humorista. Él sí es cristiano y también ayuda muchísimo a la gente, y por eso nos llevamos tan bien que somos como hermanos. Yo voy a los lugares donde viven personas necesitadas. Verifico cómo viven y qué necesitan, y soy el primero en darles dinero. Luego publico los casos en redes sociales y la gente empieza a escribirme y a donar. Aunque hay quien me critica, malos ojos, envidias que existen en este mundo, la verdad es que no me quedo ni un centavo. Nunca lo he hecho y no lo haré porque yo, Lino Tomasén, al fin encontré mi camino».

    Nota: Todos los hechos narrados en este texto están basados únicamente en el testimonio directo de Lino Tomasén Camacho.

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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