diciembre 7, 2025

«Si nos hubiéramos quedado en Cuba, creo que no existiríamos»

De Pinar del Río, donde no veía ningún futuro, a ser dueño de dos restaurantes en Miami. Esta es la historia de Jolver Blanco Acosta.
Jolver Blanco Acosta
Jolver Blanco Acosta (Foto: CubaNet)

MIAMI, Estados Unidos. – En Pinar del Río, Jolver Blanco Acosta creció entre refugios antiaéreos y apagones. Estudió Educación Musical más por pragmatismo que por vocación y, cuando la crisis económica y la falta de futuro le tocaron la puerta, decidió irse de Cuba en una lancha, en medio del huracán Katrina.

Tras contar con suerte y llegar a México y luego a Estados Unidos, empezó “por abajo”: construcción, factoría, los trabajos que “nunca hacía en Cuba”, contó a CubaNet. Después se abrió camino en la hostelería en lugares emblemáticos de Miami hasta vender su casa y arriesgarlo todo para comprar un pequeño restaurante español al frente de donde vivía. De ese salto —imposible en Cuba— nació su proyecto propio: un restaurante que levantó desde cero, que logró llenar hasta la última mesa y que hizo sobrevivir a la pandemia, hasta convertirlo en punto de encuentro para la comunidad cubana, en especial pinareña.

Jolver contó a CubaNet cómo pasó de cargar cubos de agua hasta un quinto piso en Pinar del Río a manejar su propio restaurante en Miami, por qué cree que en Cuba “no había futuro” y por qué afirma que Estados Unidos es “el país de las oportunidades” donde, trabajando de verdad, dice, “a todo el mundo en algún momento le llega su hora”.

―¿Cómo fue tu infancia en Pinar del Río?

―Me crié en un barrio que se empezaba a construir,un edificio tras otro. En aquel tiempo empezaba la etapa en la que había que hacer refugios en todas las esquinas, entonces pasé una niñez entre huecos y excavadoras; no había nada que hacer. Unos 20 muchachos salíamos a correr por aquellos hoyos. Cuando aquello [las autoridades] decían que nos iban a invadir; y nos criamos en esa incertidumbre de que si venían los americanos y nos atacaban, había que tener un hueco donde meterse.

Fue una infancia en la que no te preocupaba nada, pero después, cuando empiezas a crecer, es cuando…

Por otro lado, no vi ninguna carrera que me llamara la atención. Al final, en Cuba estudiara lo que estudiara, no tenía sentido. Me quedaba la escuela pedagógica al frente de mi casa, así que decidí estudiar Educación Musical. Allí en Cuba, tú tienes que saber dónde te ubicas porque…. ¿vas a irte a estudiar ingeniería lejos? Económicamente, nadie estaba preparado para estar dando viajes. Yo me fui por lo fácil, pero yo era un tipo bien práctico y nada me llamaba la atención.

En efecto me dieron la beca de Música y fue uno de los mejores años que tuve. Yo nunca quise irme de la carrera porque todo era color de rosa. No entiendes cómo funciona el sistema hasta que la crisis empieza a tocar tu puerta y te das cuenta de que tienes que buscar una solución y que en Cuba no hay futuro.

Mi papá estaba aquí [Miami]. Levanté el teléfono y le dije: “Tenemos que irnos”. Y me dijo “Pero ¿cómo?”. Y ahí empezó mi historia. Me iba por Uruguay, pero, en esa época, si te graduabas, no te dejaban ir porque tenías que pagar la carrera. Yo no me presenté al último examen y no hice mi tesis y me quedé tranquilo. Y unos meses después, me fui del país.

¿No te dio miedo asumir esa aventura, salir del país así?

―Es que el que no conoce, lo que quiere es salir. Es como los que se lanzan al mar. Yo me fui en una lancha. No tienes idea de lo peligroso que es el mar. De hecho, a mí me cogió el [huracán] Katrina y me eché tres días en el agua. Es una historia larga. Pero tú no piensas en eso. Tú lo que quieres es no girar para atrás. No volver al barrio, al trabajo, a que te den un grito.

Yo vivía en un quinto piso y no ponían el agua hasta las 6:00 de la tarde. Yo tenía que dejar todo lo que estuviera haciendo para ir a cargar el agua de un primer piso a un quinto piso, todos los días de mi vida. Nada, apagones, desesperación…

¿En qué años viviste los apagones y las colas?

―En el Periodo Especial. Nosotros somos la generación perdida. Ya tú no veías un catedrático, uno que escribió libros, ya toda la vieja guardia se fue perdiendo. Y ya, sí, me cogieron muchos apagones. Bajaba el edificio entero, nos sentábamos en una parada hasta la 1:00 de la mañana a hacer cuentos o a dormir ahí hasta que llegara la luz. Y los mosquitos… era imposible. No había vida. Así hasta que ya decidí, por todos los medios, salir. No importaba en lo que fuera, en lancha, en balsa, hasta que mi papá logró contactar a alguien y salí por el mismo Pinar del Río.

―Cuéntanos de ese viaje, porque el huracán Katrina fue algo muy serio.

―Es un cuento largo. Mi papá me manda a viajar a La Habana. Me sueltan en ExpoCuba y encuentro a quien tenía que encontrar. “Señor, estoy aquí para irme para el campismo”, le dije, y me respondió: “¿Usted ve todo el picnic que hay sentado? Había 80 personas. Fui para allá, saludé, y dije que era del campismo también. Entonces pasaron lista. Era solo para conocernos.

Volvimos a la casa y dijeron que nos iban a avisar. Me aprendí los partes meteorológicos, me los sabía de memoria. Cada vez que Rubiera decía “La mar estará tranquila”, ahí pensaba: “Hoy me toca a mí, hoy me toca a mí”. Y, nada, como a la semana, me llaman y me dicen que nos vamos por Pinar del Río. Me asignan como a 10 o 15 mujeres para que se guiaran por mí. Se sentaron todas en el punto donde nos íbamos a encontrar, pasó un carro americano y nos metimos todos unos arriba de los otros.

El carro nos soltó en un yerbazal, por La Coloma. Todos eran habaneros, había dos tuneros, y me decían, ¿por dónde? Y yo decía: “No soy de aquí; este bosque no lo conozco”. Entonces ahí llegó el guía, y estuvimos caminando hasta las 3:00 de la mañana.

―¿Ahí es cuando cogen la lancha?

―Sí, cogimos la lancha, y la travesía fue negra. Nos echamos tres días, nos cogió el Katrina, nunca vimos el sol, se rompió el barco. Estaba casi todo el mundo vomitando, porque el barco empezó a dar vueltas. Y yo empezaba a cantar, y me decían “Cállate, Pinar, cállate”.

Bueno, llegó un momento de desespero, que venía un barco, y todo el mundo se quería ir en ese barco. Y entonces hubo tres o cuatro que dijeron: “Si los cogen, los van a deportar para Cuba”. Y yo dije que ya estaba ahí, y que aunque se hundiera, yo no viraba pa Cuba. Con buena suerte arrancó aquella katana, que era como un camaronero. Y nada, llegamos a México, a Cancún, con unas manillas, como si estuviéramos en un hotel, con una cara de hambre, parecíamos turistas, pero de los de Canadá, que van a comer a Cuba.

Y entonces, ahí ya, nadie sabía lo que era un aeropuerto. Nos dieron visa, papeles, boletos. Yo nunca había cogido un avión  y tampoco ninguno de los que estaba conmigo. Nos fueron uniendo en parejas y así nos dijeron que subiéramos al avión. Hasta que llegamos a aquí. 

¿Cómo fue ese primer tiempo aquí, llegar a Estados Unidos?

―El primer tiempo aquí es difícil, porque todavía traes las costumbres de Cuba, no te adaptas, empiezas a verlo todo lo novedoso, te empiezan a sacar las amistades, vas a los lugares, primero no tenemos cultura de nada, ahora que yo estoy en la gastronomía me da risa, porque tú ibas a comer a un lugar, y te preguntaban “¿Qué quieres comer?”. Y tú decías: “Yo toda la vida lo que he comido es picadillo, pollo, y cuando aparecía un pescado, o una palomilla….”. Entonces, cuando llegabas a un restaurante aquí, pedías lo mismo. Pero, al final, te vas aclimatando. Pero aquel fue un momento duro, había que buscar dinero, había que salir a trabajar, lo que nunca hacías en Cuba, pero con tremenda actitud.

Lo primero que aparece es la construcción, y a mí no se me da, soy malo, yo era el que aguantaba las ventanas, el que se subía en los techos. Puse mucha cerca en el Downtown, abrí mucho hueco, pero definitivamente la construcción no me gustaba. Terminé en una factoría en Hialeah; era una factoría de unas máquinas, y nadie se podía parar. Era coge y dale y pon. Nos pagaban a seis pesos la hora. Nunca me quejé; al contrario, empecé a hacer overtime.

Con el tiempo fui a una fiesta y me dicen que estaban buscando a alguien para poner los platos y demás. Y dije: “Yo soy el hombre”. Me advirtieron: “Te van a entrevistar, trata de que te cojan; lo más seguro es que te pregunten si has trabajado en el gremio. Tú di sí a todo”. Y dije que toda la vida y que dominaba el inglés perfectamente. Y me dieron el trabajo.

Cuando entré, me da un training un venezolano. Me dice: “Mire, usted tiene que picar el pan, lo pone, le echa la mantequilla, el perejil, recoge los platos, echa agua y esa es su tarea”. Y yo, como cubano al fin, empecé a mirar para el lado, a ver qué hacía el mesero, qué hacía el bartender, y qué hacía todo el que estaba ahí. Enseguida me hice amigo de todo el mundo; al mes ya estaba aprendiendo para ser mesero y después me pusieron de capitán de salón. Arranqué por el almacén, porque nadie quería coger el almacén de ese lugar, y yo dije “voy” y aprendí, me hice almacenero, capitán de salón, mánager, todo lo que podía hacer ahí, y la pasé muy bien, fue una etapa muy buena. Conocí a muchas personas y me empezó a gustar lo que es la gastronomía.

Yo creo que todavía estuviera ahí, porque la noche te roba, y haces tanto dinero… Trabajabas tres días y hacías el dinero de toda la semana.

Actualmente Jolver es dueño de dos restaurantes: Gallego (en la calle 8 de Miami) y Xixon, el compró hace dos años (Foto: CubaNet)

¿Y cuándo decides dar el salto y tener tu propio restaurante?

―Un día, ya yo había comprado mi casita aquí en el Southwest, el sueño americano, pagaba poquito. Y nada, un día hablando con un primo me dijo: “El día que tengas un negocio propio, te vas a dar cuenta que trabajas para ti”. Yo me quedé mirando a mi mujer, que estaba embarazada, y le dije: “Vamos a vender la casa”. Estaban vendiendo un restaurante español al frente, así que nosotros vendimos la casa, nos fuimos a vivir con mis suegros, mi hermano se llevó a mi mamá que se había quedado con nosotros, y con el dinerito que me gané, compramos el restaurante.

De ahí para allá, todo fue historia: el primer año no gané un dólar, pero fui aprendiendo lo que era una paella. Mucho después logramos encontrar un chef español que me montó una buena cocina, de ahí para allá doy con unos gitanos que estaban tocando en un restaurante y, cuando los vi, dije: “Esos no son gitanos, son de Pinar del Río también”. Y ahí me pongo a hablar con ellos y me los llevo.

Llegó una muchacha que había sido alumna mía en Cuba cuando era profesor de Educación Musical y le di trabajo. Llamé a otro que conocía y fui armándome un equipo. Lo mejor que me pudo pasar. Arrancamos ahí y nos fue fenomenal.

―Y entonces llega la pandemia… ¿Cómo los afectó y cómo consiguieron salir adelante?

―La pandemia nos desapareció, nos borró del mapa, pero, como a los dos meses, estaban dando 10.000 pesos, y con los 10.000 pesos, armé una carpa en la parte afuera, mandé a buscar a los músicos, a un cocinero, y me puse yo de mesero y volví a levantar. En la pandemia yo fui el primero en poner una carpa. Los músicos tocaban por la propina, los meseros iban por la propina, y el cocinero de atrás, si vendía dos paellas, pues yo le daba algo a él. Crecimos tanto, que cuando entramos de nuevo, no alcanzaban los asientos.

Fue trabajo duro porque no soy el bárbaro. La gente me pregunta “¿Cómo lo hiciste?” y les digo: “A lo que tú le pongas amor, y le pongas empeño, es muy difícil que no salga”.

Jolver Blanco Acosta (Foto: CubaNet)

―¿Qué papel ha jugado tu familia y qué has tenido que sacrificar para sostener el proyecto?

―Bueno, mi hija se crió dentro de un restaurante, va a cumplir ocho años este mes. Con ese afán de querer sacar tu proyecto adelante, pierdes a la familia un poco, aunque te apoyen, pero no puedes compartir con ellos, porque en fines de semana, cuando todos descansan, quieren hacer fiestas, yo no estoy: no estoy los 31 de diciembre, no estoy los 14 de febrero, porque tengo que estar en mis locales.

―¿Qué extrañas de Cuba, de Pinar del Río?

―De Pinar del Río, lo único que extraño es Viñales; visitar esos mogotes que no existen en todos los lugares del mundo, con sus sembrados de malanga y tabaco, con aquellos guajiros, y el olor a hierba, a monte, a raíz, es increíble la tranquilidad que se respira… Por lo demás… Me mandaron una foto del pre, donde estuve, como se llenó de aroma, y tú tienes ese afán de ir, pero ya no te vas a encontrar eso, te encuentras ya todo muy degradado; ya no son las mismas generaciones, te tienes que quedar con los recuerdos, y esperar a ver qué pasa algún día.

Yo decidí ir a ver a mi abuela que ya estaba perdiendo la mente, y convido a mi hermano, para que fuera conmigo, así íbamos a estar juntos la familia. Entonces vuelo, estaban todos esperándome, nos bajamos, yo les llevaba regalos a todos, llevaba 11 años sin verlos, y ahí apareció uno vestido de verde y me dijo que como nos habíamos ido en lancha no podíamos entrar. A esa hora mi papá ya había pasado. Yo no quería virar con nada para atrás, pero me montaron en el mismo avión y nos viraron.

Cinco años después, intenté de nuevo ir, para ver si podía ver a mi abuela, pero no llegué a tiempo, tuve que ir a Washington, decir qué era lo que pasaba, ahí me habilitaron el pasaporte, pero ya no tenía sentido: murió mi abuela, murió mi tío; fueron muchas pérdidas, fui, puse flores, abracé a los que quedaban y hasta el sol de hoy. Ya Cuba pasó otra etapa: allá fueron 25 años y ya llevo 20 aquí, casi ya la mitad de mi vida. Este es mi lugar.

Si te hubieras quedado en Cuba, ¿cómo crees que habría sido tu vida?

―Si me hubiera quedado en Cuba, creo que estuviéramos muertos. Cuando veo en fotos a los que no pudieron cruzar, sin dientes, flacos, quemados, ojerosos… Yo creo que no existiéramos. 

Cuba es una moneda de doble cara. Si te toca te vas y, si no, no hay nada que hacer ahí ya. Gracias a Dios estoy aquí, pero en Cuba lo más probable es que estuviéramos muertos.

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