Lynn Cruz: “Siento que he sido más escritora que todo lo demás”

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Lynn Cruz. Fotograma de ‘Crónicas del absurdo’; Miguel Coyula
Lynn Cruz. Fotograma de ‘Crónicas del absurdo’; Miguel Coyula (IMAGEN Cortesía de la entrevistada)

El de Lynn Cruz es uno de los rostros más atractivos y versátiles de la cinematografía cubana, y con esta afirmación no hago distinciones entre cine institucional e independiente. De hecho, su histrionismo ha probado suerte en ambas formas de producción, en dos momentos evolutivos de su trabajo, hasta que a partir de 2018 fue separada de sus vínculos oficiales con las entidades que la representaban. La razón de tal distanciamiento es su postura cívica frente a la censura y el confinamiento de libertades expresivas dictados por el autoritarismo gubernamental en la isla. Desde entonces se ha entregado a un vasto espectro creativo, que no excluye al cine; este último en compañía de su pareja profesional y sentimental, el realizador independiente Miguel Coyula.

Este intercambio se centra en el desempeño literario de Lynn, y al tildarlo de pretensioso hago un esfuerzo de discernimiento, ya que su radio de acción artístico-intelectual también comprende la dramaturgia, la dirección teatral, la producción y el periodismo, entre los más significativos. De manera que será inevitable abordar estos aspectos vinculantes de su obra, no solo como meros complementos, sino como terrenos en los que ha ganado en autonomía.

El despegue literario de mi interlocutora pareciera relativamente reciente, cuando en verdad se advierten en su carrera atisbos y motivaciones que ya vaticinaban el ejercicio de este oficio. Es por eso que el cuestionario se adentra en los orígenes de su vocación, y con ella, en las herramientas que la llevaron a la palabra. Entre los elementos destacables de su prosa, la honestidad creativa figura en primer plano. Su transparencia escritural es perceptible en forma y contenido, pues deja al desnudo esencias que se manifiestan sin dobleces desde lo vivencial, casi testimonial, ofreciendo un cuadro sin metáforas ni adornos de la Cuba contemporánea. 

¿Tuviste antecedentes vocacionales en la infancia y adolescencia que apuntaran a tus actuales ocupaciones?

Mi primera obra de teatro, a los 11 años, fue La cenicienta. Yo era la directora y también Cenicienta. Fue una obra “de vanguardia”: reproducir en tiempo real el animado de Disney. Todo iba bien hasta el momento en que el hada madrina transforma los harapos en un hermoso vestido. No me dio tiempo de cambiar mi vestuario a la velocidad que permite la edición en el cine. Sin que lo hubiera planeado, mi Cenicienta se convirtió en una comedia. Cuando regresé a la escena, mi compañera de clases que interpretaba a la madrastra (Mayrela Isasi) estaba en el suelo, riendo a carcajadas con las piernas abiertas. El príncipe (William Ruiz), rubio y de ojos azules, le había quitado la silla por error, para que se sentara una de las hermanastras, y ella se había caído. Recuerdo que al terminar la obra comencé a llorar de indignación porque mis actores “no supieron llenar el tiempo” con acciones “que no les hiciera salirse de sus situaciones dramáticas”. Desembarco del Granmasin estar en el campoera lo más parecido a una escuela rural. Al principio le hice rechazo. Mi mamá, que salió de La Habana con sus dos hijos pequeños, decía “que había llegado a Macondo”. El lugar (Reparto 2 de Diciembre de Gelpi) era parte de esos experimentos sociales donde coexisten militares de distintas provincias. Fue mi primer encuentro con Cien años de soledad, una década más tarde. Los viernes, en Desembarco, los matutinos eran largos y cada aula debía presentar un número cultural. Como éramos pocos, yo tenía dos apariciones: por el aula de tercer grado, declamaba “La bailarina española”, de José Martí, y cuando le tocaba a cuarto grado, cantaba a dúo junto a mi hermano una canción infantil, “El viejo marinero”. Quinto grado: “Porque a mi isla, a mi isla, / el yanqui sus manos pasa, / pensó el yanqui que mi isla / era el patio de su casa”; un poema patriótico. A los alumnos de sexto grado ya había que forzarlos a salir a escena; bajo protesta y en tono bajo, el aula completa cantaba a coro: “Estrellita roja que alumbra a mi patria”. Creo que allí nacieron Terminal y Sala-R.

¿Qué especialidad pedagógica estudiaste, y cómo derivas a la actuación?

Estudié Pedagogía en la especialidad de Geografía. Estaba en mi primer año de la universidad cuando Leonel Orozco, actualmente historiador de Matanzas, y antiguo profesor de Historia de la Geografía me propone el monólogo: Una española en Hollywood de Enrique Jardiel Poncela. Empezaba a regresar a mí misma. Mi momento más difícil fue el preuniversitario en la Escuela Vocacional Militar Camilo Cienfuegos de Matanzas. Era un lugar familiar. Mi padre, teniente coronel, era el jefe de retaguardia y le pareció que tenernos allí sería una posibilidad de seguir presente en nuestras vidas. Mi hermano y yo estudiamos en los “Camilitos”. Gradualmente comenzamos a sentir un rechazo visceral hacia los militares y el ejército. En el mundo militar no existe la lógica. Fui señalada en cortes militares por razones absurdas, por decir la verdad: “que no usaba los zapatos que nos daban porque estaban feos”; por protestar ante una amonestación por salir con el último pedazo de pan del desayuno en la mano; porque ya era tarde para llegar al pase de revista, en fin. Aunque veíamos a nuestro padre todos los días, yo no soportaba estar becada, vestir el uniforme verde olivo, la promiscuidad de los albergues, desnudarme delante de los demás, tener que dormir fuera de mi casa. Fue una adolescencia agónica y, al estar más distante de mis padres, en silencio. Creo que allí perdí el rumbo. No sabía qué quería estudiar. No tenía motivaciones. A la par siento que, psicológicamente, estaba reaccionando al cambio vertiginoso que experimentaba el país tras el colapso de la antigua Unión Soviética. Dentro y fuera de los Camilitos todo estaba mal. Muchas compañeras de clase veían como paradigma a las jineteras. Me hicieron miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas sin ser alumna ejemplar, tan solo porque las “estudiantes ejemplares” se habían fugado durante una marcha de las antorchas. El director de la escuela fue sorprendido por los alumnos que estaban de guardia mientras tenía sexo con su amante, y pocos días después su esposa le dio un escándalo en el punto de control del pase. Durante esos tres años la crisis económica se fue agudizando y el comportamiento de los militares se iba relajando. De esa época aún conservo a mis amigas (Yailén y Maylin) y las costumbres de poner los percheros hacia dentro, dejar la cama lisa y hacer ejercicios todos los días. La vida de provincias contiene una violencia distinta a la que se experimenta en la ciudad. Aunque Matanzas tiene sus misterios, ha sido cuna de grandes poetas y escritores. Hay lugares adonde mi mente regresa: el faro de Maya, la ermita de Monserrate, el valle del Yurumí, la playa de Cabarrocas. Llamaba mi atención el castillo, tenía la sensación de que estaba atrapado. Mis padres me explicaron entonces que las tierras fueron confiscadas por la Revolución. El castillo y la casa de las FAR [Fuerzas Armadas Revolucionarias] comparten la misma entrada de la cerca. La sensación de asfixia que me provocan los lugares pequeños, multiplicada por la insularidad, es algo de lo que no puedo escapar cuando estoy creando. Como una pesadilla recurrente. 

Parecería lógico que tu cronología profesional arranque por adición desde la interpretación, pasando por la dramaturgia y la dirección, hasta llegar a la narrativa. ¿Sucedió de esa manera, o todos esos protagonismos se han disputado territorio desde siempre? 

Sí, fue más o menos así desde el punto de vista de mi vida profesional. En verdad, soy inquieta, no pierdo la curiosidad. Aunque siento que he sido más escritora que todo lo demás, lo único es que no creo que exista una carrera para formar a un escritor. De mi rechazo a continuar una “carrera de actriz” emergió la escritora. Había hecho el primer borrador de una novela a los quince años. Visto desde la distancia, me estaba definiendo sin que yo fuera consciente. Era la expresión más clara de lo que soy hoy. Lamentablemente vivimos en un mundo que no permite ver los matices. Siempre se antepondrá la actriz, porque así salí al mundo. No pertenezco a ninguna generación de actores o escritores. Tal vez dirigir teatro sea la manera más generosa de lidiar con mis propios demonios; por esa razón regreso a él, a sabiendas de que no hay nada nuevo que yo pueda explorar desde ese formato, más allá de tocar temas tabúes en mis obras. Lo que sí me resultó atractivo de mi búsqueda personal a través de la actuación fue encontrar un método propio para dirigir actores mediante la combinación de la repetición de la técnica Meisner y el monólogo interior de Antonin Artaud. Recuerdo el momento exacto en que sentí que había logrado un resultado distinto, a través de ese experimento que llevaba a cabo dentro de mí misma y que se concretó durante el tiempo que practiqué la técnica Meisner con el estadounidense Stephen Bailey. Me encontré en el mundo del personaje sin acudir a mis propias visiones. No necesitaba sustituir mis emociones para ponerlas al servicio de la escena o del personaje. Podía llorar en el mismo momento del texto una y otra vez, porque cada vez que contaba el cuento, era real. Como si en otra vida yo hubiese vivido aquella experiencia. Yo misma elegí el vestuario, Bailey nos daba esa libertad; lo hice al tomar distancia de mí misma, como si estuviera dentro de una película, como un rompecabezas que se arma de repente, en el que todas las piezas encajan. De tanto repetir el texto, centrando mi atención en las palabras, para que me fueran sugestionando, finalmente caí “en el trance”: ese del que hablaba Artaud. Claro, todo esto son mis propias interpretaciones. Lo que plantea Artaud es aún más extremo, relacionado también con el trabajo con la máscara en el teatro balinés: “el retorno del teatro a su creación autónoma y pura, en la perspectiva de alucinación y miedo”. Uno de mis sueños ahora es realizar una obra sin texto, solo con sensaciones a partir de estímulos externos. Puede que estas ideas se remonten al hecho de tener a una tía sorda; la manera en que ella percibe el mundo es directamente proporcional al lenguaje de los gestos. Y no es que esto no se haya hecho, pero tengo muchas ideas que me gustaría experimentar en la escena. Siento que hay mucho por explorar en el mundo de las emociones y desde el plano del subconsciente. Para mí el arte trata también de eso, de sorprenderse a uno mismo durante un viaje de exploración hacia los lugares más difusos de la comprensión humana; por esa razón apunto mi atención hacia el silencio. Hacia todo aquello que las palabras no pueden expresar. Hay una frase de Virginia Woolf que ilustra con precisión esto último que digo: “Sólo puedo notar que el pasado es hermoso porque uno nunca se da cuenta de una emoción en el momento. Se expande más tarde, y por lo tanto no tenemos emociones completas sobre el presente, sólo sobre el pasado”. El reto para mí consiste en entender la emoción en el presente. 

Tenía vagas referencias de tu novela a través de las redes, pero una vez que la abrí la leí de un tirón. En Terminal, que puede ser también un cuento largo, el agarre viene desde lo sensorial-vivencial. Es innegable el sustrato testimonial que me hizo sentar en aquellos bancos otra vez –no fueron pocas las ocasiones en que estuve varado en ese formidable edificio, esperando cualquier cosa que me trajera a La Habana. ¿Cómo se convierte una experiencia local, aburrida hasta la muerte, en epicentro de una sugestiva escritura de ficción? 

Viajar desde Matanzas hasta La Habana, y de Matanzas a Caibarién, para visitar a mis abuelos maternos y a mi abuela paterna… eso era parte de mi universo. Las largas esperas en las terminales nunca fueron agónicas para la niña y la adolescente que fui. Se integraron a mi vida. Tal vez porque mis padres no se quejaban, simplemente fluíamos en esos ambientes. Muchas veces me perdía del campo visual de mis padres y entonces me llamaban por los altavoces. Me acostumbraron a combinar la espera con el confort del transporte seguro; mi padre tuvo durante años autos y choferes a su disposición, hasta la crisis económica de los noventa. Esa última década del siglo pasado fue definitoria para muchos; mi familia no quedó exenta. Mi padre renunció a su puesto en los Camilitos porque no soportaba ver a la gente pasando hambre. Su trabajo era logístico. Entonces pidió que lo jubilaran del ejército; yo estaba en el último año y ya mi hermano había terminado. A pesar de vivir dentro de tantas contradicciones como las que hemos vivido los cubanos, me siento dichosa de haber tenido un solo discurso en casa. Creo que a la larga ha sido lo que me ha salvado de este cataclismo. Recuerdo que empecé Terminal en 2012. Para entonces no quería volver a trabajar como actriz. Sentía que esa profesión me estaba cambiando. Que me hacía ver el mundo de manera superficial. No elegí el tema en Terminal; simplemente salió, así como lo describes tú, solo que yo invierto el orden “sensorial y vivencial”. Es una novela sencilla; en ocasiones la escritura me parece insegura, pero es fiel a lo que fui en ese momento: “alguien que pugnaba entre libertad e inseguridad”. Y eso es lo que me importa porque veo el libro como una metáfora de la vida: un camino recto donde solo se puede volver hacia atrás, para tratar de entender, pero no se puede modificar. Es por esa razón que los finales tristes son los que mejor preparan a los niños para la crudeza de la vida. Los adultos tienen que explicar que el personaje termina así, porque así es el cuento, la película, la historia y, por extensión, la vida. 

Cuando (en la novela) la Lista de Espera se transfigura en filosofía de vida, la introspección de la voz protagónica se permite incursionar en las muchas otras individualidades de los personajes, presentes y evocados, esbozando un retrato identitario que se repite como un bucle por el paisaje humano del último medio siglo cubano. Es una suerte de Comala, de perspectiva trunca que parece conducir a otro escenario (quizás uno simultáneo que se hace indistinguible del que acaba de terminar). Una de las seducciones estructurales de Terminal estriba en el modo en que hilvanas el discurso realidad-ficción con relativa independencia entre sus partes; son casi protocuentos que le insuflan expectación a la aparente irrelevancia de las horas y los días en loop. Aunque el “líder” figura como un gravamen político-existencial suspendido y omnipresente en toda la atmósfera del libro, el casi delirante magnicidio se pretende, más que físicamente consumado, como vehemente extirpación de un martirologio colectivo de raíces griegas. Más allá de la sagacidad literaria puesta a prueba en el desenlace, ¿crees que será fácil quitarse de encima un muerto de esa envergadura?

Me has hecho reír con la pregunta. Agradezco que compartas tus impresiones al leer la novela. Mientras escribía Terminal, hice Los enemigos del pueblo, la obra que dediqué al hundimiento del remolcador 13 de Marzo. Allí fue donde primero maté a Fidel Castro. Puedo decir que lo hice dos veces, o más bien tres, porque ya existe la secuela: Los enemigos del pueblo (Informe post mortem). Puesta en las mismas circunstancias, lo volvería a hacer. En el libro Y la luz no es nuestra, del poeta español Leopoldo Panero, hay un ensayo que se titula: “Yo maté a John Lennon”; de ahí nació la frase: “Yo maté a Fidel Castro”. Tuve problemas con el final; lo escribí de manera precipitada. Por suerte Terminal salió a la luz tres años después de que obtuviera una mención en el Premio Franz Kafka, Novelas de Gaveta; así que pude reescribirlo. Desde que me uní profesional y sentimentalmente al cineasta Miguel Coyula, sentí todo lo que me vendría después. Miguel es una fuerza de la naturaleza que no hace concesiones cuando está creando. A veces es difícil para mí, porque, mientras él toma sus decisiones, yo tengo que aprender a asimilarlas, aceptarlas como si fueran mías. Estaba preparada mentalmente para mi censura como actriz. En parte sentía alivio; ya no tendría que rechazar o estar en proyectos que no me interesaban, pues nadie más me llamaría a casting, ni siquiera los “independientes”. Pero a la vez es complicado; no es lo mismo que una decida retirarse que te fuercen a hacerlo. Psicológicamente hay un daño. Como Dostoievski, yo también “quería merecer mi sufrimiento”. Mi teatro se volvió radical. Fui una de las tantas niñas que escribía cartas a Fidel: “mi casa es su casa, comandante”. Nada más natural que sintiera el impulso de matar el mito. Quería dejar de creerme. Extirpar la convicción de mis entrañas, para entregarme de una vez al territorio de las dudas. Todo esto se dice fácil; a veces a las personas no les queda otro camino que la fe. Pero cuando vi los testimonios de los sobrevivientes del remolcador 13 de Marzo sentí que estaba completamente desconectada de esas realidades; la impotencia me condujo a la ira, y de ahí nació el crimen: matar a Fidel Castro. El arquitecto de la Revolución cubana. El que nos condujo a vivir dentro de su mito mesiánico. No se es mártir por escribir con libertad. Desde el momento en que el paradigma de toda una nación se reduce a “subir a la Sierra Maestra con un fusil”, el arte y la literatura carecen de sentido. Es como si de antemano condenaras la sensibilidad para ponerla al servicio del pragmatismo. En Cuba la ficción se hacía en tiempo real. Fidel Castro dejó de ser humano cuando congeló su epopeya. Entonces el pueblo solo veía la construcción de un héroe encartonado. Y sobre la base de esa construcción, cimentó todo lo que vino después. Nos condenó a su política de buenos y malos. La telenovela contra y revolucionaria. Va a pasar mucho tiempo para que podamos liberarnos de su sombra. Y, sí, también creo que en Terminal hay puntos que conectan con Juan Rulfo y su Pedro Páramo; no solo porque me gusta el libro o porque crecí en una provincia, sino por mis orígenes, mis abuelos campesinos. Pasaba temporadas en Habana campo (como se le decía entonces), en casa de mi tía María Luisa. Tengo un primo, que se llama José Alberto, que cuando llegábamos a la finca empezaba a contarnos historias que parecían de terror. Creo que todo esto subyace en momentos de la novela. Y otra vez los ecos de una vida rural. 

Hasta donde te he podido seguir, con algunas lagunas sobre tu trabajo –básicamente en el cine y el teatro–, aprecio que eres una artista que da continuidad a los procesos creativos multidimensionalmente. Pienso que Crónica azul es el making-of de una obra que, ineludiblemente, exigía una narrativa testimonial como registro. Habiéndote ocupado de tantos menesteres intrínsecos al cine durante el rodaje de Corazón azul, ¿cuál fue el detonante para documentar y valorar ensayísticamente los hitos de una década de trabajo?

Miguel quería que yo escribiera ese libro. Le divertía la forma en que yo narraba las anécdotas de nuestros rodajes. Entonces escribí: “Los huesos de mi abuela”. Pero me seguía resistiendo; en broma le decía “que sería un libro por encargo”. También soy muy celosa cuando estoy creando. Me gusta que las ideas nazcan espontáneamente y sentía esa tensión de pareja; ambos somos creadores y, aunque tratamos de no entrar en el espacio del otro, a veces pasa. Su idea me estuvo rondando, otros amigos también me animaron. Por otro lado, era como hacer periodismo. No quería pasar tanto tiempo dedicada al trabajo periodístico. Me gusta crear desde la incertidumbre. Ya me sabía de memoria el libro antes de escribirlo. Creí que no iba a descubrir nada nuevo y eso me parecía aburrido. Sin embargo, cuando leí Ni tiempo para pedir auxilio, de Fausto Canel, me decidí a hacer el libro. Me lo leí también, como dices de Terminal, de un tirón, y entendí que era importante el testimonio. Dar fe de lo vivido. Una película como Corazón azul, que se salía de un sistema no solo político, sino de valores. Un “eslabón perdido”, el cineasta de guerrilla que, irónicamente, fuera del ICAIC, creía en la importancia de defender el cine como arte. El siguiente capítulo que escribí fue: “Elena la terrorista”. Y fue precisamente en ese segundo capítulo donde encontré la manera de hacer de aquellas anécdotas algo que me motivara, desde el punto de vista no solo literario, sino poético: una actriz que comienza a hacer un personaje durante una década y gradualmente pierde las fronteras entre ficción y realidad. Luego tuve la suerte de que Jorge Enrique Lage fuera mi editor en Hypermedia Magazine. Me vaticinó que el libro sería “un artefacto curioso”. Me gustó esa definición, y así nació la columna “Crónica azul”, que antecede al libro. 

Aunque referencias elementos periféricos del quehacer tuyo y de Miguel, incluso con anterioridad al filme, ¿habías experimentado previamente esa necesidad de complementar textualmente métodos y resultados de otros campos artísticos en los que, además, has sido protagonista?

Tengo otro libro pendiente y es sobre el método que descubrí para la dirección de actores, del que hablé antes. Como me gusta enseñar, sé que en algún momento volveré a experimentar por un tiempo largo las reacciones de los actores con esa metodología de trabajo. Tendrá que ser un libro escrito también así, vivencial, como Crónica azul, y llevará el mismo nombre del taller que imparto eventualmente: “El monólogo interior y el silencio en el escenario”.  

Hay en ti una voracidad intelectual, ciertamente crítica, que sortea el mero histrionismo de camerino. Debería existir otra identidad para definir esa generación de códigos a través de varios canales, aunque se tenga uno de base. ¿Qué imperativos te llevaron a la articulación de Teatro Kairós?

He respondido a esta pregunta Indirectamente, aunque es bueno detenerme en los detalles. El único lugar donde experimento una libertad plena como actriz es en el teatro. Siempre tendrá un lugar especial para mí. El teatro me ha salvado de la locura varias veces y me ha hecho enloquecer cuando me he distanciado de él. Me gusta mucho la sensación que produce la línea divisoria entre el escenario y el público. Como el sueño y la vigilia. Esa separación entre la cárcel de la realidad y la libertad de la imaginación a solo unos cuantos pasos. Es increíble. De hecho, la técnica Meisner tiene un ejercicio curioso: A le dice a B: “¿Cómo fueron tus últimas vacaciones?”; el ejercicio continúa y entonces A provoca a B: “Ahora, imagina tus últimas vacaciones”. La imaginación siempre gana la partida. El nacimiento de Kairós fue absolutamente fortuito. Había regresado de Alemania después de vivir la experiencia de trabajar con Teatro Pig’s Appeal, dirigido por Petra Lammers, un grupo independiente. En 2011, Carlos A. García, mi mejor amigo desde la infancia, obtuvo los derechos de La indiana, de la autora catalana Angels Aymar, y juntos presentamos El regreso, una versión libérrima de la obra auspiciada por la Cátedra de Cultura Catalana de la Universidad de La Habana y la AECID en la Embajada de España. Finalmente pudimos llevarla a escena. Fue complejo para mi dirigir y actuar porque siempre pienso en obras muy grandes en condiciones absolutamente precarias. A partir de Los enemigos del pueblo di un giro hacia el teatro político, sin ambages u omisiones cuando me decido por un tema. Era algo prácticamente ausente de la escena cubana, debido principalmente a la subvención del teatro por parte del Estado. El teatro político quedó de manera digestiva en la Cuba de los ochenta, con obras mayormente de Bertolt Brecht, o sea, descontextualizadas. Los enemigos del pueblo (2017), Patriotismo 36-77 (2018), Sala-R (2021), Los enemigos del pueblo (Informe post mortem) (2022) son todas obras nacidas dentro de un contexto opresivo. He tenido que crear el espacio para que puedan gestarse, más allá de todos los contratiempos con la policía política: redadas policiales, monitoreo e intimidación a los actores.

Cartel de ‘Sala R’; Lynn Cruz
Cartel de ‘Sala R’; Lynn Cruz (IMAGEN Cortesía de la entrevistada)

En Sala-R apelas a un espacio de confinamiento que supera en márgenes y agonía a Terminal. Es el delirium tremens resultante de décadas de neurosis amontonadas, del colapso hasta los cimientos de una arquitectura social chambona e improvisada –en medio de una tragedia sanitaria global– que, desde el poder, alucina permanecer incólume. Además de leerme la pieza, visioné la versión audiovisual, y me dejó exhausto, desarmado. ¿Cómo llegas a semejante paroxismo? 

Me gusta que me hagas esa pregunta; me ayuda a entender mis procesos creativos. Por acumulación, todo lo que antecedió a Sala-R probablemente la determinó. Fue en la Sala-R del Hospital Faustino Pérez de Matanzas donde vi por última vez a mi padre. Después de esa experiencia, todo me parecía inútil. Nada me motivaba. La obra comenzó como una serie web para Hypermedia Magazine en 2021. Cinco episodios escritos por mí, excepto el primero, “Abril sin carne”, de Ray Vieiro. Tenía deseos de hacer un musical… y como estaba trabajando con Jonathan Formell, que compuso la música de la obra; entonces, siento que el paroxismo está determinado principalmente por llevar a la escena aquellas canciones patrióticas que marcaron a mi generación. Por otro lado, ya había abordado el confinamiento (político) en Patriotismo 36-77; ahora tenía la oportunidad de hacerlo en un hospital. Trabajábamos en la sala de mi casa, bajo la amenaza constante de contagiarnos con el coronavirus. De hecho, Reynier Morales se enfermó, al igual que Luis Trápaga. La dramaturgia se fue armando durante los ensayos, y partí de los monólogos que había escrito para los actores, a partir de sus propias motivaciones. Quería que la experiencia fuera horrenda y desagradable, como yo la viví en aquel hospital. Hicimos tres funciones. De cada una tengo un recuerdo distinto. Son obras de una naturaleza efímera. La escenografía cambia porque no hay teatro. Solo existirán en la web, y es una pena, porque el teatro es para verlo en vivo: esa es su magia. La actriz Olivia San Román, Jorge Carpio en la asesoría dramática, Evelyn Corvea en un debut brillante como actriz, Raúl Camacho en el diseño de unas moscas gigantes, Daniel Reinoso en la documentación fotográfica, y Miguel con el registro audiovisual en un plano secuencia, cámara en mano, para mantener la emoción sin los artilugios del montaje cinematográfico. Todas esas cabezas interactuando hicieron también de la obra lo que es. Eso es lo mágico del trabajo en equipo. Es algo que disfruto mucho. 

He intentado centrarme en tu actividad escritural, y aun así se me escapa tu espectro mediático, tus sistemáticas colaboraciones con varios medios independientes. También estoy al tanto de tu proyecto de documental, que alarga tu espectro creativo a un terreno que resume mucho de lo que has hecho. ¿Cómo estos particulares se conectan entre sí con el resto de tu obra?

Desaparecida resultó ser un videoarte. En un principio yo quería hacer un documental sobre la experiencia de sentir que me borraban lentamente de los lugares que frecuentaba como actriz. Comenzó durante la pandemia también, momento en que la Internet dejó de ser una opción para convertirse en el centro de nuestras vidas. Afortunadamente ya no lo siento así. Todavía puedo elegir estar fuera de ese océano de silíceo, aunque no del todo. Eso ya no es posible. Entonces empecé a desdibujarme con la cámara de mi teléfono desenfocada. Logré avanzar en el metraje de lo que creí sería un largo documental. En medio de ese proceso de búsqueda, obtengo el “Fondo para productores de impacto documental”que se otorga a la trayectoria de la persona. En mi caso, relacionada con películas y series web documentales que he producido junto a MiguelMi padre enferma y fallece. Me paralicé y nació Sala-R, que tuvo el auspicio de la Embajada de la Republica Checa en La Habana. Decidí entonces destinar el fondo a Crónicas del absurdo, el nuevo largometraje documental de Miguel, una película en la que hubiese querido no participar. Estoy segura de que dejará indiferentes a muy pocas personas, y eso es lo que me atrae. Confieso que tengo una relación de amor-odio con la película, la naturaleza visceral del material que fuimos reuniendo durante años. Hay algunos audios que incluso dábamos por perdidos. Grabábamos en circunstancias extremas. Y creo que se siente en las palabras pronunciadas por Orwa Nyrabia, director artístico del IDFA, International Documentary Film Festival en Ámsterdam, durante la conferencia de prensa para anunciar la programación de este año. 

Desaparecida y Crónicas del absurdo dialogan entre sí, pues parten del mismo tema, aunque son absolutamente distintos los modos de enfocar el problema. Recientemente el curador Alain Fuentes, creador de Women´s Society, un proyecto que está presentado en la Bienal de La Habana, incluyó a Desaparecida.Por otra parte, he compartido fragmentos de mi nueva novela –“Reventar en paz”– en Hypermedia Magazine; la inicié hace poco más de un año. Y es una novela distópica, influenciada por los diez años que fui Elena en Corazón azul, así como en la literatura de ciencia ficción creada en la antigua Unión Soviética por los hermanos Arkadi y Borís Strugatski, o en El maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov. Estos fueron puntos de partida. El personaje principal se llama Erika y ha despertado bajo una montaña de escombros con más del cincuenta por ciento de su piel transformada en un material que parece goma. Estoy agonizando, y disfrutando a la vez, en el proceso de escritura.


* El autor de esta entrevista solicitó a Rialta que se omitiera su identidad como medida de protección tras haber sufrido acoso y amenazas por parte de la policía política en Cuba.

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