Luciérnagas

Aquí donde estoy, lejos, mi país me cabe en la mano. Cabe en cada una de las manos de cada uno de los venezolanos. El país entero. En las manos que manipulan los celulares, siguiendo los acontecimientos. En las manos alzadas ante las armas de fuego. En las manos que tiran piedras y en las manos que votan. En las manos que protestan, que graban, que escriben y dan testimonio.

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Cuando era pequeño, mi madre solía cantarme la primera estrofa de “Mi querencia”, de Simón Díaz, a la hora de dormir: “Lucero de la mañana / préstame tu claridad / para alumbrarle los pasos / a mi amante que se va”. Ya era un lugar común entonces, lo es mucho más ahora: se ha vuelto una suerte de himno no oficial, de santo y seña que los venezolanos llevamos por doquier. Los lugares comunes no siempre son ideas aturdidas y cansadas que pasan de mano en mano y obstaculizan el pensamiento original, haciéndose pasar por una verdad evidente. Un lugar común también puede ser, como su nombre lo indica, un lugar compartido por numerosas personas, un espacio al que todas pueden pertenecer igualmente, sin dominio ni acaparamiento.

Y eso mismo pienso que es “Mi querencia”: una canción que también es un lugar. Escucharla –o cantarla, para los que no temen desafinar– significa recordar aquel momento o aquella constelación de momentos en que esta canción sonaba: escenas familiares, cotidianas, íntimas para muchos venezolanos. Una canción que funciona como un vaso comunicante, más allá de las fronteras, las visas, las aduanas y los caprichos crueles de la geopolítica. Si cantamos la misma canción, seguimos de algún modo tácito unidos, habitando el mismo sitio, aunque hayamos migrado o nos hayamos quedado. Y eso es un país: una canción compartida.

No los himnos nacionales, que son pesados y grandilocuentes, que están inflados con un heroísmo venenoso. Eso no. Esa clase de canción no se comparte; se impone. Pesa en la lengua como un yugo. Un país es otra cosa: una canción que nos acompaña espontáneamente, sin pretensiones.

La canción de alguien que se va lejos.

La canción de alguien que se queda.

* * *

Para mí, esta canción tenía poco de lugar común. No sabía qué era el lucero de la mañana. ¿Y cómo iba a saberlo? Ya entonces no se veían muchas estrellas en la noche caraqueña. Desde la ventana de nuestro apartamento en Quinta Crespo se verían algunas pocas, de seguro, pero yo nunca me fijé: las ventanas de nuestros vecinos acaparaban mi mirada. Sus luces encendidas de noche eran como biografías en miniatura, brevísimas estampas que me contaban sus vidas. Me encantaba espiarlos, asomarme al misterio de los días y los acontecimientos que no eran los míos y que, sin embargo, ocurrían allí mismo, a gente que luego me tropezaba en la calle.

No sabía qué era el lucero de la mañana. No sabía que era el planeta Venus, por ejemplo, cuando se muestra al amanecer, cuando el cielo tiene el color del agua honda. Pero esa palabra, lucero, por su misma textura sonora, me hacía pensar que se trataba de una especie de luciérnaga.

Después de todo, no me equivocaba mucho. La diferencia entre un insecto que produce luz y un astro –un planeta, en este caso– que la irradia o la refleja es de proporción solamente. Ambos vagan en la oscuridad, ambos trazan órbitas sorprendentes, como si escribieran con caligrafía imprevista sobre la piel de la noche.

Así que, en aquel entonces, “Mi querencia” me parecía una canción sobre un insecto refulgente que recorría los cielos y que emergía solo por las mañanas para guiar a quienes, por las razones que fuera, abandonaban su hogar. Una criatura mítica.

* * *

Desde el 28 de julio, mi país tiene el tamaño de una pantalla. Cabe en mi mano y, sin embargo, es inmenso. Paso los días revisando las noticias, hurgando en las redes sociales, a veces hasta altas horas de la noche, siempre a oscuras, antes de dormir. Primero, siguiendo minuto a minuto las elecciones, comentándolas en tiempo real con amigos y familiares que se encuentran desperdigados por el mundo. Luego, siguiendo las protestas ante el fraude perpetrado por el Gobierno, las reacciones cada vez más violentas de los aparatos represivos del Estado, la cantidad de presos en aumento, el número de muertos, los desaparecidos. Intercambiando videos alarmantes en los que son hostigadas, maltratadas y oprimidas personas por defender sus derechos.

“Defender los derechos propios” es otra frase con la que crecí. Creo que todos hemos crecido escuchándola. Alguien siempre, en algún lugar, está defendiendo sus derechos. Lo vemos en el televisor, en los periódicos, en las redes. El llamado, el reclamo, el clamor. Crecimos con esta frase y su importancia: no hay en ella un gramo de banalidad. Y es que contiene una verdad sencilla. Si es necesario defender constantemente nuestros derechos, es porque constantemente alguien pretende arrebatárnoslos.

Pienso en el video ya célebre –vaya celebridad– en el que Nicolás Maduro anuncia la creación de dos nuevas cárceles para recluir a los detenidos durante las protestas de las últimas semanas. Su apuesta es “lograr la reeducación” de los reclusos. Propone someterlos a trabajos forzados, llevarlos a construir carreteras. ¿En qué puede consistir la reeducación de personas encarceladas por defender sus derechos? En que dejen de defenderlos, por supuesto. Que se queden sentados quietecitos y paren de interrumpir al Gobierno mientras se ocupa de sus cosas importantes.

Hay una razón evidente tras el uso excesivo de la fuerza que ha ejercido el Gobierno: ha quedado al descubierto. Lo que estas elecciones han demostrado, de manera fehaciente, no solo es el rechazo popular dirigido hacia el gobierno de Maduro, sino la falsedad de sus afirmaciones. Este Gobierno, que ha procurado por todos los medios presentarse como “popular” y que ha sostenido de manera sistemática un discurso de izquierda epidérmico, se encuentra ahora en evidencia. Ya es obvio para todo el mundo –aunque para muchos la obviedad ya es vieja– que se trata de una cleptocracia, un Gobierno cuyos maneras y artimañas son más afines a una organización criminal que a la administración de un Estado. La supuesta filiación ideológica es un camuflaje simplón: Maduro y los otros personajes –personajos– del régimen se aferran con torpeza a los clichés de la izquierda internacional para comprar algo de buena voluntad y, sobre todo, para cubrirse las espaldas. Representan una pantomima, ponen en escena una farsa mal escrita mientras desvalijan al país. Pero no se trata de un gobierno de izquierda o de derecha: son saqueadores, nada más.

* * *

Desde que emigré, he repasado una y otra vez los lugares en Venezuela que dejé de visitar, siempre a través del lente de la nostalgia. Nunca fui a la Gran Sabana, por ejemplo, pero ahora su extensión se hace incontenible. Nunca fui a los Médanos de Coro, nunca al Salto Ángel, nunca esto y nunca aquello. Esa es la palabra que se había ido apoderando de mis recuerdos y mi añoranza: nunca. Un pasado malgastado, un futuro permanentemente diferido. Con cuánta facilidad “nunca fui” se vuelve “nunca iré». Mi país estaba suspendido en esa especie de tiempo mítico: se agrandaba con el remordimiento, al ritmo de la remembranza.

Luego del pasado 28 de julio, súbitamente se encuentra aquí mismo, a la vuelta de la esquina, al alcance de la mano, a dos pasos apenas. Cuestión de abrir la puerta e ir.

Sospecho que es así para muchos. La migración ha fracturado el relato de nuestras vidas. Nuestros afectos han terminado desperdigados. El cosmos se nos ha dividido en dos categorías simples: los que se quedan, los que se van. La esperanza ardua que nos regala lo sucedido el 28 de julio, tanto a los que se quedaron como a los que nos fuimos, es la de recuperar el espacio común, el lugar común. Volver a juntar los trozos dispersos de nuestra historia.

Quiero volver al país donde mi hija no creció. El país donde no nació mi hijo. El país que mi esposa no conoce. El país donde no está enterrada mi abuela. El país de mis amigos vivos y mis amigos muertos. El país del que viene la mitad de mi familia. El país que escogió la otra mitad. Y por fin dejar de ver el Ávila en cada montaña.

* * *

El Gobierno –la palabra le queda grande, a decir verdad– siempre ha querido proyectar fuerza. Por eso financia programas de televisión ridículos, cuyos nombres incluyen palabras como hojilla o mazo. Por eso los desfiles, la militarización. Por eso crea y promueve un cuerpo policial como las FAES. Pero ¿qué Gobierno puede sentirse orgulloso de que sus agentes de seguridad vistan máscaras de calaveras?

Siguen deteniendo a manifestantes y dirigentes políticos. Arrestan a algunos en sus propias casas. Sabemos que los torturan, sabemos que muchos de los presos no saldrán vivos de esta. Los asesinos quisieran hacernos creer que son los dueños de la muerte. Pero nuestras vidas y muertes no les pertenecen.

Esa misma desesperación por aparentar fuerza los delata. Ningún candidato, en vísperas de unas elecciones, promete “ríos de sangre”, a menos que sepa que va a perder.

* * *

Aquella primera estrofa de “Mi querencia cierra así”: “Si pasas algún trabajo / lejos de mi soledad / dile al lucero del alba / que te vuelva a regresar”. Este retorno súbito atrapaba mi imaginación infantil. ¿Entonces aquella luciérnaga sobrenatural, aquella guía luminosa no solo nos asistía en nuestros viajes, sino que además nos conducía en el retorno?

La canción de alguien que regresa.

Y también eso es una canción: un país al que podemos regresar.

Aquí donde estoy, lejos, mi país me cabe en la mano. Cabe en cada una de las manos de cada uno de los venezolanos. El país entero. En las manos que manipulan los celulares, siguiendo los acontecimientos. En las manos alzadas ante las armas de fuego. En las manos que tiran piedras y en las manos que votan. En las manos que protestan, que graban, que escriben y dan testimonio.

Miro el celular de noche. Repaso tuits, videos, artículos, comunicados, declaraciones públicas. Sigo las noticias sobre los presos, los desaparecidos. Trato de ordenar los hechos en mi cabeza. Separar el hecho del rumor, el rumor de la amenaza. Miro el celular sin poder dormir y el cuarto está a oscuras. Mi país brilla en la oscuridad.


* Este texto se publicó originalmente en Trópico Absoluto. Se reproduce con autorización.

ADALBER SALAS
ADALBER SALAS
Adalber Salas Hernández (Caracas, 1987). Poeta, ensayista, traductor. Es autor de los libros Salvoconducto (XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita; Pre-Textos, 2015), La ciencia de las despedidas (Pre-Textos, 2018) y Nuevas cartas náuticas (Pre-Textos, 2022) así como los volúmenes de prosa Clarice Lispector: el lugar de la poesía (Ril Editores, 2019) y Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria (Dirección de Literatura UNAM / Periódico de Poesía, 2019). Ha publicado traducciones de, entre otros, Marguerite Duras, Antonin Artaud, Hart Crane, Pascal Quignard, Mark Strand, Louise Glück, Patrick Chamoiseau o Jamaica Kincaid. Su trabajo se reúne en las antologías Ai margini di un mondo sconosciuto (Edizioni Fili d’Aquilone, 2018; traducción de Alessio Brandolini) y De ningún viaje se vuelve (Mantis Editores, 2019). Este 2024 publicó en Pre-Textos El libro de las transformaciones, escrito a cuatro manos con la poeta mexicana Elisa Díaz Castelo.

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