Todo escritor tiene un amigo imaginario […]
Yo escribo para encontrarme con él,
Y hacer lo único que se puede hacer
Por un hombre mejor: seguir la conversación.
Joseph Brodsky
—Ya entrados en los dosmilesveintes, y después de las arremetidas durante el siglo pasado de gente como Guy Debord y Jean Baudrillard, y la máxima de Andy Warhol de los quince minutos de fama, la vida de ninguna persona en ninguna parte del mundo y en ningún punto infinitesimal de la línea serpentinata del tiempo alcanza alguna solidez ni para armar un perfil ejemplar –me dijo un primo del cuñado de un vecino que, antes, solía ser mi mejor amigo. Le dio fuego a un Lucky. Me extendió la cajetilla de cigarros. Negué con la cabeza. Dentro de las muchas cosas que me gustaba hacer y que estructuraban mi día, dejé de fumar desde hace más de un lustro.
—Ya no digamos una hagiografía –continuó, levantando los hombros. Lucía más avejentado, con ojeras de mapache, en ese ridículo pijama a cuadros–. El tratado biográfico de uno u otro personaje ya no pretende erigirse como retrato humano, sino como mito. Y en tanto mito (“mis intereses de pequeño me llevaron a dedicarme a este oficio / me fue bien / después me fue mal / después toqué fondo / después comprendí lo que verdaderamente importa en la vida, bla”) resulta francamente aburrido–. Se fumó la mitad del cigarro. Luego, lo arrojó al pie de la cama y lo restregó con el pie desnudo.
—Supongo que quedó anquilosado el modelo de Plutarco y el fundamento de los eixample–contribuí, mamonamente quizás–. Incluso, se perdió el divertimento que implicaba el ejercicio a lo Schwob, a lo Borges, a lo Bolaño, a lo Wilcock, de atender a las lagunas en la vida de una persona y rellenarlas con lo único que, a la larga, permite destrabar el curso del mundo: la ficción pura, la pura ficción.
Volvió a levantar los hombros. Y luego cerró los ojos para decirme:
—Como la columna esa que tenías. Esa, la de La Broma Infinita.
* * *
En fin, dos vidas rotas.
Esta columna nació hace ocho años por la generosa invitación de Carlos e Ibrahim, amigos editores de Rialta, y, como quiera, ha implicado una forma de hacer autobiografía soterrada. Pero estoy en un instante en que aquello me lacera y me complica. Así que, arrancando el año, es buen momento para apedrearme. ¿Qué diantres es La Broma Infinita?, me pregunto ahora, tras releer todas sus entradas y cuestionarme y avergonzarme por ellas, a ratos; aunque, en otros aún piense que ayudó a seguir pensándome como ese sudaca errante que escribe, ¿qué es, qué codornices, qué cucos es?, ¿una columna de opinión, un ensayo literario de límites borrosos, una exhibición maquillada de un cuaderno personal de notas? Quizás todo eso. Quizás nada. Pero además de su libertad de proponer los temas, y enunciarlos de esa manera tan fronteriza (gracias Ibrahim, gracias Carlitos), si algo la ha caracterizado es su intermitencia. La última publicación es de julio del año pasado. Hubo otras dos en junio (bueno, al menos), pero luego saltapatrás hasta marzo, y (vergonzoso), hasta octubre y abril de 2023.
Pienso ahora que por mucha broma y permisividad, ya estuvo bien. He aprendido, por este amigo de un concuño de un familiar cercano, que en los procesos de rehabilitación hay un paso que se llama “poner una estaca”: de aquí en adelante se decide avanzar con más periodicidad, identidad, interacción, gusto. El afectado empieza a reconocer qué no era y, al menos, le permite ir pensando en quién quisiera convertirse. Porque en medio, ahora mismo, no hay nada. Y se corre el riesgo de que esa estaca se instale en una ciénaga.
Lo menciono por diversas razones. La principal diréla, de manera sublimada y tangencial, con palabras de Foster Wallace, el autor al que se le debe el título de esta columna: “Yo ya hace casi un año que no estoy en la Tierra, porque en la Tierra las cosas no me iban muy bien. Me van un poco mejor en el sitio donde estoy ahora, en el planeta Trilafon, y supongo que es una buena noticia para todos los implicados”.
En los últimos meses, al tío del conocido del bisnieto del dueño del almacén le pasaron muchas cosas que suscitaron una crisis severísima. Y las crisis modifican hasta la forma en la que uno escribe. Mi amigo no está en el planeta Trilafon, pero sí en uno muy parecido cuyo componente activo empieza con F y que se vende en las farmacias con un nombre comercial que empieza con R (curiosamente, nuestras iniciales). Por prescripción médica estuvo semanas y semanas alejado de libros que le despertaran demasiadas emociones y también de la escritura personal. Su terapeuta, el bendito doctor Chávez que hasta aparece en un cameo de mi primera novela, solo le permitía escribir notas puntuales en una libretita de taquigrafía, todas relacionadas al tratamiento, para no desbordarse. Ensayó, así, un estilo más directo, donde estaban prohibidos los puntos suspensivos. Reparamos juntos en que había demasiada catarsis y drama en su propia escritura (ya no digamos, en su propia vida), así que cambió categóricamente el plan que tenía de escribir una novela sobre un tipo que no puede hacer un duelo como corresponde delante del féretro de un ser querido por una en la que, al más puro estilo de Ken Kesey y Neal Cassady, cuatro cuarentones se suben a una camioneta y recitan a T. S. Eliot rumbo a Veracruz.
Dentro de varias experiencias, el que era mi mejor amigo vivió con espanto, terriblemente desamparado antes de que yo llegara a asistirlo, una depresión existencial parecida a la que W. G. Sebald describe al comienzo de Los anillos de Saturno, también desde una cama blanca, aturdido, pensando que estaba resentido con otras personas cuando en realidad se estaba odiando a sí mismo. “Aún recuerdo con exactitud cómo justo después de que me ingresaran, en mi habitación del octavo piso del hospital, estuve sometido a la idea de que las distancias de Suffolk, que había recorrido el verano pasado, se habían contraído definitivamente en un único punto ciego y sordo. De hecho, desde mi postración, no podía verse del mundo más que el trozo de cielo incoloro en el marco de la ventana. A lo largo del día me acometía con frecuencia un deseo de cerciorarme mediante una mirada desde la ventana del hospital, cubierta extrañamente por una red negra, de que la realidad, como me temía, había desaparecido para siempre».
—Además del Déivid de La broma, los germanos son fantásticos para describir estos asuntos –me dijo, cuando leímos juntos ese párrafo–. ¿Recuerdas cómo inicia El sobrino de Wittgenstein, de Thomas Bernhard?
Me contuve de responderle porque temí que ocurriera lo esperado: que esa literatura, cultivada y celebrada y recomendada por tantos años y con tanto ahínco le pareciera ahora un envoltorio inocuo frente a las verdaderas cuestiones que te dicen que importan en la vida. Y no. Lo que ocurrió fue que todo ese tiempo sin leer le permitió descubrir, debajo de la mala leche y el dolor, cuánto resguardaba entrañablemente de su biblioteca en su bóveda craneal. Sin pretensiones. Sin tener que deslumbrar. Sin tener ya el agobio de tragarse tantos anaqueles de autores raros porque sí.
En lugar de Sebald, volví a Foster Wallace, porque, bueno, esto sigue siendo La Broma Infinita: “Imaginaos cómo os sentirías en ese momento exacto, como Descartes al principio de su segunda cosa, y luego imaginaos esa sensación con toda su intensidad asfixiante y realmente deliciosa pero prolongada durante horas, días, meses… eso sería más adecuado”. Asintió, riéndose un poco, al menos.
Aunque su estado sigue siendo delicado en ese plano y muchas veces tiene ratos remalos (mientras escribo esto, lo miro de refilón en su cama y veo cómo le tiemblan las manos), todo esto hizo que obligatoriamente bajara una marcha.
Y yo también.
—Si algo hay que hacer con los libros es leerlos, no intoxicarse con ellos y menos pensarlos como los adornos para la propia cola de pavorreal –terminó diciendo. Luego, me susurró, con puchero en la cara, que había lastimado a algunas personas, comenzando por él mismo. Se dio la vuelta hacia la pared, como Ole Andreson.
Ah, mi amigo. Cuánto quisiera que estuviese ya contento a pesar de su recóndita soledad, de su ser que dudo que deje los huracanes y tormentos internos. Aún no sonríe como quisiera, y yo tampoco. Pero tenemos una columna. Y esa columna, La Broma Infinita, nos va a permitir volver a ser los amigos de antes, esperando que, desde hoy, sea vertebral.