Hay en la película La mirada de Ulises (Theo Angelopoulos, 1995) una escena extremadamente conmovedora. El protagonista, un director de cine que emprende un viaje a través de Los Balcanes en busca de unos viejos rollos de película, está en ese momento en Sarajevo, lugar en plena guerra, y es testigo de una hermosa imagen. La niebla ha invadido la ciudad y eso hace que paren de momento los bombardeos y las muertes. Es entonces cuando los integrantes de la Orquesta Sinfónica aprovechan para tomar una calle y llenar de música el lugar semidestruido. Es una especie de tregua alegre; los habitantes, antes escondidos, salen de sus refugios, y las calles parecen llenarse nuevamente de alegría por las enfebrecidas notas de un tema con aire mediterráneo.
El viernes 11 de noviembre Banksy develaba su más reciente intervención callejera. Se trata de un mural que ha hecho en un edificio en ruinas, bombardeado por las tropas rusas, en la ciudad ucraniana de Borodyanka. En las fotos podemos ver a una gimnasta que hace su parada de manos sobre los escombros, como si se encontrara en uno de sus entrenamientos rutinarios, como si el horror se hubiera detenido en este lugar donde antes habitaron varias familias, solo para observar esa muestra de equilibrio y fuerza que permite que una muchacha haga una pirueta y sostenga en el aire su cuerpo estilizado.
Ese mismo día, La Habana recibía a la cantante española Silvia Pérez Cruz en el patio del Edificio de Arte Cubano del Museo Nacional de Bellas Artes. En una noche sosegada, más de mil cubanos nos acercamos a este lugar para escuchar embelesados a esta mujer que tiene, sin dudas, algo de diosa.
Durante dos horas y media no hubo, entonces, comentarios acerca de la cola del pollo, de los amigos que parten o ya se han ido para siempre, de la falta de medicamentos, de los ridículos argumentos del programa Con Filo o de los precios cada días más altos de los productos básicos y no, mientras el valor del dólar continúa en su andar independiente, movido quien sabe exactamente por qué mecanismos diabólicos.
No hubo quejas por el empeoramiento galopante del transporte, sea estatal o privado, por los apagones a deshoras, por las salidas de servicio de nuestras inestables y desgastadas termoeléctricas, por el precio inalcanzable de la carne de cerdo o la aventura diaria que constituye la búsqueda de una bolsa de pan. No se escucharon lamentos, un silencio mágico nos embargó a todos.
Una mujer de una belleza antigua subió al improvisado escenario con su guitarra y nos ofreció la música. Allí estaba ella con el cabello suelto y su sencillo atuendo para compartir sus versiones extraordinarias de canciones que conocemos desde niños, y hacernos saborear sus propias composiciones.
Todos callamos para escucharla cantar “Tonada de la luna llena”, “Cucurrucucú, paloma”. Su bellísima voz nos contaba el diálogo con un pájaro que ha perdido en el viento una de sus plumas.
Luego vino el relato de su relación con Cuba, la admiración de su padre por la música cubana, los amigos que conoció en su primer viaje a la Isla, las primeras canciones nuestras que grabó en 2011.
Silvia hacía suyas las composiciones de Marta Valdés, de María Teresa Vera, de la vieja trova, como quien toma prestado un vestido de novia y lo entalla a su figura.
Dicen que en el público estaba Silvio Rodríguez, de quien la muchacha nos regaló su “Rabo de Nube” mientras nos dejaba a todos con el deseo impostergable de algo “que se llevara lo feo y nos dejara el querube”.
En ese público que la escuchaba había muchos tipos de personas. Estaban, por ejemplo, algunos dirigentes de las altas esferas del Ministerio de Cultura, varios miembros de la UNEAC que firmaron esa deshonrosa carta que asevera que en Cuba no existe la represión policial, al menos uno de los presentadores de ese programa televisivo horroroso que se dedica a denigrar a sus coterráneos, periodistas oficiales e independientes, fotógrafos aficionados y profesionales, trovadores serviles al statu quo, representantes diplomáticos…
Desde la mañana, muchos de los miembros del grupo de Telegram de la librería La Tertulia, donde trabajo, estaban haciendo la cola para conseguir sus entradas. Se corría la voz de que solo venderían un ticket por persona, de que en lugar de abrir la taquilla a las 7 pm lo haría una hora antes, de que las sillas en el patio eran insuficientes, y que nunca cabríamos todos los que deseábamos escuchar a la cantante.
Así vimos las fotos de las escaleras de la entrada del edificio de Arte Cubano del Museo Nacional de Bellas Artes repletas de jóvenes llenos de fe, gente que insiste en la búsqueda de algo extra que los conmueva, algo que tal vez, aunque sea solo por un rato, les devuelva la esperanza.
Perseguir la cultura en un país como el nuestro, al menos en estos días, es un gran acto de fe. Se trata de olvidar lo horrible de ese andar diario que nos toca, que hemos construido o hemos dejado que otros construyan por nosotros, se trata de postergar, al menos por dos horas, la angustia irremediable que nos embarga a los cubanos.
En dictadura no se vota, en dictadura no se va a los eventos oficiales. Pronto nos dirán también que en dictadura no se bebe agua, que debiéramos renunciar a alimentarnos, si total, ni comida tenemos, o que sería razonable dejar de tener sexo porque en dictadura quedan prohibidos los orgasmos.
Está, por suerte, en nuestra naturaleza, la persistencia. Es tal vez ese instinto que hace que nos llamen carneros en las redes, el que nos lleva a recorrer incontables kilómetros por tierras latinoamericanas para llegar a Esta, o el que nos hace aceptar esos trabajos europeos que ningún nativo quiere hacer.
Como en la película de Angelopoulos, la música gloriosa que escuchamos ha de ser probablemente solo una escena obligatoria en esta tragedia que vivimos. Tal vez, como en el filme, vendrán luego los disparos en la niebla y perderemos a muchos sin saber siquiera quiénes eran.
Solo espero que luego del desastre exista aun quien desee dibujar a una gimnasta en una pared en ruinas, alguien que quiera darnos a los ahorcados el derecho al pataleo.
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Hermoso, Adriana.
Gracias por recordarnos tan entrañable película, dicha inmensa para quienes la vimos en la gran pantalla, tesoro para quienes la guardamos en nuestros dispositivos. Porque volver a verla es sentir de nuevo esa tregua divina que parece contagiarnos a todos. Aunque luego el horror regrese aun con más saña.
Una vez más: gracias.
Te felicito.