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‘La presa’, de Manuel Ojeda: volverse mito

La segunda película de Manuel Ojeda se inserta en una tendencia del cine cubano contemporáneo a mostrar la simbiosis entre protagonista y paisaje.

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La presa (2025), segunda película del director cubano Manuel Ojeda, tuvo su estreno mundial el pasado 26 de abril como parte de la competencia oficial de cortometraje documental internacional del 25º Festival Internacional de Cine de Lebu, Cinelebu, de Chile, que transcurrió entre los días 22 y 27 de ese mes en la ciudad localizada en la provincia de Arauco de la nación sudamericana.

Ojeda presenta un significativo desempeño como director de fotografía junto a realizadores cubanos como Lázaro Lemus (El bosque intermitente), Josué García (Los ojos del guardián, Tartessö’s Dune) y Emmanuel Martín (Historias de ajedrez), entre otros, e incursionó por primera vez como realizador –también como guionista y productor—con el cortometraje El peso de la quietud (2022).

Su nueva propuesta, La presa, resultó en 2022 una de las doce obras beneficiarias del Fondo Noruego para el Cine cubano, otorgado por la Real Embajada de Noruega en Cuba, y en 2023 fue uno de los dos proyectos ganadores del Fondo PM de INSTAR para el cine independiente en el apartado de producción de cortometrajes, junto a La historia se escribe de noche (2024), de Alejandro Alonso. En esta segunda cinta de su autoría, se desempeña, además como guionista, montador, director de fotografía y productor ejecutivo.

Desde tal autonomía creativa casi absoluta, Ojeda explora en La presa un mito contemporáneo que revela la subsistencia del misterio, el asombro y el miedo en la contemporaneidad cubana. El territorio rural resulta un espacio de resiliencia ante la prevalencia de la racionalidad absoluta y descreída que emana del mundo urbano. En las honduras del monte se (des)localiza el último reducto de lo extraño y lo imposible. Las posibilidades aún son infinitas aquí.

El pescador José Andrés Tingo ha decidido convertirse en cazador de dragones, en criptozoólogo empírico, en descubridor definitivo de la madre de agua, pescador de monstruosidades mutantes, de aberraciones biológicas únicas. Ha dominado el miedo elemental a lo desconocido y con sus indagaciones de lo imposible persiste en matizar su cotidianidad, quizás atemperar el hastío y rechazar el azote enfurecido de la monotonía.

Los monstruos emocionan, confieren sentido a las existencias de sus perseguidores, avivan los colores de las vidas amodorradas. La emoción de lo extraordinario muchas veces vence el miedo instintivo a lo que pueda provocar dolor o muerte. Termina reduciéndolo a la condición de precio justo a pagar por vivir la aventura.

En el seno de una presa, una de las tantas maneras humanas de domar la naturaleza y modificarla para su beneficio, florece un mito que termina saboteando en silencio el dominio humano pleno sobre los paisajes fluviales. Es “algo” innominable, al margen de las especies conocidas, un ente gigantesco que muchos testimonian haber observado contoneando su cuerpo masivo en la superficie de las aguas, con ojos luminiscentes. El pavor ha prevalecido, la presa es un lugar para no regresar. Pero Tingo la ha convertido en liza de su particular brega por capturar o, al menos, revelar qué convierte a la desaliñada presa en un lugar cuasi prohibido.

La película de Ojeda dialoga con títulos próximos como la ficción El rodeo (Carlos Melián, 2020), que propone igualmente la existencia de una criatura o monstruo presentido, sugerido, emanado por profundidades no ahondadas aun por la razón.

El de Melián es “algo” hasta cierto punto domesticado por los seres humanos, que alimentan su sed de muerte convirtiéndolo en eficaz instrumento para practicar la piadosa eutanasia. El ente nunca es revelado, pero su presencia rebosa la diégesis, determina las suertes de todos los personajes, involucrados en la ceremonia de despedida de la pareja anciana que deja el mundo por voluntad propia.

En La presa, el monstruo de Tingo determina su coreografía vital, propulsa sus vitales rutinas, se torna obsesión fecunda, tenaz afán, ritual contumaz. La represa ya no solo es el hábitat de esta posible criatura, también se ha convertido en la del viejo pescador que codicia su “presa” –valga el retruécano que parece sugerir el título de la película, que mixtura contexto y objeto del deseo.

Ojeda propone una crónica de los devenires urobóricos del pescador a través de este entorno, acotado por sus pretensiones, curiosidades y ambiciones, que lo aherrojan a sus montaraces alrededores, absorbiéndolo y sumándolo a la totalidad del entorno.

La fusión es sutil, imperceptible para Tingo, que sigue peinando la zona. Desanda una y otra vez sus senderos con ínfulas de pescador de lo imposible. Pero cada plano y secuencia parecen conducirlo al inevitable destino: volverse mito, como su presa, como la presa, tal como sucede con Hilario, el protagonista del largometraje El bosque intermitente (2024), de Lázaro Lemus, que contó con la dirección de fotografía de Ojeda para filmar la suerte de segundo nacimiento, iluminación y transmutación del personaje en un ser en plena comunión con la foresta y sus mágicas cuevas.

Incluso, la secuencia climática de La marea (Armando Capó, 2009) también se propone como un gesto precedente de inmersión y fusión del protagonista humano en el ajado y liminal puerto en que este habita, y termina habitándolo a él. Se habitan ambos. La mera instrumentación del paisaje se torna convivencia, luego es codependencia armónica y finalmente simbiosis plena.

El bosque intermitente y La presa también comulgan en la impugnación climática de la representación de lo real, deslindándose del campo de lo convencionalmente documental, hacia el territorio de las formas libres, los estados alterados y la expansión perceptual. Son tentadores y bellos dilemas taxonómicos, provocadores y liberadores de las miradas sedentarias, abotagadas, perezosas.

Tingo pudiera estar experimentando un proceso trascendental semejante al de Hilario, aunque no tenga plena conciencia de las dimensiones de la metamorfosis y su irreversibilidad. El monstruo lo seduce, le ofrece la oportunidad silenciosa de sublimarse junto a él en una esencia nueva.

Toda leyenda contamina a sus devotos, los absorbe, se expande en sus cuerpos y experiencias. El vellocino de oro se multiplica en cada argonauta. Medusa cuenta con una horda petrificada que testimonia el efecto de su fatal mirada. El indescifrable Manuscrito Voynich expande su leyenda en cada uno de los criptógrafos con ínfulas de Champollion que han intentado dilucidar su lenguaje oriundo de otro universo. Todo esfuerzo por revelar o apropiarse de un mito se convierte en parte de este, elonga la estela que va dejando a su paso por la Historia y los imaginarios culturales.

El monstruo también experimenta cambios, se expande en paisaje. La posibilidad de su presencia lo hace trascender las dimensiones y formas concretas que se le acreditan. Cada resquicio del espacio se impregna del misterio de su presencia, se transforma en su vientre de leviatán. La presa siempre termina consumiendo al cazador, como Moby Dick al capitán Ahab. La transformación del pescador también acusaría tal reversión de los roles. Mientras Tingo planifica y ejecuta sus estrategias de sitio y captura, sus obsesiones lo acorralan y terminan engulléndolo.

Se establece una simbiosis, se acondiciona un ecosistema único y se comparte. El aire de esta esfera paulatinamente se tornará solo respirable por ambos entes en pugna y alianza. Se alcanzan grados de intimidad incomprensibles para el resto de los seres vivos que no participan en este eterno duelo. En el épico El viejo y el mar, el solitario Santiago establece con el enorme cadáver de su presa, en plena disolución por la voracidad de los tiburones, una silenciosa y trágica camaradería de proporciones cósmicas, apenas presentida por los lectores, y quizás ni siquiera entendida a plenitud por el propio Hemingway. En La presa se intuye tal clase de ignoto vínculo.

ANTONIO ENRIQUE GONZÁLEZ ROJAS
ANTONIO ENRIQUE GONZÁLEZ ROJAS
Antonio Enrique González Rojas (Cienfuegos, 1981). Periodista y crítico de arte. Textos especializados suyos aparecen en publicaciones como La Gaceta de Cuba, Cine cubano: La pupila insomne, El Caimán Barbudo, Hypermedia Magazine, Altercine (IPS Cuba), Cine Cubano, Esquife, Noticias de Arte Cubano, Bisiesto (Muestra Joven ICAIC), Enfoco (EICTV), la revista del Festival de Cine de La Habana, y otras. Ha sido guionista de varios programas televisivos especializados en audiovisual como Lente Joven, Banda Sonora e íconos del celuloide. Ha integrado jurados de la prensa en eventos como el Festival de Cine de La Habana. Ha publicado libros de ficción y crítica de cine, entre los que se encuentran: Voces en la niebla. Un lustro de cine joven cubano (2010-2015) (Ediciones Claustrofobias, 2016) y Tras el telón de celuloide. Acercamientos al cine cubano (Editorial Primigenios, 2019). Un tercer volumen titulado “Críticas, mentiras y cintas de video” está en proceso de edición.

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