Este no es realmente mi idioma, sino el idioma que aprendí. Por eso me resisto a dar a algo un nombre que me viene impuesto.
Félix González-Torres
A casi tres décadas de la muerte de Félix González-Torres, a la edad de 38 años, sus obras se reconocen al instante. Sus pilas de papel, sus montones de caramelos y sus ristras de bombillas juegan con la forma geométrica, la repetición en serie y la fabricación subcontratada de maneras que ayudaron a redefinir el minimalismo. González-Torres alteró el lenguaje impersonal de este infundiéndole emoción, reduciendo la escala de los objetos artísticos, introduciendo la mutabilidad en sus obras y, en algunos casos, como con esas pilas de papel, invitando incluso al espectador a cogerlas. Sus caramelos se pueden comer; sus puzles, fotos y fotostatos (realizadas mediante un proceso mecánico de principios del siglo XX en el que las imágenes se reproducen en papel sensibilizado) tienen un tamaño modesto. Sustituyó los materiales industriales –vidrio, metal y hormigón– por papel, azúcar, utensilios domésticos y objetos de recuerdo. González-Torres también se apartó de la omisión minimalista de referencias a cosas e ideas más allá de las propias obras al utilizar objetos insólitos para representar a personas, como caramelos para representar a su amante y a su padre. Al hacerlo, nos hizo reconsiderar lo que entendemos por retrato.
Josh T. Franco y Charlotte Ickes, comisarios de la muestra Félix González-Torres: siempre volver, que se exhibe en la National Portrait Gallery and Archives of American Art del Smithsonian de Washington, D.C., destacan la manera inusual en que González-Torres se aproximó al retrato, yuxtaponiendo su obra con pinturas y fotografías de las colecciones permanentes del museo. Emplean la exposición para presentar al artista como crítico de las instituciones estadounidenses y como latino estadounidense. Cuatro fotografías en blanco y negro de su serie Untitled (Natural History) (1990) [Sin título, Historia Natural, 1990]–que representan cuatro descripciones admirativas de Theodore Roosevelt (“estadista”, “historiador”, “científico”, “ranchero”) talladas en la fachada del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, detrás de la plaza donde se erigía su estatua ecuestre– están colgadas junto al cuadro de 1967 de Adrian Lamb sobre el vigésimo sexto presidente. Junto a Untitled (Leaves of Grass) (1993) [Sin título, Hojas de hierba, 1993], de González-Torres, una instalación con una ristra de bombillas, cuelga una impresión en platino de Walt Whitman realizada por Thomas Eakins en 1891. En la misma sala, las dos fotografías de González-Torres de flores de colores —Untitled (Alice B. Toklas’ and Gertrude Stein’s Grave, Paris) (1992)[Sin título, la tumba de Alice B. Toklas y Gertrude Stein, París] y Untitled (Alice B. Toklas and Gertude Stein) (1992-1993) [Sin título, Alice B. Toklas y Gertude Stein, 1992-1993]– están colgadas junto a la fotografía de Man Ray de 1922 de Stein y Toklas en su sala de París.
Y el montón de impresiones offset de González-Torres con 460 retratos de estadounidenses muertos por arma de fuego en una semana —Untitled (Death by Gun) (1990)[Sin título, Muerte por arma de fuego, 1990]– se encuentra en el pasillo del primer piso de la National Portrait Gallery, debajo del retrato del grupo de científicos e inventores estadounidenses de Christian Schussele de 1862. Entre ellos se encuentra Samuel Colt, que diseñó el primer revólver fabricado en serie. También junto a esta pila hay una litografía de la década de 1850 de John McGahey, que muestra a George Catlin disparando su revólver Colt frente a indios caribes. Estas comparaciones curatoriales resultan un tanto simplistas, ya que limitan a un ejercicio pedagógico la práctica elusiva e intencionadamente abierta de González-Torres.
Entre 1989 y 1994, González-Torres creó varios “retratos fechados” de personas y museos basados en textos, que consistían en unos pocos nombres o palabras que hacían referencia a historias personales y públicas intercaladas con fechas y que desafiaban las convenciones del retrato al describir a sus sujetos sin representarlos figurativamente. En una carta que escribió en 1994 al sujeto de uno de estos retratos, esbozaba su “idea subjetiva de lo que es un retrato”, invocando la distinción de Roland Barthes entre lo que se denota y lo que se connota en una fotografía. González-Torres describió esto último como “lo que nosotros, debido a nuestro origen social/cultural/de género/económico, podemos leer en la imagen”. A continuación, reveló la intención que subyace en gran parte de su obra conceptual: “Le doy al espectador una palabra, una imagen, un momento muy codificado y espero que el espectador sea capaz de proporcionarle entonces una imagen”. Esas palabras o imágenes codificadas pueden ser recortes de prensa, fotografías antiguas o alusiones a acontecimientos actuales. No se dice exactamente lo que el espectador puede evocar: una persona, un acontecimiento o la propia experiencia. Esta aceptación de la indeterminación también impulsa el carácter interactivo de algunas de sus instalaciones, las pilas de impresiones y los montones de caramelos que los espectadores pueden coger y que los conservadores y propietarios privados deben renovar continuamente.
González-Torres dio instrucciones para que sus retratos basados en texto se situaran a la altura del friso, cerca de la parte superior de las paredes, y que el tipo de letra utilizado fuera Trump Mediaeval. La coherencia del estilo, más que la presencia de marcas hechas a mano, transmite autoría, mientras que la colocación de los textos recuerda a los teletipos de noticias y a los teletipos de bolsa en espacios públicos, como si González-Torres estuviera reescribiendo la historia de la época en la que vivió. Sus instrucciones escritas también establecen que los propietarios y otros cuidadores de las piezas pueden alterarlas; a lo largo de los años, muchas personas, entre las que me incluyo, han podido reescribir los textos, añadiendo y suprimiendo palabras o frases.
La exposición del Smithsonian incluye tres de los fotostatos del artista de mediados de los años ochenta, pequeñas piezas negras con texto en cursiva blanca, en las que empezó a experimentar combinando fechas y referencias a acontecimientos históricos –por ejemplo, Alabama 1964 Safer Sex 1985 Disco Donuts 1979 Cardinal O’Connor 1987 Klaus Barbie 1944 Napalm 1972 C.O.D. [Alabama 1964 Sexo seguro 1985 Donuts 1979 Cardenal O’Connor 1987 Klaus Barbie 1944 Napalm 1972 C.O.D.]– para crear retratos de un momento. En sus retratos fechados abundan las referencias a la crisis del sida, a guerras y agitaciones sociales, a innovaciones tecnológicas y decisiones jurídicas, a la cultura popular y a momentos cruciales de su propia vida o de las vidas de sus retratados. Son concisas y a veces oscuras, e incluyen frases como Poland 1939 [Polonia 1939], o Supreme Court 1986 [Tribunal Supremo 1986], o miniskirt 1965 [minifalda 1965], o Interferon 1989 [Interferón 1989], o Trickle Down Economics 1984 [Teoría del derrame, 1984].
Sin embargo, los conservadores del Smithsonian –aprovechando la liberalidad de sus instrucciones– han añadido frases a algunos de los retratos fechados que hacen que González-Torres parezca involucrado en la política de identidad en un grado en el que nunca lo estuvo, e interesado en abordar explícitamente el tema de Cuba, lo que hizo con moderación y siempre en relación con su familia. Estas nuevas frases incluyen Return to Cuba 1979 [Regreso a Cuba 1979], Pedro Zamora 1994 [Pedro Zamora 1994](el refugiado cubano, personalidad televisiva y educador de adolescentes sobre el sida, con el año en que murió), Cuban antigovernment protests 2021 [Protestas antigubernamentales cubanas 2021], American Flag Raised in Cuba 2015 [Bandera estadounidense izada en Cuba 2015] (en referencia a la reapertura de las relaciones bilaterales durante la administración Obama) y Battle of San Juan Heights 1898 [Batalla de las Alturas de San Juan 1898] (una victoria decisiva para las tropas estadounidenses en Cuba durante la Guerra Hispano-Estadounidense). González-Torres se opuso a que su obra se clasificara como hispana (término que utilizó en lugar de latino). Algunas de las interpretaciones de Franco e Ickes también parecen extralimitarse, sugiriendo, por ejemplo, que su uso de los dulces podría estar ligado a haber nacido en Guáimaro, un pueblo cubano con un ingenio azucarero, lo que resulta poco convincente ya que la isla fue el mayor productor de azúcar del mundo hasta la década de 1960, con ingenios en todas las provincias.
Los esfuerzos del Smithsonian por destacar su lugar de nacimiento pueden estar relacionados con el apoyo que la exposición recibió del Latino Initiatives Pool, administrado por el Museo Nacional del Americano Latino. Esto va en contra de la tendencia a restar importancia a los orígenes cubanos de González-Torres, y produce una sorprendente tensión en la exposición. Los críticos europeos y estadounidenses que lo han defendido desde la década de 1990 nunca han intentado interpretar su obra como algo que no fuera estadounidense. Ese deseo de desvincularlo de lo que se percibía como latino se expresó de diversas maneras, desde insistir en el rechazo del artista a las representaciones estereotipadas de la cultura caribeña hasta evitar mencionar las obras que realizó en Puerto Rico, pasando por omitir las comparaciones con otros artistas o tradiciones artísticas latinoamericanas o afirmar que González-Torres quería que se pensara en él como estadounidense, no como cubano o latino.
En una monografía de 2016, el crítico Robert Storr lo celebró por eludir ágilmente la categoría de artista latino. Tim Rollins, en una entrevista de 1993, mencionó en broma que había “quejas” por la falta de contenido latino explícito en la obra de González-Torres, a lo que él respondió con risas y promesas de hacer esculturas con maracas la próxima vez.
La decisión de eliminar de su obra oficialmente reconocida las primeras obras que tratan de su familia, el turismo y la cultura popular latinoamericana también podría interpretarse como parte de su “americanización” estratégica (aunque algunos niegan que esta decisión fuera del propio González-Torres). Desde su muerte ha sido canonizado casi universalmente como artista estadounidense, lo que algunos han sugerido que está relacionado con el meteórico aumento del valor de mercado de sus obras de arte.
Esta tendencia no tiene en cuenta que González-Torres se veía a sí mismo como un forastero que consiguió colarse en el mundo del arte estadounidense mediante subterfugios. Como dijo en una ocasión: “Yo también quiero ser un espía. Quiero ser el que se parece a otra cosa”. Aunque González-Torres expuso en Puerto Rico hasta bien entrada la década de 1980; realizó su primera exposición individual en Nueva York en la Cayman Gallery, dedicada al arte latino, en 1983; aceptó exponer su obra con artistas cubanos en México en 1991; y mantuvo fructíferas relaciones con coleccionistas, académicos y comisarios del exilio cubano, mostró un profundo escepticismo ante las visiones reductoras de la cultura latinoamericana que prevalecían en las instituciones y políticas culturales estadounidenses. Como le dijo a Rollins: “Tengo mi propia agenda. Algunas personas quieren promover el multiculturalismo siempre y cuando ellos sean los promotores, los directores del circo… Como en una vitrina de cristal, nosotros –el otro– tenemos que llevar a cabo actuaciones rituales y exóticas para satisfacer las necesidades de la mayoría.
Aunque los críticos estadounidenses han señalado con frecuencia el rechazo de González-Torres a tales etiquetas, no se me ocurre ninguno que haya reconocido que el mundo del arte neoyorquino de los años ochenta era decididamente eurocéntrico y que los estereotipos sobre el arte “hispano” reinaban sin cuestionarse entre los entendidos del mundo del arte. Había poco conocimiento de la literatura o del arte conceptual o la abstracción latinoamericanos; el arte “hispano” se equiparaba a pinturas figurativas de colores brillantes sobre escenas exóticas o historias personales. González-Torres nunca negó sus orígenes. Lo que hizo fue rechazar –como han hecho muchos artistas latinoamericanos bien formados que, como él, emigraron a Estados Unidos de adultos– los estereotipos estadounidenses de la cultura latina en los que se basaba el mundo del arte dominante. Como le dijo a Rollins: “No conozco el gueto, nunca he vivido en la selva y desprecio los altares. Crecí en San Juan, que es como una pequeña ciudad de Nueva York sin metro. Así que, cuando la gente dice: «Oh, deberías estar haciendo esto, deberías lucir de esta manera», realmente creo que esa expectativa proviene de la culpa, proviene de esperar que llevemos faldas de hierba… Estas suposiciones tienen su origen en la ignorancia y en una actitud condescendiente”.
A pesar de la fascinación que su obra ejerce sobre las generaciones posteriores de artistas cubanos de la isla, que lo acogen como a un compatriota, en vida de González-Torres cualquier intento por parte de un exiliado cubano de reclamar el título de “artista cubano” habría sido impugnado políticamente, ya que el gobierno revolucionario mantenía que la identidad nacional solo pertenecía a los residentes en la isla. Sus años universitarios en Puerto Rico a finales de la década de 1970 coincidieron con la agitación nacionalista liderada por independentistas que sentían poco aprecio por los exiliados cubanos viviendo entre ellos, lo que podría haber dificultado cualquier intento de González-Torres de identificarse como borinqueño. Sin embargo, su escepticismo respecto a las políticas identitarias y su sentido de sí mismo como forastero no significan que su obra no muestre signos de su compromiso con la cultura latinoamericana, su conciencia bilingüe, su identificación emocional con la geografía caribeña o su odisea como exiliado, una condición que sigue estando muy presente en la vida cubana moderna.
González-Torres compartió con Jorge Luis Borges un interés filosófico por el lenguaje y un interés sostenido por el amor y la muerte que recuerda la poesía de Federico García Lorca. Sus intentos de democratizar la circulación de sus obras –creando múltiples, invitando a los espectadores a llevarse partes de ellas e instruyendo a comisarios y coleccionistas a que las modificasen– se asemejan a los esfuerzos de artistas conceptuales latinoamericanos como Cildo Meireles y Eugenio Dittborn. Su repetido uso del azul celeste y sus fotografías de arena, tranquilas aguas marinas y vastos cielos abiertos evocan la parte del mundo de la que procedía y a la que regresó en sus últimos días. Elegía tonos de azul que identificaba como “caribeños, saturados de luz solar brillante”, como le dijo a Rollins. A menudo utilizaba esos colores para sugerir recuerdos y, a otro nivel, el amor perdido: “Para mí, si un recuerdo hermoso pudiera tener un color, ese color sería el azul claro”. La palabra española para cielo también significa cielo (heaven), y la frase “mi cielo”, o “my heaven”, es un término común de cariño. El azul del artista, o su cielo (sky) y su cielo (heaven), puede verse como una elegía recurrente a un amante fallecido, o a un recuerdo infantil del afecto paterno.
Las paredes de la galería del Smithsonian dedicada a sus postales y correspondencia están pintadas de azul, señalando la entrada a un espacio íntimo, y una de las postales expuestas tiene un sencillo dibujo hecho por el artista de una casita, dos palmeras y olas con la palabra “Cuba”, sugiriendo un recuerdo del hogar. González-Torres señaló la influencia de las teorías estructuralistas y postestructuralistas del lenguaje en su obra: “Debo decir que sin haber leído a Walter Benjamin, Fanon, Althusser, Barthes, Foucault, Borges, Mattelart y otros, quizás no habría podido hacer ciertas piezas, llegar a ciertas posiciones”, y sus críticos estadounidenses han explorado su relación con esos escritores. Pero rara vez se comenta que pasó la mayor parte de su vida lidiando con la ausencia de sus seres más cercanos, tanto sus familiares como sus amantes. Creó las expresiones artísticas de duelo más inolvidables que surgieron de la crisis del sida, pero estas también estaban influidas por su temprana experiencia de pérdida.
Enviado al exilio desde Cuba con su hermana mayor a la edad de 12 años, González-Torres no volvió a ver a sus padres ni a sus otros dos hermanos durante casi una década. (Como miles de otros niños cubanos en los años sesenta y principios de los setenta, González-Torres fue enviado al extranjero para evitar el adoctrinamiento comunista y el servicio militar obligatorio). El profundo impacto de esa separación es el tema de uno de sus primeros vídeos, que no se considera parte de su obra madura, aunque su título —10 horas, 10 años, 10 madres— fue añadido por los conservadores del Smithsonian al retrato fechado Untitled (Portrait of MOCA) [Sin título, Retrato del MOCA]. En el vídeo, González-Torres escribe y dibuja en una pizarra mientras recuerda su salida de Cuba y sugiere que los sacerdotes que le acogieron engañaron a sus padres.
Durante esta parte de su infancia, las relaciones más estrechas de González-Torres se limitaron a las palabras intercambiadas en cartas, y siguió siendo un corresponsal prolífico y a menudo apasionado durante toda su edad adulta. Las cartas y postales acabaron entrando en su obra: fragmentos de correspondencia con su pareja Ross Laycock, por ejemplo, aparecen entre los diminutos puzles (todos de siete pulgadas y media por nueve pulgadas y media) que González-Torres hizo entre 1987 y 1992. Los puzles se produjeron comercialmente, con las imágenes (también producidas comercialmente) proporcionadas por el artista. Uno de sus títulos, Untitled (My Soul of Life) [Sin título, My Soul of Life], una traducción al inglés un tanto torpe de la frase “el alma de mi vida” (que significa “mi corazón y mi alma” o “mi razón de ser”), señala la intensidad de la escritura de González-Torres. Los 55 puzles envueltos en plástico también muestran fotos familiares, instantáneas de vacaciones y recortes de prensa que, en conjunto, trazan el mapa de su peripatética existencia, ya que se trasladó de Madrid a San Juan, Nueva York y, finalmente, Miami, con estancias adicionales en Toronto, Los Angeles y varias ciudades europeas. La palabra puzzle (rompecabezas) se traduce literalmente como “romperse la cabeza”, lo que sugiere una dolorosa lucha por gestionar emociones difíciles, así como el esfuerzo del artista por formar una imagen a partir de los fragmentos del rompecabezas.
Las dos obras de la exposición del Smithsonian compuestas de caramelos fueron realizadas en 1991, el año en que perdió tanto a su padre como a Laycock, que murió de complicaciones relacionadas con el sida. Untitled (Portrait of Ross in L.A.) [Sin título, Retrato de Ross en Los Ángeles] consiste en una pila de caramelos multicolores, cuyo peso ideal es de 175 libras, correspondiente al peso de Laycock. Para Untitled (Portrait of Dad) [Sin título, Retrato de papá], el artista eligió caramelos de menta blancos en envoltorios transparentes. Las formas de los montones varían según el lugar, porque González-Torres dio instrucciones que permiten diversas interpretaciones: se han presentado como configuraciones triangulares en las esquinas, acumuladas a lo largo de los bordes de una habitación o dispuestas como alfombras por el suelo. En el Smithsonian, los caramelos multicolores recorren la parte inferior de la pared de una sala, mientras que los caramelos de menta blancos forman una pequeña pila en el centro de otra.
Se ha especulado mucho sobre el significado del uso de caramelos por González-Torres: Storr sugirió que la invitación a consumir estas instalaciones implica una acción de succión parecida a la práctica del sexo oral, mientras que otros, como ya se ha mencionado, han insistido en el contenido de azúcar del medio como referencia a los orígenes cubanos del artista. Aunque estas interpretaciones resultan verosímiles, González-Torres tendía a concentrarse en el amor y la pérdida, no en el sexo, en sus representaciones de las relaciones homosexuales, y sus referencias a Cuba se definían en gran medida por los lazos familiares. Los caramelos también pueden aludir a la transubstanciación: al ingerir los caramelos, disolvemos la frontera entre nosotros y la obra, alterando la forma del montón, la cantidad de su sustancia y también nuestros propios cuerpos. González-Torres era profundamente escéptico respecto a la religión organizada, pero al haber asistido a la escuela católica en Puerto Rico, estaba íntimamente familiarizado con la liturgia y los rituales eclesiásticos.
González-Torres es famoso por haber adoptado la maleabilidad, pero no todas las modificaciones de su obra han sido recibidas con el mismo entusiasmo. En 2022, el Instituto de Arte de Chicago exhibió el montón de caramelos Untitled (Portrait of Ross in L.A.) por primera vez desde 2018, con una etiqueta de pared revisada que omitía la mención de la pareja del artista. Una publicación en Twitter de un visitante indignado fue retuiteada casi cuatro mil veces, agitando una controversia que finalmente llevó al museo a restaurar la referencia a Laycock en el texto de la pared. Las instalaciones recientes de las obras del artista han adquirido a veces proporciones monumentales; por ejemplo, las cortinas azules translúcidas de Untitled (Loverboy) (1989) [Sin título, Enamorado, 1989] se duplicaron en altura y se multiplicaron para cubrir dieciséis ventanas en Dia Beacon (expuestas hasta junio), algo técnicamente posible gracias a sus instrucciones abiertas.
Ver la obra de González-Torres representada a esa escala gigantesca resulta extraño para quienes recuerdan las iteraciones anteriores, más humildes. Por el contrario, la atención que presta el Smithsonian al tamaño original de sus instalaciones resulta refrescantemente fiel, aunque sus interpretaciones son demasiado reduccionistas para sus piezas alusivas y ambiguas, forzándolas en marcos que parecen demasiado literales. En su breve pero brillante carrera, González-Torres consiguió desafiar las convenciones que circunscriben la experiencia estética y la identidad cultural. Era su manera de decir la verdad al poder.
* Esta reseña se ocupa de Félix González-Torres: Always to Return, una exposición en la National Portrait Gallery and the Archives of American Art, Washington, D.C., abierta desde el 18 de octubre de 2024 al 6 de julio de 2025. El catálogo de la exposición fue realizado por Josh T. Franco, Charlotte Ickes, Julie Ault, Joshua Chambers-Letson y Teresita Fernández, Radius, 312 pp., y se publicará en octubre de 2025. Una versión en inglés de este texto fue publicada originalmente en The New York Review of Books. La traducción al español estuvo a cargo del staff de Rialta y se hizo con la autorización de The New York Review of Books y la autora.