Entre un duque francés y un colombiano paisa, Pablo Montoya tiene una singular especie de galanura y jovialidad, de timidez y don de gentes. Profesor, narrador, poeta, ensayista, cronista y traductor, todo en él delata a primer oído su condición de ciudadano del viaje: viaje entre ciudades y culturas, entre géneros y lenguas, entre músicas y comidas. Fichas curriculares dispersas en páginas de internet y solapas de libros ubican su origen en un sitio con nombre tan pintoresco como Barrancabermeja (1963), pero de inmediato saltan a París, donde coronó sus estudios doctorales y consolidó, por más de una década, su vocación de refinada escritura. Allí, estudiante sin dinero, protección ni beca, hizo de todo para sobrevivir: limpió letrinas de bares, tocó flauta y saxofón en el metro y en las calles, pegó afiches, paseó mascotas. “Como dicen en Colombia, comí mierda durante muchos años”, recuerda sonriente. Al ganar el premio Rómulo Gallegos (2015) con su novela Tríptico de la infamia, decidió que ya era hora de regalarse unas libras de sosiego. Compró una casa en la portentosa y trágica Medellín y acomodó en ella su espacio de creación, con cristales antirruidos. De esta ciudad que parece amar y aborrecer con similares energías, hablaremos distendidamente. También de su país, con cicatrices supurantes por la violencia sempiterna. Leyendo al hombre, descifraremos costuras de su producción literaria multifacética y galardonada, hecha a la par de una carrera académica en Colombia, Francia, España. García Márquez vendrá muchas veces a cuento, cual patriarca de las letras universales que Pablo ha criticado sin cortapisas, como ha admirado sin ocultarse. En algún momento asomará el rostro de Cuba: el escritor dedicó sus tesis de licenciatura, maestría y doctorado a la obra de Alejo Carpentier –cuyo servilismo político ha señalado igualmente–. También fue, según ha escrito, un ilusionado de aquel proceso revolucionario posterior al estallido de 1959, que pronto supo valorar como lo que realmente ha sido: una de las muchas oleadas que terminan entronizando dictadores. Conoceremos de su purga de demonios con el ancestral yagé o ayahuasca e intentaremos llegar, hasta donde la prudencia y la cortesía permitan, a otras esquinas del Pablo más íntimo. Es 21 de noviembre de 2024 en Madrid y en un café con vistas a la Glorieta de Bilbao aguijoneamos los recuerdos y pasiones de este erudito.
Colombia: un país bipolar
¿Se encontró personalmente con García Márquez alguna vez?
No, nunca lo visité. Los escritores de mi generación lo visitaron mucho a México. Se trataba de ir a ver al maestro, al Dios. Pero yo nunca quise. Tuve posibilidades de hacerlo, sin duda. Pero dije: no, qué pereza, porque me distancié mucho de él, a partir de las posturas ideológicas suyas y, sobre todo, de esa idea del marketing que él de alguna manera hizo de su figura… Decidí mejor leerlo. Leerlo y disfrutarlo como un escritor muy interesante, un referente capital para la literatura colombiana y latinoamericana. Aunque el camino mío, mi literatura, no tenga mucho que ver con la suya.
A propósito de García Márquez, ¿cree usted que a los escritores siempre hay que valorarlos como un todo, viendo su vida social, política y su obra? ¿O se debería separar cada arista y decir: su postura política es esta, pero su obra es otra cosa…?
Muchas veces los propios escritores hacen una gran separación entre estas dos facetas. García Márquez en muchas de sus obras no introduce lo panfletario, la denuncia política directa. Trata esos temas con gran inteligencia. Y lo hace pensando en la literatura. A él le interesaba sobremanera esa idea de perfección literaria, la que consigue, muy bien, en tantos textos. Por ejemplo, hay críticas al imperialismo en Cien años de soledad, con alusiones a la United Fruit Company, muy bien hechas, sin panfleto alguno.
Luego, en distintos escenarios aparece un García Márquez más público, con una función política muy clara: el gran exponente de la literatura latinoamericana que se lo juega todo por el socialismo. Y por un socialismo tropical que tiene como referente a Cuba. Él creía claramente en ese proyecto social. Y no solamente él: Cortázar y otros incondicionales del castrismo, entre los que García Márquez estaba incluido. Muerto Carpentier, muerto Cortázar, quien se mantiene fiel a ese proyecto es Gabo. Luego se cae el muro de Berlín y él sigue todavía con más convicción.
Recuerdo una crónica suya, titulada “Cuba de cabo a rabo”, escrita en la década del setenta u ochenta, en la cual dice que la Cuba que él ve, que él recorre, es una nación feliz. Una isla donde el pueblo está completamente unido tras su líder. Y oculta o invisibiliza los problemas que atravesaba la Revolución. Ese Gabo, atraído por la figura del poderoso, que termina conciliando con él, no me interesa. Roberto Bolaño dice en algún momento: García Márquez, “el amigo de los presidentes y de los arzobispos”. Y eso lo hizo en Colombia, en Francia, en Cuba, en Venezuela, en todas partes. Estaba fascinado con el político y militar poderoso: el gran homenaje que le hace está en El general en su laberinto, la novela sobre Bolívar, una suerte de retrato impoluto del caudillo.
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Evoca Pablo en una de sus “peregrinaciones literarias” –crónicas de viaje a los sitios entrañables de sus autores de cabecera– cuando, con apenas 19 años, vio por la televisión al escritor de Aracataca vestido de blanco, recibiendo el más codiciado premio de la literatura mundial. “Me sentía orgulloso y feliz, como si se tratara de un triunfo que me concernía profundamente”. El coronel no tiene quien le escriba, a su juicio, es la obra más perfecta del Gabo. Mientras El otoño del patriarca resulta “un libro difícil, farragoso. En algún momento de mi adultez comencé a releerlo y no pude con él”, confesó. Hace años, en un café parisino, le dijo a un compatriota colombiano que Noticia de un secuestro le parecía un libro “lamentable”, y aquel, indignado, lo mandó a la mierda. Cuando charlamos sobre la última novela del Nobel, publicada post mortem, En agosto nos vemos, el profesor la califica de “artefacto editorial”. “Pienso que no es el gran García Márquez, no tiene su encanto”, dice.
La vorágine está cumpliendo 100 años. Le hemos escuchado afirmar en clases que se trata la gran novela colombiana de este siglo, por encima, incluso, de Cien años de soledad. ¿Cuántas sucesivas lecturas ha hecho del clásico de José Eustasio Rivera y cuánto todavía siente que lo conmueve?
Acabo de volver a leerlo, porque hice el prólogo para una edición que sacó la Universidad Veracruzana, en una colección de clásicos de la literatura. La he leído unas 6, 7 veces y siempre quedo sorprendido. Es una novela que tiene como ese poder de reactualizarse, no solamente con la generación de lectores, sino con uno mismo a través tiempo. No es lo mismo leer un libro a los 20 años que a los 60. Cuando digo que es la novela mayor de la literatura colombiana, o sea, no la mejor, sino la mayor, lo digo porque es la que más ha sabido mostrar literariamente la complejidad del país. Creo que Cien años de soledad puede estar mejor escrita, digamos, puede ser más perfecta, desde el punto de vista de la forma y del contenido, pero es una novela que, a pesar de sus ecos internacionales, solamente recrea el Caribe colombiano. Y desde ahí hace una proyección universal.
El país indígena, por ejemplo, en Cien años de soledad es casi inexistente, o aparece muy remotamente, quizás cuando llega Rebeca, la chica de origen indígena que viene de la Guajira, y que transmite la enfermedad del olvido a Macondo. Los indígenas en esa novela de García Márquez –cuando aparecen– no hablan, son mudos, taciturnos. Mientras que los otros mundos de Colombia, en La vorágine, entran con mayor fuerza y complejizan profundamente el escenario novelesco. También está la selva. En Gabo no hay selva, en absoluto. Y justamente en este momento, cuando se actualiza la lectura de la obra de Rivera, la selva es un espacio muy importante, porque la esperanza transita por la ecología, por la comunión con la naturaleza y la necesidad de solucionar el problema del extractivismo. Eso lo plantea, o lo visibiliza claramente La vorágine. En tal sentido la considero la novela emblemática. Además, por el retrato de la violencia.
Ese final tremendo: “los devoró la selva”, ¿usted cree que es una metáfora o alegoría perfecta de la violencia y del destino fatal que tenemos en Colombia y en Latinoamérica?
Bueno, eso ha sido un destino histórico. No es innato, no es genético. Es la herencia de una construcción colonial, republicana, torpe. Y como no hemos tenido una hecatombe como la que tuvieron los europeos con la Segunda Guerra Mundial, que los obligó a negociar la paz y reconstruirse, la violencia ha continuado. Esa violencia en Latinoamérica tiene que ver mucho con la desigualdad social.
La violencia colombiana, supuestamente la violencia de un país democrático, es arrasadora, porque es estructural, tiene que ver con la economía, y ataca o se vincula con el crimen organizado. Entonces, aparecen varios ejércitos. El ejército oficial, la policía, los narcos, las guerrillas, las disidencias de las guerrillas, la delincuencia común. Uno dice: hijoeputa, ¿qué es esto? Nos enloquecimos completamente.
Precisamente su curso más reciente en la Universidad Complutense de Madrid se tituló: “Diez novelas colombianas: la expresión de un país en crisis”. Y de ahí nos surgían varias preguntas. ¿Cree que el escritor, necesariamente, tiene que meter las manos en las crisis sociales o puede retirarse y dedicarse a crear belleza? Y la otra es sobre Colombia y sus contrastes, porque es un país con una cultura tan rica, incluso con un sistema de estímulos y becas para escritores y artistas muy notable, pero, por otro lado, sufre una matanza permanente.
Colombia es un país bipolar. Su razón de ser política, económica, social, cultural, la sociedad… es bipolar. Y vive en esa bipolaridad constantemente. La hizo como una especie de modus operandi, de modus vivendi. Vivimos en la anomalía, pero vivimos y hay cosas que funcionan maravillosamente. El mundo editorial funciona, sin ninguna duda. Las ayudas, las becas, los concursos literarios funcionan. Entre las universidades, hay unas muy buenas, pero al mismo tiempo hay una violencia permanente. Inclusive en una ciudad como Medellín, donde vivo, ustedes ven cómo en los barrios altos, los barrios clase media, la gente viaja, la gente está conectada con el mundo. Como Europa, digámoslo así, como Estados Unidos. Medellín es una ciudad muy parecida a Miami, aparte de que tiene montañas, pero está llena de malls. Y todos quieren reproducir el mall gringo. Hay un dicho por ahí según el cual Medellín se debate entre el bien y el mall [risas]. Pero al mismo tiempo hay una desigualdad social arrasadora.
En los barrios populares existen combos, o pequeñas bandas que viven de las “vacunas” de seguridad. Ahí, a 20 minutos de la alcaldía de Medellín, inclusive en el centro mismo, la gente que vende cosas en la calle tiene que pagar una “vacuna”. ¿A quiénes? A grupos paramilitares que controlan la seguridad. Al lado de la alcaldía, en la Universidad de Antioquia, donde trabajo, los chicos también venden, porque es una universidad pública y ellos necesitan vivir de algo. Entonces venden café, dulces, empanadas, minutos de los móviles… Pero para sentarse ahí y poder hacerlo, tienes que pagarle a una estructura mafiosa que no se ha podido desactivar. Les digo más: en las universidades no se puede vender licor, en la que yo trabajo, está prohibido llevar vino. Sin embargo, hay un sitio que se llama El Aeropuerto, donde se comercia droga. Cocaína, heroína, toda la marihuana que ustedes quieran. Pero damos clases, los estudiantes se gradúan… vivimos en esa anomalía permanente. Entonces es un país, como les digo, esquizofrénico.
Por tanto, volviendo a la pregunta, los escritores colombianos somos parte de la tradición literaria occidental, tenemos, de un modo u otro, que intervenir. Intervenir, ya sea en nuestros escritos, ya sea en nuestras posturas públicas, denunciar, decir, vincularnos. Sabiendo de antemano (cosa que yo reconozco ahora) que eso está condenado al fracaso. Porque… me pongo a pensar, yo escribí una novela sobre los desaparecidos, La sombra de Orión, una novela durísima y que denuncia claramente esa situación. En algún momento, cuando la escribí y cuando la estaba presentando, sentía que la novela era útil. Que cumplía un papel. Mostraba una realidad y había una postura allí, digamos de tipo ética. Pero, finalmente, frente a los desaparecidos en el país, hay un montón de actores, de organismos que están trabajando en torno a la búsqueda. Y nada. En Colombia hay casi 200 000 desaparecidos. Creo que es el país que más tiene en el mundo. Por ende, sí, hay que intervenir. Tenemos un rol frente a estos estragos de la historia. Mas, ¿hasta qué punto es eficaz eso?
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En un artículo académico sobre las prosas breves de Montoya, la doctora Paloma Jiménez del Campo,[1] coordinadora del Doctorado en Literatura Hispanoamericana de la Universidad Complutense de Madrid, afirma que, como autor colombiano, “carga el pesado fatum de la violencia. No la elude, es más, constituye el núcleo de su visión del mundo, el sustrato de su escritura, un ardiente magma que su sensibilidad poética le permite modular para estremecer a los lectores utilizando otras estrategias, proponiendo otros horizontes”.
Yo soñaba con desaparecidos
Usted contaba en clases algo impresionante, sobre cuánto le impactó el proceso de investigación para escribir La sombra de Orión… Una conmoción que es, también, muy reveladora…
Yo sabía que me iba a enfrentar a un tema muy doloroso. Cuando comencé a entrevistar a las personas que estaban de algún modo relacionadas con la desaparición, me di cuenta de que casi todas estaban enfermas. No dormían, tenían pesadillas, estaban deprimidas. Inclusive antropólogos, sociólogos, psicólogos que trataban a esta gente o que investigaban sobre el tema, siempre me decían: “la cosa es tan dura que nos enfermamos”. Entonces la novela que escribí, La sombra de Orión, es la historia de un escritor y profesor, que es como el alter ego mío, llamado Pedro Cadavid, que llega de París a Medellín en un momento muy difícil, en el que se produce la Operación Orión (2002).
Esa operación consistió en que la ciudad estaba en una guerra civil. Es decir, el ejército, la policía, unidas a los narcoparamilitares, estaban expulsando a las milicias de tipo guerrillero establecidas en los barrios populares de Medellín, que también estaban vinculados con el narco. Todos los grupos armados que combaten en Colombia, en ese contexto, están vinculados con el narco. Pero hay unos legales y otros ilegales. Hay unos de derecha, y otros de izquierda, o extrema derecha, o extrema izquierda. Digamos que la división entre un narcoparamilitar y un narcoguerrillero es la idea de que el uno es de izquierda y el otro de derecha. Una diferencia solo nominal. Porque esa gente no tiene ni puta idea de lo que es la izquierda y la derecha. Simplemente combaten porque necesitan ganar plata para poder comer. En un país que no les ofrece trabajo a los chicos y a las chicas, donde no hay posibilidades de educarse, y donde cualquier trabajo que se consiga está mal pagado, claro, meterse a uno de esos grupos armados significa ganar dinero. ¿Quiénes pagaban más? ¿Los guerrilleros de los barrios populares o los paramilitares? Los paramilitares.
Pedro Cadavid llega en ese instante en que se intenta expulsar el último reducto de una guerrilla popular de ciertos sectores de Medellín. La novela empieza con esa operación, que fue “triunfante”, ¿no? Porque a partir de ahí la ciudad se pacifica y se expulsa definitivamente a esos grupos de extrema izquierda. Pero el Estado, en vez de ocupar los espacios que dejan esos grupos, los llena con paramilitares. O sea, que genera otra violencia. Y es a partir de ese nuevo poder y de esa pacificación que, en esos barrios populares de Medellín, en Antioquia y en Colombia, se produce como corolario el incremento de la desaparición.
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Hablamos de la Comuna 13 de Medellín y su famosa fosa común a cielo abierto: La Escombrera. “Se cree que en esa fosa hay más de 500 desaparecidos”, comenta Pablo. Se cree. Todo está en el terreno de lo probable. En muchos años no ha logrado destaparse con rigor, porque se necesitan muchísimos recursos y voluntad de instituciones para mover una pila de escombros gigante. Para poder excavar hasta donde, supuestamente, están los huesos. Dice que habría que excavar alrededor del equivalente a un edificio de 25 pisos.
¡¿25 pisos?!
Se ha acumulado escombro año tras año. ¿No les parece muy tremenda esa metáfora de la desaparición forzada? La Escombrera es la gran fosa común y es el gran basurero. La excavación es muy cara y peligrosa, es un barrio popular en una montaña y excavar en lo alto puede afectar los barrios que están debajo. Se necesitarán años para poder llegar hasta el fondo. Cuando yo estaba investigando, me decían alguna gente: “No hay nada ahí, profesor. No hay nadie”. Yo les respondía: “¿Y si ahí estuviesen todos los desaparecidos de Colombia?” Porque eso es lo que yo trabajo en la novela. Sobre la masacre de bananeras, que nadie sabe cuántos muertos hubo, que si 100, que 5, que 10, que 1 000… García Márquez lo resuelve poniendo 3 000 muertos. Y los monta en un tren, además. El tren de los bananos. Y los tira al mar.
Yo digo, bueno, si este man hizo eso, ¿por qué no puedo meter ahí, en La Escombrera, a todos los desaparecidos de Colombia? ¿Por qué no hago que ese sitio, el sitio de Medellín, la ciudad pujante, la ciudad comercial, la ciudad que surgió de las cenizas, el Miami que logró superar a Pablo Escobar, sea el centro del horror colombiano? No me lo han perdonado.
¿Lo han atacado o amenazado?
No. Yo pensé que me iban a amenazar, que me iban a insultar en un café, en un restaurante, que me iban a decir cualquier cosa. Nunca me dijeron nada.
Ha tenido suerte, ¿no?
Creo que la ciudad, el país, permite ya ese tipo de lecturas. También porque es una novela. Si fuera un libro periodístico, testimonial, con nombres propios, quizás hubiera tenido un problema. Pero yo cambié nombres. Aunque mucha que gente lee el libro y conoce la historia de Medellín, sabe quiénes son los personajes. Fue un trabajo muy interesante: rastrear el archivo periodístico de la Operación Orión, los documentos en torno a los desaparecidos, hablar con las ONGs, hablar con todas esas instituciones implicadas, leer los trabajos académicos que hay al respecto. Es un tema que produce y produce bibliografía. Y películas. Y novelas como la mía.
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Apenas unos días después de nuestra charla, el 18 de diciembre de 2024, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas (UBPD) informaron haber encontrado “las primeras estructuras óseas”, al parecer de tres cuerpos, en La Escombrera. “En este lugar –afirmaron– hay un universo de 502 víctimas de desaparición forzada en el marco del conflicto armado”.
¿Cuánto lo impregnaron en la vida real las voces de los desaparecidos?
Yo soñaba con desaparecidos. Es una realidad muy malsana, muy dolorosa. Tuve que intentar preservarme un poco, porque me estaba exponiendo demasiado. Como vivo en el campo, hacía caminatas por el bosque, me abrazaba a los árboles para que me limpiaran todo ese montón de cosas tormentosas.
Le transmití eso, esas cosas que yo vi y viví a ese personaje, Pedro Cadavid. Por ello se enferma y se vuelve él mismo una fosa común. O sea, el escritor que escribe sobre una fosa común y al hacerlo se vuelve él mismo una escombrera. Luego, yo pensaba: ¿qué hago con este señor? ¿Cómo lo alivio? ¿Cómo lo exhumo? Porque nuestro proceso llevaría inhumar y exhumar. El problema es que como no hemos hecho honras fúnebres de tanta gente que ha desaparecido –esa es mi hipótesis y la del libro– estamos enfermos por eso. Entonces me decía: ¿cómo saco al personaje de esa escombrera, sin matarlo?
Acudí a un sistema (que les ha molestado a muchos lectores), pero que me pareció completamente válido, porque yo mismo lo viví. En Colombia, en las selvas colombianas y peruanas, hay un arbusto que se llama yagé, la famosa ayahuasca. Es un purgante de la selva. Te saca toda la mierda que tienes. Orgánica, mental y espiritualmente. El trance es fuerte: terapia de alto voltaje. Un psicoanálisis de tres años reducido, vía natural, a seis horas. O en varias tomas, si uno prefiere.
¿Lo ha probado usted?
Sí, sí, claro. Se hace como un ritual, guiado por una especie de chamán, por llamarlo así. (Hay que mirar con quién lo haces, pues hay muchos charlatanes). Suele hacerse en lugares retirados, rurales. Yo que soy muy racional, educado en toda esta cosa europea y la razón francesa, tenía muchos problemas para asumir eso. Pero estaba muy enfermo. Dormía mal y estaba lleno como de una especie de oscuridad. Fui donde un psiquiatra y le dije: “Mire, yo escucho voces. Yo sueño con muertos. Yo estoy atormentado por el mal. ¿Qué hago?” Él me manda a tomar pastillas para dormir. ¿Qué pasa con esas pastillas? Te deprimen, te emboban. Entonces te tomas otras para salir de ese embobamiento, y estas te producen otra cosa. Así en un círculo vicioso. Por tanto, decidí acercarme a lo ancestral, a lo indígena, a la madre tierra. Que en Colombia es muy fuerte.
¿Le dio resultado?
Sí, me alivió. Me sacó esa oscuridad que tenía. Fue difícil. Fue con miedo. La razón se me metía ahí en medio; la razón cartesiana, la marxista, la de Foucault, Lévi-Strauss, Platón, Aristóteles… Pero todas las razones occidentales no tienen nada que ver con eso. Desconéctate de esa razón y vincúlate con la tierra. Deja que la tierra te limpie. Cuando te metes ahí, te habla otro lenguaje. Te habla otra cosa. Tú puedes ver ángeles en el yagé, pero también puedes ver demonios. Todo depende de lo que tú tengas.
Pablo cuenta que hizo unas cinco sesiones, de varias horas cada una. Que el chamán le decía: “Venga las veces que necesite. Usted mismo va a saber cuándo está listo”. Y así lo hizo.
¿Qué veía? ¿A dónde lo conducía esa ceremonia?
En primer lugar, tenía, digamos, la limpieza física. Vomitas y te sientes mareado. Tienes que acostarte. Te acuestas en una casa madre, indígena. Y te pones en manos del chamán, ese médico natural. Quien va a utilizar un arbusto que tiene una tradición de siglos. El yagé hace que tú te metas en una canoa. En un río turbulento. El que guía la canoa es el chamán. Guía con cantos y se conecta contigo porque él también toma el zumo de la planta, como la gente que te rodea. Por tanto, es una cura colectiva. Individual y colectiva. Algo que atenta contra la razón de ser de la terapia occidental, que es individual. Después venía la limpieza mental. Te haces de cuenta que te reciclan o te formatean el cerebro. Una cosa muy, muy loca de algún modo. Luego tienes alucinaciones con pintas de colores. Una cosa llena de luces. Pero después viene la limpieza espiritual, que es el viaje a través del tiempo. Y ahí es cuando te hundes en tu malestar histórico, que tiene que ver además con el inconsciente colectivo. Entonces ahí… ¿Qué no veía yo ahí? ¡Imagínense!
Esos viajes míos eran viajes al pasado, a las vidas. Imágenes muy duras, en el sentido en que estaban llenas de violencia. Paseaba por campos llenos de muertos. Algo muy cinematográfico, en algunos momentos. Finalmente viene, digamos, el instante en que el chamán te saca de ese viaje. Ahí es el tránsito quizás más poderoso, en el que el chamán se mete en esa turbulencia. Yo sentía que la barca donde iba se iba a hundir y me iba a ahogar. Y de pronto surgía esta figura chamánica y me sacaba de ahí. Y quedaba completamente débil, frágil. Pero se veía la tranquilidad, el alivio. A mucha gente no le gusta pasar por eso. Quieren una terapia suavecita. Y no estas cosas tan fuertes, pero que a la postre no te dejan ningún efecto secundario, como sí lo dejan las pastillas.
Entonces, Pedro Cadavid siente que el yagé lo purga, y el yagé lo saca de la fosa común. Y después de que lo saca a él, y después de que él ha hecho el trabajo de campo, y ha escrito la novela, empieza el consuelo. El sentido de la novela es ese: Indagar en la desaparición forzada, indagar en el horror, hundirse allí, enfermarse por la violencia colombiana. E intentar sanar. Sanar, a través de un sistema que no hace parte del proyecto nacional.
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Dice la dra. Jiménez del Campo que “los fantasmas, los espectros, inundan el mundo ficcional de Pablo Montoya. Son imágenes que surgen de sombras atemporales, de pesadillas repetidas, visiones que asedian a los personajes”. El propio autor, en un artículo sobre el chileno José Donoso meditaba: “Hay un basamento desquiciado en las historias que trazó. Desquiciado y, por supuesto, inquietantemente marginal. Una indagación de los subsuelos de la psiquis de una sociedad escindida que solo los escritores temerarios como él son capaces de emprender. Su maestro, en este sentido, fue Dostoievski. Los dos están provistos de esa agónica bujía de la escritura para descender a zonas de penumbra”.
Penumbra, desquicio, pavor sin tasa. De eso también habla el rostro sereno de Pablo, en el que laten las huellas de una antigua parálisis que ha vencido, intuimos, a fuerza de parsimonioso autocontrol. Pedro Cadavid, su alter ego de La sombra de Orión, se siente en algún punto “lleno de muertos”. Precisamente el último capítulo se llama La Cura. El tránsito del personaje lo lleva a la ansiada purga.
Medellín es una ciudad que queda en un valle y tiene miradores desde las montañas. Hay como un espacio propio de la literatura antioqueña de Medellín, donde esos sitios altos de la cordillera han idealizado a la ciudad bella que está allá abajo. Este personaje, la última toma de yagé que hace es en un espacio de esos. Allá arriba, con el chamán. Cuando sale de la purga se compenetra con la ciudad. Tiene como una especie de reconciliación con ella. Ha indagado en su horror. Ha despotricado contra eso. Pero al final hay un diálogo. Y ese diálogo es posible porque él está curado.
Hace una semana hablé con un juez de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) que me decía: “Estamos leyendo su novela porque nos ayuda a entender qué es lo que tenemos, por qué estamos tan enfermos”. Está funcionando la novela, ¿no?
En mi mente soy de todas partes
Ha comentado en otros espacios que no escribe novelas históricas en sentido estricto. ¿Trata de huir de los encasillamientos en su creación?
Pienso que la novela histórica es un subgénero interesante. Siempre, desde Walter Scott, ha funcionado. Las universidades la estudian, los lectores la leen, se llevan al cine, son éxitos editoriales. Ahora incluso hay un boom de novelas históricas, pero las mías no son de ese corte. Aquí mismo en España se están publicando novelas históricas que giran en torno a Roma, a la Roma antigua. Mi última novela, Marco Aurelio y los límites del imperio, recrea el pasado de Roma, pero no entra en ese ámbito de lo comercial. Es una narración que se la juega por el lenguaje, por la poesía, por la reflexión. No está buscando el formato de la película.
Esto, dicho sea de paso, es una constante en sus obras, tratar de pulir el lenguaje y de fusionar mucho la poesía con lo narrativo…
Y en esta novela de Marco Aurelio está muy presente eso. Pero ¿por qué yo recreo a Marco Aurelio? ¿Por qué me metí con ese personaje? Porque él me ayuda a concluir que vivimos en una permanente crisis imperial. ¿Qué debería hacer un gobernante en un imperio en crisis? Ahí pongo a Marco Aurelio como una especie de modelo polémico. Discuto permanentemente con la Roma imperial, con la Roma militarista. Puede decirse que hago un ajuste de cuentas con Roma a través de Marco Aurelio. No me atrae hacer loas al Emperador o concebir una literatura de autoayuda a través de las ideas estoicas. Tengo un problema con Roma, porque siento que venimos de ahí, y que todo este delirio terrible que hoy nos gobierna está anclado en la Roma militarista. Entonces, en parte, mi novela es una vuelta al pasado, como lo pretende cualquier novela histórica, pero es más bien como para reinventar el pasado en el presente. No me interesa hacer arqueología…
Obvio que para poder construir la ficción y convencer al lector, tengo que investigar la historia. Reconstruyo una Roma que tiene estas calles, esas comidas, aquellos vestidos. Pero las consideraciones de un hombre del siglo II frente a la guerra, creo que sí pueden ser permeadas por el escritor del siglo XXI. Lo otro, por lo que no simpatizo mucho cuando dicen que mis novelas son históricas, es porque pienso que mis novelas son de artista. Son de formación. Acudiendo un poco a esa idea de que los personajes se forman o se deforman a lo largo de la trama. Hacen como un recorrido. Y es fundamental en dicha formación el arte.
De hecho, en sus textos es esencial el vínculo con el arte, por ejemplo, en Tríptico de la infamia, con la pintura. ¿Cómo concibe Pablo Montoya la relación entre las demás expresiones artísticas y la literatura y la producción académica?
Todo esto de la relación con la música y con las artes viene un poco con mi formación musical. Y es un problema de sensibilidad. Yo no pinto, no fotografío, pero soy sensible a la fotografía y a la pintura. Toqué música durante mucho tiempo y tuve una proximidad muy fuerte con ese mundo. Entonces me pareció que era esencial meter en mis libros, cuando empecé a escribir y a publicar, esa realidad cercana. Al mismo tiempo, también empecé a colar la violencia colombiana. En algún momento, sentí que las dos realidades que tenía cerca, la violencia cotidiana de mi país y mi formación artística, se unían, se imbricaban. Luego, prácticamente, salí del contexto colombiano e indagué en el contexto más universal.
Ahí fue cuando comencé también a pensar como académico en que, en el tratamiento de la violencia literaria en Colombia, había una ausencia del artista. Sí hay poetas, los hay en La vorágine, por ejemplo, y hay escritores en varias novelas de la violencia nacional. Pero a mí me parecía interesante que se ampliara el territorio y se presentase un diálogo con la Europa renacentista, con la Europa del siglo XIX, con la Europa de la antigüedad…
Sobre todo, porque pensaba que había que oxigenar esa tradición literaria de la violencia, que era muy regional, panfletaria, de denuncia. En las novelas mías hay denuncia, por supuesto, pero creo que no caigo en el panfleto, pues todo está articulado en el arte y en la investigación histórica, y quizá el lector siente que no hay un puente tan explícito con lo de ahora, que es lo que sucede generalmente con las novelas del narcotráfico, por ejemplo. En estas hay sicarios, narcotraficantes, elementos que uno ubica con la realidad. Me lucía igualmente interesante no dar el espacio a los victimarios. Generalmente los protagonistas de mis novelas sobre la violencia colombiana son las víctimas.
Es que a veces, por desgracia, desde el mainstream se pone tanto el foco en los victimarios en un tono heroico. Los malos son muy atractivos…
En mi obra se da un encontronazo entre el artista y el mal, el mal histórico, representado en la violencia. Por eso creo que en Tríptico de la infamia hay un pasaje, si mal no recuerdo, que dice: y el mal era la historia, la propiedad privada, la fe monoteísta, la intemperancia. El libre mercado… Imagínense: en la conquista de América (para entrar en la trama de Tríptico…), que es la primera expansión cosmopolita y capitalista del mundo moderno, lo que propicia el mal es justamente la mercancía. ¿Por qué se comete? Por la codicia. El oro, la plata. Ah, sí, y Dios, y Cristo. Pero Cristo sometido a esas ambiciones.
Las primeras denuncias de esa conquista tan maltrecha que ejercen los españoles, los europeos en América, las hacen aquellos sacerdotes que leen los evangelios y dicen: “no, esto no es lo que dice Jesús”.
Desde su larga estancia en París, hasta sus periplos por otras naciones –como estos dos años de investigación posdoctoral en Madrid– usted ha experimentado en carne propia los avatares de la migración y la discriminación que se sufre, aunque se ostenten grados académicos y amplio currículo… ¿Qué vivencias de emigrante, exiliado o pasajero de tránsito, no se irán de su mente?
La experiencia del exilio en mi obra es permanente. Por doce años estuve en París y sentía que quería escribir sobre el exilio, pero sin caer en lo que habían hecho antes Cortázar o García Márquez. Entonces acudí a Ovidio, exponente letrado del exilio clásico, para construir la novela Lejos de Roma. El tema lo recuperé en Tríptico de la infamia. Los tres pintores también se marcharon por la violencia, al igual que yo cuando me fui de Colombia. En Francia decidí abrirme a la experiencia del exilio, dejar que ella se apodera de mí, pero no corté con el cordón umbilical, mi lengua madre, sino que seguí escribiendo en español. Me negué a escribir en francés, pues creo que la máxima ruptura con tu país de origen o con tu identidad es abandonar la lengua.
Borges decía que nuestra tradición era la europea. ¿Por qué no podríamos apropiarnos de ella también?
Yo seguí el consejo de Borges, al igual que el de Carpentier, que también me marcó profundamente. Carpentier era francés y tenía motivos suficientes para hacer esa amalgama entre Francia y el Caribe. No me explico por qué se inventó la historia de que era habanero. ¿Quién va a creer que un habanero hable como él lo hacía? Carpentier llegó a La Habana como adolescente y no pudo superar esa ruptura con Francia.
Alejo y Borges me interesaron en tanto yo aspiraba a separarme de la impronta garciamarquiana. No quería sentirme encasillado por la categoría o etiqueta nacional colombiana. Porque, al final, ¿qué es un escritor colombiano? ¿Qué es un escritor cubano? ¿Qué es un escritor argentino? ¿Quién decide qué significa eso?
Lejos de Roma solo podría haber sido escrita por un colombiano. Si la hubiera escrito un cubano, habría sido diferente. La versión de un finlandés también sería distinta. En la novela aparece la experiencia del exilio en el pasado, pero vinculada con el presente. Hay muchos pasajes en los que el lector siente que se habla del exilio contemporáneo, de la experiencia del desplazamiento colombiano. De algún modo, la libertad a la hora de abordarlo me la otorgó la literatura francesa y no temo a esa influencia en mi obra. Muchas veces me dicen que soy un afrancesado, y puede ser verdad. Pero también soy profundamente colombiano en lo que escribo. Creo que soy una amalgama de las dos cosas.
¿Entonces los calificativos “cosmopolita” y “universal”, “ciudadano del mundo” sirven para retratarlo?
Si fuese un políglota, creo que sería un ciudadano del mundo de carta cabal, pero empecé a estudiar lenguas siendo ya mayor. Mi cosmopolitismo es más imaginativo. En mi mente me percibo de todas partes. Sin embargo, en la realidad creo que me encontraría un poco desubicado si viviese en Pekín, Tokio o Moscú. Me siento más cómodo en Latinoamérica, donde puedo hablar castellano, o en un país francófono, porque el francés me vincula a esa experiencia tangible del cosmopolitismo.
Eso sí, soy un melómano, un oyente abierto a todas las músicas. En ese ámbito, me siento absolutamente cosmopolita. También en la pintura, en la literatura y en la comida. No soy de esos que necesitan comer frijoles o arepas todos los días. Me encanta la comida española, la francesa, la árabe… Como también disfruto mucho la comida colombiana: la de Medellín, la de Antioquia… Me fascinan los platos típicos. El sancocho y el ajiaco, por ejemplo, me recuerdan a la caldosa cubana, que igualmente tiene esa riqueza. Y claro, los frijoles con arepa y chicharrón, la bandeja paisa… En un restaurante colombiano, aquí o allá, uno encuentra maravillas…
De vuelta a nuestra literatura, creo que se debe ser cosmopolita porque América Latina, por historia, lo es. Somos un cruce desgarrador e intenso de culturas que nos definen: árabes, negros, indígenas, españoles, franceses, holandeses, chinos… Todo eso confluye aquí, y sigue confluyendo, para bien o para mal. En cambio, un escritor europeo tiene una perspectiva distinta. Roland Barthes decía que solo le interesaba el fenómeno literario francés. Lo de afuera no le importaba. Claro, Francia tiene una literatura tan poderosa que ocupa un centro; lo mismo ocurre con España. Pero son países imperiales con un peso cultural que los hace menos permeables. Aunque, a diferencia de Francia, España está más vinculada a América Latina.
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Uno de los autores entrañables de Pablo Montoya es Michel de Montaigne, a quien le atribuye “los textos más luminosos de un siglo sombrío”. Hasta el castillo de minúsculas puertas interiores en el que concibió su obra el autor de los Ensayos, llegó el escritor en una de sus peregrinaciones. Allí, mientras acariciaba un misterioso gato que se estiraba en el suelo aletargado bajo el sopor de la tarde, creyó ver al pequeño sabio coloso. Ese, que, según piensa, funda la palabra alteridad, pues “fue uno de los pocos europeos que no fue racista en un tiempo en que toda Europa practicó este hábito mental hasta el paroxismo”.
La música, Carpentier, Cuba
La charla deriva hacia los imaginarios de metrópolis que aún se aferran a la versión de su papel civilizador y nada violento, al cuento de hadas según el cual solamente aportaron luces a sus sufridas provincias de ultramar. Salta al ruedo el opinador político que, aun siendo un admirador consumado de la cultura europea, no pierde de vista los atropellos de la historia.
En los últimos años, se está intentando desde ciertos sectores de izquierda en América Latina impulsar una reconciliación histórica. Hay gente que no cree en los perdones. Hay gente que piensa que sí pueden ayudar a sanar. En América Latina sabemos que nacimos de una mutilación y de un trauma histórico, que no es solamente americano, sino también europeo, porque la conquista es una proyección de las guerras de religión. Por eso Tríptico de la infamia no podría “pegar” en España, aunque ha sido bien recibida en ciertos sectores. La novela está contada desde la perspectiva francesa o flamenca y eso molesta profundamente.
Hoy, vemos un renacer de la llamada “leyenda blanca”. Algunos intentan reescribir la historia para suavizar la violencia de la colonización. En España, por ejemplo, el pasado 12 de octubre, Día de la Hispanidad, colocaron una pancarta que decía: “1492: Ni genocidas ni esclavistas, fueron héroes y santos”. Esto generó un revuelo en redes sociales. Alguien intervino la publicidad con un mensaje: “Vayan a América Latina y vean cómo viven los indígenas”.
Es cierto que la conquista dejó universidades, escuelas, hospitales y una lengua rica, pero también hubo saqueos, genocidios, segregación, ultrajes, maltratos… Las enfermedades traídas por los europeos arrasaron poblaciones enteras. Lo más grave es que las consecuencias de esa segregación y racismo persisten hasta hoy. La pobreza de muchos pueblos originarios, la corrupción y la desigualdad en América Latina son, en parte, herencias coloniales.
A las mujeres las aislaron, las silenciaron, les pusieron muros. Fueron sometidas al encierro en conventos y su autonomía quedó anulada. La misoginia se heredó. También heredamos no leer, porque la política era no publicar libros allá. La primera imprenta que aparece en Colombia la lleva un cubano a finales del siglo XVIII, casi cuatrocientos años después de haber sido inventada. Entonces, les agradezco la lengua y las universidades, pero hubo una represión permanente del pensamiento que yo no acepto.
Kafka, Camus, Borges, Rulfo, Cortázar… cruce de influencias, como hibridez de géneros en su obra: narración, ensayo, poesía… ¿De qué manera converge todo ello en su mirada de escritor? ¿Cuánto del sujeto lírico queda en el narrador? ¿Qué por ciento de fábula y poesía incorpora a sus reflexiones el ensayista?
Le apuesto mucho a ciertas formas breves –a la prosa poética, al cuento alentado por la poesía, a la fragmentación literaria…– sobre todo en mi primer periodo como escritor. Soy un heredero del modernismo, una herencia más francesa que hispánica. Creo que por eso comencé a escribir ese tipo de literatura, consciente de que estaba recibiendo un legado baudeleriano, pero igualmente latinoamericano por parte de Rubén Darío, Martí, Horacio Quiroga, Silva, y de los modernistas de después, como Borges. Aunque Borges no escribió novela, siempre he pensado que, de haberlo hecho, hubiera jugado también con estas formas breves.
Leí mucho a Carpentier, que maneja otra estructura muy particular en la novela. Entonces yo pensaba que era un género que debería abordar en la madurez. Necesitaba más tiempo, más formación literaria… Sería como la bodega donde cabrían todos los géneros que había trabajado anteriormente. Entonces mis novelas son casi todas fragmentadas. Tienen espacios para la poesía, la ensayística, el cuento… Todo lo amalgamo. Ahora también he incorporado la tradición española propiamente, que me parece muy valiosa para lo que estoy escribiendo en este instante, una novela en la que tiene mucha importancia la España de los siglos XVI y XVII.
Cuéntenos de su nexo con Cuba y, específicamente, con Alejo Carpentier, a quien dedicó sus tesis de licenciatura, maestría y doctorado. Después de tantos años aprehendiendo a este gran fabulador, ¿qué encuentra aún de fascinante en él? ¿Cómo define su relación con la isla?
Mi relación con Carpentier, que tiene que ver esencialmente con la música, me vincula con Cuba. Y es un vínculo a la manera carpenteriana, entre lo cubano y lo europeo, en particular lo francés. Mediante Carpentier me adentré en la santería cubana, con Ecue-Yamba-O; en la historia de las cimarronadas, con El reino de este mundo; y en la Revolución con El Acoso y La consagración de la primavera. En mi tesis doctoral, el director me dijo: “No abordemos la política o, si la quieres abordar, no hagas críticas directas al castrismo. Cosa difícil, pues Carpentier era castrista. Pero, en efecto, no hago ese tipo de críticas”.
En el 1998 fui a la isla a hacer trabajo de campo y comencé a leer la literatura del exilio. A Jesús Díaz, Reinaldo Arenas y, más tarde, a Rafael Rojas (excelente Tumbas sin sosiego). También a Leonardo Padura, que es el escritor cubano más notable de ahora en el exterior, aunque no hace parte de ese grupo porque está dentro de la nación y escribe desde allí. Los otros que han padecido la tragedia del exilio son voces más representativas en ese sentido, aunque no niego que la obra de Padura, como la de Pedro Juan Gutiérrez, muestren también aristas de la realidad y hablen incluso de una Cuba más actual. Entonces, todo esto, por supuesto, me ha dado la visión de la Cuba contemporánea.
Yo he sido durante mucho tiempo un amante de la música cubana del siglo XIX, de Ignacio Cervantes, luego del latin Jazz, de Irakere, y de todo este gran movimiento musical, porque es uno de los grandes potenciales de Cuba. También me apasionó el movimiento afrocubano nacionalista ñáñigo y todos los vínculos entre la isla y Colombia. Todo eso se lo debo a Carpentier, cuyo libro La música en Cuba es fabuloso. No siento que mi aproximación a Cuba sea fallida, aunque provenga inicialmente de la mirada carpenteriana, y no de la Lezama Lima o Virgilio Piñera, a quienes también he leído.
En mi tesis hay un capítulo sobre la música en El siglo de las luces. La novela contiene una gran paradoja, porque es la más contrarrevolucionaria que puede haber, en tanto critica a la manera en que las revoluciones se vuelven burocracias y regímenes del terror. Sin embargo, cuando se publicó, Fidel Castro la presentó como la novela de la Revolución. Luego vio la luz La consagración de la primavera, un poco farragosa, pero, de todas formas, interesante. Podemos discutir con Carpentier todo lo que queramos, por su pedantería, arrogancia, servilismo o manera de entender el barroquismo como única forma de expresar lo americano. Pero no se puede decir que era un mal escritor. Los cuentos son maravillosos. Las novelas breves son magníficas —El arpa y la sombra, Concierto barroco, El reino de este mundo–… Lo que pasa es que los anticastristas lo han fustigado, merecidamente, por lamebotas del poder.
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Pablo caminó Santiago de Cuba buscando la sepultura de Esteban Salas, el gran músico de siglo XVIII rescatado por Carpentier. Allí vio sin intermediarios mucho de lo que integra el ajiaco picante del cubaneo, desde la casi inexplicable generosidad de los pobres, hasta la chispa de una jinetera voluptuosa para proponer su “mercancía”. “Era negra y esbelta y no tendría más de veinte años”, cuenta en su crónica, “me habló de unos amigos y de un almuerzo y de un baile en la tarde y de otras cosas más. Como tenía una falda y una camisilla de color azul claro, podía ver sus muslos sólidos y su ombligo ornado de vellitos negros. Le dije que estaba comprometido con una visita al santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre. Ella sonrió con malicia. –¿Me cambias por una virgen? –preguntó. Le dije que de ningún modo y que podríamos vernos en la noche, sabiendo que yo tomaría el vuelo de regreso a La Habana en horas de la tarde”. De vuelta en la capital de la Isla fue hasta la tumba de Alejo en el cementerio de Colón, para despedirse. Allí ratificó que, aunque divergieran radicalmente en lo político, siempre le guardará la reverencia de aquel joven de veinte años que estudiaba música en Tunja y un día leyó Concierto barroco. “Fue un amor a primera lectura que me ubicó en la certeza de que más que músico yo quería ser escritor”.

Un escritor que reescribe demasiado
Dice un escritor y filósofo chileno, José Santos-Herceg, que los claustros universitarios padecen “la tiranía del paper”. Usted, que ha hecho notable carrera académica sin renunciar a su pasión creativa, ¿se ha sentido también presionado por esta tiranía?
Al comienzo tenía que cumplir ciertas exigencias en la Universidad de Antioquia. Debía participar en libros, ir a congresos y hacer artículos basados en el código académico, pero siempre trataba de preservar una factura literaria. Aunque es cierto que la academia tiene esa tiranía y hay muchos profesores con potencial para escribir que olvidan su ser creador y se anulan completamente. Los primeros años en Colombia fueron difíciles y exigentes porque mientras hacía mi obra inicial, dirigía un doctorado en literatura y cumplía con tareas administrativas. No tenía vida social prácticamente.
Confieso que desde que gané el premio Rómulo Gallegos, me han dejado en paz. En la universidad me dijeron que no abandonara la docencia ni la investigación, pero de algún modo me gané la libertad. Ha sido una actitud muy generosa de la academia colombiana. En cambio, en Francia no aceptaron esa dualidad y fue una de las razones por las que me fui.
Ahora no escribo ensayos académicos, sino literarios, pero están fundados en lecturas enciclopédicas. De todas formas, hay que decir que uno se encuentra artículos y libros teórico-académicos que son muy interesantes, por ejemplo, los de Edward Said, el gran intelectual palestino que escribe sobre el orientalismo. Otro caso es el de J. M. Coetzee, premio Nobel de Literatura, quien también es profesor y publica sus ensayos con el código de citación académico, pero con una factura literaria.
Octavio Paz, por ejemplo, es un escritor que ignoraba el aparataje académico. Hay un montón de académicos tontos que le cuestionan su don camaleónico, porque asimila el conocimiento y no cita la fuente; sin ver que hay toneladas de lecturas debajo. Un ensayo literario no tiene por qué citar la fuente.
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Otra de las presencias tutelares para el fabulador de Barrancabermeja es Albert Camus. Su concepción del artista “solitario y solidario”, sus críticas al comunismo estalinista, su defensa de la inteligencia como coraza frente al odio tornaron a Pablo “un incondicional” del genio argelino-francés. Hasta Lourmarin, en el sur de Francia, fue a buscar el colombiano el ánima de su mentor. Frente a la lápida del maestro abrió Pablo su ejemplar de Bodas. “Y leí en voz alta un pasaje de esa reflexión sobre las ruinas y la luz, sobre los pedruscos y las flores, sobre los dioses agónicos y los hombres resplandecientes: «Marchamos al encuentro del amor y el deseo. No buscamos lecciones, ni la amarga filosofía que se le pide a la grandeza. Fuera del sol, los besos y los perfumes silvestres, todo nos parece fútil»”, evocó.
Hay una crónica de Leonardo Padura en la que decía que cada vez que empezaba una novela se releía Conversación en la catedral, y hasta se lo contó a Vargas Llosa en un encuentro de aeropuerto. ¿Tiene rituales creativos o algún método que pudiera develar, como quien abre su cajón de herramientas al público?
En las mañanas escribo y tomo muchas notas en un cuaderno. Es como un diario de lecturas que nunca se comunica del todo y que no podría publicarse jamás. Son, en realidad, consideraciones y opiniones fragmentadas y mal escritas. No creo que ahí se encuentre nada demasiado relevante. Probablemente si salieran a la luz, algunos dirían: “Este hombre escribía muy mal” [risas]. Después vuelvo al texto en las tardes y en las noches. Ahí comienza el verdadero trabajo: un proceso que me permite pulir. Pulo mucho. No creo en la libre inspiración. Le temo profundamente, aunque reconozco que la inspiración puede provocar ese instante que uno está buscando.
Soy un escritor que reescribe. Reescribo demasiado, diría que excesivamente. Necesito que sea una obra purista y precisa en el lenguaje. Entre el momento inicial y el producto final, hay una corrección constante, un ejercicio disciplinado y metódico. Vuelvo una y otra vez sobre ciertos pasajes. Es pesado, incluso tortuoso. Por último, imprimo el texto y lo corrijo en papel. Luego lo revisan mis lectores de cabecera y los editores. Pero siempre hay un sentimiento de que el texto no está terminado, de que todavía está en el esbozo, incluso después de haberlo publicado, si bien una vez que llega ese momento, lo dejo ir.
La impecabilidad no les gusta a muchos, porque también existe el gusto por una literatura más espontánea, como es el caso de Javier Marías o los últimos textos de Vargas Llosa. Hay un Vargas Llosa grandioso, sin duda alguna, y otro que es muy descuidado.
En Medellín tengo mi biblioteca y el silencio del campo. Aquí en Madrid vivo en un apartamento con mucho ruido y en la sala no tengo libros a mi alrededor. Ha sido muy difícil el proceso de adaptación. Allá en mi estudio tengo vidrios antirruidos, pues soy un neurótico del ruido y aquí me ha tocado capotearlo en la cotidianidad. En Colombia mantenemos una empleada. Aquí yo tengo que ocuparme del aseo y de otras actividades domésticas que interrumpen la rutina.
Quienes lo escuchen podrían pensar que usted es un burgués de la literatura…
Como dicen en Colombia, comí mierda durante muchos años. Y dije: ya no más. Yo toqué en el metro en París y limpié letrinas de bares para sobrevivir. Cuidé niños, paseé mascotas, pegué afiches. ¿Qué no hice para sobrevivir? Cuando gané el Rómulo Gallegos utilicé ese dinero para comprar una casa, porque estaba cansado de pagar arriendos. Pueden pensar que soy un escritor aburguesado, pero fue un espacio que conquisté y fue muy difícil.
De políticas y polémicas
En entrevistas anteriores, ha criticado los totalitarismos y las autocracias, incluido el comunismo. Ante el ascenso de tendencias populistas (especialmente de derechas) en Europa; movimientos o gobiernos similares (de diversos colores políticos) en Latinoamérica; el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca… ¿En qué claves podemos leer el panorama político en este momento del siglo XXI?
Es un siglo medio apocalíptico. Fácilmente, puede caer en una nueva guerra mundial, si es que ya no estamos en ella. Es una centuria que puede ser muy destructiva para el ser humano. En el horizonte no veo un movimiento sensato que tenga poder. No creo en los grandes imperialismos y en lo que ofrecen. Tampoco pienso que la alternativa sea Europa, aunque hay muchos intelectuales latinoamericanos, demócratas y neoliberales, que la ven así. Creen que defender Europa de la influencia de China y de Rusia es la vía…
Yo pienso que Europa es un continente cansado, exhausto y mezquino, en lo que a política internacional concierne. Lo que ha pasado con Palestina es una muestra de ello. La manera en la que Europa ha abordado lo de Palestina frente a lo de Ucrania es muy diferente. Me parece vergonzoso que en las puertas del continente se permita eso. Lo mismo se puede decir de Estados Unidos, pero no creo en ese proyecto tampoco.
Abogo por proyectos minoritarios, pacifistas, ecologistas, feministas, no militaristas. Creo que esa sería una alternativa para ciertas comunidades, pero son grupos de no poder. Simplemente, avizoran la crisis que se viene y buscan espacios de convivencia, para sobrevivir a la hecatombe, en caso de que el mundo caiga en manos de insensatos.
Me inclino más por la izquierda. No me gusta la derecha, sobre todo la derecha latinoamericana actual. Ni la argentina, ni la colombiana, la venezolana o la brasileña. Pero si el pueblo venezolano ha votado por la derecha y ganó democráticamente, Maduro tiene que permitir que la derecha gobierne. Por eso me distancio completamente de Maduro y de sus amigos chavistas. Si no demuestran que ganaron, tienen que irse.
Como soy un pacifista me opongo totalmente a los proyectos de la OTAN. Y, por supuesto, a Putin. No estoy con ninguno de los dos. Quiero que haya una negociación, que no luce probable en el futuro cercano. Pensar que Trump será el negociador me parece risible. Estamos en manos de unos payasos horrorosos. Yo soy un intelectual que opina. No formo parte de ningún poder. Entonces termino siendo una figura antipática para muchos, porque no me alineo con ninguno de ellos, sino más bien con programas alternativos y autosostenibles.
Aunque estos últimos también tienen sus poses…
Efectivamente. Por eso, en primer lugar, prefiero mi propio jardín. Como decía Voltaire en Cándido, cultiva tu propio jardín; el de tu biblioteca, el de tu estudio, el de tu casa, el de tus amigos, el de tu familia, el de los lectores…
Regresó a Colombia y años más tarde llegó el primer gobierno de izquierda. Durante el primer año de gestión Petro-Márquez se redujeron los asesinatos de policías y militares y los homicidios de manera general. Colombia ha entrado en el Acuerdo de Escazú –lo que impulsa el compromiso ambiental del país– y acaba abolir el matrimonio infantil. Sin embargo, se reporta un aumento enorme de los secuestros y continúan los asesinatos y las desapariciones. ¿Qué balance hace de la gestión de Gustavo Petro y Francia Márquez? ¿Qué retos tendrán por delante este y los sucesivos gobiernos en Colombia?
Asumo el proyecto del presidente Petro con entusiasmo por su aspecto ecológico.
Creo que la cuestión de proteger la selva, limitar lo extractivista y actuar contra el cambio climático es muy positiva. Respeto ese mensaje de él. Además, la izquierda que lidera Petro es muy diferente a la cubana, a la nicaragüense, a la venezolana. Es más civilista y es democrática. Aunque Petro es un hombre de poder y un gran narciso, pero ¿qué político no lo es? Las políticas que él propone ayudarían al pueblo más desamparado en Colombia.
Sucede que los medios de comunicación colombianos son parte del poder de la derecha y han generado una campaña de desprestigio continua del gobierno. Pero Petro, por ejemplo, ha abierto muchas embajadas en África con afrodescendientes a la cabeza. Francia Márquez ha sido la artífice y ha estrechado los lazos con las comunidades afro a nivel internacional. Me parece un paso muy importante en un país que ha sido racista y segregador con ellos.
Lo indígena también tiene un gran valor para esta administración. La embajadora colombiana en la OEA es una mujer indígena, que no habla inglés, sino castellano y varias lenguas indígenas. El país había silenciado todo eso. Petro y su equipo han visibilizado un espectro social, vivo, vigoroso, mestizo, criollo…
Por otro lado, tras el triunfo de Petro, la derecha se ha reactivado. Hay riesgo de que pueda ganar en las próximas elecciones y el proyecto popular del pacto histórico no se consolide y no tenga continuación. Si hay una derecha asesina en América Latina, es la extrema derecha colombiana. Ahí están los desaparecidos, los asesinatos, las masacres… Espero que haya una concientización por parte del pueblo colombiano, que en gran medida se abstiene de votar. Quiero pensar que todo lo que ha hecho el gobierno actual haya tenido un sentido. No creo que haya una segunda oportunidad cercana “en el reino de este mundo”.
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Hasta Yásnaia Poliana, en Tula, Rusia, se fue una mañana espléndida de septiembre el escritor colombiano tras el aura de Tolstói. Además del maestro de los cuentos y las novelas breves que tanto lo subyugó, a Pablo le atrae el intelectual “que dio un paso adelante para cuestionar el equívoco de la guerra y sus motores fundamentales –la nación, la religión, el servicio militar–, y proponer un credo basado en la resistencia no violenta al mal”. También admira profundamente a Sofía, esa abnegada mujer que “copió siete veces el mamotreto de Guerra y paz. Vigilante, estuvo al tanto de las ediciones de sus obras y los derechos de un autor que se leía en todos los rincones del planeta. Y protegió a Tolstói, con su humor áspero y sus reservas insoportables, de toda esa plaga de parásitos que lo asediaron cuando la celebridad llegó”. La sobrecogedora austeridad de la tumba del genio, solo con el bosque imponente alrededor, sin lápida ni palabras, impactó también al profesor de Medellín: “Comprendía que no había mejor compañía que el viento y la lluvia, que las voces de los pájaros y los insectos. Al lado de ellos, la palabra escrita le parecía inútil”.
Al escuchar sus clases, al ver su porte de caballero, uno lo puede imaginar fácilmente extasiado frente a un cuadro, escuchando música clásica, disfrutando de la paz y armonía familiar con sus hijas… ¿Existe otro Pablo, más turbulento, más aventurero, de entretenimientos más peligrosos? ¿Cómo es el hombre, detrás del personaje académico- literario?
Yo ahora estoy muy juicioso, hago yoga para ser más lord [risas]. También voy a nadar. Tengo una hija de 11 años y estoy muy pendiente de ella, de su formación, de controlarle el móvil, explicarle los peligros de la tecnología. Poe estos días estamos viendo Dune, a ver si capto su interés con la ciencia ficción y hago que deje de entretenerse con tantos videos bobos, que intoxican a los niños. Fui muy cinéfilo, pero he dejado de ir al cine y no he vuelto a escuchar tanta música como antes. En España he ido a muchos museos y he viajado por todo el país.
¿Baila?
No, aunque fui un bailarín en mi juventud. Mi pareja antes sí me insistía y bailábamos, pero dejamos de hacerlo. Unidos nos hemos adentrado en cosas más espirituales. La acompaño mucho en las dietas vegetarianas, aunque no soy vegetariano del todo. En el sexto piso en el que estoy hay que ser muy cuidadoso con la salud. También sigo siendo un hombre muy aislado.
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“Mi obra se está acabando”, “no me quedan muchos libros por escribir”, confesó nuestro interlocutor en una entrevista reciente. No fue esa la impresión que nos llevamos aquella mañana invernal en el café madrileño de la Glorieta de Bilbao. En su poemario Hombre en ruinas (2018), escribe el contador de asombros: “Entonces surge la ballena. Su expiración líquida. La joroba y luego la aleta. El avistamiento es breve como un suspiro. Y duradero como toda verdad […]. Así la revelación del poema. Así la persistencia de la poesía”.
[1] Los autores agradecen profundamente a la dra. Jiménez del Campo su ayuda para la concreción de esta entrevista.