Las siglas eran conocidas como una emblemática del horror: la Dirección de Inteligencia Nacional, DINA, comandada por el general Manuel Contreras Sepúlveda, fue en su tiempo el brazo armado del terror de Estado que se impuso en Chile tras el derrocamiento del presidente Allende en 1973. Sus acciones respondían directamente al liderazgo de Pinochet al frente de la Junta Militar, y tras los juicios abiertos contra Contreras con el retorno de la democracia en 1990, se le consideró responsable de más de mil secuestros y desapariciones forzadas, la creación de centenares de centros de tortura secretos a lo largo del país, y del asesinato selectivo de opositores en el exterior, como fue el caso del ex Comandante en Jefe del Ejército, Carlos Prats, junto a su mujer Sofia Cuthbert en 1974 en Buenos Aires, del atentado terrorista contra el líder demócrata-cristiano Bernardo Leighton y su mujer Ana Fesno, en Roma en 1975, y del estallido de la bomba que terminó con la vida del excanciller Orlando Letelier y su asistente Ronnie Moffit en Washington en 1976.
Protagonistas principales de esta última serie de crímenes por encargo del Servicio, tal como se conocía internamente a la DINA, fueron el norteamericano Michael Townley y su esposa, la escritora Mariana Callejas, animadora de talleres literarios y veladas nocturnas en la casa de Vía Naranja en Santiago, ubicada en el sector alto de la ciudad donde no era fácil llegar y, sin duda, mucho más difícil era salir, considerando las horas del toque de queda. Allí, en la casa de Lo Curro, como llegó a ser conocida entre los escritores, Callejas animaba los talleres mientras sus hijos dormían y su marido trabajaba en el subterráneo de la casa preparando circuitos, detonadores y explosivos plásticos mucho más sofisticados y seguros que la ruda dinamita o la delicada nitroglicerina.
Todo esto lo explica con precisión quirúrgica el periodista y escritor Juan Cristóbal Peña, autor de Letras torcidas. Un perfil de Mariana Callejas (Ediciones UDP, 2024), un libro que amplía, repasa, expande y acierta a examinar en detalle el posible significado de lo que es o puede llegar a ser la literatura en condiciones de extrema pobreza ética. Una crónica bastante posterior a los hechos que rodearon la existencia de la casa de Lo Curro, firmada por Pedro Lemebel bajo el título “Las orquídeas negras de Mariana Callejas (o el centro cultural de la DINA)”, publicada en 1998, dio cuenta de estas reuniones donde se forjaba lo que luego sería presentado al mercado como la Nueva Narrativa Chilena, un título muy acorde con la recuperación de la democracia de los años noventa. El tema del doble oficio de Callejas, si acaso puede ser categorizado de esta forma, fue retomado por Roberto Bolaño en su novela Nocturno de Chile, publicada en 2000, tras oír la historia por boca del propio Lemebel. En dicha ficción, uno de los asistentes a los talleres de la Vía Naranja se pierde en los pisos inferiores de la casa cuartel en busca de un baño y descubre, al abrir una de sus muchas puertas, a “un hombre desnudo, atado de las muñecas y los tobillos”. La referencia –aunque no es seguro– posiblemente está basada en la tortura y muerte del diplomático español Carmelo Soria, quien en julio de 1976 fuera secuestrado por la DINA cuando se dirigía a su hogar, llevado a la residencia de los Townley-Callejas en la casa cuartel, torturado de forma despiadada por oficiales del Servicio y finalmente arrojado a la ribera de un canal cercano para simular un suicidio.
¿Sabían los futuros autores de la Nueva Narrativa Chilena lo que sucedía en la casa de Lo Curro? Muy probablemente no, ojalá que no. Esa es, al menos, la impresión que transmite el detallado recuento de Peña en sus Letras torcidas. Su punto, en cualquier caso, no es la complicidad involuntaria de un grupo de escritores con pase libre en sus desplazamientos nocturnos durante los años del terror en Chile. Como un sabueso en busca de su presa, lo que busca Peña no es la denuncia de una herencia literaria mal habida ni tampoco sus avatares. Menos aún la exculpación de su protagonista Mariana Callejas, o su redención como cuentista y creadora de relatos sorprendentes por su pulso narrativo, claro y preciso, puesto de manifiesto en la exploración que Peña hace de ella como autora publicada.
En el primer cuarto de Letras torcidas, cuando el lector comienza a preguntarse en voz alta qué tiene de interesante la vida de una fanática ex militante de Patria y Libertad al servicio de la DINA, con fuertes deseos de abandonar la lectura –todo hay que decirlo–, el autor del libro parece hacerse la misma pregunta: ¿Qué busco y qué encuentro en la persona de Mariana Callejas? ¿Por qué seguir esta pista como si en ella se ocultara un secreto aún no revelado? “Las veladas literarias en su casa cuartel de Lo Curro habían sido célebres –se responde el mismo Peña–: buena parte de los escritores y artistas de cierto renombre que permanecieron en Chile en los años setenta pasaron por esa casa [Carlos Iturra, Magdalena Vial, Gonzalo Contreras, Carlos Franz, y por sobre todos ellos el guía espiritual de Callejas, el escritor Enrique Lafourcade], atraídos por la hospitalidad de su anfitriona, que agasajaba a los invitados con buena conversación, alcohol, sánguches y picoteos. Es probable que su nombre no hubiera trascendido como lo hizo de no ser por esas veladas literarias y su afán y empeño por escribir y publicar, que inspiraron películas, series, libros, crónicas, obras de teatro, comidillas. De no ser por esos talleres literarios, y su carrera de escritora, yo mismo no estaría escribiendo lo que escribo ahora”.
Para el autor, es la insistente pasión de Callejas por la escritura lo que sostiene su propio interés en seguir escribiendo el libro, lo mismo que para el lector su lectura. Y es que, como queda claro a continuación, esos talleres literarios en la Vía Naranja constituyen lo que podría llamarse, a falta de mejor título, la literatura realmente existente de la dictadura. Tal es el principal hallazgo del libro. De acuerdo a esto, el imaginario de la época no estaría en las intervenciones urbanas de la Escena de Avanzada ni en los cenáculos marginales que peregrinaban a Isla Negra cada año para saludar en la casa de Neruda al poeta del pueblo. Para saber qué era la literatura durante los años de la DINA, hay que subir el cerro de Lo Curro y escuchar las “letras torcidas” de Mariana Callejas. Estaba allí, en los relatos que ella leía, capturando la atención y el halago de los asistentes al taller como una serpiente de cuello levantado sobre sus huéspedes. Mariana leía su deseo de ser escritora, pero también leía la posición de privilegio que ocupaba cuando el silencio reinaba: su musa inspiradora era la DINA, las operaciones secretas su cocinería, el Servicio a la Causa la metaliteratura inyectada en sus relatos. Todo se encontraba allí, transformado en otra cosa: el vértigo de esperar entre las sombras de la medianoche que Prats estacionara frente a la reja de la calle Malabia, o qué Letelier acelerara su auto en la rotonda de Sheridan Circle. Eran asesinatos reales camuflados de ficción, con otros nombres y otras víctimas que caían abrazando un ideal que ella desmentía con trazo firme y decidido: “—Se acabó. Se acabó todo –se lamenta el Comandante Pepe–. ¿Qué querían? ¿Guerra civil? No. Aquí ganaron los milicos cuando decidieron entrar en el baile. Nos vamos a la Argentina”, escribe Callejas en su cuento “Las nieves de septiembre”, donde un comandante guerrillero al frente de un puñado de valientes va al muere, mientras los soldados les pisan los talones en la mejor tradición gauchesca.
La indagación de Peña reproduce y selecciona párrafos y fragmentos de esta literatura con ojo de buen cubero, sabiendo o sospechando que detrás del talento narrativo se esconde una tifa rompe filas con la cual acceder a los protagonistas innombrables del periodo: terroristas cubanos de extrema derecha, fascistas italianos, espías chilenos, lumpen militar asignado al Servicio, acciones de asesinatos masivos como la Operación Cóndor y pruebas químicas con gas sarín para reventar a las víctimas. Paradójicamente, los fragmentos mejor logrados de esa metonimia del espanto que practica Callejas son aquellos donde se revela una cierta humanidad escondida donde ya no parece haberla, como en el cuento “Ya no seré feliz”, donde un empresario que ha sido secuestrado por guerrilleros decide a último momento no denunciar a su captora, una vez que es rescatado por las fuerzas del Servicio.
La lógica dictaba que el derrumbe de Callejas como socialité de la literatura chilena debía llegar con la caída de Townley en manos de la justicia norteamericana y el fin de la DINA como musa de la impunidad. Pretender algo distinto, como quiso ella en 1988 cuando escribió una carta al embajador de Estados Unidos en Chile, Harry Barnes, solicitando una visa de entrada al país donde se había cometido el primer atentado terrorista de envergadura por parte de un servicio de inteligencia extranjero, era sencillamente no entender nada sobre su rol tanto en la DINA como en los salones literarios de la dictadura chilena. “Siento que mi futuro como escritora ha llegado a su fin en Chile por razones políticas, pero mientras estuve en Estados Unidos exploré en el campo de la literatura y sentí que tengo un futuro como escritora en ese país, donde hay libertad para escribir sobre cualquier tema”, alegaba ella en su carta de petición al embajador Barnes.
Para Callejas, ser escritora era escribir bien. Todavía hay gente que piensa lo mismo. Y hay cada vez más mercado dispuesto a abrazar esa premisa. Es lo que hace tan vívido y actual el perfil de Peña sobre Callejas. “Vivo con una maleta, en una casa sin muebles (los vendí). Quemé mis naves en diciembre. Por favor, ayúdeme” termina diciendo ella en su carta. Quería reinventarse como escritora, y apenas comprendía que su literatura de agente de la DINA ya la había creado a ella.