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La historia del teatro es la de grandes directores y paradigmáticos dramaturgos, las mujeres serán personajes, o nombradas como excepción. Hombres que protagonizaron las renovaciones estéticas, la téchne y la poética. Una formación en arte teatral –clásica y europea, of course, nos inocula la admiración por el maestro, pues en toda genealogía siempre ha aparecido la figura del genio–. Recuerdo, no con poca ternura, cuando en los primeros años de mis estudios como teatróloga me sedujo la hipótesis del origen de la comedia dell’Arte en las cortesanas. Entonces escribí unas cinco cuartillas como trabajo de clase en las que, debo confesar, recurrí a la ficción.
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The Brotherhood, segunda parte de la trilogía Cadela Força, con concepto, texto y dirección de Carolina Bianchi, expone la performatividad de lo masculino como una hermandad, la fascinación por los genios, la decepción, la violencia y la violación. Casi al inicio, ante el espejo, Bianchi diserta sobre La gaviota, de Antón Chéjov, la gran obra del drama moderno, la memorización de un texto, ser personaje, luego está el “yo”, la excitación al escuchar la voz del director polaco Tadeusz Kantor, la aparición/desaparición de su cuerpo, la provocación, la invocación a Sarah Kane, autora británica de una dramaturgia performativa y transgresora en textos como Crave y Psicosis 4.48. La carne, los fluidos y lo magullado se escenifican a través de símbolos y denuncias. The Brotherhood no dejará a ningún espectador indiferente.
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Artemisia Gentileschi me ha obsesionado durante mucho tiempo. La artista de la que queda una obra implacable fue sometida a una tortura pública después de acusar a su violador. En el juicio le amarraron a los dedos unos anillos de hierro con hilos que se halaban constantemente; todo para comprobar que su acusación no era falsa. Obras como Judith decapitando a Holofernes contienen su furia. Mientras veía The Brotherhood me acompañaban sus pinturas, la dignidad, el autorretrato como una forma de defensa.
Carolina Bianchi confiesa que es escritora, primero que dirigir o actuar, escribe. Me conmueve esa declaración. En la pantalla se proyectan acotaciones en tercera persona, gestos que transcurren en la imaginación, como posibilidad. De hecho, en The Brotherhood se presentan 500 páginas como el archivo de la investigación. El manuscrito es puesto en crisis y enunciado desde su cuerpo, es esparcido y deconstruido de múltiples formas.
Sumergida en la experiencia traumática de la violación o la misoginia, la dramaturgia escénica no se entibia, se nutre de la furia.
¿Cómo re-presentar la violencia? La violencia es el lenguaje de la inercia y la complicidad ante los amos. La violencia es el lenguaje de la colonización de la mirada, del saber, de la historia. La escritura es un espacio de rebelión. El soliloquio de Bianchi sucede a veces de espaldas, a veces en tono de conferencia, luce con gusto su deseo de no complacer o entretener, comparte los mitos antiguos, personajes femeninos, autoras y pálpitos propios al encarnar la violencia en las palabras y el cuerpo.
Aproximarse a The Brotherhood es dejarse habitar por lo político y lo poético, por la tradición y la contradicción. Desde el purgatorio hasta el fuego, desde el placer hasta la culpa, desde el naturalismo hasta la performance, lo que nombra como una risa compasiva tras el bukkake y el ejercicio de desmontaje íntimo son operaciones de profundización en la mirada sobre sí misma, que es una mirada sobre los cimientos de la representación. En The Brotherhood está el archivo –la escritura– que tiembla, artilugio, contingencia, pathos, catarsis, ¿porvenir?
Las críticas al feminismo blanco, la romantizada noción de sororidad y el lugar legítimo de la incomodidad desembocan en la siguiente idea: la complicidad entre hombres sí que está a prueba de todo. Bianchi presenta la fraternidad como un pacto intransigente, prácticamente es el don que “protegerá” a todo niño durante su vida, como se describe en el Prólogo. Me parece sublime cómo parodia estos pactos también desde la infantilización de su producción.
Dos escenas fundamentales a mi modo de ver en la performance serían la entrevista a un director teatral ficticio y la mesa de los intelectuales que analizan las 500 páginas escritas por Bianchi. En el diálogo con el director exitoso –que tenía que ser alemán, obviamente– se interesa por las puestas en escena emblemáticas. Las relaciones de abuso de poder con las actrices de su ensemble, la explotación del cuerpo femenino y la omisión de los créditos que merecerían las mujeres son algunas de las tensiones que surgen del diálogo. Por supuesto, el director versionó Casa de muñecas, de Henrik Ibsen, para “denunciar la violencia que sufre la mujer en el ámbito doméstico”. El arquetipo es tan fidedigno que parece real.
En la mesa de los intelectuales está ausente el cuerpo de Bianchi, su corpus es revelado por ellos. En esa última cena critican el estilo, la fragmentación y la hibridez que marcan las 500 páginas. Durante la lectura se nombran a artistas como la cubana Ana Mendieta, con énfasis en una acción en la que abordó la violación. Ana Mendieta cayó del piso 34 del apartamento que compartía con su pareja, el también artista Carl Andre, quien salió absuelto de la acusación de feminicidio y gozó de la complicidad del medio artístico, su amigo Frank Stella pagó la fianza. Casos mediáticos y terribles como el de Gisèle Pelicot, quien fue violada por más de ochenta hombres de entre veintiséis y setenta años, en un macabro plan ideado por su esposo, el padre de sus hijos, que la drogaba con somníferos y ansiolíticos, contactaba a los hombres por internet y grababa las violaciones. También son leídos sueños y memorias de la autora, escritas entre vaivenes, vigilias y sensaciones. Ella misma fue víctima de la droga “good night, Cinderella”, punto de partida para la primera parte de la trilogía The Bride and the Goodnight Cinderella. Cuando la víctima no está, cuando la autora no está, ¿cómo son leídas sus memorias?
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Carolina Bianchi despierta interrogantes desde los espacios más incómodos, su reinterpretación de El origen del mundo fue con gusto exhibida en el Teatro Lliure y la programación del Festival Grec en Barcelona, frente a un público que puede identificarse o rechazar completamente el lugar de enunciación de su trabajo, ni sentimentalista, ni complaciente. Ella personifica la lengua del mundo. Quizá, porque el origen de la lengua cortada del mundo es una violación, Filomela, La metamorfosis, de Ovidio, Lavinia, Tito Andrónico, de William Shakespeare.
Pienso en el colectivo artístico Guerrilla Girls y sus actos de reparación, en escrituras que han reflexionado de manera bastarda e irreverente en el contexto latinoamericano sobre la violencia, la misoginia, en la escritora y antropóloga Rita Segato, autora de Contra-Pedagogías de la crueldad. Lecturas recientes que me rondan, El celo, de Sabina Urraca: “Si ella fuese la de antes, habría enarbolado esa bandera sobre el médico, se la habría restregado por el hocico sucio. El mundo le ha enseñado cosas así: que para luchar contra un tipo repugnante lo único que puede hacer es volverse un tipo aún más repugnante. Pero ya no tiene fuerzas para el juego del mundo”.
Pienso en las poéticas de Angélica Liddell, Tamara Cubas, María Velasco, en Not a Pretty Picture, de Martha Coolidge. Pienso en la adolescente cubana a la que violaron cinco hombres en el 2020. Cuando escribí La puta y el hurón solo tenía que hacer memoria.
Relaciono la investigación de Bianchi con Poor Cinderella, still ironing her husband (1978). Miñuca Villaverde crea, con el material sobrante de otra película, una obra experimental compuesta de fragmentos, rayaduras y collage. La película “original” es Blanca Putica. A Girl in Love (1978), cuya fuente de inspiración fue un recorte de prensa parisino enviado por un amigo. Se trataba de la noticia de una prostituta hallada muerta en el Sena. La cineasta, actriz y escritora cubana se impresionó por la tragedia, por cómo caracterizaban a la mujer en un impersonal francés.
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En la iconografía de The Brotherhood pesan El rapto de Perséfone, de Rubens, la fotografía de una acción de Hermann Nitsch, el retrato de Sarah Kane. También he visto en el escenario el cuadro de Artemisia Gentileschi, Lucrecia, la he visto en el cuerpo de Bianchi. Para Lucrecia, la única posibilidad de preservar su honor, después de ser violada, sería suicidarse, en el mismo origen de la República Romana estuvo una mujer cuya virtud debía ser probada con el suicidio.
Cortesanas, poetas, putas, locas, musas, víctimas ejemplares, tontas, escaladoras, mentirosas, escritoras menores, débiles y aspirantes a directoras de teatro. La relación de esas palabras con The Brotherhood, a partir de este verso de Louise Glück, “Creo recordar qué es / estar muerta”, en un fragmento de Crave, de Sarah Kane: “Odio estas palabras que me mantienen viva. / Odio estas palabras que no me dejan morir”. Lo latente, el manifiesto, hacen de la segunda parte de la trilogía Cadela Força una ceremonia dura. Debería decir cruda, crudeza preservada en 500 páginas.
La escritura de Bianchi es autopoética. Las consignas, las reducciones que convienen al escrutinio público, la militancia del privilegio que no está atravesada por la clase o la raza, sino por la revictimización, en especial la de los jueces –miembros de honor de la fraternidad– que ansían encontrar a la víctima ideal, una que se adapte a la moral hipócrita del poder reaccionario. The Brotherhood está plagado de las voces, los flashazos, las horas en la ducha, las suicidas en su venganza a destiempo, los balbuceos, las mujeres anónimas en cintas de video donde son penetradas violentamente, las estudiantes de arte, las actrices, las escritoras, las palabras de otras y otras. Bianchi transforma en lenguaje su dolor, no solo ha autotematizado, sino que ha construido su propio artificio.
The Brotherhood es un espectáculo visual donde el terror ocurre a veces fuera de la mirada del espectador, la violación, un disparo que cita a La gaviota, un juzgado, los violadores absueltos y el devenir de la violencia sexual. El espectador es empujado a pensar en la obediencia ante el sistema y sus machos intocables, a dudar de sus grandes maestros del arte, a moverse en su luneta con estupor. ¿Quiénes no hemos asistido a Dirthy Parthos? ¿Quiénes no hemos sido abusadas, violadas, silenciadas? The Brotherhood me seguirá mientras magullo mi propia investigación sobre la escritura, la performance y lo autorreferencial. Porque las historias, como las genealogías, pueden reescribirse todos los días, con hechos comprobables y fácticos, con estrategias poéticas o anticoloniales, a través de la ficción y el ensayo. Una forma de rebelión es aliarse con las palabras de otras, acompañarnos de sus voces en este perpetuo desasosiego.