Llegado el aniversario cuarto del mayor estallido social post1959 en Cuba, parece difícil rememorar el sentimiento que permitió rearmar, por un luminoso momento, la patria eludida y pospuesta durante tanto tiempo; la posibilidad misma de la patria o la matria o como quiera nombrarse a esa sensación de que la euforia compartida y el reconocernos en medio de infinitas trayectorias divergentes, tiene un territorio. La voz que estuvo durante tiempo aplastada bajo el peso del escombro revolucionario, acallada bajo el bullicio de las consignas suicidas, resquebrajó la grieta del monolito totalitario. El grito por fin liberado, el “ropaje del silencio” por fin rasgado, tenía una belleza caótica y deconstructiva, trazada en trayectorias imprevisibles, dispersas, discontinuas.
No podría haber sido de otra manera. Sin experiencia alguna sobre el milenario arte de reconocerse, encontrarse, soñar un deseo y ponerse de acuerdo para materializarlo, no podría haber sido ser de otra manera. No podía serlo por la falta de experiencia que hace de la toma de la calle una estrategia para el desmantelamiento de un orden y el establecimiento de otro, pero también porque ningún intento de practicar ese arte podría haber ido más allá de una cierta escala, y esa era una alejadísima de lo que terminó sucediendo.
La reacción fue inmediata; la sorpresa descolocó por un momento la tensa y costosa calma de semanas anteriores, pero en el tiempo que tomó a la chispa inicial en San Antonio de los Baños extenderse a otros municipios y localidades por toda la isla, el aparataje de la contención y la reacción había desplegado sus tradicionales escenarios: los “revolucionarios”, llamados a recuperar la calle que por unas horas dejó de pertenecerles; las Tropas Especiales, luciendo sus uniformes recién comprados, delatando la certeza de la rebelión que tienen siempre los opresores; la maquinaria del cuarto de espejos, recreando una vez más la historia del enemigo y sus aliados deseosos de destruir la revolución, como si tal cosa existiera.
Lo que siguió fue una reacción desproporcionada; la única que es capaz de ofrecer un gobierno que no tiene ya autoridad legítima sobre la que sostenerse ni beneficios que ofrecer como compensación por los interminables sacrificios demandados: cárcel, exilio, arrestos, criminalización pública. En el espíritu de una purga aleccionadora los manifestantes, esos que durante varias horas cargaron sobre sí los anhelos de todos, fueron sacados de sus casas, enjuiciados, condenados a pasar años de sus vidas en celdas horribles y a sufrir las vejaciones que acompañan a la impunidad y la prepotencia. Otros tantos huyeron o fueron expulsados; el exilio forzado y la cárcel como espacios únicos de supervivencia, como respuesta única al reclamo de libertad y de vida. Pero de un evento como el 11J no hay regreso.
Los últimos cuatro años han sido, para el régimen, de perfeccionamiento de la normatividad jurídica que vuelve legal (aunque nunca legítima) la violencia estatal, garantiza la impunidad para sus esbirros y agentes y restringe aún más los derechos de la ciudadanía; desde la Reforma del Código Penal en 2022 hay mucho más que se considera delito y las penas por los delitos considerados son más altas (incluida la pena de muerte). Salir a manifestarse por la falta de electricidad, de agua, o de comida, puede ser leído como desorden público, desacato o incluso atentado contra el orden constitucional y conducir directamente a la cárcel. Un llamado a manifestarse, escrito en redes sociales, puede costar 10 años de cárcel o, aún peor, como ha sucedido por ejemplo con Sulmira Martínez (en prisión desde enero de 2023), meses y años en prisión sin petición fiscal, juicio o sentencia. La normatividad, ya criminal, es sobrepasada por la arbitrariedad, porque la arbitrariedad es el sentido último del poder del estado policial cubano.
Y la estancia en prisión puede a la vez volverse una pelea permanente por la supervivencia. Y ello en el sentido más literal, como lo hacen evidente los presos políticos que han muerto en los últimos meses bajo custodia del Estado. Los recursos de quienes están en prisión para resistir son pocos, y operan en el espacio mínimo de libertad irreductible, el del propio cuerpo, y a veces también en el registro de la voz, que una vez despierta se resiste al silencio, como lo muestran los poemas de Duannis León Taboada, sentenciado a 14 años en prisión. Recientemente Maykel Osorbo realizó una huelga de hambre para evitar ser trasladado a una prisión más lejana, durante la cual le fue restringido el derecho a la comunicación por teléfono. Las huelgas de hambre se reproducen en las cárceles cubanas tanto como se reproducen los abusos. José Daniel Ferrer lleva días siendo golpeado y torturado por presos comunes, e impedido de recibir visitas. Yan Carlos González González murió este 7 de julio después de una prolongada huelga de hambre en protesta por una petición fiscal de 20 años de prisión. Y estos son solos ejemplos, graves pero no únicos, de los que pueden citarse decenas. El repertorio de la arbitrariedad en prisión es sorprendentemente amplio para ser uno construido sobre la lógica predominante de la restricción. Parecería que el experimento de fondo de la prisión política es descubrir cuánto es posible constreñir el espacio de existencia de un ser humano. Pero no se trata de ningún experimento, a menos que sea la variante carcelaria de un experimento mayor, el de descubrir cuánto puede empujarse un pueblo a la miseria, la desolación y la violencia sostenidas, antes de que la rabia encuentre nuevamente su cauce.
Un sistema tan extremo, agravado por la catástrofe económica, podría parecer ser efectivo, pero la persistencia de la protesta es la mejor evidencia de su fracaso. El 11J abrió un escenario inédito para el descontento; que haya sido un estallido social emergente y no el resultado de un largo proceso de organización social, no significa que se haya tratado de un episodio único e irrepetible. Los cuatros años posteriores al 11J demuestran, en todo caso, que la protesta no puede ser ya contenida, a pesar de la represión extrema. No puede serlo porque se convirtió en el lenguaje del descontento, y tener un lenguaje es el paso imprescindible para enfrentar al adversario, el estado totalitario cubano.
En cuatro años, el repertorio de la protesta, operando en la dirección contraria de la lógica de la restricción del estado policial, se ha multiplicado y diversificado: cierres de calles, reuniones frente a instituciones, cacelorazos, aprovechamiento de la oscuridad natural y la resultante del colapso del sistema eléctrico para ocupar el espacio público, pintadas en paredes… Ello no ha conducido, por el momento, a la articulación de un movimiento de resistencia pacífica masiva necesario para forzar la renuncia o la huida de la élite que desgobierna el país, pero constituye un ejercicio imprescindible. Las formas emergentes que tomará esa resistencia pueden todavía sorprendernos, pero, aunque surjan en espacios muy diferentes (el estudiantil, o el de la sede de la masonería, por mencionar los más recientes), pasarán inevitablemente por la toma de calles que no pueden ser ya, y no lo son desde el 11 de julio de 2021, únicamente de “los revolucionarios”. Ese es el principal legado del 11J.
El otro legado es más un efecto colateral, no intencionado, pero igualmente poderoso. Cada vez que se acerca un 11 de julio, el régimen cubano tiembla. Imagina que ese momento, que es lo más cercano que ha vivido a mirarse en el espejo de su derrota, va a repetirse. Y actúa como quien sabe que la recurrencia cíclica de la fecha puede terminar siendo no una rememoración, sino una repetición del mismo escenario. En eso, probablemente, no le falta mucha razón.
El pánico de quienes están en el poder ante la rebelión de sus subordinados ha suscitado más paranoias y teorías de conspiración que planes insurreccionales, y ha dejado suficientes evidencias históricas como para comprender en qué acierta y en qué se equivoca ese pánico. Acierta en que, efectivamente, la rebelión va a ocurrir. La certeza del opresor sobre la rebelión de sus subordinados es la evidencia de su propia conciencia; dice que saben perfectamente que, pese a todos los discursos que justifican, legitiman y racionalizan, atentar contra otros seres humanos, impedirles la realización de la plenitud de su propia humanidad, es un acto injustificable que no va a quedar impune para siempre. Se equivoca en que imagina la rebelión como una conspiración planificada en las sombras, escapando a su vigilancia insidiosa y su control, ideada más como un emprendimiento empresarial que como un acto radical de supervivencia colectiva. Incapaz de comprender los flujos subterráneos que alimentan la rabia y el poder (incomprensible a sus ojos y su experiencia) que anida en el “nada que perder”, imagina que alguien –algo– diseña la repetición de la revuelta. La revuelta vendrá, solo que no en el momento ni en la forma que la limitada imaginación del poder supone. El 11J dejó, como regalo, la promesa de su regreso. Y por eso es la fecha de la nueva efeméride de la rebeldía nacional; no porque se ha vuelto el pretexto para la conmemoración de un evento liberador y luminoso que existe en el pasado, como una reliquia, sino porque rememorarlo es recordar que es posible –pese a todo– quitarse el ropaje del silencio, y recuperar la calle.