fbpx

James Wood: “El imperio de los signos de Joseph Roth”

Las novelas de Joseph Roth no solo sugieren que el imperio Austrohúngaro ha desaparecido, sino que, en rigor de verdad, jamás podría haber igualado los absurdos sueños con los cuales Roth lo identificaba. Uno siente que Roth tenía nostalgia del imperio incluso cuando este existía porque nunca estuvo a la altura de su desmesurada, platonizante idea. Por tanto, son elegíacas por partida doble: en cierto sentido, son elegías por el sentimiento original de la elegía.

-

Presentación

El desmesurado, casi insoportable esplendor de la faraónica obra de Philip Roth suscita, quizá, la ilusión de que el escritor de Newark es el único artista verbal importante con ese apellido. Sería un error, sin embargo –como nos recuerda el excelente ensayista James Wood en el texto que aquí traduzco— olvidar al consumado estilista Joseph Roth, irónico y elegíaco, el gran narrador de la decadencia y hundimiento del Imperio Austrohúngaro. Harold Bloom –que de esas cosas algo sabía– ha escrito que para ser canónico un escritor debe poseer tres rasgos: energía lingüística, agudeza cognitiva y poder de invención. En la prosa de Roth encontramos esas cualidades casi en exceso: ha creado una geografía simbólica cerrada sobre sí misma que no se parece a ninguna otra (la posible afinidad con Kafka, a quien ciertamente nunca leyó, es solo otra marca de su grandeza estética); ha pergeñado un complejo análisis sobre las causas de la decadencia del imperio y forjado un estilo absolutamente singular, una mezcla desconcertante de precisión, extrañeza y belleza que, como demuestra Wood, tiene más en común con la prosa de ciertos poetas (Ósip Mandelshtam) que con la de cualquier otro novelista. En definitiva, el atinado artículo de Wood nos convence de que a Kafka, Musil y Broch (los tres imprescindibles narradores del ocaso Austrohúngaro) es preciso añadir la obra del alcoholizado y lúcido autor de La marcha Radetzky.

James Wood: El imperio de los signos de Joseph Roth

I

Con Joseph Roth todo empieza –y termina– con la prosa. El placer que nos proporcionan los libros de este novelista austríaco –escribió entre 1920 y 1939– yace en sus extrañas, dúctiles, sinuosas oraciones, que siempre buscan la manera de convertirse en las más inesperadas metáforas. Es raro encontrar un poder tan luminoso para la representación realista que se combine de forma tan refinada con una temperatura poética tan elevada. Joseph Brodsky dijo que hay un poema en cada página de Roth y es cierto que el afecto casi nervioso de Roth por la metáfora recuerda la prosa febril y visionaria, atiborrada de imágenes maravillosas de otro poeta, Ósip Mandelshtam, mucho más que la de cualquier novelista.

Los detalles e imágenes de Roth, como los de Mandelshtam, no son primordialmente visuales, a la manera de Flaubert. Roth no está particularmente interesado en describir el color exacto del bigote de un hombre para compararlo después, digamos, con filamentos enrollados de cobre (aunque es perfectamente capaz de escribir en esta tesitura si lo desea). Su técnica consiste en aproximarse a esas imágenes por detrás o de manera sesgada y convertirlas en algo que es al mismo tiempo mágico y un poco abstracto. En La Tumba del emperador (1938) imagina a un hombre de negocios que discurre sobre sus perspectivas en el Imperio Austrohúngaro durante la Primera Guerra Mundial: “Mientras hablaba acariciaba los dos lados de sus bigotes, como si quisiera acariciar simultáneamente las dos mitades de la monarquía”.

Podemos encontrar este nivel de abstracción mágica en todas las novelas de Roth, desde la primera, La telaraña (1922), hasta la última que publicó, La noche 1002 (1939). La telaraña es en generalun libro soso y poco sofisticado pero ya su segunda novela, Hotel Savoy (1924) sugiere el poder de un escritor mucho más maduro. Narra la historia de Gabriel Dam, que ha pasado tres años en un campo de prisioneros de guerra en Siberia y que de alguna manera ha terminado en una ciudad no identificada de Europa Oriental como residente del enorme Hotel Savoy, que está lleno de refugiados de la guerra: polacos, alemanes, rusos, serbios y croatas. Este libro, en los inicios de su carrera, muestra ya un profundo dominio del símil y la metáfora: “mi habitación –una de las más baratas– está en el sexto piso, número 703. Me gusta el número –siempre he sido supersticioso acerca de los números– porque el cero del medio es como una dama con un caballero a cada lado, uno viejo y uno joven”. Dickens y –casi con certeza– Gógol podrían haber influenciado a Roth, pero sin duda lo que más lo impresionó cuando comenzaba a escribir fue el estilo del periodismo vienés, en particular la práctica y perfección del así llamado feuilleton: el artículo literario breve a la manera de Viena. Los feuilletons eran breves esbozos, ocasionalmente polémicos, pero a menudo exquisitamente descriptivos. Karl Kraus fue el primer gran maestro de la forma; en la década del veinte, cuando Roth comenzó a escribirlos, Alfred Polgar era su más famoso exponente. Walter Benjamin llamó a Polgar “el maestro alemán de la forma breve”. En 1935, en un artículo escrito en honor de los sesenta años de Polgar, Roth dijo que se consideraba el discípulo de Polgar: “Él pule lo ordinario hasta que se convierte en algo extraordinario… he aprendido de él esta meticulosidad verbal”.

La brevedad del feuilleton somete cada oración a una presión desmesurada e intensifica con creces su energía ordinaria. Polgar, en una de sus piezas, describe el bastón de un hombre en un estilo muy rothiano:[1] “Un pequeño bastón forrado con piel de rinoceronte bailaba entre sus dedos. Su color era una suerte de amarillo-lana atenuado y parecía una barra de miel petrificada”. Estos artículos –los ensayos de Benjamin están emparentados, al menos en el plano estilístico– a menudo se articulan como si cada oración fuese un nuevo comienzo. La escritura es esencialmente aforística, incluso cuando no lo parece, porque cada oración alcanza el estatus de un aforismo. Karl Kraus definió el aforismo como “al mismo tiempo la verdad y la verdad y media”: esta también podría ser una definición de la metáfora, sobre todo de la metáfora tal y como aparece en la obra de Roth, donde los símiles son al mismo tiempo falsos y más que verdaderos.

Roth, de hecho, ficcionalizó los procedimientos del feuilleton para producir relatos que siempre parecen estar a punto de terminar y que, por tanto, siempre incluyen otra frase espléndida antes del final postergado. Sus libros tienen una estructura minuciosamente diseñada pero cada oración es un estallido discreto. Allí está, por ejemplo, el desagradable Lord von Winternigg en la mejor novela de Roth, La marcha Radetzky, que atraviesa la guarnición en su lujoso carruaje: “Pequeño, vetusto y miserable, un minúsculo vejete amarillento con una pequeña cara arrugada envuelto en una enorme manta amarilla […] atravesó el exuberante verano como un espantoso fragmento de invierno”. O, de la misma novela, esta escena: “Estaba oscureciendo. La noche caía con vehemencia sobre la calle”. O de nuevo, en la misma novela, la descripción del campesino Onufrij y sus esfuerzos para escribir su nombre: “Las gotas de sudor brotaban de su frente como volutas de cristal transparente […] caían, caían como lágrimas expulsadas por el cerebro de Onufrij””. Y de La tumba del emperador: “Todas las pequeñas estaciones de trenes en los pequeños pueblos provinciales parecían iguales a lo largo del viejo Imperio Austrohúngaro. Pequeñas y pintadas de amarillo, eran como gatos yaciendo en la nieve en el invierno y bajo el sol en el verano”. De Fuga sin fin: “Era una noche helada, tan fría que al principio pensé que incluso un grito se congelaría en el instante mismo que fuese proferido, sin alcanzar la persona a la que se dirigía”.

Joseph Roth nació en 1894 en el borde del Imperio Austrohúngaro, en Brody, la Galitzia austríaca. Hasta que la biografía escrita por David Bronsen estableció los hechos el registro de la vida de Roth era una enigmática mancha, un intrigante rumor digno del misterioso pueblo donde nació, un pueblo sobre el que escribe una y otra vez en sus ficciones, siempre con interesantes variaciones.

Brody tenía una considerable población judía pero al parecer en su vida adulta Roth ocultó su origen judío y afirmó que su padre -un negociante de Galitzia llamado Nahum– era un funcionario del gobierno austríaco (otras veces decía que era un conde polaco). Quizá la causa de esas fantasías fue el antisemitismo austríaco, pero resulta más probable que provengan del romanticismo conservador de Roth y su casi ingenuo afecto por el ejército Austrohúngaro. Sin duda era más fácil inventar un padre ficticio una vez que el otro había desaparecido… y ese era el caso. Como cualquier lector notará, la ficción de Roth está dolorosamente interesada en las relaciones filiales, con numerosos padres ausentes (o inútiles) e hijos devastados, a la deriva. El tratamiento más áspero del tema se produce en Zipper y su padre (1928), el retrato de un joven, Arnold Zipper, espiritualmente arruinado por su participación en las batallas de la Primera Guerra Mundial y por el insensato apoyo de su padre a esa guerra.

Pero la meditación más profunda de Roth sobre la relación entre padres e hijos es La marcha Radetzky. La belleza formal de la novela fluye precisamente de su “corriente dinástica”, que irriga la estructura misma del libro. Todo comienza con el capitán Joseph Trotta quien, sin darse cuenta, salva la vida del joven Emperador Franz Joseph en la batalla de Solferino, en 1859. Gracias a esto, el capitán recibe un título nobiliario y se establece la quijotesca dinastía maldita de los Von Trotta: cada generación menos heroica, pero al mismo tiempo más absurdamente quijotesca que su predecesora. El hijo del barón Von Trotta, Franz, es solo un diligente capitán de distrito en la Silesia Austríaca, pero su hijo, el teniente Franz Joseph Von Trotta –sin duda el auténtico protagonista de la novela– es espectacularmente infeliz: primero en la caballería –la cual él mismo abandona– y luego en la infantería, donde muere absurdamente durante la Primera Guerra Mundial.

Suspendida sobre la cabeza de Von Trotta como una nube dorada está la reputación de su abuelo, “el héroe de Solferino”. El joven Von Trotta nunca consigue alcanzar algo remotamente cercano a su “heroísmo” …sobre todo porque este fue completamente casual; su aflicción, al menos en parte, estriba en que se esfuerza sin cesar por alcanzar algo que, cuando surgió, nada tenía que ver con el esfuerzo. Roth expande maravillosamente ese tema hasta convertirlo en una compleja celebración y crítica del Imperio Austrohúngaro: el teniente Von Trotta llega a representar toda una generación de hombres jóvenes debilitados por el pasado, viviendo bajo la sombra del heroísmo de una etapa en la historia del Imperio que jamás se repetirá e incapaces de acceder por la fuerza de su voluntad a lo que alguna vez fue alcanzado por puro instinto. Lo que no cambia, sin embargo, es el emperador Franz Joseph, que ascendió al trono en 1848 y reinó hasta 1918. El emperador es el padre omnipresente y sin embargo ausente de todos los habitantes del imperio; en cierto sentido él es al mismo tiempo el padre y el abuelo de Von Trotta, porque su largo reinado ha abarcado todas las generaciones. El emperador es, por supuesto, el verdadero héroe de Solferino, bajo cuya heroica reputación Von Trotta vive y fracasa. Donde quiera que Von Trotta ve el retrato del emperador “en su brillante uniforme blanco”, se confunde en su memoria con un antiguo retrato familiar de su abuelo. La dinastía Von Trotta y la dinastía de los Habsburgo son, para él, una sola: fusión que, de manera característica, Roth idealiza y parodia al mismo tiempo.

La Historia marcó brutalmente la vida de Roth en al menos dos ocasiones: primero tuvo lugar la muerte del sobrino del emperador, el archiduque Franz Ferdinand, en Sarajevo en 1914. Esto, seguido por la muerte del emperador Franz Joseph en 1918 desencadenó el hundimiento del Imperio Austrohúngaro… y después de todo eso llegó el Anschluss.[2] Las noticias sobre la ocupación de Austria provocaron un colapso emocional en Roth, que en esa época vivía exiliado en París, bebiendo como un cosaco. Murió catorce meses más tarde, en mayo de 1939. De todas formas, fue capaz de convertir el Anschluss en el dramático epilogo de su carrera literaria, La tumba del emperador, una especie de secuela de La marcha Radetzky que extiende la historia de los Von Trotta (a través de un primo del teniente Franz Joseph) de 1914 a 1938.

Así, Roth vivió a través del esplendor, el crepúsculo y, finalmente las tinieblas, contemplando cómo su adorado imperio se convertía en la mediocre Austria y finalmente desaparecía en la bolsa de conquistas de Hitler. El imperio ya estaba al borde de la desintegración cuando Roth se convirtió en estudiante de la Universidad de Viena en agosto de 1914. Roth se unió al ejército en 1916 y fue enviado al frente de Galitzia (aunque probablemente nunca combatió: pasó esa época trabajando en la oficina de prensa del ejército). Tras la guerra, a partir de 1922, escribió las novelas que lo volverían persona non grata entre los nazis: en particular Fuga sin fin, donde narra la historia de un hombre que regresa de la guerra y se desencanta cada vez más con el auge de la nueva “cultura alemana” y también otros relatos en los que registra el crecimiento del fascismo en Alemania durante la década del veinte.

Roth se fue a París en 1933, un año después de conseguir la fama con La marcha Radetzky. Allí se anegó en alcohol y en las imposibilidades de su nostalgia romántica. Su solución al avance de los nazis parece haber sido una fantasiosa propuesta para restaurar la monarquía Habsbúrgica. Murió en 1939, aparentemente acompañado en su lecho de muerte porun cura, un rabino y un representante de la Liga para la Restauración de los Habsburgo.

II

Para los ciudadanos del Imperio Austrohúngaro –especialmente para aquellos que, como Stefan Zweig y Joseph Roth, poseían un temperamento nostálgico y propenso a idealizar– la muerte del archiduque Franz Ferdinand en Sarajevo fue significativa no porque desatara la Primera Guerra Mundial sino porque la Primera Guerra Mundial precipitó el colapso de su adorado imperio Habsbúrgico, ese apenas concebible archipiélago de diferentes países y razas que, como una abigarrada cartografía fantástica se extendía hacia el norte desde Viena hasta llegar a Praga, hacia el este para incluir Moravia, Silesia y una parte de lo que es hoy Polonia y, finalmente, hacia el sur para incluir Croacia y Bosnia-Herzegovina, que se había anexionado en 1908. El Imperio Austrohúngaro fue, por supuesto, la encarnación decimonónica del Sacro Imperio Romano Germánico, el heredero de más de quinientos años de privilegio histórico, bajo la tutela de su líder espiritual y terrenal, el emperador Franz Josef, desde 1848. Dos años después de su muerte el Imperio había desaparecido y la dinastía de los Habsburgo pasó súbitamente de la Historia a la historiografía, de la lucha por la sucesión a las páginas de chismes de las revistas populares.

Roth es el gran escritor de elegías por la desaparición del imperio; Musil es su gran analista; Kafka su oscuro artífice de desoladoras alegorías. Las novelas más características de Roth son retratos de hombres que, obsesionados con el imperio, son decepcionados por este de una forma o de otra y quienes, casi siempre, se quedan a la deriva o se hunden en la desesperación. En general, este protagonista habrá abandonado el ejército austríaco (que simboliza el imperio) ya sea por la derrota en la Primera Guerra Mundial o porque lo han obligado a irse en medio de sospechosas circunstancias (como el barón Taittinger en La noche 1002). En algún momento de la novela este personaje viajará o bien al borde del imperio o al centro (a Viena). En los pueblos fronterizos, entre cosacos y judíos, el protagonista puede pelear en la Gran Guerra, puede morir (como el teniente Von Trotta, en La marcha Radetzky) o puede ser capturado por los rusos y enviado a Siberia (como el primo de Von Trotta en La tumba del Emperador y Franz Tunda en Fuga sin fin). Si sobrevive debe regresar a la grisura de la Viena de posguerra, como el pobre Arnold Zipper en Zipper y su padre o Andreas Pum, el protagonista de la tercera novela de Roth.

Las novelas de Roth se deleitan e insisten en una imposible uniformidad del imperio en todas sus regiones, imponen las mismas condiciones a los personajes de los diferentes libros. En las novelas de Roth, el almuerzo dominical siempre es sopa, chuletas de cordero y pastel de cereza. En la primavera florecen los narcisos y la luz del sol hace que brillen los cubiertos de plata en los cafés. Los funcionarios de la administración imperial tienen bigotes enormes y son hieráticos como estatuas de cera. En todos los distritos fronterizos hay un Hotel Bristol, donde el protagonista se aloja por un tiempo y una taberna donde los rusos entregan todos sus ahorros para cruzar hacia el imperio. Las alondras trinan, las ranas croan y en todas partes puede verse el retrato del adorado emperador, en todas partes se puede oír a las bandas de música tocando evocadoras melodías marciales, sobre todo “La marcha Radetzky”.

Pero incluso en sus momentos más nostálgicos estas novelas también exageran y se burlan de la presencia del imperio en las vidas de sus habitantes. Si Roth amaba el imperio porque imponía cierta uniformidad en las vidas de pueblos tan diferentes, también podemos detectar en sus libros que lo consideraba un mecanismo para imponer la autocracia… así que Roth y Kafka tienen más en común de lo que revela un análisis superficial. Sus novelas insisten tanto en el imperio que terminan indicando su imposibilidad. Las elegías de Roth no solo sugieren que el imperio ha desaparecido, sino que, en rigor de verdad, jamás podría haber igualado los absurdos sueños con los cuales Roth lo identificaba. Uno siente que Roth tenía nostalgia del imperio incluso cuando este existía porque nunca estuvo a la altura de su desmesurada, platonizante idea de este. Por tanto, sus novelas –que, como es natural, fueron escritas tras la desaparición del imperio– son elegíacas por partida doble: en cierto sentido, son elegías por el sentimiento original de la elegía.

Y es así como las mejores novelas de Roth se las arreglan para combinar comedia y romanticismo en su representación del Imperio Austrohúngaro. El romanticismo es comedia porque la enorme diversidad humana del imperio es al mismo tiempo magnifica y absurda. En La tumba del emperador, publicada en 1938, Roth hace que su héroe, Franz Ferdinand Trotta, describa los extraordinarios recursos humanos del imperio: “La brillante variedad de la capital y residencia imperial se nutría visiblemente del amor trágico que las tierras de la corona profesaban por Austria: trágico porque jamás fue correspondido. Los gitanos de Puszta, los Huzulen de la Subcarpatia, los cocheros judíos de Galitzia, los eslovenos de Sipolje, los cultivadores de tabaco de Bacska, los criadores de caballos de las estepas, los habitantes de Bosnia-Herzegovina, los comerciantes de caballos de Hanakel en Moravia, los tejedores de Erzgebirge, los molineros y comerciantes de carbón de Podolia: todos estos proveían generosamente a Austria con sus productos; mientras más pobres eran, más generosos. Tanto esfuerzo ofrecido libremente como si fuese algo normal, el orden natural de las cosas, todo para asegurar que el centro de la monarquía fuese aclamada universalmente como el hogar de la gracia, la felicidad y el genio”.

Este es Roth, en uno de sus momentos más nostálgicos, en 1938, tras la ocupación nazi de Austria. Pero hay algo profundamente inestable en el pasaje (“mientras más pobres eran, más generosos”) y parece intencional, como para dificultar que el lector pueda decidir si Roth habla en serio: ¿qué imperio podría ser semejante utopía? Y Roth se deleita con esos extraños, sinuosos nombres propios (“los tejedores de Erzgegebirge, los comerciantes de carbón de Podolia”), que enumera como si fuese un poeta lírico precisando los nombres de flores exóticas. Los sustantivos se vuelven casi abstractos separados de cualquier marco de referencia y adquieren una dimensión inexplicable, casi enigmática: ¿Dónde está Podolia?

En sus momentos más extravagantes, la extravagancia misma es una triste forma de ironía. Esto es supremamente cierto en La marcha Radetzky, que está llena de prosa espléndidamente romántica, espléndidamente sombría… a eso se agrega una curiosa combinación de ingenuidad romántica y de surrealismo cómico, de realismo y exceso, de inocencia y sofisticación que confiere un aire paradójico a la escritura de Roth: es al mismo tiempo moderna y anticuada. Su talentoso traductor, Michael Hofmann, ha notado cuántas texturas diferentes pueden encontrarse en una novela de Roth: “las caricaturas de Grosz, la magnificencia semiabstracta de Klimt y las invenciones modernas de Paul Klee”. A eso yo le agregaría la exuberante plenitud de Ilya Repin, el Repin de esos famosos lienzos de soldados comiendo y riendo. Lo que en términos novelísticos significa (más o menos): Tolstoi (y quizá también Babel): en algunos pasajes (como cuando celebra la destreza ecuestre de los cosacos en las fronteras del imperio) no existe escritor más moderno que Roth (Babel, a quien se parece un poco, no tiene su versatilidad), ninguno con su capacidad para combinar lo novelístico y lo poético, para mezclar el realismo con los centelleantes poderes del símil y la metáfora.

III

Si hay algo un poco enfermizo en el amor de Roth por el imperio, también el héroe característico de Roth es un poco enfermizo: enfermo de amor por el imperio, pero al mismo tiempo un hombre a quien el imperio ha enfermado. Y Thomas Mann, un escritor que ejerció una considerable influencia sobre Roth, ha mostrado que un personaje enfermo a causa de la época en la que vive –como Hans Castorp en La montaña mágica— puede utilizarse para ofrecer un diagnóstico de la enfermedad de la época, una lección que Roth aprovecharía en sus novelas… Ahora bien, la pregunta fundamental sigue siendo: ¿De dónde proviene “la enfermedad imperial’’? ¿Por qué el imperio decepciona a sus ciudadanos? En parte porque su amor por este, como el de Roth, es tan desesperado y desmesurado. Y en parte porque el imperio, como las novelas de Roth sugieren con tanta delicadeza, no es en rigor de verdad una realidad que pueda ser definida con exactitud, al menos en el plano simbólico: tanto el amor como la comprensión del imperio excederán siempre la realidad. Robert Musil escribió sobre esto en El hombre sin atributos cuando elogió al imperio por ser un lugar que permitía a sus ciudadanos poseer “un espacio interior”… en parte porque realmente no existía. El imperio, escribe Musil, está “apenas ahí”, como una poderosa ilusión que, pese a todo, persiste. Roth parece haber apreciado este rasgo del imperio: la monarquía Austrohúngara como un pertinaz espejismo. Sus novelas se deleitan en enfatizar que el imperio era funcionalmente ineficiente, aunque, eso sí, insuperable en sus despliegues de glamur (desfiles, celebraciones, marchas triunfales). En otras palabras, amaba la retórica del imperio y amaba que el imperio fuese por encima de todo una retórica. Hay en su narrativa una incesante sugerencia de que semejante colección de pueblos tan disímiles solo puede, en rigor de verdad, ser mágica, ficcional: como si solo existiese para suministrar material para sus novelas. Roth disfruta el imperio como un artefacto ficcional, como algo análogo a la novela misma. Para Roth y sus héroes el imperio es demasiado mágico para la realidad, pero no demasiado mágico para la ficción.

Y así, sus novelas no son meramente sobre el imperio: lo representan simbólicamente, utilizando un imperio de signos para crear el mundo cerrado y autárquico de sus novelas y para enfatizar su onírica inexorabilidad. El imaginario de Roth extrae su comedia y su magia de esta insistencia. En La marcha Radetzky Roth se burla cariñosamente del padre de Trotta, el diligente capitán de distrito, cuando describe lo delgado y demacrado que está. El capitán de distrito se parece “a una de esas aves exóticas del Zoológico Schonbrunn: criaturas que constituyen el intento de la Naturaleza de replicar en el reino animal la fisonomía de los Habsburgo”. Y en Zipper y su padre, los clientes habituales se sientan en un café de Viena como si fuesen “una guarnición asediada en un castillo”.

Roth utiliza este mundo irreal, en el que todo se entrelaza para la gloria del imperio, tanto para articular una elegía por un tiempo perdido de uniformidad y seguridad como para exagerar tanto la uniformidad del imperio que, de manera inevitable, brotan la decepción y la parodia. ¿Pues cómo no va a resultar absurdo un mundo en donde los pájaros del zoológico han asumido la fisonomía de los Habsburgo y donde incluso un café es una guarnición? La parodia es casi inevitable: por ejemplo, uno de los mayores logros de Roth en La marcha Radetzky es la evocación de las lentas, eternas repeticiones de la rutina en el imperio. Hay una maravillosa descripción de un almuerzo dominical, con la banda local tocando “La marcha Radetzky” en la calle, cerca de las ventanas del comedor y la familia Von Trotta comiendo chuletas de cordero y pastel de cereza, como todos los domingos del año. Pero el libro también es un retrato devastador de la inercia de lo habitual y de la opresión de la uniformidad: la mejor comedia en la novela fluye de esta percepción… las numerosas ironías y efectos cómicos (presentes en casi todas las novelas) complejizan el conservadurismo de Roth. Roth observa que el teniente Von Trotta en La marcha Radetzky piensa que está preservando su patrimonio al unirse al ejército para honrar el nombre de su padre. Pero Roth también nos muestra que en realidad Von Trotta está atrapado en un imaginario pasado heroico e impide que el patrimonio se expanda. En otra novela describe a Gabriel Dan como “una víctima del Hotel Savoy, un huésped habitual de la inercia y la desdicha”…

Porque el imperio lo es todo para los personajes de Roth, estos tienden a convertirlo todo, incluso la metafísica, a los términos del imperio: convierten los Habsburgo en una religión. Pero como todos saben, en última instancia los dioses solo pueden decepcionar; si el Dios es, para colmo, humano –y por tanto necesariamente falible– entonces la decepción está inscrita en la esencia misma del ente venerado.

El imperio es, entonces, en las novelas de Roth, la religión del Dios que fracasa y de la misma manera que Dios decepciona a sus más fervorosos creyentes, el imperio decepciona a sus ciudadanos por ser inaprehensible, indescriptible, por ser demasiado. Esta religión produce tanto veneración como desencanto secular. Incluso cuando consigue sus objetivos la inmensidad del deseo de Roth siembra las semillas de su propio desencanto y esta frustración la comparte con sus protagonistas, que son o intentan ser héroes épicos en la era de la novela, patéticos Quijotes enfrentándose a su destino con armamento obsoleto. Podría decirse que las novelas de Roth son novelas bélicas donde no tiene lugar ninguna batalla: uno piensa de nuevo en Kafka. El autor checo dijo una vez que ‘’existe infinita esperanza, pero para Dios, no para nosotros’’. En el mundo triste y cómico de Roth hay un imperio infinito, pero no para nosotros.


Notas:

[1] Un guiño a ‘’Kafka y sus precursores’’, naturalmente.

[2] En marzo de 1938 el régimen nazi ocupó Austria.

UBALDO LEÓN BARRETO
UBALDO LEÓN BARRETO
Ubaldo León Barreto (San Antonio de los Baños, 1981). Licenciado en Letras por la Universidad de La Habana.

Leer más

Chucho Valdés: una mirada retrospectiva a ‘Lucumí’

A casi cuarenta años de su lanzamiento, 'Lucumí' sigue creciendo, como una ceiba de infinitas ramas.

Metida en la noche

Muy tarde para apartar el último sueño contigo en aquel sitio a donde no regresaré: la catedral que no visité, la parada del metro, el helado de té verde de las tardes

Arte de Aira

A estas alturas, resulta una obviedad afirmar que César Aira es uno de los más consumados ejecutores del ready-made en toda su historia.

Contenidos relacionados

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí