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James Wood: “Contra Flaubert (pero no del todo)”

Los detalles observados minuciosamente son la materia prima de toda ficción seria, pero fue Flaubert quien institucionalizó esta manera de escribir, la canonizó y la convirtió en una ortodoxia.

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Nadie ha dicho ni podrá decir jamás que el ensayista británico James Wood carece de audacia: de su apasionada vindicación de Harold Bloom como supremo especialista en Shakespeare (“Shakespeare in Bloom”) a su cáustico ejercicio de demolición contra el gran George Steiner y sus curiosos caprichos metafísicos (“Las irreales presencias de George Steiner”),[1] “el mejor crítico literario en lengua inglesa de su generación” –según Cynthia Ozick— ha desplegado sus opiniones contundentes con obstinado rigor, desmesurada lucidez e infalible cortesanía mientras promueve un ambicioso programa estético que se opone a los excesos de la narrativa posmoderna,[2] exalta la gran tradición “realista” decimonónica rusa (Tolstoi, Dostoievski, Chéjov) y se apasiona por innúmeros artistas verbales tan diferentes entre sí que es la mera grandeza lo único que comparten: D.H. Lawrence, Melville, Virginia Woolf, Jane Austen, Henry James, Joseph Roth, Robert Musil, Thomas Bernhard, Sebald, László Krasznahorkai, Cormac McCarthy, Philip Roth, Proust, Alexander Hemon, Norman Rush, Kazuo Ishiguro, V. S. Naipaul, Lydia Davis, Marilynne Robinson, Geoff Dyer, Thomas Hardy, Alan Hollinghurst y –por asombroso que resulte– muchos otros. Nada, sin embargo, se acerca siquiera a la osadía del texto que aquí traduzco, un ensayo sobre los “defectos” de Flaubert comparable –por su mezcla de fascinación y severidad– al célebre “Valéry frente a sus ídolos”, de Cioran.

Contra Flaubert (pero no del todo)

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Es difícil no culpar a Flaubert por haber conferido elegancia estilística a la prosa de ficción, por convertir el estilo en un problema por primera vez en la historia de la narración. Después de Flaubert el estilo es siempre autoconsciente, siempre se observa a sí mismo, siempre es una decisión atrapada. El estilo se volvió religioso con Flaubert, justo al mismo tiempo que la religión se convirtió en una especie de estilo literario, una poesía, con Ernest Renan. Flaubert mismo admiraba a Rabelais, Cervantes y Moliére como si hubiesen escrito por mero instinto:[3] “Son grandes… porque no tienen técnica”. “Esos escritores alcanzan sus efectos con independencia del Arte”, le escribió a Louise Colet en 1854. Pero Flaubert no podía ser libre como lo habían sido estos escritores: “Solo se forja el estilo mediante una labor descomunal, una fanática y exclusiva perseverancia”. Estaba atrapado por el escrúpulo y atrapó a sus sucesores en el escrúpulo. Es el novelista de donde brota lo Moderno, con todas sus posibilidades y todos sus límites.

El estilo siempre había sido, sin duda alguna, una batalla para los novelistas, pero Flaubert lo convirtió en una derrota perpetua. De hecho, Flaubert opinaba que la ficción era en sí misma, de algún modo, una derrota: un recipiente que se definía por lo que no era capaz de contener. Sus cartas hablan una y otra vez del agobiante trabajo durante horas en la casa de su madre en Croisset, sobre lo poco que ha escrito, sobre la monstruosa dificultad de escribir una oración. Al principio resulta sorprendente que esta nueva conciencia del límite haya surgido en el aparentemente ilimitado apogeo de la novela, la época del “realismo europeo”. Flaubert le debía mucho al realismo, pero también lo detestaba. Se debatía entre dos sensibilidades, como le escribió a su amante Louise Colet: “Hay en mí, cuando se trata de literatura, dos criaturas distintas: una está absolutamente fascinada con la verbosidad, el romanticismo, el lirismo, con la idea de elevarse como un águila con todas las sonoridades de la frase y lo sublime de la idea; la otra es un topo que cava y hurga tanto como puede en busca de la verdad, que se deleita en representar los detalles minúsculos tanto como cualquier otra cosa, que desearía hacerte sentir materialmente el objeto que describe”. Pero en última instancia el romántico era más fuerte que el realista en Flaubert. Su primer esfuerzo literario importante fue un relato desaforadamente lírico, La tentación de San Antonio, un libro que abandonó parcialmente en 1849 tras leérselo en voz alta (durante cuatro días) a sus amigos Maxime Du Camp y Louis Bouilhet. Le dijeron que era un fastuoso fracaso, que debía refrenar su barroquismo, disciplinar su estilo y elegir un agradable tema burgués: él escogió los adulterios provincianos de Emma Bovary. Pero regresó una y otra vez a su predilecta Tentación y eventualmente publicó el libro, en 1874. En esa curiosa novela fracasada, San Antonio es tentado por la suntuosa sensualidad de la Reina de Sheba, por visiones de poder y por la herejía. El libro, escrito en forma de obra de teatro,[4] es un relato fantástico lánguido, sedoso, sin peso. No obstante, la correspondencia de Flaubert revela que este libro fue la empresa estética más importante de su vida: el resto de las narraciones fueron meros fenómenos secundarios.

Sería demasiado sencillo decir que Flaubert idealizaba el realismo, que lo contaminaba con su inveterado romanticismo. Y, sin embargo, su obsesión con la oración representa una tentativa de convertir la prosa en una serie de líneas de verso consecutivo: “de impartirle a la prosa el ritmo del verso (aunque dejando que la prosa siga siendo prosa y, si vamos a eso, muy prosaica)”, como escribió en 1854. Por supuesto, en este sentido la autoconciencia de Flaubert representa el choque del realismo y el romanticismo, de la misma manera en que extrañas formas de etiqueta surgen cuando una antigua civilización comienza a decaer. A mediados del siglo XIX, la novela había triunfado como género y, en cierto sentido, Melville, Flaubert y Gogol –que escribieron más o menos al mismo tiempo– eran poetas que deseaban convertir la novela en un género capaz de abarcar todos los otros y también de hacer por sí solo y al mismo tiempo todo lo que podía hacer el resto: un estómago de géneros que digiriese la sátira, la poesía, la épica, la novela histórica, el realismo y la fábula (Moby Dick, Almas muertas y Madame Bovary son todas una especie de poema en prosa y así fueron definidas en el momento de su publicación). Flaubert, siempre inquieto, en ocasiones informaba a sus corresponsales que escribiría un relato fantástico, en otras un cuento de hadas o una novela histórica; es preciso considerar, además, su muy elogiado Diccionario de lugares comunes: sus faraónicas lecturas parecen una respuesta a su ilimitado apetito.

Sin embargo, la gran expansión de la novela bajo Flaubert fue, quizá, una expansión hacia un límite. El pequeño ejército de sus ambiciones empujó a Flaubert hacia una guerra de posibilidades literarias… y al final estaba abrumado por las casi ilimitadas opciones. La novela descubrió todo lo que podía hacer y luego todo lo que debía hacer y finalmente, por pura fatiga, se hundió en el estilo, en ese elemento que todo escritor, lo quisiera o no, tenía que ponderar. No sucedió de inmediato, por supuesto, sino un siglo después con el surgimiento del noveau roman, cuya principal representante, Natalie Sarraute preguntó, con toda la razón, en 1965: “¿Cómo puede haber alguna duda de que Flaubert es el precursor?”. También Alain Robbe-Grillet, en su manifiesto Por una nueva novela, sostuvo que el enemigo era el realismo de Balzac y declaró a Flaubert el escritor que había transformado el antiguo orden estético: “Pero con Flaubert todo comienza a tambalearse. Cien años después toda la estructura del realismo no es más que un recuerdo”. Cuando la novela se volvió desaforadamente ambiciosa y quiso serlo todo, comenzó a criticarse a sí misma por no conseguirlo: como su única aspiración era la totalidad, una sensación de fracaso la atenazó y empezó a descartar sus ambiciones, una tras otra., hasta que solo quedó una: su esencia misma, el estilo. Hasta la llegada de Flaubert la novela había permanecido sumergida en su falta de autoconciencia: Flaubert disipó el sueño, terminó con la dulce ignorancia.

Para Flaubert el estilo era una decisión impostergable –como también lo es para todos sus sucesores– porque él –como nosotros– siempre se define en relación con el estilo: ya no es posible ser indiferente al estilo y este se convierte en un dilema. En nuestra época, los narradores que desean escribir “con sencillez” (y las comillas señalan nuestra autoconciencia), que “dejan en paz el estilo”, deben avanzar contemplando incesantemente las cumbres que han decidido no escalar: es a Flaubert a quien deben agradecer su situación. Y entonces, por supuesto, los escritores más “sencillos” se convierten ahora también en estilistas: estilistas de la renuncia. Flaubert engendró a Nabokov, por un lado, y, por el otro, a Hemingway. En suma, Flaubert convirtió la escritura de una novela en una actividad cercana a la pintura… y quizá al hacerlo puso al género en peligro de volverse irrelevante. Aspiraba a componer “un libro sobre nada, un libro sin ningún referente exterior, que se mantuviese por la mera fuerza del estilo… los libros más bellos son los que tienen menos materia”, escribió en 1852 y en la misma carta agregó que “desde el punto de vista del Arte no existen los temas porque el estilo es en sí mismo una manera absoluta de ver las cosas”.

Desde la perspectiva de nuestra época, ahora que las novelas “sobre nada” proliferan, las palabras de Flaubert parecen ominosas. Y es que “una manera absoluta de ver las cosas” se convierte con demasiada facilidad en una obsesión con la manera de ver y lo importante desaparece. Es así en el tedioso libro de Georges Perec Cosas: una historia de los sesenta, que intenta registrar y cargar con todo el bagaje de una década (ropa, tejidos, estilos, etc.): es en verdad una novela que se dedica a observar lo insignificante pero que está orgullosa de la forma en que ve las cosas. Y la manera de ver las cosas resulta ser, a fin de cuentas, solo eso: una apoteosis de lo visual. De Flaubert proviene ese fetichismo de lo visual por el que siempre han elogiado a Nabokov (y que es, en realidad, su más profunda limitación). Flaubert es un gran escritor y su talento para los detalles visuales es una fuente de placer estético, una de las texturas profundas de su escritura, tanto si se trata del humo del motor de una locomotora en movimiento, “desplegado en una línea horizontal, como la pluma de un avestruz gigantesco” o de este encantador retablo en La educación sentimental: “El propietario y su esposa cenaban con el camarero en un rincón de la cocina y Regimbart, con el sombrero puesto, no solo comía junto a ellos sino que se convertía en un obstáculo para el camarero, que se veía obligado a inclinarse ligeramente con cada bocado”. Este pasaje tiene ese delicado tono de comedia que Flaubert a veces produce. Sin embargo, el peligro de los profusos detalles visuales de Flaubert es que privilegian lo observable, sitúan lo externo en un plano muy superior a lo interno (Flaubert no es, en cualquier caso, un gran novelista de la interioridad) y entonces la escritura se convierte, ante todo y en algunos casos solamente, en una forma de hacernos sentir “casi materialmente los objetos que describe”. Y junto a la preponderancia de lo visual, aparece la de los detalles. Paul Valéry, que no apreciaba a Flaubert, comentó acerbamente en un cuaderno de 1924: “Otro vicio de su estilo: siempre hay espacio para otro detalle”. En Flaubert está el origen de esa ortodoxia según la cual el mejor estilo consiste en una sucesión de detalles entrelazados, un collar de percepciones sensoriales… Eso lo vemos en Updike y sobre todo en Nabokov, que en su relato “Primer amor” describe a un hombre de manera muy parecida a como Flaubert lo hace con Regimbart en la escena del café en La educación sentimental. Desafortunadamente, la descripción se parece más a un problema de lógica que a una oración, es una especie de anagrama edificado con detalles que espera ser decodificado. Es sobre todo en Nabokov donde la ansiedad con la que Flaubert rodea a los detalles –esa falta de espontaneidad, esa desagradable sensación de que todos han sido seleccionados– se convierte en una suerte de angustia, una incapacidad para alejarse del detalle que conduce a la parálisis, al culto estático de lo trivial. Y lo mismo sucede con algunas ridículas oraciones de Updike: son la decadencia de lo “flaubertiano”, su estadio final.

Los defectos de los escritores contemporáneos revelan ciertas debilidades en la grandeza de Flaubert. Sin embargo, para bien o para mal, Flaubert estableció nuestra idea de realismo: una presión del detalle, una absoluta serenidad y autoconciencia en su deliberada selección. En Flaubert esta obsesiva selección del detalle se revela mediante la reticencia. La presión de la prosa es la presión del pensamiento que la precede pero que no se manifiesta en la página. Las grandes descripciones en Flaubert –el gran baile en La Vaubyessard en Madame Bovary, la feria agrícola en la misma novela o las barricadas parisinas de 1848 en La educación sentimental— siempre están rodeadas por el fantasma de la exclusión, por todo lo que fue rechazado para producir ese estilo. Es la idea de pintar, de retratar, por encima del pensamiento o el comentario. La escritura contemporánea –Robert Stone es un ejemplo obvio– toma el método de Flaubert, su muy deliberada visualización, desecha gran parte de su complejidad y la convierte en un mero procedimiento cinematográfico. ¿Cómo describiría un escritor contemporáneo una plaza de un pueblo provinciano en Italia o Brasil? Voy a parodiar el estilo: “En la esquina noreste una mujer vació su cubo de agua, cuyo contenido coloreó de amarillo por un instante las grandes losas rojas de la plaza del pueblo. En el otro lado, un cura que había estado leyendo el periódico matutino levantó la vista y sonrió, aparentemente para sí mismo. Su periódico crujió en la tenue, cálida brisa como en un fuego. Se podía escuchar un piano: era el primer pupilo del día en las lecciones de la señorita Dupont”. Esta manera de escribir, o algo muy parecido, es el fundamento estilístico no solo del realismo sino también del realismo mágico y de los thrillers. Y hay una buena razón para eso, porque los detalles observados minuciosamente son la materia prima de toda ficción seria. Pero fue Flaubert quien institucionalizó esta manera de escribir, la canonizó y la convirtió en una ortodoxia.

En particular, Flaubert convirtió en un axioma la idea de que la escritura no hace comentarios sobre sí misma. Flaubert es famoso por su anhelo de alcanzar la impersonalidad en la ficción: para él la escritura debe representar lo que sea y retirarse en silencio, como un buen lacayo. Lo que deseaba era que el autor contemplase su creación desde lo alto: “¿Cuándo lograremos que los hechos sean representados desde el punto de vista de una farsa superior, es decir, como los ve el buen Dios, desde arriba?’’, le preguntó a Louise Collett en 1852. De aquí surgen Stephen Crane y Hemingway, la noción de una prosa descriptiva, “objetiva”, extremadamente estilizada. De hecho, podría decirse que en algunos aspectos las descripciones de violencia urbana de Flaubert en La educación sentimental han tenido una influencia considerable en la escritura sobre la guerra y sobre todo en la manera que los novelistas describen la guerra: su prosa, como un buen cirujano, no se involucra emocionalmente, se rehúsa a remedar la anarquía inherente a su tema en el plano estilístico y, en este sentido, niega el tema, se comporta como si no estuviese ahí. Uno recuerda el sueño de Flaubert de escribir un libro que contuviese “la menor cantidad posible de materia”. Flaubert es capaz entonces de alcanzar sus dos ambiciosos –y contradictorios– objetivos: por una parte, escribir ficción que incluye una enorme cantidad de detalles; por la otra, escribir ficción sin materia porque su estilo rechaza la atracción de la materia, porque su poética afirma su autoridad estética anulando la materia. La prosa se convierte en la materia, el estilo en el auténtico contenido. Su prosa no está interesada en investigar en el plano emocional lo que ha representado visualmente. Por supuesto, existen excelentes razones literarias para la severidad de Flaubert y en su correspondencia él las expone con elocuencia: la principal ventaja es evitar el sentimentalismo. Pero el legado del rigor de Flaubert –su admirable poética de la abstención– se convierte con demasiada frecuencia en nuestra época en una especie de idiotez, en una literatura árida, desprovista de ideas y emociones, que se ufana de su incapacidad para sentir (en Flaubert se trataba de una elección consciente, lo cual es muy diferente).

Puede afirmarse entonces que de Flaubert provienen las dos principales tendencias de la escritura contemporánea: en primer lugar, la preponderancia absoluta del estilo, la prosa estetizante, los libros “sobre nada”, pero también los libros obsesionados con el detalle, con la observación empírica (y eso incluye a numerosos escritores, de Hemingway y Perec a Carver y Robert Stone). Desde el punto de vista filosófico, el legado de Flaubert puede definirse así: por un lado, es el padre del esteticismo y el simbolismo; por el otro, engendró el positivismo literario. Flaubert revela, también, que estos dos tipos de escritura tienen algo en común: ninguno puede fingir jamás inocencia en lo que se refiere a la preponderancia del estilo y ambos son, por tanto, una forma de esteticismo. Flaubert, por así decirlo, inventó el esteticismo “duro” y el esteticismo “blando”. Y además (no vaya a ser que piensen que juzgo a Flaubert con demasiada severidad), es preciso reconocer que es el padre literario de Joyce, ese escritor que une de forma insuperable ambos estilos y que sondea los abismos del corazón humano con el más refinado, hermoso y estetizante de los estilos.

2

Flaubert insistía en que la ficción no debe juzgar. Como Chéjov, sentía que el escritor debía resistir la tentación de llegar a conclusiones, que solo debía formular las preguntas correctas: “La estupidez consiste en el deseo de llegar a una conclusión a toda costa. Solo somos una hebra, pero queremos conocer todo el diseño”. Una novela, escribió, “no debe odiar o amar a ninguno de sus personajes”. Su sueño de impersonalidad era en parte un deseo de abstenerse de emitir juicios: “Uno debe aceptarlo todo, resignarse a no llegar a ninguna conclusión”. Pero de hecho Flaubert sí juzgó y sí sacó conclusiones: después de todo “resignarse a no llegar a ninguna conclusión” es una manera de hacerlo, es una resignación. Él era un fatalista radical: “Niego la libertad individual”. Uno observa en Flaubert la tendencia decimonónica a conferir una dimensión estética a las actitudes religiosas, algo que comparte con Ernest Renan y Matthew Arnold. “Lo que me atrae por encima de todo es la religión”, escribió en 1857. “Me refiero a todas las religiones, ninguna me interesa más que las otras. Cada dogma en sí mismo me repugna, pero considero el sentimiento que las inventó como el más natural y poético de la humanidad”. Él escribió sobre “un misticismo estético”. “Para mí el auténtico poeta es un monje”. Su propia vida era una especie de aislamiento monástico: “Los grandes logros siempre requieren fanatismo. El fanatismo significa religión. También en el Arte es el fanatismo el verdadero sentimiento artístico”.

Sin embargo, pese a haber estetizado la religión, Flaubert retuvo los viejos hábitos moralizantes del cristianismo, el asqueado ascetismo de la renuncia, la idea de la existencia como una dilatada expiación. En este sentido es decididamente medieval: “Un hombre no es más que una pulga”, se quejó en 1854. “¡Cómo nos invade la nada!”. Tras una visita al dentista en diciembre de 1846 escribió: “Durante nuestras vidas somos meramente corrupción y putrefacción, sucesiva y alternativamente”. Siete días después, de nuevo en una carta a Louise Colet, proporcionó más detalles: “¿Cómo puede ser que me sienta tan viejo,[5] por qué me desagrada tanto la felicidad sin haberla experimentado nunca? Todo lo relacionado con la vida me repugna […] dentro de mí se agazapa, en lo profundo, una radical, íntima, incesante irritación que me impide disfrutar las cosas y ocupa todo mi espíritu hasta desbordarlo”. Sin embargo, como Flaubert no era ni podía ser un creyente, la religión había perdido para él cualquier grandeza desde hacía mucho tiempo y se había vuelto metafísicamente nula. Todo lo relacionado con la moral se había secularizado, los juicios de valor[6] habían perdido su prestigio sacro y se habían convertido en otra cosa: irritación, aburrimiento, asco: una especie de queja perpetua –típica del siglo XIX– ante “la ridiculez de la humanidad”. En comparación con los juicios de carácter religioso, estos pronunciamientos habitan un espacio metafísico degradado. Es una suerte de mezquindad “burguesa” y Flaubert, que aborrecía lo “burgués”,[7] pero reconocía sus propios rasgos burgueses, probablemente sentía cuán insignificante era su queja, su naturaleza completamente ajena a la grandeza trágica. Uno sospecha que a Flaubert lo aburría su aburrimiento; también, probablemente, sentía repulsión por su asco. Su nihilismo cerraba el círculo, se devoraba a sí mismo.

Entonces no es exacto decir que Flaubert se retira de sus libros para convertirse en Dios, porque Dios no existe. No, lo que Flaubert hace es retirarse al lugar que Dios ocuparía si existiese. Esta extraña metafísica se refleja en la ficción: el insistente empuje de su ficción conduce al anonadamiento, a la anulación. Flaubert contempla su mundo ficcional como un Dios iracundo que ya no existe. Él devasta a sus personajes… y, en ocasiones, da la impresión de que preferiría que no existiesen. Henry James, que admiraba a Flaubert, se quejó –y tenía razón– de que Frederick, el héroe de La educación sentimental, era un personaje soso, insípido, poco interesante. Eso, según James, convertía la novela “en una épica vacía”. Y, en efecto, la única cuestión importante en La educación sentimental es si Frederic podrá acostarse o no con sus diversas amantes. Tal vez Flaubert deseaba crear un personaje tan estúpido, vanidoso y vacío que fuese capaz, por su propia apatía, de despojar de toda emoción a las barricadas parisinas de 1848. Lo consigue, pero después de anular las emociones la novela, en cierto sentido, se anula a sí misma, pese a sus considerables logros estructurales y estilísticos. Y si Frederic es un sonso, el protagonista de La tentación de San Antonio, como observó Valéry, “apenas existe”. Las tentaciones lo rodean como un torbellino, pero es obvio que son meramente una oportunidad para que Flaubert exhiba su estilo. La sicología del deseo –esa obsesión en la gran literatura francesa de Madame Lafayette a Proust– no le interesa a Flaubert en lo más mínimo. Emma Bovary es una hermosa creación, pero uno siente que el personaje más auténtico y vívido creado por Flaubert es Homais, el fatuo y pomposo farmacéutico, un tipo extraído directamente de Moliére. Los personajes de Flaubert parecen errores y uno siente el asco del autor por su creación en cada página. Madame Bovary finaliza en una tesitura de asco, de profunda repulsión por la persistencia de los errores. “Él (Homais) acababa de recibir la Legión de Honor” es la última, famosa y amarga oración. Flaubert se quejaba de que escribir Madame Bovary había requerido un gran esfuerzo porque “todos los personajes me repugnan profundamente”. El realismo era una forma de expiación secular. Nadie más lejos que Flaubert del “humanismo” a la manera de Chéjov, un autor que ciertamente no despreciaba a ninguno de sus personajes.

[…]

Y, sin embargo, en las últimas cien páginas de Madame Bovary, como seguramente todos los lectores sabrán, algo hermosamente “chejoviano” comienza a suceder. El novelista para quien el realismo era una penitencia empieza, por así decirlo, a excitarse con su ascetismo: San Gustave mismo experimenta la tentación, la tentación del amor. Emma empieza a vivir, escapa de la desaprobación inicial de su creador. Flaubert parece perdonarle su cursilería, el empalagoso escapismo de sus sueños… y comienza a simpatizar con ella. Algo heroico se agita en los pliegues de esta alma simplona.[8] La novela, de manera extraña y casi inquietante, adquiere un impulso propio, como si se hubiese creado a sí misma. Es una transformación absolutamente misteriosa y muestra, en definitiva, cuán grande era Flaubert como escritor de ficción, pese a todos sus defectos. Es, ciertamente, una forma de “misticismo estético” que merece toda nuestra admiración profana.


Notas:

[1] Su famoso volumen Presencias reales pretendía convertir la literatura –o, a para ser más exactos, el valor estético–, en un sucedáneo de la teología.

[2] No le agradan Pynchon ni Foster Wallace.

[3] Esa, por supuesto, es una pertinaz ilusión.

[4] Una obra de teatro irrepresentable, de cientos de páginas.

[5] Escribió eso a los 25 años.

[6] Con la crucial excepción de los estéticos, al menos para él.

[7] Es importante comprender que el vocablo en cuestión no tiene en Flaubert ninguna connotación económica: significa sencillamente filisteo en la tercera acepción del diccionario de la RAE: adj. Dicho de una persona de espíritu vulgar, de escasos conocimientos y poca sensibilidad artística o literaria.

[8] Se refiere a Emma Bovary, como es natural.

UBALDO LEÓN BARRETO
UBALDO LEÓN BARRETO
Ubaldo León Barreto (San Antonio de los Baños, 1981). Licenciado en Letras por la Universidad de La Habana.

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2 comentarios

  1. «Flaubert engendró a Nabokov, por un lado, y, por el otro, a Hemingway. En suma, Flaubert convirtió la escritura de una novela en una actividad cercana a la pintura… y quizá al hacerlo puso al género en peligro de volverse irrelevante…» Aquí: emoji de hombrecito con los ojos virados hacia el cielo!! Por dios, sí. Ubaldo comenta a James Wood y comete los errores críticos que un trozo de Wood jamás se hubiese permitido. «Flaubert engendra a Nabokov», ¡¡por Jove!!, como diría el Nabo. A veces este sitio R es ridículo hasta lo doloroso. Nadie serio escribe aquí, son todos diletantes. Pero al leer a aquellos que no son Ubaldo, uno extraña y rechifla por Barreto, reza que no le pase nada allá en su letrada Guamuta, y que regrese con sus enjundiosas barrabasadas. El «libro sobre nada, un libro sin ningún referente exterior, que se mantuviese por la mera fuerza del estilo…», ya fue escrito, como sabe cualquiera. Es «The Sacred Fount», de Henry James.

  2. «Es difícil no culpar a Flaubert por haber conferido elegancia estilística a la prosa de ficción, por convertir el estilo en un problema por primera vez en la historia de la narración», esto solo puede haberlo escrito un guajiro. Alguien que no ha leído a Voltaire, o a Trollope, que es casi exactamente contemporáneo de F.

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