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Historia clínica de Alberto Roldán

La ruptura de Alberto Roldán con el ICAIC, así como su posterior exilio, condenaron a un lamentable olvido a 'La ausencia', su ópera prima y una de las películas más singulares del cine cubano de los sesenta.

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Lo que caracteriza fundamentalmente a estos personajes es su espíritu de lucha frente a ese pasado que los ha formado, que los ha aprisionado, que los ha lanzado a la vida por diferentes caminos; un pasado frente a los cuales estos personajes se rebelan por cuanto contiene valores que ellos no afirman ni pueden afirmar. La posición de estos personajes es lúcida… […] Pero yo me pregunto: ¿la lucidez basta? Saben que el pasado no muere por sí mismo, sino que hay que matarlo. Al matar el pasado, están matando también una parte esencial de ellos mismos. Y el dilema es este: ¿podrán sobrevivir a este homicidio?
Alberto Roldán

La ausencia

En una encuesta publicada por la Revista Cuba, en diciembre de 1968,un grupo de directores del ICAIC enlistaron las producciones fílmicas que, según su criterio, condensaban los mejores resultados estéticos entre las emprendidas por el organismo hasta esa fecha; en otras palabras, las obras donde se contemplaban o advertían las mayores conquistas cinematográficas del naciente cine cubano. En las relaciones de Oscar Valdés, Jorge Fraga, Sara Gómez y Julio García Espinosa aparece un título hoy prácticamente olvidado o, más bien, muy poco tenido en cuenta cuando se confrontan las grandes realizaciones de esa época.[1] Ese título es La ausencia (1968), ópera prima de Alberto Roldán, estrenada, precisamente, el mismo año que Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea) y Lucía (Humberto Solás). Sin duda alguna, la ruptura de este director con el ICAIC, así como su posterior exilio, condenaron a un lamentable olvido a La ausencia, obra a todas luces singular, notablemente ambiciosa en términos fílmicos, incluso entre esos trabajos relevante antes mencionados. Por supuesto, también la confiscación de la atención crítica mayoritaria por estas otras películas –y pocas más de ese periodo que hoy disfrutan de una enorme reputación; La primera carga al machete (Manuel Octavio Gómez) o Aventuras de Juan Quin Quin (Julio García Espinosa), por solo mencionar largometrajes de ficción–, mantienen ausente de la memoria privilegiada del cine cubano a esta audaz y refinada cinta.

El criterio de realización de La ausencia dejó desconcertado a más de uno en la época de su producción; muy probablemente no fue comprendido del todo ni por el público ni por la crítica especializada que asistió a las salas el día de su estreno (el 10 de junio de 1968). Al menos eso se puede colegir en la prensa de entonces, donde los críticos dejaron más de un reproche a Roldán, y donde los realizadores del ICAIC, colegas del director, intentaron explicar a detalle los temas de la película y su método formal. Por ejemplo, en una nota irónicamente intitulada “La amnesia de Roldán” y aparecida en el diario Vanguardia de Santa Clara, Nicolás Cossío comentó que “no [se] logra hilvanar en forma comprensible y certera todo el andamiaje”, y que el creador “no se adentra en el conflicto, no logra una comunicación que motive al espectador”. Cossío reclama falta de “garra, acción, dramatismo”. En esencia, cuanto mortificó en aquellos momentos fue el acentuado formalismo del filme: el virtuosismo extremo de su estilo visual y de su composición expositiva, así como los intencionados atentados del montaje al avance sucesivo, secuencial de la trama, tejida fragmentariamente, en una progresión que experimenta sistemáticos encabalgamientos escénicos/fotográficos. Roldán seguía desde la narración, en cierto sentido, el funcionamiento mismo de la memoria –que es uno de los temas que interesa a la película–, y apostaba por un diseño dramático más reflexivo que emocional.

Enrique Colina esgrimió opiniones bastante similares a las de Cossío. Escribió que el argumento de la cinta “no corresponde a la complejidad de su contenido, lo limita y lo hace perder su autenticidad”. Y acompaña semejante juicio de las resoluciones siguientes: “La dirección de actores contribuye aún más a volatizar la consistencia humana de los protagonistas. La dirección es estudiada, los gestos racionados, la falta de espontaneidad es la regla. El ambiente es hermético, apagado, en virtud de la sordina fotográfica y musical impuesta por el director”. Sin dudas, el tono clínico y cerebral elaborado meticulosamente por Alberto Roldán no solo fue incomprendido, sino mal recibido, e interpretado como un atentado al espectador, cuando Roldán, en cambio, se propuso todo lo contrario: hacer responsable a la audiencia de la valorización ética del conflicto, en un acto estético de respeto a su pensamiento propio y su libertad para juzgar. En sintonía con el autor del filme, Enrique Pineda Barnet escribió muy acertadamente por aquellos días, en la propia Revista Cuba, que, si bien “[no] pueda decirse que es una obra para todos”, La ausencia “no subestima al público […], considerándole en su capacidad natural de comprender y en su intuición de recibir”. Bajo tal concepción es que el director prescinde de enjuiciar a los protagonistas y de proponer una resolución definitiva o cerrada del argumento; tal prescindencia podía haber sido tomada, dada la vigilancia que sostenía el poder oficial sobre el arte, como una auténtica herejía.[2]

Quizás La ausencia era entonces una película difícil, de intrincado acceso, para el público general de su época, siempre que Roldán, sin duda, decide en ella no operar con unos criterios comunicativos y dramatúrgicos muy transparentes para la expectativa del momento. Para el espectador del presente resulta más diáfana la propuesta creativa del director y los sentidos articulados por la misma, sobre todo para un receptor entendido, visto que la fragmentación, el perspectivismo y la ruptura de los niveles de realidad resultan comunes en el cine actual. Mientras envejece la formulación de muchas cintas no menos interesantes, según se distancian del período de su producción, la ópera prima de Roldan gana –dicho en el vocabulario de Walter Benjamin– un aura mayor con esa lejanía, ganancia garantizada por esa particular organización del material fílmico. Mas indiscutiblemente semejante organización la hacía ya relevante entre las producciones que le eran contemporáneas. Y no por gusto el atinado ojo de Daniel Díaz Torres advirtió desde La Gaceta de Cuba que “desde el punto de vista de su naturaleza estética”, al menos hasta el momento de su estreno, La ausencia era “de todos los largometrajes cubanos, el más logrado”. No por gusto Fausto Canel, interrogado por la revista Bohemia acerca de una obra reciente del ICAIC que aventurara un lenguaje innovador, confiesa: “Una película en la cual yo tengo muchas esperanzas […] se titulará La ausencia”.

El criterio estilístico del filme –esa atmósfera introspectiva, sórdida y opresiva a ratos, en que se desarrolla la situación planteada; la estilización y el rigor plástico de la fotografía, por momentos aséptica como el entorno hospitalario en que tiene lugar la trama; la interferencia continua en los encuentros entre los personajes protagónicos de pasajes e imágenes de procedencia no siempre evidente…– efectúa una de las instrumentaciones más notables del distanciamiento brechtiano, que fue el código estético privilegiado por el pensamiento cinematográfico más vanguardista de esos años sesenta en su propósito de consumar un cine auténticamente didáctico. Muchas veces, el cine didáctico –o sea, el cine construido bajo el interés de involucrar al receptor en el desciframiento de la verdad del mundo discutida en las obras y en contribuir a su toma de conciencia de la situación/apariencia de la realidad– se confundió con una sospechosa pedagogía estética que imponía ideas e instrumentaba el pensamiento. Mas no fue el caso, de ninguna manera, de Alberto Roldán, que desechó la opción de reproducir o sustentar en la trama los valores que demandaba la ideología en esos primeros años revolucionarios, que descartó el uso de intertítulos o narraciones en off por sobre las imágenes… Estimulado, evidentemente, por Alain Resnais (su mayor influencia), este realizador hace responsable al criterio mismo de composición narrativa de mantener alerta al espectador, extrañado de la apariencia, a salvo de cualquier identificación empática con el protagonista.[3] La tan cuestionada “frialdad” de las actuaciones –otro ejemplo valioso– es un modo de sostener el distanciamiento del receptor e invitarlo a pensar conscientemente sobre el conflicto y la situación presentada.[4]

Sin entrar en detalles, La ausencia expone la relación entre un paciente y su médico. El primero es sometido a una operación de urgencia tras sufrir un accidente de tránsito. Al cabo de dicha operación, el médico descubre que el paciente tiene vacíos en la memoria sobre su vida en los años previos al triunfo de la Revolución y que el contenido suprimido de tales vacíos son la causa y la explicación de los problemas que afronta en el presente. La narración transita de la operación del paciente, pasando por la rememoración de su vida y de su implicación en la lucha clandestina, al desciframiento de ese pasaje forcluido de su cadena de recuerdos. No son las acciones las encargadas de hilvanar la trama, pues más que acciones se escenifica una situación, de manera muy similar a como exhortaba Brecht para el teatro épico.[5] Esa responsabilidad es depositada en el diálogo (primero entre el médico y sus colegas, luego entre el médico y el paciente, finalmente entre el médico, el paciente y un psiquiatra), que irrumpe no siempre en sincronía con las imágenes; de hecho, las secuencias o escenas, en no pocas ocasiones, resultan menos de mostrar directamente una situación que de un encadenamiento de planos muy diversos. En otras palabras: inesperadamente, planos jalonados de la memoria o del pasado del médico y del paciente, rompen el seguimiento de la conversación o de las acciones. Una solución que mantienen al público siempre desalienado.[6] Se incluyen en la trama, además, unos fragmentos “documentales”, entrevistas a trabajadores o miembros de los centros laborales y estudiantiles donde ha estado el protagonista después de enero de 1959, que complejizan y enriquecen todavía más la enunciación y la forma ensayística de la película; estos fragmentos irrumpen en medio de las conversación entre el médico y su paciente a manera de refutación, afirmación o comentario al margen. Basta esta descripción, bastante apresurada, de la estructura ciertamente provocadora de La ausencia, para tener una idea de cuanto debe haber deslumbrado entre las creaciones de la década prodigiosa, al punto de provocar un shock (que el propio Walter Benjamin considera la “forma fundamental” del teatro épico de Brecht).

El virtuosismo estilístico de que hace gala Alberto Roldán en su ópera prima no fue, de ningún modo, una novedad o un accidente. Como mínimo sus dos anteriores producciones, los documentales La colina Lenin (1962) y Una vez, en el puerto (1963),verifican un portentoso trabajo técnico, un sensible sentido de lo cinematográfico y un imaginario muy particular, orgánico. Ambos filmes muestran una fervorosa preocupación por el tema de la memoria, que, a ciencia cierta, es el responsable de la apariencia de su primer largometraje de ficción. En ocasión del estreno de Una vez, en el puerto, el crítico Luis M. López, desde las páginas de Bohemia, reconocía, además de la influencia en el director de Resnais y Chris Marker, “su apego a la fórmula «de la memoria en el pasado» como factor explicativo de la conducta actual, o como vehículo que pueda conciliar al hombre con las transformaciones exigidas por la vida, siempre cambiante”. O sea, Roldán disecciona en su ópera prima las repercusiones del pasado personal en la experiencia actual de un individuo, después de haber confrontado, en aquellos documentales, la memoria colectiva como definitoria en la experiencia de una comunidad social. Y trata la memoria, al igual que en La ausencia, no como acopio de datos, enjambre de fechas o compilación de eventos históricos, sino como sustancia asentada de lo que se es. En tal sentido es que todos los individuos abrazados por las obras del director, tanto en los documentales como en su única ficción, se enfrentan radicalmente a la pregunta que cierra el epígrafe colocado como umbral de estas páginas.

La colina Lenin

Al inicio, tras los créditos, vemos unas imágenes de tono melancólico. Llueve: la cámara repara en el agua que corre por las calles, en cómo cae de los aleros y baña las fachadas de las casas, en un grupo de personas que “escampan” en alguna esquina, en un hombre que, apenas con un periódico en su cabeza, pasa corriendo por la acera… Sobre esas tomas se filtra un voice over que presenta el poblado del que se ocupa el filme. Habla de su geografía, de la ascendencia social de sus habitantes, de su Historia… Antes de cerrar esa intervención primera, precisa: “Busco a Regla y la encuentro en sus calles, en el recuerdo de una vieja historia sin posible regreso y en otra nueva presente a cada paso. Sí, aquí el pasado no se enseña, el recuerdo nos guía, y recordar es, de cierto modo, definir el presente”. En esas palabras introductorias queda cifrado el sentido del discurso: una meditación de cómo pasado y presente se (con)funden en la vivencia cotidiana; más bien, cómo el pasado, en tanto costumbres y axiología coyunturalmente forjadas, se anuda de forma armónica al tiempo presente de la Revolución.

Muy escasamente la cámara entra en alguna edificación. Durante unos pocos segundos registra los interiores de una escuela, una iglesia y una fábrica. El documental no está interesado en el mundo particular o privado de una persona, sino en el clima de comunidad. Regla importa en tanto identidad colectiva, cosmos social, gremio… La escuela, la iglesia y la fábrica interesan al realizador como entornos comunes y símbolos de una y otra época. La educación y el trabajo son los signos de los nuevos tiempos; la religión es el signo de la tradición, del pasado que llevamos dentro y nos determina. La película descubre la singularidad de Regla en el espacio público, que es un intrincado tejido cultural. Por eso escruta la multitud que se arremolina en las calles, en los parques, en las colas, por eso se escabulle entre la gente que se da cita en la escuela, en la iglesia… Esa multitud define “la diferencia” del pueblo, ese que, en 1924, el mismo año en que muere el líder soviético, bautizó de “colina Lenin” el punto más elevado de su geografía, mientras escuchaba las palabras de los caracoles. Ese fue un acto de absoluta conciencia de su condición proletaria. El registro de situaciones cotidianas, del día a día de Regla, no hace sino hilar la estampa del asalto “a cada paso” de la tradición en la nueva historia revolucionaria, tanto como el ingreso radical de esa nueva historia en la tradición que se impone, encarnada en las creencias, en la memoria de los habitantes.

En La colina Lenin, junto a la belleza plástica de la fotografía, destaca mucho la productividad discursiva de un montaje intencionadamente rítmico, musical (dos valores formales todavía mejor perfilados en Una vez, en el puerto y La ausencia). El montaje se ocupa continuamente de generar sentido acerca de esa amalgama de tiempo presente (el de la Revolución) y tiempo pasado (el de la cultura, la política, la Historia); esa amalgama perfila el semblante de Regla en el momento de la realización del filme. Por ejemplo, se muestra reposadamente un precario cementerio (el lugar donde descansan los ancestros) y se escuchan rezos, cantos religiosos y un toque de claves. Pasados unos segundos, irrumpen los rostros asombrados y sonrientes de unos niños que disfrutan de un espectáculo de marionetas. A la par del contrapunteo visual, el narrador subraya la emergencia del tiempo nuevo como posibilidad de realización plena de estos individuos, cuyo pasado –parece decir– aguardaba esta nueva era. Sobre un grupo de milicianos en marcha, apunta: “la lucha de ayer, la más reciente, todavía arde en la memoria. Aquel por ejemplo puede ser un hermano de Gilberto, estibador muerto a palos por la policía”.

El segmento más elocuente aparece hacia el último tercio del documental, donde el ritmo de montaje se vuelve más dinámico en determinados momentos, para acentuar el contraste entre prácticas religiosas y actividades propia de la época inaugurada en 1959. Planos de una procesión de la virgen por las calles del poblado, de cultos a la orilla del mar, de toques de tambor y de otras celebraciones rituales, son cambiados con tomas de niños en un parque de diversiones, de un torneo de ciclismo, de jóvenes bailando en una plaza pública, de esos mismos jóvenes entonando “La internacional”… Hacia el final, la cámara se adentra en una fábrica –“el mundo de las formas geométricas”, según la voice over–, que es el lugar donde se “lucha” y se construye el futuro. ¿Trabajarán en la fábrica los jóvenes que bailan en la plaza pública o los tamboreros del culto a la virgen? ¿Ambos? Roldán escruta las huellas y las marcas del pasado –que es esencialmente un ahora, siempre que constituye al ser– como energía en el camino hacia el mañana emprendido por el municipio de Regla, esa constelación compleja y singular visible al este de la bahía de La Habana. Alega así que pasado y presente conviven, no puede ser de otra manera, en un mismo ser, en tanto el pasado no es algo se queda atrás.

Una vez, en el puerto

Un clima menos optimista y un enfoque íntegramente crítico lo diferencian de La colina Lenin. Del mismo modo en que Regla es visto como un cosmos de individuos particulares en el que la cultura revolucionaria se inscribe orgánicamente, el puerto de La Habana es contemplado –que no es solo el puerto, sino sus alrededores, la vida asentada en sus límites…– como un espacio con ritmo, clima, atmósfera propios, que mutan en el viaje del día hacia la noche. Mas no solo los flujos humanos interesan a Roldán esta vez, también pone especial atención a los objetos y edificaciones que acoge el lugar y perfilan su aspecto. Mientras en el documental anterior calles y plaza pasaban como contenedores de la experiencia de la gente y su cotidianidad, en este otro, edificios, embarcaciones, calles, automóviles, resultan materia contenedora del pasado, alojamientos de la memoria.[7]

Decía que Una vez, en el puerto tiene un clima mucho menos optimista que La colina Lenin, mas sus metodologías compositivas son similares. Comienza con tomas de la bahía: del reflejo de los navíos en el agua, de las barcas, de un mástil… Sucesivas fusiones tejen una estampa nostálgica, como si algo inescrutable ocupara el paisaje, las barcas que descansan allí cada noche. Al intervenir, dice el narrador: “el puerto es como la vida, como tú, como yo, como la gente. Un puerto es, entonces, como un lugar en la imaginación, como un recuerdo de amor, que, sin saber por qué, descubre la memoria”. El documental, inscrito orgánicamente en la tradición de las sinfonías urbanas cinematográficas, deviene él mismo el estimulante de los recuerdos. El puerto es un espacio liminal, del que partimos y al que llegamos; una metáfora de esas permutaciones entre pasado y presente que, si sabemos recorrer adecuadamente la geografía, interceptan nuestros pasos a cada instante.

Los pausados planos que hilan el relato resultan de una mirada ligeramente distante o, más bien, extrañada; que no se involucra, sino descubre, ausculta, se asombra de cuanto observa a sus alrededores. La voice over declara: “la mirada espera, la mirada busca, la mirada elige. En la mirada alguna vez se niebla la mirada del presente. Es que al pasado no le basta, como el hombre, un instante para morir”. Con su afectado lirismo, la cámara sigue y acopla vistas de la estructura del puerto, de sus dinámicas laborales, de las rutinas de su entorno, de la vida nocturna en bares y cafeterías de la zona…, lugares, dominios, ámbitos donde la mirada indaga, reclama ver. (Se podría decir que lo hace bajo principios sartrianos, al entender que las cosas son materia trabajada y –en tanto tal– residuos de Historia.) Cuando la cámara fija la fachada ecléctica de alguna casa, escuchamos: “en su silencio, estas formas inanimadas son un reto al olvido”. Sobre fotos del Morro, de sus macizas paredes, oímos: “la historia explica la piedra, a veces la piedra lo traiciona para que la mirada busque, entre estilos y formas, lo que el pasado tiene de presente, lo que el presente tiene de pasado”.

La colina Lenin, La ausencia (como veremos más adelante)y este filme están atravesados por la certeza de que toda persona vive en una imperecedera lucha con su pasado. (Y resulta evidente, por supuesto, que el triunfo revolucionario es la línea divisoria entre el ayer y el ahora). Según el narrador, esa lucha es el camino de la libertad, supone un enfrentamiento consigo mismo, arduo, doloroso. La alerta de Una vez, en el puerto, tal como reclamaba Benjamin, es la siguiente: el pasado no puede ser un estupefaciente para legitimar un ahora, sino una corriente capaz de arrastrarnos hacia el mañana. Roldán afirma esta vez que mirar el mundo antiguo debe ser “apoderarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro”, según apunta el pensador alemán en la sexta de sus Tesis sobre la filosofía de la historia. Justamente, el documental discurre de los peligros del conformismo, como declaró el propio realizador más de una vez. Volver los ojos al ayer también debe tener el propósito de distinguir cuanto sigue igual ahora. Esta vez el autor entra al interior de un hogar, en Casablanca, donde, dice el narrador, “es más evidente la tentación de usar la Historia como excusa de lo que permanece”. En el interior, un matrimonio se enfrenta a la cámara. Ella toma la palabra con su bebé en brazos. Se lamenta de la situación de insalubridad de su hogar, de las condiciones lamentables de su existencia y de la desprotección social que experimenta. Cuando termina la entrevista, vuelve el off para insistir: “si nos tranquilizamos con una explicación que deje nuestra voluntad al margen […], cómo evitar que una justificación sea un pretexto” (con mínimas modificaciones lo dice antes). Esta es una de las inquietudes que estimula el discurso memorístico del filme.

Roldán mira al corazón de los más vulnerables, aquellos que siempre, en su condición marginal o proletaria, han vivido desplazados de la Historia. Y en tal sentido, Una vez, en el puerto hace un guiño a PM (Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, 1961), mientras retumban los ecos de las polémicas desatadas por su censura. Ese guiño es más evidente cuando, hacia el final, el documental se consagra a tomar la temperatura a la movida nocturna en los alrededores del puerto, cuando entrega imágenes de bares y cantinas donde gente embriagada canta, baila y disfruta de muchas maneras. ¿Estarán los trabajadores del puerto entre los que disfrutan la noche? ¿O acaso no pueden ellos sostener semejante lujo? Frente al peligro del olvido bajo el éxtasis de la idea revolucionaria de progreso, que implica una tajante liquidación de la tradición, Una vez, en el puerto se cuestiona si ya vivimos una Historia a la medida de los oprimidos. La mirada al pasado abre los ojos al tiempo de la Historia, que no necesariamente es el tiempo de los individuos.

Entre Una vez, en el puerto y La ausencia median alrededor de seis años. El último documental de Roldán no tuvo una buena acogida por las autoridades del ICAIC. Incluso Julio García Espinosa, acreditado como uno de los autores de la narración (junto a Jorge Fraga y Amaro Gómez), y responsable de la aprobación del filme en tanto director del departamento de creación del instituto, cuestionó duramente, desde las páginas de Cine Cubano, el trabajo del realizador. Allí señala como defecto del documental que Roldán “utiliza [las imágenes registradas] para expresar un estado de ánimo y para esgrimir un ensayo poético sobre problemas que indiscutiblemente le preocupan”. Justo cuanto hace tan contemporánea la película –la subjetivación del registro, la instrumentación de una forma ensayística y no meramente observacional, el subrayado del yo autoral como conciencia relatora…– incomoda a García Espinosa, puesto que la visión y la perspectiva crítica vehiculada desbordaban las fronteras de lo tolerable. Una vez, en el puerto tuvo consecuencias inevitables para el director en aquella coyuntura; y asimismo para su iniciación en el largometraje de ficción.[8]

La ausencia, otra vez

Antes de terminar los créditos iniciales, un par de planos de un empinado reloj de tres caras situado en algún espacio público –la composición no privilegia ninguna de ellas, más bien su divergencia–, sugiere ya uno de los ríos de sentido que atraviesan el discurso de La ausencia. El propio Roldán explica ese afluente con total elocuencia: “Existe lo que podemos llamar «un tiempo histórico» (el curso actualizado de la Historia, con sus leyes y valores) que no siempre coincide con «el tiempo individual» (resumen de lo que uno ha sido y es). La discrepancia entre ambos tiempos constituye el problema fundamental de toda existencia humana”. Los planos posteriores a los créditos dejan sentado ya el código fílmico en que semejante dilema será puesto en pantalla: primero, una radiografía de un cerebro ocupa toda la pantalla; después, un corte seco nos coloca frente a un plano detalle del rostro de un paciente dormido, cuya cabeza se encuentra vendada; a continuación, otro corte muestra una mesa con utensilios médicos; luego, se dejan ver en plano detalle las manos de un doctor mientras limpia una aguja (el rostro se encuentra difuminado al fondo)… No hay sonido hasta pasados unos minutos y otros tantos planos. Entonces, entran las voces de unos médicos que conversan sobre el estado del paciente que, de manera fugaz, acabamos de ver. La imagen no se centra en los dialogantes, continua por su lado: observa el tratamiento del paciente y, muy escasamente, se presentan los rostros de los hablantes. Un par de planos inesperados, muy fugaces, abandonan el entorno hospitalario; esos planos, respectivamente, exponen una escalera y un espacio angosto que se asemeja bastante al interior de un edificio. Esa fragmentación visual, esa discordancia entre palabra e imagen, esa pulcritud compositiva del cuadro fotográfico, ese énfasis en los detalles, esa concentración de la anécdota en el ambiente médico, aderezan la atmósfera “quirúrgica” de La ausencia. Esos minutos iniciales ostentan el espíritu clínico y ensayístico de la realización en su propósito de abrir un camino para pensar las consecuencias emotivas, sociales, psicológicas de esa divergencia entre el tiempo de la Historia y el tiempo de un individuo.

Esa oposición es la condicionante del estado y el conflicto del personaje principal, el paciente, cuya crisis de responsabilidad histórica ha devenido en un sentimiento de culpa que lo hace experimentar una angustia acérrima en el presente. El tema de la responsabilidad es introducido, de manera sutil, al comienzo del filme. El médico decide operar al paciente bajo su entera responsabilidad, dado que no hay ningún familiar que apruebe la operación de urgencia a la cual debe ser sometido. Él sospecha que el accidente provocó un hematoma que pudiera precipitarse inesperadamente y tener consecuencias graves, incluso la muerte. Sus colegas dudan de la existencia de ese hematoma. Él también, pero prefiere correr el riesgo de operar. Roldán no diseña el personaje como mero desencadenante de la trama, sino como una figura de contraste que devela otras dimensiones del discurso y que, a su vez, lo complejiza.

El vacío en la memoria del accidentado corresponde a un período de su vida anterior al triunfo revolucionario en el que se negó a participar en el asalto a una armería, siendo miembro del movimiento clandestino opuesto a la dictadura batistiana. A pesar de su compromiso con la revolución, no creía en la lucha armada como vía para derrocar al tirano. El médico decide desenterrar ese pasaje y ayudar al muchacho en tanto se identifica con él. La estructura contrasta, con éxito, dos conciencias opuestas en su enfrentamiento a la Historia, dos conciencias marcadas por su condición de clase. Durante los años posteriores al cierre de la Universidad y antes del triunfo de la Revolución –periodo que abarca el vacío del muchacho–, el médico residía en París. Allá sostuvo una relación con una joven vinculada a la lucha argelina. Su actitud con ella, una vez descubre su vocación revolucionaria, fue similar a la del paciente frente al asalto a la armería. Este doctor no entendía, o no podía entender, el compromiso de su amante con tal causa. Los pasajes vinculados a la memoria del médico se presentan siempre a través de fotos fijas, frames ciertamente gélidos arrancados de sus cadena de recuerdos –criterio visual que busca condensar el carácter no conflictivo de su relación con el pasado, según ha explicado el propio director–; sobre un puñado de imágenes de esos días parisinos, consecutivamente dispuestas, escuchamos un breve monólogo, dicho en el acento clínico que caracteriza a la película, donde el especialista confiesa: “Me revela su participación en la lucha de Argelia. ¿Por qué, si no es argelina? ¿Cómo utilizar la violencia para combatir la violencia? Son razones que yo no comparto. Las mismas que me alejaron de Cuba hace dos años”.[9]

El proceso gradual de descubrimiento del trauma del muchacho hace al doctor volver sobre su viejo romance. En su momento, Roldán comentó en una entrevista aparecida en Cine Cubano, que precisar esta similitud ideológica entre ambos fue “una manera de sugerir la interrelación entre médico y paciente y justificar el interés del primero en ayudar al paciente a enfrentar su pasado, un interés que lo lleva más allá de su especialidad, la neurocirugía, haciéndolo asumir funciones de otra especialidad, la psiquiatría”. Sin embargo, en su relación llama la atención otra distinción trascendente, que pesa demasiado sobre el estado psíquico de ambos en el presente: el médico es de origen burgués; el paciente es de extracción humilde. El primero no se considera un revolucionario, no siente el mismo grado de compromiso con la Historia. Siempre dio la espalada a la política, su compromiso ha sido todo el tiempo consigo mismo, no con la suerte de los oprimidos. El pasado de su antigua amante le genera pena, quizá, mas no culpa. En el mundo nuevo, él no entra en conflicto con ningún tipo de ideal social. La suya es una conciencia resuelta, ayer y ahora.

Es muy diferente la situación del paciente, que encontró en la Revolución su camino. Eso devela el diálogo entre los personajes en las blancas habitaciones y los rígidos pasillos del hospital. El triunfo de la Revolución pareciera el acontecimiento que afirma en su conciencia que la lucha armada era, efectivamente, la ruta a seguir. No había posibilidad de una sociedad nueva si no era forzada a existir por medio de las armas. En el presente, su inestabilidad existencial es el síntoma de su equívoco. La raigambre con que sostuvo antes sus ideas resulta ahora deficiencia de heroísmo revolucionario. Quizás en un intento por superar esa brecha desobedece las órdenes de los superiores –según relata un miliciano entrevistado–, abandona su puesto de radioperador durante las acciones de Playa Girón y se va al frente de batalla.

En sus memorias, publicadas con el título La mirada viva, Roldán recalca que la escogencia del asalto a la armería como motivo desencadenante del conflicto del personaje no fue, de ningún modo, fortuita. Respondía intencionalmente a una coyuntura política. Explica el realizador que: “Con la aparición del folleto de Régis Débray, Revolución en la revolución, el castrismo planteaba un reto a los partidos comunistas ortodoxos al abogar por la lucha armada, mientras la línea soviética –con sus satélites– la rechazaba”. Me interesa de esa declaración cuánto complejiza el trauma del paciente: su negativa a aceptar el camino de las armas confronta directamente al muchacho con la ética revolucionaria. En la discusión que sostienen la noche anterior al asalto, su amigo dice: “Hacen falta las armas. Tenemos que demostrar que existimos, que no nos han aplastado, una prueba que no puedan ni negar ni tapar”. Y él responde: “Es que esto se puede volver contra nosotros mismos. A la gente hay que convencerla; hay que hacer un trabajo más paciente. Hay que hacer conciencia”. E insiste el amigo: “No seas iluso. El mejor trabajo que podemos hacer es demostrarles que estamos dispuestos a todo”. Su culpa actual está teñida del reconocimiento de su ilusionismo y su incapacidad para estar “dispuesto a todo”. No supo ver que la violencia, como subrayó Fanon, era el único camino no ya para llegar al triunfo, sino para barrer con esa mentalidad a que él aspiraba vía una concientización.

Los fragmentos documentales que dan cuenta de la experiencia posterior a 1959 no hacen sino evidenciar su crisis existencial, su incapacidad de participar en la nueva sociedad orgánicamente.[10] Esos “documentos” ilustran, a la manera de pliegos de un archivo clínico audiovisual, su desajuste personal, su andar en una vida sin sentido (que parece haber perdido en el pasado). Las palabras de los testimoniantes –colegas de trabajo, una profesora universitaria, el jefe de uno de los centros laborales donde estuvo…– hacen posible colegir que su presente está marcado por su negación a asumir cualquier tipo de liderazgo, su incapacidad para mantener un empleo estable, su propensión a la bebida alcohólica, su resistencia a terminar los estudios. En resumen, una inestabilidad social (en tanto ciudadano revolucionario) a causa de esa culpa internalizada que carga consigo, por la muerte de su amigo y por el fracaso de la acción clandestina. La amnesia es la cristalización objetiva de su reticencia a hacer las paces con esos eventos irreversibles. Su vida íntima apenas se refiere, excepto hacia el final, cuando confiesa al médico el fracaso de su relación de pareja; esa declaración deja inferir como causa de la ruptura su miedo a encarar el matrimonio y la responsabilidad de ser padre. La culpa atraviesa todas las dimensiones de su existencia al punto de hacer abortar su vida íntima, en un castigo autoinfligido a causa de su otrora insuficiencia ética como revolucionario.

El olvido involuntario no elimina el trauma. No estar a la justa altura de los ideales históricos trocó a la Revolución en el Gran Otro –para utilizar un término psicoanalítico– que subraya diariamente la falla de su yo, que condiciona su patológico comportamiento. Roldán escenifica a través de su vibrante montaje y esos inusitados saltos de realidad, la atrofia existencial de este sujeto. Su agonía cívica no es sino la exteriorización de su frustración interior, consecuencia del hermético, impronunciable reconocimiento de que su tiempo particular estuvo desfasado del tiempo de la Historia. La constante acometida de imágenes subjetivas vinculadas a las memorias, tanto del médico como del paciente, son la graficación cinematográfica de cómo el pasado, aun sometido al olvido involuntario, es una estela latente que nos acompaña toda la vida.

Si un fragmento cúspide tiene esta obra –que dura apenas 70 minutos– es aquel donde el muchacho es sometido a un tratamiento por narcosis, para descubrir “el contenido” de esa fracción forcluida de su memoria, que, según especula un psiquiatra en conversación con el cirujano, debe estar estrechamente relacionado con el accidente actual. (En efecto, debía manejar el carro donde escaparían sus compañeros tras el asalto). La realización articula simultáneamente tres tiempos: 1) el momento de la terapia, que es el tiempo real del filme; 2) la noche anterior al asalto a la armería, cuando él, en una intensa discusión con su amigo, confiesa que ha decidido no participar en el evento; y, por supuesto, 3) el asalto en sí. Todos estos niveles de realidad cuajan orgánicamente en un continuum capaz de aprehender –bajo la decisiva contribución de la música, además– toda la consternación, incluso el delirio, del paciente cuando libera/acepta todas esas emociones largamente contenidas. (El ágil montaje sostiene, a la vez, la coherencia diegética de los hechos y la tensión/violencia psicológicas y físicas intrínsecas a cada una de las situaciones escenificadas en esos diferentes niveles de realidad). Es durante esta escena, cuando la película está próxima a terminar, cuando se desvanece completamente la ilusión del recuerdo, en tanto los hechos mostrados son asumidos objetivamente por la película, como si emanaran de la autoría (que domina la enunciación) antes que de la memoria particular del paciente. Por tanto, se podría pensar que los fragmentos de pasado nos colocan ante una suerte de memoria imaginada, sobre todo en aquellos pasajes donde el paciente no se encontraba presente. Este criterio “clínico” del trabajo fílmico con la memoria –muy vinculado a la focalización modernista de la estética del filme– imprime sustancialidad al conflicto. No se trata solo de una reminiscencia del paciente, sino de una experiencia objetiva. No se trata de una película psicológica, sino de una película materialista.

Antes del cierre definitivo, un breve flashazo nos muestra al amigo en algún banco de la universidad, donde subrayó en un diálogo con el paciente: “cada cosa tiene su tiempo”. Con impresionante economía de recursos y nivel de síntesis, y sacando de ellos el más alto grado de expresividad, La ausencia confronta, como una suerte de lector de Freud, que la angustia desencadenante de la errática existencia de un ser resulta de las exigencias que se impone su conciencia. Esta película constituye el ejemplo cubano mejor resuelto, quizá único, de “realismo clínico” –si es posible semejante denominación–; no estaría bien tildar de “psicológica” esta película, pues Roldán no se adentra en la psiquis del personaje, despliega y expone horizontalmente, del más atinado modo cinematográfico, un caso clínico.

Al final: imágenes que rozan el patetismo alternan entre el cuerpo agonizante del líder estudiantil, en un callejón cercano a la armería, y el cuerpo sufriente del enfermo en las salas del hospital; coronadas por una variación, todavía más acentuada, de la música monotonal que ha venido matizando la de por sí ya lóbrega atmósfera del filme. Un incisión brusca e inesperada suspende el diálogo visual, frustra la posibilidad de una resolución (ya es suficiente el recordar), e inserta, en primer plano, el precioso rostro de la joven francesa, cuyos ojos bien abiertos, si bien apacibles, inquieren al espectador. Y con esa mirada interrogadora, que reta al público –de igual manera a como Nicolás Guillén Landrián lo hace en sus documentales– acaba La ausencia.


Notas:

[1] Hasta donde tengo noticias, solo Juan Antonio García Borrero, en una entrada del blog La Pupila Insomne, ha llamado la atención sobre esta película, en ella destaca su originalidad y su cercanía a los caminos creativos explorados por Titón en Memorias…

[2] Esta obra deja ver un absoluto control de cada una de sus dimensiones (espectatorial, narrativa, fotográfica…). Y el espectador siempre ocupó una posición sustancial en el criterio de realización de Roldán. En una entrevista publicada en Cine Cubano, este director afirma: “El ser humano de nuestra época demanda mucho más que ser tocado por las emociones. Demanda una racionalización de los problemas […], exige una participación activa en la obra artística que está enjuiciando […] Ya el espectador no se conforma con seguir viendo la cara tradicional de las cosas; ahora busca encontrar, como diría Brecht, lo «insólito en lo cotidiano, lo inexplicable en lo familiar, lo angustioso en lo banal». Pero esto solo es posible cuando existe una verdadera actitud crítica por parte de los autores de la obra y también por parte del espectador, actitud crítica que se traduce en un distanciamiento que permita al espectador encontrar sus propias soluciones a los problemas. Esto no implica que deba existir una «neutralidad» por parte de los creadores de la obra, pero sí implica que con «sermones políticos y sociales» no lograremos conmover a nadie. Nosotros podemos tomar una posición frente a los hechos, pero esto no quiere decir que tengamos por fuerza que someter al espectador a nuestras posiciones”.

[3] No estoy sugiriendo, de ninguna manera, que la película es brechtiana en el sentido estricto del teatro didáctico, sino en la medida en que asimila el distanciamiento, si bien más diluido de lo común en el cine cubano de aquel momento. Brecht está presente en Roldán en tanto se instrumenta el distanciamiento en la extrañeza de las actuaciones o en el esquematismo intencional con que se despliega el conflicto (resuelto, no obstante, de forma absolutamente efectiva).

[4] Sergio Corrieri, autor del argumento, responsable del guion junto a Roldán, y actor del filme, defendió enérgicamente el criterio interpretativo de La ausencia. En un artículo publicado en Cine Cubano, comentó: “Los personajes de La ausencia no son naturales, cierto. Tampoco se pretendía que lo fueran. ¿Por qué la medida de la excelencia de una actuación debe radicar en la «naturalidad»? Una actuación es buena cuando el resultado corresponde a los propósitos que se persiguen, ya sean naturalismo, expresionismo, caricatura, distanciamiento o hieratismo. Los personajes no tienen vida propia, también es cierto. ¿Y por qué pensar que debían tenerla? ¿Por qué creer que esto es necesariamente un error o una limitación? […] Sencillamente, no interesaba que tuvieran vida propia: cada uno formaba parte de un engranaje de muchas piezas y su misión es solamente hacer lo necesario para mover la pieza de al lado y echar a andar la maquinaria. No, no tienen vida propia, la única vida que tienen es la que les suministra el director de acuerdo a sus intereses. […] Lo que sí creo es que hay que ser miope o tener cristalizadas las neuronas para no darse cuenta de que todo esto forma parte de un estilo, una puesta en escena, de «un modo de hacer» que aúna estrechamente todos los elementos expresivos (encuadres, música, efectos de sonido, etc.”.

[5] Cfr. Walter Benjamin, “¿Qué es el teatro épico?”, Iluminaciones, Taurus, Madrid, 2018, pp. 137-145.

[6] Ese es un principio narrativo que Roldán despliega muy probablemente bajo la influencia de Alain Resnais, realizador por el que confesó sentir un especial admiración. En su excelente ensayo sobre Muriel, incluido en Contra la interpretación y otros ensayos, Susan Sontag explica cómo “aunque no es difícil seguir la trama, las técnicas narrativas de Resnais extrañan deliberadamente al espectador. La más conspicua de estas técnicas es su concepción elíptica, descentrada, de las escenas […] Resnais niega al espectador la oportunidad de orientarse visualmente en términos de narrativa tradicional […]. La forma en que las escenas son fotografiadas y presentadas, más que explicarnos la trama, la descomponen”. La concepción del diálogo como columna vertebral del argumento y la descomposición visual de las escenas son recursos que parecen llegar al director cubano por influencia del director francés. Los personajes de Roldán, como dice Sontag de los filmes de Resnais, también se encuentran acosados por su pasado; un pasado, al igual que el de los personajes de Hiroshima, mon amour y Muriel, vinculado a acontecimientos históricos y políticos.

[7] Incluso a nivel expresivo, los objetos, las cosas sometidas al día a día de quienes las usan o las ocupan, alcanzan una extraña autonomía estética que las desprende de la coyuntura a que aluden; gracias, en gran medida, a la evocadora fotografía de Jorge Herrera. Igualmente, la música, a cargo de Fabio Landa, ampara es autonomía expresiva que distingue el filme; la música sumerge todo el continuo visual en una atmósfera marcadamente melancólica y, en precisos momentos, eleva el registro por encima de todo referente social hasta hacer de la imagen (intrincadamente atada al sonido) una experiencia para el puro goce estético de los sentidos. Eso tiene lugar, por ejemplo, hacia el minuto 16, cuando la cámara contempla a los estibadores del puerto en plena faena, a través de una combinación dinámica de indistintos planos y ángulos, en una movimiento que incluye descripciones espaciales y detenimientos concretos en los cuerpos fatigados por el trabajo. En ese instante, la música se vuelve monotonal, ligeramente minimal, con matices industrial y ambient, cualidades sonoras que acentúan la alienante ilusión de estos hombres que trabajan para construir el futuro.

[8] Las consecuencias se desataron, sobre todo, después que los organizadores del Festival de Leipzig consideraran el filme “un trabajo reaccionario”, según cuenta el propio Roldán en sus memorias, que publicó bajo el título La mirada viva. En este volumen, el realizador explica la estrategia política seguida con su película. Según cuenta: “Frente al film terminado, la dirección del ICAIC contemplaba un nivel de crítica por encima de lo previsto; se buscaba […] un análisis de problemas situacionales con la alusión a una mejoría gradual que creara un viso de esperanza; pero de ninguna manera un enfoque que, lejos de proyectar un contenido optimista, arrastrara una decepción”. Con esta situación a sus hombros, y después de ser rechazada su primera propuesta de guion para un largometraje de ficción –cuyo título era “Tiempo de vivir”, tildado de ser una “provocación”, considerado un “onanismo intelectual”–, Roldán sale de ICAIC bajo “desempleo temporal”, y no regresa hasta mucho después, por mediación de Fausto Canel y Tomás Gutiérrez Alea. Es entonces cuando entrega el guion de La ausencia, aprobado luego de no pocas zancadillas impuestas por Alfredo Guevara.

[9] Las fotografías de la vida del doctor en París, y de su intimidad con la joven, son de una absoluta belleza plástica. Muchas veces son fotos de alguna calle, de cierto paisaje urbano, de una habitación… Pero también de los encuentros de ambos en algún café o de un momento de intimidad. Uno de los fragmentos visualmente más impresionantes de La ausencia es aquel donde, a través del montaje rítmico de esas fotos fijas, se describe la violación sufrida por la joven de mano de unos paracaidistas en medio de un baldío paisaje rocoso. El expresionismo de las composiciones y la eficacia simbólica del montaje consiguen traspirar toda la violencia física y política del acto.

[10] Ni siquiera estos inserts documentales afectan el acento de aislamiento espacial de la película, que transcurre en La Habana como pudiera transcurrir en cualquier otra ciudad del mundo. Incluso el tema, que, al estar ligado a la causa revolucionaria cubana, fija la trama a la isla estrechamente, recibe un tono de abstracción que distancia la puesta de cualquier folclorismo o localismo. También a estos asuntos debió referirse Roldán públicamente en su momento, puesto que La ausencia,además,fue acusada de no ser “un filme cubano”.

ÁNGEL PÉREZ
ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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