Soy natural de Praga. Nací en plena Gran Depresión y en vísperas de la crisis política que sacudió al mundo. Menciono la Depresión no porque afectase directamente a mi familia sino porque influyó en las ideas de parte de la generación de mis padres. Como muchos de sus contemporáneos, mis padres dejaron de creer en la democracia. Para ellos, la sociedad estaba enferma y necesitaba una transformación radical. Mi padre era un gran especialista en su campo: la construcción de máquinas eléctricas, principalmente conmutadores y soldadores eléctricos. También tocaba el piano y sabía latín y seis lenguas vivas, pero era tecnólogo por naturaleza. Estaba seguro de que la razón y la habilidad humanas no conocían límites, que la sociedad tenía que organizarse y planificarse siguiendo un programa preciso. Así, en su juventud, sucumbió a la ilusión de que era posible una utopía socialista.
Durante los primeros años de mi vida, puede decirse que fui feliz. Vivíamos en un chalet modesto en la ladera de una colina que daba a un complejo de fábricas que pertenecía a la compañía Čkd, donde trabajaba mi padre. A un lado había una taberna, y al otro una casa, y después nada más que arboledas y prados. A poca distancia debajo de nosotros había una línea ferroviaria y a mí me encantaba observar las locomotoras que subían con esfuerzo por la montaña, expulsando chispas y columnas de humo. En nuestra casa vivían varias familias. En cierta ocasión, cuando jugaba con una niña de mi edad, me mordió la mano, quizás para expresar su amor. También vivía allí un perro cazador y, aunque yo lo quería, era evidente que él no correspondía a mi afecto; en todo caso, nunca me mordió.
La Depresión dio paso a la recuperación y mi padre compró un pequeño coche al que llamábamos Baby. No había demasiados automóviles en aquel tiempo. La mayoría de los vehículos que se detenían delante de la taberrna iban todavía tirados por caballos. Debajo de nosotros había docenas de chimeneas que eructaban (había otras fábricas además de los talleres de la Čkd) y también teníamos un aeropuerto cerca; los aviones zumbaban constantemente sobre nuestras cabezas.
Yo era todavía demasiado pequeño para entender algo de la crisis política que se avecinaba. El primer acontecimiento del mundo exterior que puedo recordar fue la muerte del presidente Masaryk. Coincidió con el día que yo cumplía seis años. Mi madre había preparado mi plato favorito: galletas de harina, azúcar y yemas de huevo a las que llamábamos “coronitas”. Las llevó a la mesa y, en lugar de sonreírme, vi que lloraba. Poco después, el director de la escuela pasó por todas las clases para comprobar qué lápices de colores usábamos. Todos los que los tuvieran de la marca Hardmuth tenían que dejar de usarlos, dijo el director, porque estaban hechos en Alemania. A mí me los acababan de regalar y no podía entender (y aún no lo entiendo hoy en día) por qué aquellos lápices no podían cumplir su fin. Aquella prohibición me indignó. Era sin duda una indignación insignificante comparada con las que vendrían después, pero todavía conservo vívido el recuerdo precisamente porque era de una dimensión que era capaz de entender.
Mis padres eran ateos y, aunque sus padres todavía abrazaban el judaísmo, ellos no se sentían judíos. Ambos venían de familias pobres y en su época de estudiantes tuvieron que ganarse la vida dando clases particulares. Quizás fuera esta la razón por la que, aunque nunca ingresaron en el partido, simpatizaban con los comunistas.
Como mi padre se interesaba por la política, pudo advertir –correctamente, por lo que se vio– lo que nos pasaría si la Alemania de Hitler se tragaba a Checoslovaquia. Encontró un trabajo en una planta electrotécnica de Liverpool y todos (en aquel tiempo ya había nacido mi hermano) excepto mi madre conseguimos un visado para Inglaterra. Como no quiso dejarla sola, terminamos por no ir. El único recuerdo de este viaje frustrado es un baúl inmenso que hasta el día de hoy se encuentra en el piso de mi madre. Empecé a escribir en el campo de concentración de Terezín: un poema sobre el suicidio y tres esbozos sobre Praga. Los escribí como ejercicios de composición, en una escuela improvisada del campo durante un período de casi dos meses. Fue la única escuela formal a la que asistí durante los cinco años de guerra. Más tarde, eso me dio una ventaja sobre mis compañeros: ellos tenían que olvidar lo que habían aprendido, yo no.
En general, mi educación fue bastante excéntrica. Como después de la guerra no había libros de texto nuevos, tuvimos que conseguir con gran esfuerzo los de antes de la guerra. Apenas tres años después, en febrero de 1948, los comunistas se hicieron con el poder y no solo prohibieron todos los libros de texto anteriores, los viejos o los nuevos, sino que también repudiaron la mayor parte de lo que en otros tiempos pasaba por conocimiento.
Me aceptaron como estudiante en la facultad de Filología de la Universidad Charles a principios de 1952. En aquel tiempo, la ideología estalinista dominaba todas las áreas de la vida intelectual. Se destruyó de un plumazo la independencia intelectual de todas las instituciones de estudios superiores, incluida mi famosa universidad. Evidentemente, los departamentos de humanidades fueron los más profundamente afectados, y yo estudiaba literatura, una rama llamada ciencia literaria, aunque habría sido más exacto llamarla “pseudociencia literaria”. Me enseñaron que el único método permisible en arte era el realismo socialista. También aprendí que “el nombre de Sartre se había convertido, para la comunidad cultural del mundo, en un símbolo de decadencia y degeneración moral, un prototipo del erial en el que se había perdido la pseudocultura burguesa”. Aprendí que el oscurantismo de Steinbeck prácticamente había alcanzado el nivel de una enfermedad mental, mientras que el protagonista de Faulkner representaba el “adiestramiento organizado del asesinato”. También decían que el “pornógrafo americano Henry Miller” recomendaba la transformación del lector en un asesino brutal. Para muchos de nuestros profesores, la obra sobre lingüística de Stalin se convirtió en la Biblia.
Lo peor era que todos esos libros, la escoria de la cultura occidental, eran inaccesibles: habían desaparecido de librerías y bibliotecas. Pronto entendí que tenía que hacer lo que hacían mis compañeros: olvidar lo que nos enseñaban o utilizarlo como una guía para cultivarnos nosotros mismos. Las obras y los autores que más condenaban mis profesores se contaban entre lo mejor de la literatura mundial. No obstante, mis años de estudio no fueron del todo inútiles. El segundo año decidí que completaría mis estudios con una tesis sobre Karel Čapek, y empecé la investigación preliminar. Čapek había encarnado el espíritu democrático de la Primera República. Era defensor del pragmatismo angloamericano, amigo personal de Masaryk, presidente durante mucho tiempo del pen Club checo y humanista en su obra literaria. En todas sus actividades se oponía a las ideologías y los sistemas totalitarios, lo que significa que era uno de los principales adversarios del nazismo y el fascismo. Eso era precisamente lo que confundió a los ideólogos comunistas después de 1948. Primero prohibieron las obras de Čapek y a continuación concedieron clemencia a su parte “antifascista”. El título de mi tesis era La lucha contra el fascismo de Karel Čapek, pero trataba de la vida, la obra y la filosofía de Čapek. A pesar del rígido adoctrinamiento ideológico que me rodeaba, pude leer revistas y periódicos en cuyas páginas las grandes mentes del período de entreguerras me hablaban con toda libertad.
En 1953 arrestaron a mi padre. Afortunadamente, Stalin acababa de morir y, después de un año de confinamiento solitario, lo condenaron a dieciocho meses, en lugar de los diez o quince años que se esperaba. Sin embargo, la experiencia de una cárcel comunista le abrió los ojos, a él y a toda nuestra familia de izquierdas.
Cuando volví del campo de concentración nazi, no dudé ni un instante sobre cuál tenía que ser mi profesión futura. Había acumulado una experiencia poco habitual para mi edad, pero no sabía nada de literatura, ni en la teoría ni en la práctica. En Terezín, los libros eran una de las cosas prohibidas. Sin embargo, conseguí llevarme un relato de Homero, Los papeles póstumos del Club Pickwick, de Dickens, y Los hijos del capitán Grant, de Verne, y durante mucho tiempo me supe los dos últimos casi de memoria. Pero no proporcionaban el mejor material de lectura para un aspirante a escritor. Después de la guerra descubrí la belleza y el placer de la lectura, pero, cuando hube leído unos cuantos libros, me acometió una extraña impaciencia. El verdadero placer no estaba tanto en la lectura como en la escritura. No obstante, como muchos de los que empiezan a escribir, no usé como recurso mi propia experiencia, sino que me sumergí en el mundo lleno de sueños de mi imaginación. Empecé a escribir novelas. En una época en que era demasiado tímido para hablar con las mujeres jóvenes, me puse a componer una gruesa novela romántica. Se trataba de una epopeya que titulé Gran corazón, pero todo lo que queda de ella –y de mi novela siguiente, Uno de mil, tres obras de teatro y muchos relatos breves– son dos libretas de ejercicios que solo sobrevivieron a una oleada de autocrítica porque terminaron por error entre viejos papeles llenos de notas de geografía y de traducciones del latín. Una de ellas contenía el comienzo de la mencionada epopeya romántica. En la primera página, junto al título y el indispensable nombre del autor, encontré esta nota: “El primer volumen contiene la Primera parte: pp. 1-74, diciembre de 1947; Segunda parte: pp. 75-280; Tercera parte: pp. 281-380, enero-mayo”. No recuerdo si los números de página se referían a páginas que escribí realmente, pero las fechas corresponden al período de mi primer amor, totalmente platónico, por una compañera de clase que cojeaba. Lo que otros trataban en tres poemas, yo lo vertí en una novela que me absorbió todo el tiempo que cualquier otro podría haber utilizado en realizar sus ambiciones románticas.
Todavía recuerdo cuando volvía a casa de la escuela cada tarde y me sentaba a escribir. Durante todo el día esperaba el momento de ponerme a contar mi historia, la noble historia de una gran pasión de la que yo era el único e ilimitado creador y amo. Nunca desde entonces he sentido tanto placer y maravilla en el acto de la creación como en aquellos días, cuando redactaba mi primera (y, desde un punto de vista literario, malísima) historia sobre el gran amor de un estudiante, Jiří, por la núbil y delicada, aunque discapacitada, Lenka. Inventé muchas escenas conmovedoras llenas de malentendidos y ponía obstáculos en su camino (siempre felizmente superados) solo para poder describir a continuación el maravilloso reencuentro. Cuando llegaba a este punto me sentía feliz. Había escrito la gran historia de amor que se desplegaba en mi imaginación y, gracias a ella, podía sentir lo que no había experimentado en la realidad. Las lágrimas que me arrancaban las enormes emociones de mis protagonistas me ahogaban. Al leer aquellas escenas años después, me di cuenta de que no contenían ninguno de los poderosos sentimientos que me habían hecho temblar en aquel momento. No quedaba en ellas más que un ápice de sentimentalismo con algunas banalidades literarias prestadas. Tomé conciencia de que los resultados no guardan relación con lo que siente el autor ni con lo que vive en el momento de escribirlo. Las historias tienen una ley y un orden propios, que pueden estar en conflicto con el orden emocional de quien las cuenta. La tragedia de los escritores compulsivos y los malos autores es que a menudo ponen en su obra todo lo que tienen, pero en la obra en sí no queda ni rastro de ello. Escribir, en definitiva, es bastante más complicado de lo que me parecía en un principio. Es una suerte. Si no fuera así, el mundo tendría muchos más escritores que los que hay hoy en día y quedaría ahogado por una avalancha de papel impreso. Lo que perfectamente puede ser uno de los finales que nos esperan.
* Este texto pertenece al volumen El espíritu de Praga, de Ivan Klíma (Editorial Acantilado, 2010), traducido del checo por Fernando de Castro y Dolors Udina. Se reproduce con autorización de la editorial.