Harold Bloom, que podía ser tan controversial como perceptivo, sostuvo que la auténtica “Religión Americana” no era, ni mucho menos, aquello que decía ser: “se disfraza de cristianismo protestante […] pero debe la rotunda supervivencia de todas sus asombrosas doctrinas a ese núcleo que, desesperadamente, procura no ver en su interior: órfico, milenarista, gnóstico […] no cree ni confía: conoce, aunque siempre quiere conocer más […] y puesto que fue sincrética desde el inicio puede acomodarse dentro de casi cualquier forma externa”.
Estas palabras están investidas de una demoledora lucidez y representan, acaso, la mejor introducción posible no solo a la estructura profunda de las innumerables sectas que allí proliferan, sino también (y eso es lo que aquí nos concierne) a varios textos absolutamente imprescindibles en la narrativa norteamericana del siglo XX. En efecto, obras maestras como Miss Lonely Hearts de Nathaniel West, Los profetas de Flannery O’Connor, Moby Dick o The Crying of Lot 49 de Thomas Pynchon se vuelven, si no completamente inteligibles,[1] al menos mucho menos intimidantes cuando las contemplamos bajo el tenue pero pertinaz resplandor que suscita semejante perspectiva. También, cómo dudarlo, la espléndida Masters of Atlantis, del enigmático Charles Portis.
Se trata, quizá, de la sátira más minuciosa, sistemática y brutal jamás pergeñada en las letras norteamericanas en torno a las –autoproclamadas– sectas esotéricas, su saber ancestral, sus arcanos, gurúes… y todo lo demás. Naturalmente, apenas hay un libro en la relativamente breve obra de Portis que no aborde este tema pero, incluso así, este texto representa la cristalización y apoteosis de su escritura: el lugar donde sus recursos expresivos (siempre considerables) alcanzan la mayor complejidad, sofisticación y, por encima de todo, intensidad cómica. Es mi intención dilucidar aquí, siquiera parcialmente, algunos de los elementos que sostienen su grandeza estética, pero sospecho que no será inútil discutir primero un lugar común de la crítica literaria en las últimas décadas: la supuesta prominencia de Thomas Pynchon en lo que podríamos llamar “la ficción paranoica norteamericana”. Así, innumerables lectores, deslumbrados tanto por los torrenciales artefactos verbales de ese autor como por el secretismo que rodea sus avatares biográficos dan por sentado que Pynchon es “inigualable e inimitable” en la práctica de ese curioso subgénero. Sin embargo, la enérgica adjetivación solo encubre una profunda, apenas concebible vacuidad (en rigor de verdad, el epíteto más adecuado para el bueno de Pynchon es ininteligible) y la desesperación de aquellos que han perdido cualquier esperanza de expresarse con exactitud: ante todo porque no basta con escribir novelas interminables, populosas y deslavazadas para ser un genio;[2] luego, porque, pese a las miles de páginas escritas por sus adláteres –empeñados en descifrar el “sentido profundo” de estos teratológicos y fútiles artefactos–[3] el pretendido nudo gordiano del “efecto Pynchon” se disuelve como agua en el agua ante la potencia de un único aforismo de Wittgenstein: “No hay enigma”. O, en otras palabras, no es preciso preocuparse por los secretos que su prosa pretende ocultar porque en última instancia no significa nada y esos textos sólo sirven (como decía Cioran de Blanchot) para “aprender a escribir a máquina”: en efecto “no hay sentido que te enganche, que te detenga, sólo palabras: es el triunfo de la pedantería enigmática”.
Concentrémonos ahora en el relato de Portis: todo comienza con Lammar Jimmerson (sin duda el más improbable, inepto y exitoso gurú en toda la literatura anglosajona), un ingenuo norteamericano varado en París a principios de 1919 que, tras ayudar a un más que dudoso individuo,[4] recibe como rutilante recompensa el así llamado Codex Papus, un texto que –siempre de acuerdo al sinuoso rufián que se lo entrega–, “contenía la sabiduría secreta de Atlantis”, aunque, naturalmente, solo era una copia pues “el libro original había sido sellado en un caja de marfil miles de años atrás y, tras flotar durante otros novecientos había llegado a Egipto, donde fue encontrado por Hermes Trimegisto”. A partir de ahí el linaje del texto se vuelve incluso más nebuloso –lo que no es decir poco– pero podemos resumirlo así: tras estudiarlo durante nueve años el sabio egipcio se convirtió en el primer maestro de la secta gnomónica (cuyo imparable ascenso en Norteamérica es la trama misma del relato) y de él descendía una ininterrumpida cadena iniciática que llegaba a 1919: aparentemente, el actual gran Maestro de la secta, Pletho Pappus, era por mucho el más poderoso de todos cuantos habían existido y residía en el Templo Gnomónico de la isla de Malta con sus dos discípulos. Que alguien pueda no solo tomar en serio semejante delirio sino también convertirlo en el sentido de su existencia desafía nuestra credulidad, pero luego recordamos que en Estados Unidos existen fenómenos como la así llamada cienciología[5] y los manejadores de serpientes de los Apalaches: quizás el gran ensayista H. L. Mencken no se equivocaba cuando sostuvo que “nadie se arruinó jamás subestimando la inteligencia del público norteamericano”.[6]
En cualquier caso, el texto de Portis provee la más penetrante, minuciosa y salvajemente divertida glosa de este fenómeno, algo así como la Historia del surgimiento, ascenso, declinación y resurgimiento de la secta gnomónica en Norteamérica. Porque, cuando el tipo que le presta “el invaluable Codex Papus” desaparece con todo su dinero (“un préstamo”, naturalmente), Lamar viaja a Malta en busca del Gran Maestro de la secta. Sin embargo, como era de suponer, no encuentra nada (¿porque nada hay?: probablemente).[7] Cualquier otro se habría desanimado, pero Lammar Jimmerson (más estoico, también más estólido) está hecho de un material muy diferente y decide que el ocultamiento de Pletho Papus es absolutamente deliberado: al mismo tiempo signo inequívoco de su poder y sutil incitación para que Lamar continúe “la gran Obra”[8] de la secta en Norteamérica. Y a partir de ese momento el relato –que tampoco era precisamente lo que podríamos llamar convencional– se acelera y desquicia: las tribulaciones de Lamar mientras intenta promover la secta en Brunette, Indiana, despliegan una incesante comicidad; también la prodigiosa imaginación creadora de Portis en esta gran Suma sobre la esencial vanidad de todo saber esotérico:[9] el autor ha dotado a la secta gnomónica de una poderosa mitología,[10] un complejo –e irrisorio– conjunto de símbolos,[11] una minuciosa jerarquía y una retórica más o menos incomprensible.[12] Con todo, en los primeros años –la etapa más dura para el bueno de Lamar–[13] apenas consigue atraer a una docena de adeptos y solo la llegada del gran vulgarizador Austin Popper –un embaucador donde los haya– hace posible la expansión de la secta, que crece hasta superar los más desorbitados sueños de su fundador.
Ahora bien, con el éxito –en el sentido estrictamente comercial del término: no hay que pensar ni por un instante que los miles de miembros entendiesen una palabra del credo que decían profesar–[14] surgieron inmediatamente diligentes imitadores y el más exitoso (Sidney Hen, Gran Maestro Gnomónico de Canadá y México) libró durante años una encarnizada batalla propagandística contra Lamar Jimmerson, provocando así el primer “gran cisma de la doctrina gnomónica”. Esta lucha por el “poder esotérico” (una enérgica competición en el absurdo y la superchería) ocupa gran parte de la novela y resulta muy divertida: proliferan los personajes grotescos con nombres tan exóticos como inverosímiles; hay disertaciones febriles, ridículas y dilatadas sobre “la antigua sabiduría egipcia”; hay académicos rumanos especializados en ocultismo[15] que tampoco desdeñan la alquimia… y mucho, mucho más: Portis es, sin la menor duda, un escritor cómico a la altura del gran John Kennedy Toole. Y, sin embargo, por tentador que resulte adscribir el texto a tan distinguido linaje estético, las cosas no son tan sencillas: existe, bajo el tejido aparentemente inconsútil de la narración una corriente subterránea de sentido que socava sutilmente su significado ostensible. Los signos no son, quizá, numerosos, pero sí elocuentes: pequeños indicios, alusiones a ciertos libros, repeticiones, extraños juegos de palabras y, en definitiva, cautelosas sugerencias de que, después de todo, la doctrina gnomónica –por delirante que parezca– es el necesario velo que oculta el más profundo y auténtico sentido del relato.
Si aceptamos esta conjetura –ciertamente plausible, pero en última instancia indemostrable– la narración funcionaría simultáneamente en dos niveles: el primero articularía una espléndida novela cómica, una magnífica sátira de toda doctrina esotérica; el segundo desplegaría, en los márgenes del texto, una compleja estrategia retórica que postula la presencia de un sentido antitético al ya mencionado, un enigma, un punto ciego abisal e impenetrable que demolería el contenido aparente. Así, el principio arquitectónico del relato se vería cimentado por mecanismos narrativos que remedan en su propio funcionamiento el dogma fundamental de todo saber esotérico: la existencia de secretos iniciáticos de muy difícil acceso. Y, aunque no sea posible arribar jamás a una conclusión definitiva, la mera posibilidad de este significado ulterior inviste al relato de una fascinación perdurable. A fin de cuentas, como decía Mallarmé, “toda cosa sagrada y que desea seguir siéndolo se envuelve en el misterio. Las religiones se refugian en sus arcanos, transparentes sólo al predestinado: el Arte en los suyos”.
Notas:
[1] Por lo demás, sería presuntuoso suponer que resulta posible escribir páginas definitivas sobre cualquiera de estos volúmenes.
[2] En cualquier caso, no es una condición suficiente, tampoco necesaria. La gran excepción a todo esto es la ya mencionada The Crying of Lot 49.
[3] Existen, quién lo duda, maneras mucho más productivas de emplear el tiempo: yo recomendaría la lectura del desopilante narrador argentino Alberto Laiseca, en particular su magnífica novela Los Soria.
[4] Su nombre, nacionalidad o cualquier otro detalle nunca pueden ser establecidos con certeza.
[5] Inventada por un escritor de ciencia ficción clase Z.
[6] Ciertamente no me parece un mal epígrafe para esta desopilante novela.
[7] De hecho, pese a todo lo que podría aducirse contra la existencia de la secta gnomónica (antes de su “restauración” a manos del propio Lamar), uno de los rasgos más interesantes del relato es lo que podríamos denominar la articulación de un sistemático principio de incertidumbre alrededor tanto de esto como de las doctrinas ulteriores: aunque resulta obvio el sesgo irónico en el tono del narrador, nunca a llega a declarar explícitamente la vacuidad última de lo representado: el lector intuye que se trata de una “conjura de necios” pero –como en La subasta del Lote 49, el único libro de Pynchon más o menos legible– hay algunos signos que parecen contradecir esta hipótesis. Si todo fuese solamente una estafa, entonces la secta no sería diferente a centenares de tinglados New Age…, pero con los gnomónicos nunca puede establecerse con absoluta certeza la proporción de astucia, autoengaño y delirio: hay, sin duda, algunos embaucadores de primer orden (ostensiblemente, Austin Popper), pero muchos otros sí creen en el absurdo constructo que promocionan y ese es el secreto de su éxito.
[8] Término que retiene aquí su arcana connotación alquímica.
[9] Esta es, al menos, una de las interpretaciones posibles…a unque ciertamente no la única.
[10] Sabiduría ancestral (es decir, la Philosophia Perennis) con una genealogía que se remonta a unos ¡cincuenta mil años! (desde la desaparición de Atlantis, que para empezar nunca existió, pero esos pequeños detalles no parecen molestarlos) y a maestros primigenios (Hermes Trimegisto, Pitágoras, Cornelius Agrippa).
[11] Corrientes telúricas invisibles, triángulos sagrados, pirámides (naturalmente, siempre que alguna superchería se entroniza la alusión al Antiguo Egipto es casi de rigor).
[12] O al menos jamás explicada: “Perfectos Extraños, Hierofantes de Atlantis, Noche del Silencio Absoluto”, etcétera.
[13] Y no puede negarse que el hombre se esforzó: entre otras cosas “consiguió una guía postal titulada Gente rara de Illinois e Indiana, aunque no era exhaustiva contenía los nombres de setecientos excéntricos […] Lamar escribió cartas a estos maníacos conminándolos a adoptar el credo gnomónico […] pero sólo tres respondieron”.
[14] Probablemente porque no había nada que entender.
[15] Verbigracia, el profesor Cezar Golescu, el mayor –y único– historiador del “Continente perdido de Mu”.