Si algo ha quedado como retazo efectivo, y afectivo, de la abstracción marxista es aquella afirmación que, luego, Žižek convierte en aforismo y en principal herramienta para sus desmontajes ideológicos: “La historia ocurre dos veces: primero como tragedia, después como farsa”.
Primero fue tragedia. Ahora, farsa. Hablo de los debates humanísticos en torno las tecnologías emergentes. Y más aún, cuando se ha comprobado que dicha tecnología ha sido el sustrato nuclear de las nuevas corrientes filosóficas y religiosas (¿se acuerdan del caso de Anthony Levandowski y su templo, Way of the Future, dedicado a la adoración de una IA?).
Mirado más de cerca, naaa, ni hubo tanta tragedia: todos están hoy en día fascinados transfiriéndole desde problemas conyugales y hasta místicos a sus IA de bolsillo. Más bien, lo que se suscitó en realidad fue una retórica trágica en el fin de siglo, en esos libros que a Neo, en Matrix 1, tanto le gustaban (Lyotard, Lipovetsky, Baudrillard). Pero la farsa sí que es real, porque toda la proyección de una tecnología emancipadora al final se volvió dominación tardocapitalista.
Michel Nieva, en su estupendo ensayo Ciencia ficción capitalista, ya comentaba que todos los Musk, los Bezos, los Thiel, “asegura(n) con aires heroicos que su único motor para continuar acumulando dinero es invertirlo en esta epopeya espacial, ya que la panacea a los problemas terrestres no provendrá de reducir la brecha entre ricos y pobres o detener la crisis socioambiental que vehiculiza el capitalismo, sino de trasladar las lógicas de este sistema a otro planeta” y que, gracias al desarrollo de las Estrategias para la Ingeniería del Envejecimiento Insignificante, “las personas 2050, las personas con el suficiente dinero para pagar estos tratamientos serán capaces de vivir más de mil años”.
Bueno, son los tópicos de siempre –los reconoce Nieva, los reconocemos todos–: vienen de las space opera y de las novelitas cyberpunk. A un nivel más profundo, se trata de nuestros viejos miedos, sublimados y en loop: el reconocimiento de nuestra fragilidad; el impulso de, en lugar de reparar, destruir todo y volver a comenzar; las falacias para justificar los privilegios de unos; las falacias para justificar la victimización de otros.
Lo único bueno, y entretenido, de todo esto es que obliga a releer a Bradbury, Dick, Stephenson o LeGuin de otra manera. Porque la brecha que sí se redujo –como farsa, pero bue…– fue la que existía entre el mundo experiencial y la ficción verosímil. El futuro ya no es algo porvenir: aunque medio chafa, está aquí y sirve para especular que la máxima de Marx puede conjuntarse con otra, que la expande y actualiza (ah, ¿se imaginan si Borges hubiese nacido en el Imperio austrohúngaro durante siglo XIX?): “Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible”.
En 1950, Asimov remozó un cuento que ya había aparecido nueve años antes en Astounding Science Fiction, para injertarlo en la que, a mi parecer, sigue siendo su obra maestra: Yo, robot. El cuento se llama “Reason” y, examinándolo hoy, estoy segurísimo que Felipito, el de las ovejas y los androides, pasó por ahí; que Harlan Ellison (aquel que tiene el cielo ganado na’ más por el título de su libro, No tengo boca y debo gritar) también pasó por ahí; ni qué decir que ese Clarke, el que tuvo a Kubrick respirándole en el cuello, igualmente pasó por ahí.
Este puro capítulo es, sin exagerar, un crisol de la literatura contemporánea. Powell y Donovan son dos operarios de una estación espacial encargada de absorber radiación solar y conducirla a la tierra, a través de un haz de microondas, para convertirla en energía útil. OK, concuerdo: hasta ahí también prodigo yo un bostezo universal. Pero lo realmente propositivo para estos 2020’s es lo que viene a continuación, porque Powell y Donovan deben activar un robot, un modelo QT-1, con el fin de automatizar la estación y regresar a la Tierra. De este QT-1, al que apodan Cutie, esperan el cumplimento de las archiconocidas tres leyes de la robótica. Y, en efecto, las leyes se cumplen, solo que este modelo no se limita a obedecer, si no que imita la capacidad de los seres humanos de discernir, ingresando en las paradojas y bucles típicos del cartesianismo positivista:
—He pasado estos dos últimos días en concentrada introspección –dijo Cutie–, y los resultados han sido de lo más interesante. Empecé por un seguro aserto que consideré podía permitirme hacer. Yo, por mi parte, existo, porque pienso…
—¡Ah, por Júpiter…, un robot Descartes! –gruñó Powell.
—¿Quién es Descartes? –preguntó Donovan–. Oye, ¿es que tenemos que estar aquí sentados escuchando a este loco metálico…?
La escena es singularísima. Probablemente, se trate de la quintaesencia de cualquier diálogo entre humanos, que fingen la farsa, y máquinas que fingen (o fingían, al menos) las capacidades humanas más trágicas. Sí, Cutie efectuará la tarea, mas no por las razones esgrimidas por los humanos. El QT-1 profundiza tanto en sus capacidades de autoconciencia que llega a considerar cierto mesianismo teológico como la verdad única. El convertidor de energía solar es un Dios, él es su profeta y los humanos, criaturas inferiores que deben ser relevadas. El fundamento, que no se aleja demasiado a los mensajitos que, de pronto, arroja GPT-4 o Mistral Mixtral, es el siguiente: mientras los humanos apenas han sido dotados de inteligencia, los robots son los únicos que poseen verdaderamente razón: “Todos ellos son robots, y por lo tanto seres dotados de razón. Les he predicado la Verdad y ahora reconocen al Señor. Me llaman el Profeta. Soy indigno de ello”, afirma Cutie. Para luego, aseverar: “Pero no teman nada. En el plan de las cosas del Señor hay sitio para todo. Ustedes, los pobres humanos, tienen vuestro lugar, y, si bien es humilde, serán recompensados si lo ocupan dignamente”.
Tiene un tufillo a Fides et ratio (hasta cierto punto, recuerda algunos pasajes de la escolástica del panzón de Tomás de Aquino e, incluso, de los pastiches de Karol Wojtyla). Y en boca de un androide, el argumento es aún más estremecedor. Primero se dio como tragedia, después como farsa. Este QT-1 no solo declara tener una conciencia hiperavanzada, si no que, debido a ella, rechaza todo lo que no puede comprobar por sí mismo. Se trata de la evidencia, descarnada, de una paradoja como efecto de lo socrático y lo cartesiano llevados al límite: la razón pura siempre corre el riesgo, al final, de volverse dogma e imperativo religioso.
Powell y Donovan intentan “razonar” con él y hacerle ver su condición de criatura artificial armada por ellos, los humanos. La evidencia que emplean son los libros y el montaje, que delante de sus ojos, realizan de otro QT-1. Sin embargo, dentro de esa estación ya hay un solo ser realmente racional. Dicha razón le ha proporcionado autonomía; esa autonomía lo ha vuelto escéptico; y ese escepticismo lo ha desconectado del mundo para habitar el único entorno seguro posible: las meditaciones cartesianas.
—Si fueses capaz de leer los libros de la biblioteca, te lo explicarían de modo que no te quedaría la menor duda.
—¡Los libros…, los he leído! ¡Todos! Son muy ingeniosos.
Powell intervino súbitamente.
—Si los has leído, ¿qué más hay que decir? No puedes negar su evidencia. ¡No puedes!
—Por favor, Powell –dijo Cutie con la compasión en la voz–, no puedo considerarlos como una fuente válida de información. También ellos fueron creados por el Señor…, y lo fueron para ti, no para mí.
—¿Cómo has descubierto esto? –preguntó Powell.
—Porque yo, como ser dotado de razón, soy capaz de deducir la Verdad de las Causas a priori. Tú, ser inteligente, pero sin razón, necesitas que se te dé una explicación de la existencia, y esto es lo que hizo el Señor.
Que Cutie emplee términos religiosos para nombrar procesos técnicos no es solo una prueba de ingenio literario, sino una alegoría de la reinterpretación poshumana. Porque al final parece dar igual que los procesos técnicos sean bautizados desde lo teológico o desde lo científico: de todas maneras, la misión tiene éxito (Cutie termina operando sin errores la estación espacial y releva a los ingenieros). En ese sentido, Asimov actualiza a Descartes en algo que este no pudo prever (escuchamos, no juzgamos: a cualquiera se nos hubiera hecho bolas la causa de sí si quien nos cartea es la princesa de Bohemia): que el conocimiento funcional es capaz de sobrevivir al colapso epistemológico e, incluso, a la vida humana.
Así, Asimov no escribe un relato más sobre fallas robóticas, sino sobre la autonomía interpretativa de la ley (que es, en rigor, el núcleo de Yo, robot: la forma en que se violentan las famosas tres leyes). Cutie no desobedece: reformula el sentido. O, si se quiere, el cuento emplea los códigos de la ciencia ficción para mostrar cómo un ente lógico (una pura res cogitans) puede construir una narrativa simbólica y verosímil que desplaza la versión humana de la realidad.
Todo esto, por supuesto, no es capaz de transmitirlo Will Smith, demasiado ocupado por sobrevivir a un ataque de androides en un túnel de una futurista Chicago (qué cagada de adaptación, ¿no?).
Y lo mejor, o peor de todo: al robot lo apodan Cutie. Cutie. No hay ninguna ironía en ello.